Violetas para Olivia (40 page)

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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Madelaine telefoneó a su madre para comunicarle la noticia. Pero Adela, ya de camino hacia Navarra, no quiso regresar, a menos, volvió a repetir, que su hija la necesitara. Como Inmaculada, había renunciado a todo desde el día en que se dio por muerta. Como Adela, no tenía nada que ver con aquello.

Pepe el Larguillo había atendido el último deseo de la tía Clara. Era un deseo, desde su punto de vista, tullido, pero él no era nadie para llevar la contraria a su máxima benefactor a. Así, el habitualmente colorido cementerio se tiñó de blanco inmaculado para recibir los restos de doña Clara Luz Martínez Durango, que nunca un nombre tuvo una receptora menos acorde. La lápida en el mausoleo era de mármol macael limpio y pulido y, en letras doradas, ya había sido escrito el nombre completo de la moradora. Pepe el Larguillo observó la comitiva con tristeza y un poco preocupado con su futuro. La sobrina de doña Clara parecía muy moderna, y los modernos no suelen preocuparse por los muertos.

Por fin había refrescado. Era uno de esos días otoñales que a veces se cuelan ansiosos al final del verano. La brisa de la sierra había traído con ella una bruma ligera que se había desvanecido tras la primera hora de sol, pero había dejado su rastro de frescura en el recinto sagrado. Madelaine se fijó en que todos los habitantes del pueblo mayores de cincuenta años estaban presentes. Debía de haber allí más de trescientas personas, todas ellas lamentando profundamente que la sobrina de Clara no hubiera tenido la decencia de ordenar el tradicional velatorio en la casa palacio, ocasión única para acceder al impenetrable y misterioso reducto de los Martínez Durango. Mientras el cura y los monaguillos se alejaban con el acetre y el hisopo utilizado en la bendición y los albañiles sellaban la lápida, los parroquianos comenzaron con el pésame. Por fortuna, las monjas de la Fundación fueron las primeras, y, liderando el grupo, sor Josefina. La querida amiga de su madre había sido de gran ayuda con los arreglos del entierro, y fue la primera y la única que la abrazó. El abrazo maternal y cálido insufló en Madelaine la fuerza necesaria para soportar la casi una hora de pésame que le quedaba por delante, antes de que todo hubiera acabado definitivamente. Sor Josefina se despidió con una sonrisa de ángel verdadero y, a partir de ese momento, Madelaine pudo cumplir con su deber de heredera como se esperaba, asintiendo con educación ante la reconfortante catarsis de la tragedia con la que disfrutaron todos los presentes. El poder sanador de las lágrimas estaba muy arraigado en aquellas tierras, y aunque a Madelaine la habían educado en la contención, había aprendido también a aceptar el llanto exagerado como parte del folclore y la forma de expresarse de sus paisanos. La multitud se disolvió lentamente, en grupos. Cuando pensaba que por fin podía regresar a casa, apareció Berni. Estaba muy nerviosa y traía un paquete pequeño en la mano, envuelto en papel de seda rosa.

—Quería darle esto —le dijo Berni extendiéndole el paquete—. Yo siempre fui una mujer honrada. Lo juro. Pero esto lo robé.

Madelaine la miró desconcertada. El paquete era muy ligero.

—¿Qué es?

—Ábralo si quiere. Le pertenece a usted.

José Luis se acercó con curiosidad mientras Madelaine abría el paquete.

—¡Es un toalla de bebé! —exclamó Madelaine confundida. Era una toalla de paño blanco y puntas de piqué en la que había sido bordada una hermosa y adornada M. Tenía prendido un imperdible de zafiros.

1972, San Gabriel

Inmaculada cree que morirá de dolor. Lleva catorce horas de parto y las fuerzas se le van. Debería haber ido al hospital de Sevilla. Clara se empeñó en que ellas podían ayudarla a parir y convenció a Rodrigo para que el tema se diera por zanjado. Todas las mujeres de la familia habían dado a luz en la casa. ¿Por qué iba ella a ser diferente? Inmaculada profiere un grito desgarrador y de un manotazo casi tira la palangana con agua caliente que Berni trae intentando mantener la calma. Berni ha visto muchos niños nacer pero esta vez tiene miedo. En el dormitorio no solo flota el dolor físico...

—¡Sal! —grita Inmaculada.

Berni la mira asustada, creyendo que se dirige a ella. Pero Inmaculada, entre contracciones insoportables, escupe una explicación. No quiere que Clara esté presente cuando su hija nazca. La odia. Odia que le haya hecho esto. ¿Qué cree, que morirá? Eso sería lo ideal, seguro. Y así ella se quedaría con el bebé... No va a darle esa satisfacción.

—No, tú no, Berni. Tú, Clara, ¡sal! ¡Fuera!

Clara enrojece furiosa.

—Yo no voy a ningún lado. No estás en tus cabales. Además, alguien tiene que ayudar a nuestro hijo a nacer.

—Es mío. ¡Mío! Si no sales, te juro que... que... —A Inmaculada se le saltan las lágrimas de impotencia.

—¿Qué vas a hacer? Nada. Tú aquí no eres nadie.

Pero Olivia entiende que Inmaculada necesita paz. El bebé debe nacer bien.

—Clara, por favor, sal. Yo le ayudaré a nacer.

Clara mira a su madre ofendida. Berni se ha quedado petrificada, esperando volverse invisible para que nadie se percate de su presencia. Clara tiembla, furiosa. Sale dando un portazo. Olivia suspira aliviada y se vuelve hacia Inmaculada decidida.

—Vamos. Este bebé tiene que nacer sano y salvo. ¡Empuja!

Inmaculada aprovecha la nueva contracción para expulsar al nuevo ser y un grito de dolor resuena por todo el edificio. Hubiera dado su vida porque Rodrigo lo hubiera escuchado. Pero no, él está de cacería, vestido impecable con sus botas pulidas sobre un brioso corcel. Los caballeros de sangre azul como él ni sudan ni se despeinan, ni mucho menos se aproximan al doloroso, sucio y hediondo venir a la vida del ser humano.

—Otra vez, Inmaculada. Ya veo la cabeza.

Y la madre vuelve a gritar, aliviada de tener una excusa para ello, desgarrando las entrañas de aquella casa palacio que se ha convertido en su cárcel.

Inmaculada, al borde del desvanecimiento, escucha el llanto del bebé. Olivia, emocionada, lo sostiene entre sus brazos rodeándolo con una toalla blanca con puntas de piqué que Rosario ha enviado desde Venezuela. En ella ha bordado una hermosa M. Inmaculada y ella saben que es la M de Madelaine, Clara pensó que era la M de Martínez y el regalo fue aprobado.

—Es una niña —le comunica a la madre abrumada por la emoción.

Inmaculada, al ver a su hija en brazos de Olivia, teme que la desgracia de aquella familia pueda caer sobre ella. Desesperada, agotada, incapaz de confiar en su fuerza de madre para proteger a la niña, se vuelve hacia Olivia.

—Olivia, por favor, te lo suplico. No permitas que mi hija sea una desgraciada. No permitas que se convierta en una de nosotras.

Olivia mira a Inmaculada, bañada en sudor por los rigores del parto, y recuerda los suyos, y lo huera que se sintió cada vez que dio a luz. En cada ocasión, la comadrona fría y profesional había cogido al bebé y, sin mediar palabra, había salido del dormitorio con él, para que el padre de Olivia y Néstor fueran los primeros en conocerlo. Sus hijos nunca fueron suyos, como quedaba claro desde el momento en el que venían al mundo. Ella era una simple fábrica, necesaria para la perpetuación de la familia. Así se lo hicieron sentir, y así se sintió ella, una mujer que jamás quiso ser madre. Ahora, por primera vez, ante aquella criatura, Olivia se conmueve. Se arrepiente por no haber sido capaz de salir de sí misma, de defender lo que le pertenecía, por permitir que sus hijos hubieran crecido sin madre. Berni e Inmaculada se quedan impresionadas al comprobar que unas lágrimas corren por sus mejillas. Jamás la han visto llorar. Olivia besa la frente de la niña y con mucha seriedad pronuncia las palabras mágicas que marcarán a Madelaine para siempre.

—Yo me convertiré en tu ángel de la guarda, lo juro.

La niña deja de llorar, y las tres mujeres lo entienden como una señal. Se hace un silencio sobrecogedor. Olivia se quita un imperdible de zafiros que lleva en la solapa y lo prende en la toalla de la niña. Inmaculada observa horrorizada. Algo no va bien. Siente que acaban de lanzar un hechizo para proteger a su bebé, pero que las protecciones solo son barrotes que las separan del mundo, y en una casa como aquella, en una familia como la Martínez Durango, la felicidad nunca va a venir de dentro. El ruego a Olivia no era para que ella se involucrara, sino para que las ayudara a salir de allí. Pero Olivia ni siquiera contempla esa posibilidad. Se nota en sus ojos que ve al bebé como una nueva oportunidad de vivir, una ventana al futuro.

Una urraca se posa en la ventana y lanza un graznido. Berni palidece. Es un pájaro de mal agüero. Olivia lo ignora. Pone al bebé en el regazo de su madre y sale de la habitación con paso ceremonioso. En cuanto la puerta se cierra, Inmaculada coge la toalla y la tira al suelo rápidamente. La niña llora pero la estrecha contra su pecho.

—Berni, por favor, dame otra manta y tira esto a la basura. No quiero volver a verlo en mi vida.

—Pero es de la señorita Rosario... —tartamudea Berni, impresionada con la escena.

—Ya no —responde muy segura Inmaculada.

—Esta es la toalla —dijo Berni—. Nunca la tiré. La lavé al llegar a casa y, bueno, es suya. Es usted la que tiene que hacer con ella lo que mejor le parezca. Yo creo que su madre sintió que estaba maldita, o algo así. Cuando regresó años después, Rosario preguntó por la toalla. Inmaculada le dijo que no sabía. Creo que le dio vergüenza reconocer que la había mandado tirar. Rosario se enfadó mucho con ella y su madre terminó contándole lo que había pasado, esa especie de conjuro que había lanzado Olivia. Rosario le exigió conocer todos los detalles una y otra vez. Escuché a su madre relatando cada movimiento, cada palabra que se dijo en aquella habitación, durante horas. Luego vino a hablar conmigo en privado. Estaba muy preocupada y me pidió que le repitiera lo sucedido. Al final me preguntó por la toalla. Me dio miedo de que me despidieran por ladrona si confesaba que me la había llevado a casa. Era preciosa y el broche una joya auténtica. ¿Cómo iba a tirarla? Le dije que la había quemado en el fogón de la cocina y había tirado el broche a una alcantarilla. Eso pareció tranquilizarla. Me dijo: «Entonces está bien». Nunca más volvió a hablarse del tema.

Madelaine recordó lo que no es posible recordar, lo que vio o soñó el día que se sentó sobre la lápida de mármol negro en el cementerio. Rosario bordando una letra M sobre una toalla, para proteger a su sobrina. Su tía se había quedado tranquila al enterarse de que la toalla había sido destruida. Pensó que así había sido destruido el vínculo con Olivia. La magia de dos mujeres poderosas, la hija que intentaba evitar su poder, y la madre que lo ignoraba, había sido rota por el fuego. A buen seguro, los acontecimientos posteriores demostraron a Rosario que, desgraciadamente, su intención de proteger la relación entre Inmaculada y Madelaine había sido en vano, pues ambas no habían podido establecer esa conexión especial que debería existir entre madre e hija, la conexión que ella añoró toda su vida.

Berni le dio un abrazo a Madelaine y se fue. Madelaine se quedó mirando la toalla, pensativa.

—¿Qué vas a hacer con eso? —le preguntó José Luis, que había presenciado toda la escena.

—Liberarme —respondió Madelaine resuelta.

José Luis la miró extrañado. Madelaine desprendía una luz especial con la toalla en la mano. En su mirada, habitualmente triste, apareció de repente la solución a un enigma.

—Si te lo explico vas a pensar que estoy loca. Quizá sea una tontería. Yo nunca he creído en brujerías ni supersticiones, pero esta toalla podría explicar esas sensaciones que me han perseguido...

«... Que me han hecho sentir que yo no era dueña de mi destino, que me han hecho sentirme infeliz aquí y huérfana en cualquier otro lugar, que me han invitado a permanecer sola, que me han lanzado a los brazos del hombre equivocado.» Madelaine no podía olvidar a Álvaro y, de repente, al comprobar el amor sincero y callado que destilaban los ojos azules de aquel hombre sereno, supo que tenía que decirle la verdad si quería construir un futuro con él. Callar ahora significaría insuflar un veneno en la relación que tarde o temprano acabaría con ella.

—Me acosté con Álvaro —dijo por fin esperando ansiosa su reacción.

A José Luis le dio un vuelco el corazón. No se lo esperaba. Quizá ella se refiriera al pasado. Pero Madelaine no quería malentendidos.

—Me acosté con él cuando fuiste a buscar a mi madre —continuó ella—. Ocurrió en el dormitorio de mi tía Clara y no sé por qué lo hice. Sé que suena a excusa de sainete pero no era yo. Te juro que Álvaro no me interesa y nunca me interesará.

—¿Por qué me lo cuentas ahora? —preguntó él con dureza, intentando ocultar que se estaba muriendo por dentro, sus inseguridades haciendo presa de él.

—Porque no quiero secretos. Quiero que todo esté claro entre nosotros.

—Diáfano —espetó él, incapaz de controlar su dolor—. En una semana, dos a lo más, habré terminado mi trabajo aquí.

José Luis hizo ademán de irse, desesperado por encontrarse a solas para lamerse la herida brutal que acababa de romperle en dos, pero Madelaine le cogió del brazo. Deseaba tanto abrazarle.

—Por favor, me gustaría que te quedaras.

José Luis, sintiendo su mano, segura bajo la angustia de lo que no se puede perder, y sus ojos, suplicantes de amor eterno, entendió y supo que debía perdonar, pues en aquel lecho no había habido humillación hacia su persona. Y, aunque le hubiera gustado escuchar más cosas de boca de Madelaine, confió en que todas ellas llegarían si no presionaba, si dejaba que la vida fluyera serena, si él amaba.

—¿Considerarías quedarte aquí, conmigo? —tanteó Madelaine.

Aquella noche, mientras José Luis iba a recoger su maleta de la pensión para instalarse en la casa palacio de los Martínez Durango y Yolanda cogía el autobús de regreso a Sevilla, Madelaine abrió de par en par las ventanas de la antigua cocina al otro lado del patio. Había cogido unos troncos resecos y polvorientos que encontró en los gallineros abandonados y unos periódicos del dormitorio de Clara. Los metió en los fogones y prendió una cerilla. Nunca había encendido un fuego y temía que le resultara más difícil de lo que parece en las películas. Mientras avivaba la minúscula llama, soñó con su nueva vida. Seguramente una médica sería bienvenida en el pueblo. Si no conseguía que le asignaran una plaza, podía abrir su propia consulta privada y gratuita para la gente del pueblo. Al fin y al cabo, para eso disponía de dinero suficiente. Respecto a su patrimonio y sus problemas con Hacienda, José Luis le había comentado de regreso del cementerio que lo más sensato sería vender algunas fincas y quizá también la casa palacio. Por una carta que había encontrado entre la correspondencia de su tía, había descubierto que un rico industrial de Vitoria se había mostrado muy interesado en la mejor de sus fincas, y un conocido torero de la zona pretendía hacerse con la casa palacio desde hacía varios años. Clara jamás hubiera permitido perder patrimonio, pero, dada la seriedad del asunto con Hacienda, José Luis opinaba que era la solución más sencilla. La llama consumió con avidez el papel y prendió en la madera. Madelaine sonrió para sí al pensar en la mirada tranquila de José Luis y anheló hijos, y una familia que fuera normal. San Gabriel era un lugar idílico para criarlos, un pueblecito blanco de la sierra limpio, tranquilo. Los Martínez Durango se integrarían por fin en el pueblo, no como dueños y señores, sino como parte de él.

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