—Vaya, ¿salió anoche la señora? —interrogó a la tía Clara, intentando bromear.
Clara sonrió con la mirada mientras dejaba que Berni le limpiara las lágrimas que no dejaban de brotar de sus ojos. Entonces Berni cayó en la cuenta y se volvió de nuevo hacia el vestido de plata, espantada.
—¡Ave María purísima! El vestido de doña Olivia.
—¿Lo conoce? —preguntó Madelaine.
—Yo tuve que coser varias lentejuelas que su abuela perdió una noche... —explicó Berni. Y se volvió preocupada hacia Clara, como esperando su consentimiento. Esta se lo dio con un suspiro.
1948, Sevilla
Olivia sabía que aquello iba a pasar. Manuel la besa contra la pared, tras unos arbustos que les esconden de la animada fiesta. A sus pies y enganchadas entre la piedra de la casona de campo, sin que ellos se percaten, queda un rastro de diminutas estrellas.
—¿Por qué no volviste?
Manuel deja de besarla y la mira extrañado a los ojos.
—No podía, sin dinero no podía. ¿Por qué no me esperaste?
—Porque... pensé que te habías ido para siempre. —Olivia no es capaz de confesarle la verdad. Y lo hace por orgullo—. No respondiste a mis cartas.
—No recibí ninguna —responde él extrañado.
—Néstor te las envió.
Entonces los dos entienden. Y la ira les abrasa, la impotencia ante el engaño. Manuel golpea la pared con fuerza. Si pudiera asesinar, no dudaría. Incluso Olivia se estremece ante la violencia que le solivianta.
—Maldita sea, Olivia. Pero ¿por qué con él? Te dije que necesitaba tiempo.
—Si solo una vez me hubieras escrito, yo hubiera esperado —justifica Olivia con voz queda. De repente se da cuenta de que él no sabía que ella estaba embarazada y decide que esa información debe tratarla con cuidado: su hija debe ser protegida. Hizo una promesa y un nacimiento bastardo es el peor de los estigmas.
—Yo no soy de escribir.
A ella le duelen sus palabras. Le hacen sentir poco importante.
—Yo no soy de esperar.
A él le duelen ahora las suyas. Ella confía en que rompa el abrazo pero él no lo hace. Manuel recuerda cuando se enteró por un conocido de que Olivia se había casado. La rica heredera se había enamorado, su padre apoyaba a la pareja y no podían esperar. Regresa el insoportable dolor que ahogó de tugurio en tugurio por las calles de Cartagena de Indias, en brazos de decenas, tal vez cientos de amantes. De todas las que pudo pagar. Ahogado él mismo en alcohol intentó olvidar a Olivia siempre entre las piernas de prostitutas, porque todas las mujeres se convirtieron en eso, pagase o no por el servicio.
—Está bien —dice él intentando reorganizar la situación; siente que no puede dejarla ir, que todo su cuerpo se retuerce de dolor ante el deseo que aquella mujer le provoca—. ¿Y ahora qué?
—Ahora estás aquí. Empecemos de nuevo. Lejos de aquí.
—¿Lo dejarías todo? —pregunta él desconcertado.
—Ya me equivoqué una vez por no ser capaz de hacerlo.
Olivia está decidida. Manuel ahora la suelta, nervioso, intentando no dejar traslucir la preocupación que le asalta. Esa no era la respuesta que esperaba y Olivia se da cuenta.
—Yo acabo de volver. He comprado la finca de El Aguilucho, tengo planes —dice finalmente.
—Pues me voy contigo. Podemos vivir allí. Mis hijos son mayores. Con el tiempo lo entenderán.
Manuel carraspea.
—La semana pasada vino Néstor a hablar conmigo. Sabía que me había gastado lo que traje de América en la finca. Me propuso un negocio con casi mil cabezas de ganado. Firmamos ayer.
Olivia le mira atónita.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué aceptaste?
—Porque yo también quiero tener lo que tú tienes, Olivia, ¿no lo entiendes?
—Néstor lo ha hecho para tenerte controlado, para que no pudieras estar conmigo. Te ha comprado. ¡Te has dejado comprar! —concluye Olivia con desprecio.
Manuel la mira, con sus ojos oscuros, ahora de una intensidad dolorosa. Todavía hay más.
—No solo es eso, Olivia. Acabo de casarme.
Olivia se siente morir. Las piernas le flaquean.
—¿Por qué? —pregunta ella con frialdad.
—Porque me he enamorado, por qué va a ser —responde él con la misma frialdad.
Se miran un instante, furiosos el uno con el otro.
—Déjame adivinar —comienza Olivia—. Ella viene de una familia acomodada, es guapa pero no demasiado, muy honesta y discreta, y aporta una pequeña fortuna.
—Tú eres la que no pudo esperar. La que se casó porque Néstor era un mejor partido, ¿verdad?
Los celos nublan cualquier posibilidad de entendimiento pero el deseo que subyace es más fuerte. Manuel la besa y ella le corresponde, ambos controlados por su pasión. Manuel le susurra al oído:
—Sé mi amante y lo tendremos todo.
Olivia se estremece de placer ante esas palabras que resuenan en su cabeza de novelas románticas por entregas y que implican el control del macho. Siente la explosión de hormonas, la testosterona, la esencia masculina embriagante, el mundo hermético y extremadamente voluble del que no se puede salir pero del que puedes ser arrancado con crueldad... y al otro lado no hay nada. Su cabeza le dice que debería negarse, que nada bueno saldrá de aquello.
—Ya veremos —responde separándose. Ahora ya tiene la certeza de que las cosas no podrán cambiarse, no en la superficie. Su secreto permanecerá oculto para siempre.
—Doña Olivia perdió aquella noche las lentejuelas. Consiguió que le mandaran de París sesenta piezas nuevas e hilo de plata, y las cosí bajo su atenta mirada. Este vestido era como su segunda piel. Doña Olivia tenía la piel argéntea, suave y luminosa. El vestido la hacía brillar como si su carne no fuera mortal. Era de otro mundo su abuela. A veces parecía un hada de hielo, pero era un hielo que quemaba. Amó a don Manuel con locura, y se vieron alguna vez después de aquella noche, pero ella decidió que no quería vivir una doble vida. Supe por una prima mía que trabajaba como doncella en casa de don Manuel que este hizo todo lo posible por convencerla. No era de los que están acostumbrados a perder. De puertas afuera, era un caballero extrovertido y encantador, pero en casa se volvió un hombre amargado y resentido. Su pobre mujer fue una santa —explicó Berni volviéndose hacia la tía Clara. Esta asintió.
Madelaine entendió. Un hombre amargado y resentido, con un deseo que se convirtió en obsesión, capaz de lo que fuera necesario por llamar la atención de Olivia, de vengarse de ella incluso, capaz de tener una aventura con Clara.
—Su tía Clara fue la que pagó el pato —concluyó Berni. A la tía Clara se le humedecieron los ojos.
—Tía, ¿te gustaría que Berni nos echara una mano? Necesitamos ayuda con la casa y alguien que nos cocine. Quizá tres o cuatro horas al día.
La tía Clara parpadeó dos veces. En sus ojos vidriosos, rodeados por el irremediable paso del tiempo, había calor y agradecimiento. Berni sonrió conmovida. Para ella aquel fue uno de los días más felices de su vida. Ella siempre se sintió parte de aquella familia y quería morir siéndolo.
Aquella misma noche, mientras Madelaine, dispuesta a tomar las riendas de su patrimonio, se sumergía entre los documentos que José Luis había dejado sobre la mesa del despacho y Yolanda administraba el analgésico a través del suero a la tía Clara, la casa palacio de los Martínez Durango vibró con una serenidad desconocida. Madelaine escuchó sorprendida. Casi podía sentir la música melancólica meciéndoles a todos ellos, convertidos en una nave que navega sobre un mar cálido mientras la luna riela sobre la superficie, tocando de paz un sueño inimaginable. Madelaine suspire') profundamente. Algo empezaba a cambiar. Quizá era solo eso lo que le faltaba: saber, conocer, entender. Quizá también la sensación de que los cabos sueltos empezaban a anudarse, curiosamente no para terminar, sino para convertirse en conductores de otras vidas, otros futuros, otros destinos. Sonrió para sí, y los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Estaría realmente su madre emparedada tras la biblioteca? Tuvo el instinto de dejarlo estar, pero no tardó en arrepentirse. No podía permitirse volver a las andadas, convertirse ella en cómplice de secretos vergonzosos o incluso criminales. Se volvió hacia la mesa completamente rebosada por documentos indescifrables y angustiosos que había que resolver ante Hacienda urgentemente. La verdad acababa de transformar aquel momento de caos y angustia en un momento sereno. Al día siguiente intentaría romper el muro de la biblioteca. Se dio cuenta de lo importante que era para ella no causar dolor a su tía Clara, la asesina de su madre. Ahora que conocía su verdadera historia era incapaz de odiarla. Clara solo le inspiraba una lástima profunda. No había podido sustraerse a un destino marcado desde su concepción. Aunque, en realidad, ninguno de los miembros de aquella familia había podido hacerlo. La angustia volvió a apoderarse de su corazón. ¿Sería ella capaz de cambiar el curso de los Martínez Durango? El sonido de su móvil la sobresaltó. Se apresuró a responder, temiendo que el sueño despertara convertido en pesadilla.
—Madelaine. Soy yo. Abre, por favor, estoy abajo. No quiero tocar el timbre para no molestar a tu tía —dijo José Luis—. ¿Me has oído? Es importante.
A Madelaine le dio un vuelco el corazón. Los muros de la casa se pusieron firmes ante lo que estaba a punto de acontecer.
Madelaine encendió una de las lámparas árabes sobre el taquillón de paso hacia la entrada. Su corazón latía tan fuerte que sintió que José Luis se daría cuenta. Las manos le temblaban. Nunca había ansiado un encuentro con tanta emoción. Su primera sorpresa fue darse cuenta de que José Luis no venía solo. Una mujer le acompañaba. Avanzó con desconcierto hasta que reconoció atónita a alguien que pertenecía a su otro mundo, a su otra vida.
—¡Adela! ¿Qué haces aquí?
Adela la miraba emocionada. Los ojos húmedos. Sus corazones latiendo al mismo son. José Luis sonreía a Madelaine con ternura.
—Ahora te lo explico. Siento haberme ido así. ¿Tu tía duerme?
—Está arriba con la enfermera. Tuvo una trombosis y pasó dos días en coma. No puede moverse —respondió Madelaine mecánicamente.
—Cuánto lo siento. Debería haberte llamado pero no era fácil... Perdona. ¿Nos invitas a una copa y te lo cuento todo? —preguntó José Luis azorado y honestamente preocupado por lo sucedido en su ausencia.
Madelaine asintió, todavía confundida con la inesperada visita, y los condujo hacia el salón de la planta baja. Se fijó en que Adela estudiaba la casa como si estuviera en trance. Entraron en el salón y su casera se sentó en el sofá junto a la ventana, observando atentamente a Madelaine, que se dirigió al mueble bar.
—Yo tomaré un whisky —pidió José Luis.
—No tengo hielo aquí. Subo y lo traigo en un momento.
—No importa —aseguró José Luis deteniéndola—. Sin hielo.
Adela hizo un gesto para expresar que no quería tomar nada. Madelaine sirvió un whisky para José Luis y otro para ella. No había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que lo iba a necesitar. Entonces cayó en la cuenta de que Adela y ella, a pesar del cariño que se profesaban y lo mucho que habían compartido durante años, ni siquiera se habían besado o abrazado al encontrarse en la puerta.
—No nos hemos saludado, Adela —notó Madelaine desde el mueble bar. Pero Adela no se movió un ápice, y Madelaine tampoco.
—Es verdad —admitió Adela con una sonrisa amarga—. Debe de ser la influencia de esta casa. Pesa, ¿verdad?
Madelaine la miró confundida y se volvió hacia José Luis. Este tomó asiento, dispuesto a encarar su papel de moderador, y le hizo un gesto con la cabeza para que ella misma comenzara. Era su turno de preguntas.
—¿Habías estado aquí antes? —preguntó Madelaine con cautela a su casera.
—Sí. Yo viví aquí varios años.
Madelaine observó a Adela, intentando entender lo que le decía. Pero los pensamientos que empezaban a agolparse en su cabeza no tenían ningún sentido. Madelaine se volvió a José Luis confundida. Esta vez él se vio obligado a intervenir.
—Un amigo mío del registro comprobó que el DNI de tu madre seguía dado de alta. Me pareció raro que alguien estuviera utilizándolo.
Madelaine se volvió hacia aquella mujer que se había convertido en un discreto apoyo durante tantos años y la voz le tembló, mezcla de incredulidad y asombro.
—¿Eres mi madre? —preguntó, temiendo la respuesta.
Adela asintió. Las dos se quedaron mirándose, sopesando qué era lo siguiente que debía ser explicado. Sin embargo, no era fácil. Madelaine intentaba digerir la revelación y a Adela se le agolpaban los recuerdos, los miedos, las excusas. Todo parecía tan vano, tan lejano y difuso. Solo quería abrazar a su hija, llorar con ella y pretender que nunca se había ido. Pero aquello ya era imposible, y menos bajo aquel techo. La casa la había envuelto de nuevo con su tristeza y los fantasmas del pasado se regocijaban a su paso. Los sentía bailoteando a su alrededor, carcajeándose, ansiando el momento en el que ella volviera a caer. Aquel lugar la seguía volviendo loca. José Luis apuró su whisky y carraspeó, aceptando que madre e hija necesitaban ayuda.
—La historia de tu madre emparedada era demasiado rocambolesca incluso para los Martínez Durango —explicó José Luis—. Así que cuando vi que había otra posibilidad, tuve que ir a comprobarla. No quise darte falsas esperanzas. No sabía lo que me iba a encontrar. Por eso he estado desaparecido. Nunca sospeché que tu tía iba a tener un problema tan serio. Perdóname, ¿me entiendes?
Madelaine hizo un gesto que podía significar tanto que sí como que no. La presencia de Adela, su hasta ahora casera y amiga, convertida en su madre muerta la había dejado petrificada.
—No puede ser. Mi tía Clara me ha confesado que mató a mi madre. Que está emparedada en la librería incluso. Manuel la ayudó. Su hijo Álvaro lo sabe. Ellos no mentirían. ¿Por qué iban a hacerlo?
—Porque Rosario y yo se lo hicimos creer así —aseguró Adela—. Sé que te resultará muy difícil de entender cómo una madre es capaz de abandonar a su hija de esa forma pero yo sentí entonces que no tenía opción. Para mí, en aquel momento, era cuestión de vida o muerte. Y cuando más adelante fui capaz de verlo de otro modo, ya era demasiado tarde. Los muertos no pueden volver. Rosario me ayudó a no perderme tu infancia y juventud. Me mandaba fotos, me contaba tus progresos, tus descubrimientos, y cuando decidiste ir a la universidad, pude recuperarte.