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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Poesía

Vivir adrede (2 page)

12. Todas son mías

Yo soy un ganapán de las ciudades. Con sus glorias y sus congojas, las calles me reciben sin ninguna exigencia. Me ofrecen sus esquinas, sus ventanas, sus puertas. Piso las baldosas y los adoquines y reconozco un aire de familia. Recuerdo que bajo la ducha de un noveno piso de un hotel de Copenhague distinguí los tejados y los faroles y una plaza que me recordó otra de Helsinki. Todas son mías. Está la calle de Milán que me transportó a Buenos Aires, digamos a Rivadavia y Talcahuano. Todas son mías.

A veces repaso el campo pero de lejos, y echo de menos las torres, los templos, las estatuas. Entonces me doy vuelta y la ciudad me recibe como a uno de los suyos. No importa si es Praga o Ámsterdam o Barcelona. Todas son mías. Camino despacito, reconociendo lo desconocido y juego con los rostros, que por supuesto son ciudadanos. El intercambio es recíproco y yo recibo y doy.

Estas paredes no son las mismas que las de allá, pero las toco como si lo fueran. Hay una evocación alucinada de algo que me pertenece y sin embargo no es mío. Calles y más calles. Esto es ciudad, y punto. Avenidas y arterias que vienen del pasado y quién sabe hasta dónde llegarán. Distritos o parroquias, suburbios o arrabales, las ciudades intercambian su norte y hasta esconden el sur.

A ésta le presto un color de aquélla y me fabrico un éxtasis primario, tan sencillo como el que hace décadas nació en mi esquina. Fui niño capitalino, comunal, y ahora, gracias al mar y al viento, al vino y a la suerte, soy apenas un viejo, claro que más sonante que contante, pero eso sí, siempre de ciudad.

13. Ecos y ecos

Los ecos de ayer y de anteayer quedaron solos, sin los sonidos opacos y las voces abiertas, luego amortajadas, que los colocaron en el aire limpio. Sobreviven al pasado, son copias fidedignas pero sirven de poco, porque no palpitan, no son continuaciones sino trazos lineales de tiempo, imitaciones de lo inimitable porque su sentido real, único, original, quedó allá lejos, en el silencio del olvido.

A partir de los ecos suelen hacerse pronósticos, casi siempre falsos. ¿Por qué? Porque proponen una dicha mentirosa o la convalecencia de una soledad que no era tal. Los ecos nos siguen o más bien nos persiguen, pero su compañía, aunque sea clamorosa, nos sirve de poco. Es como una jubilación de la pobreza.

Con ellos vamos, un poco desolados, porque ansiamos verdades y no reflejos, hechos y no desechos. Nada podemos reclamarles porque son presencias fantasmales, espejos de lo que oyeron y ya no está, parodias de la muerte. Yo dejo que suenen y resuenen. Allá ellos. Yo prefiero entenderme con mis voces.

14. Tengo lo que tengo

Tengo lo que tengo y nada más, pero no me quejo. Mis manos, ya habituadas a asir lo mío, no son víctimas ni victimarias. Se cierran lentamente y advierto los puños en que se han convertido. No agreden, no golpean, pero por las dudas se abren de nuevo, porque en última instancia tienen la vocación de acariciar y ése es su oficio primordial. Infortunadamente, no tienen a su alcance pezones celestiales. Las manos lloran tímidos sudores y me conmueven con sus diez dedos de nostalgia.

Tengo lo que tengo y nada más. Oscilo entre la consolación y el desconsuelo. Me arden las sienes pero no es jaqueca, sino la búsqueda sobria de un precario equilibrio. Asimismo busco remordimientos más o menos cercanos, y no encuentro ninguno.

Digamos que mis pasos no son firmes. Tendría que probar con pies descalzos, para no engañarme con tacos y con suelas.

Tengo lo que tengo o más bien lo que tuve. En mi alma hay un pozo y en mi sangre hay un náufrago. Mis pensamientos quieren por unanimidad llevarme al sacrificio, pero mis sentimientos pagan el rescate y me evado con ellos.

De nuevo tengo lo que tengo (vaya, la verdad es que me siento otro) pero por fin estoy más seguro y más lejos.

15. Sobre suicidas

Quienes venimos a este mundo somos irremediables suicidas, pero no todos de la misma calaña. El suicida inevitable es el que se sabe condenado a morir, ya sea de un infarto, un cáncer o un accidente en carretera. El suicida vocacional, en cambio, es el que se pega un tiro en la cabeza. Esta última condición es sólo humana, ya que es muy raro ver a un orangután o a una leona, a un elefante o un buitre, que decidan clavarse una reja puntiaguda.

La salvación del suicida inevitable sería por supuesto la eternidad, pero en los últimos siglos esa posibilidad ha entrado en desuso. En cuanto al suicida vocacional, la salvación es más difícil. Habría que suprimir a nivel mundial todas las armas, incluidos tanques y misiles, pero en plena globalización eso es imposible. Además, al suicida siempre le quedará el recurso de tirarse bajo las ruedas de un camión o arrojarse a una catarata sin saber nadar.

Por otra parte, ál suicida vocacional le está vedado el desvarío religioso, o sea que si se borra espontáneamente de esta tierra no podrá ingresar ni al paraíso ni al purgatorio, sino que descenderá directamente al infierno.

Si existiera una democracia a nivel universal, sin globalización que la limite, los suicidas (siempre que constituyeran un frente único entre inevitables y vocacionales) podrían llegar a ser los dueños del mundo. Qué problema para las Iglesias.

16. Monologando

El monólogo puede ocurrir en campos varios: en el sueño, en el insomnio, en la vigilia. Casi siempre es un intento de encontrarse, de hablar consigo mismo, con los ojos abiertos o cerrados, con los labios inmóviles o mordiendo un proyecto de palabra. Transcurre a veces por un laberinto y se pierde en insólitos desvíos.

El monólogo es más caótico cuanto más se sale del instante, especialmente cuando se infiltra en el pasado buscando raíces, motivos, semillas de una angustia. Trepa por el muro de la soledad y no convoca a nadie, porque si lo hiciera sería apenas un diálogo. Los cataclismos espirituales vibran, pretenden empujarnos al abismo de los fracasos. El monólogo abre entonces los grifos de la duda, oscila entre la dicha y la penuria y querría consultar al versado corazón. Pero no le está permitido.

Monologamos desde que nacemos, pero en ciertos deliberados intervalos guardamos el soliloquio en el cofre de la fantasía y lo cerramos con candado.

En el monólogo hay árboles, hay pájaros, pezones tañidos como campanas, arrimos a la intuición, hallazgos de la conciencia.

Sin ir más lejos, monologamos para saber, de entre todas las mujeres del entorno, cuál será por fin la que amaremos, y cuándo y dónde nos encontraremos con el monólogo de su cuerpo a la espera.

17. Posdatas

El diccionario define la posdata como «aquello que se añade a una carta ya concluida y firmada». No obstante, se me ocurre que pueden darse otras acepciones. Por ejemplo, si la versión oficial de una existencia le atribuye a su titular un final de honestidad y coraje, la posdata que le agrega el inapelable destino puede aclarar que en última instancia ese prójimo fue un tramposo y un cobarde.

La posdata de un gran triunfo deportivo puede dejar en claro que el deportista estaba dopado.

En la modesta plaza de una ciudad que figura en el atlas; suele erigirse un monumento a un personaje cuya posdata lo derrumbaría.

Algunos de los grandes avances científicos sufren un retroceso cuando la posdata de otro sabio les pone marcha atrás.

En realidad, la posdata de este universo que habitamos sería el descubrimiento de otro planeta con seres vivos, pero esa posdata (por ahora al menos) no ha tenido lugar.

18. Picazones y rascacielos

Según parece, los cielos sufren a menudo de picazones. Bueno, para eso están los rascacielos. A ciertos cielos tenebrosos, como el de Nueva York, los rasca el Empire State Building, que ha suplido en esas funciones a las desdichadas Torres Gemelas. Por su parte, al humilde cielito de Montevideo, que también sufre de picazones, lo rasca el Palacio Salvo.

Los rascacielos no desaparecen con antialérgicos; sólo son sensibles a los terremotos.

A veces, cuando los rascacielos exageran su trabajo contra el firmamento, entonces llueve, los grandes edificios chorrean y la pobreza abre su paraguas.

Sé de una muchacha que es un cielo y al parecer le pica el alma. Quiero ser rascacielo.

19. Vértigos

Cuando el universo se nos transforma en univértigo, algo cruje en nuestras vidas cada vez más frágiles. Cumbres y bóvedas se van quedando con nuestras huellas y no sabemos a ciencia cierta si avanzamos o retrocedemos.

El vértigo del pasado nos sitúa entre la memoria y el olvido. En cambio el del presente vibra como un juego. Pero no es un juego, el vértigo es algo serio, tan serio que nos va cambiando la factura del rostro.

Por supuesto es un riesgo. Hay vértigos que sobrevienen cuando enfrentamos un abismo y otros que nos invaden cuando inauguramos un amor. Vértigo puede ser un vahído o una angustia, una vibración o un estremecimiento.

Cuando atraviesa nuestra soledad, el vértigo se lleva la melancolía, pero nos deja más vacíos, más carentes, aunque eso sí, más estables y serenos. No obstante, cuando se nos mete clandestinamente en el sueño, nuestras pesadillas buscan como locas la salvación del despertar.

La verdad es que no quiero saber nada con el univértigo; prefiero otras provincias del eterno universo.

20. Estupores

A medida que transcurren los años, vamos de asombro en asombro, de estupor en estupor. Las campanas que sonaban rotundas, ahora son apenas modestas y molestas campanillas. Las religiones toman las armas y los dioses aprietan los gatillos. Los mares y los ríos invaden las orillas y los árboles ya no saben qué hacer con tanta inundación.

Los odios ya no son simples resquemores; más bien son monstruosas avalanchas que cruzan las fronteras y desmantelan vidas y viviendas.

Si nos proponemos pensar en nada, nos asombramos al hallar que las nadas rebosan de todos. La insignificancia no nos basta. ¿De qué metafísica goza lo pequeño? Los pies avanzan sobre lo pasmoso y el paisaje se torna cada vez más insólito.

La tierra ya no se asombra del cielo y el cielo no se asombra de la tierra. El corazón casi vacío es otro pasmo, otra sorpresa; a veces otra duda, otra consternación.

Y bien; cuando el estupor invade el alma, es porque andamos cerca del final, de algún nicho a la espera. Y se acabaron todos los asombros.

21. Alertas

En este mundo nuestro, todos vivimos en estado de alerta. En un pasado no demasiado lejano, las alarmas eran armas de la naturaleza: inundaciones, temblores de tierra, vientos huracanados, lluvias torrenciales, aunque no hay que olvidar que a veces venían acompañadas por desvaríos humanos. Ahora son éstos los que provocan las peores alarmas. Sin ir más lejos, la tan mentada globalización es en última instancia un gran basurero del poder.

Nos alarman las invasiones y su obligatoria colección de cadáveres, nos asusta la presencia de algún dios en las guerras. De a poco nos vamos enfermando de alertas, y el sosiego natal va quedando allá lejos, mezclado con el barro de la inocencia.

La alarma se ha convertido en un estilo de vida, y a veces en una antesala de la muerte.

Nos alarmamos al distinguir el rostro impávido de los dictadores, para quienes las únicas alarmas son las revoluciones. O sea que si queremos asustarlos, aunque sea un poquito, debemos construir nuestras modestas alarmitas revolucionarias, para que al menos se miren al espejo y se den asco.

22. Escaparate

El mundo es un gran escaparate. En él se exhiben hechos, tendencias, ilusiones, pronósticos, imitación de dioses, ausencias imborrables, héroes que nunca fuimos, especies de nostalgia, corazones ajenos, etcéteras repletos. A esas minucias las contemplamos casi hipnotizados, sin reconocerlas como propias, pero sabiendo que son nuestras.

En el escaparate están los otros, protagonistas de la realidad, osados o solemnes. A primera vista tienen aspecto de maniquíes, pero mueven las manos y a veces pestañean, o sea que están vivos. Los otros, también llamados prójimos, son jueces insobornables de nuestras actitudes. Por si acaso las guardan en su archivo memorioso, y tras examinarlas con detenimiento las confinan en la basura o en el cielo. Al atardecer se cierra la cortina y quedamos solísimos, pensando en lo que fuimos pero sobre todo en lo que no fuimos. El sueño nos abraza para tranquilizarnos pero los escaparates nos esperan también allí. Aunque son otros, claro.

Éstos exhiben los juguetes que no tuvimos, las lindas condiscípulas que no nos dedicaron ni una sola mirada, los botes en que no remamos, la canción pegajosa que al final consiguió despertarnos.

Y allí nos esperaba un. nuevo escaparate, pero esta vez con muñecos rotos y sangre en las heridas.

23. Transparencias

Todo lo que es opaco fue antes transparente: el odio, la lascivia, la pasión, el fanatismo, la gula. Cada opacidad carga con su fantasma, vale decir con su transparencia. Los pensamientos pueden ser opacos, pero los sentimientos casi siempre son diáfanos.

La transparencia no siempre es una ventaja. Hay hechos que al volverse transparentes descubren su intención primaria y ésta puede ser salvaje, despiadada. Hay rostros tan transparentes que ni el espejo puede opacarlos. Y hay miradas traslúcidas que revelan un desvarío interior, ese que vino con los genes y no tiene remedio. También las religiones, cuando son transparentes, revelan que sus dioses son opacos.

La lluvia es transparente; la nieve, en cambio, es opaca. Entre otras lluvias, el llanto es transparente, pero ahí están los párpados para hacerlo opaco.

Hay poetas que vieron pasar «al animal del llanto», pero no se sabe si después resbalaron en sus lágrimas.

Aunque nadie lo dice, entre lo opaco y lo transparente, suele aparecer una valla sutil, llamada ser humano.

24. Apagón

Hace tres o cuatro noches, en plena tormenta cayó un rayo, una furibunda centella que dejó a toda la ciudad a oscuras. Nadie recuerda un apagón tan absoluto. Ni siquiera veíamos nuestras manos, ni mucho menos las manos de los otros. Quedamos inmóviles y desorientados, ignorando si aquello era un cataclismo o simplemente un bostezo de Dios.

Al menos, en la oscuridad se aprende algo. Particularmente se valora la importancia de la luz, la bienaventuranza del sol, la bendición de la electricidad. La televisión, la computadora, el refrigerador, se llaman a silencio, y todos regresamos a un pasado remoto, no importa si con los ojos abiertos o cerrados.

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