Vuelo final (26 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

—Muy bien —dijo de mala gana.

—¿Qué demonio se apoderó de ti? ¿Cómo pudiste hacer caer semejante deshonra sobre ti mismo, tu familia, tu escuela y tu iglesia?

Harald se puso los pantalones y se volvió para encararse con su padre.

—¿Y bien? — chilló el pastor—. ¿Vas a responderme?

—Lo siento, pensaba que estabas haciendo preguntas retóricas —dijo Harald, sorprendiéndose ante la frialdad de su propio sarcasmo.

Su padre se enfureció.

—No intentes emplear tu educación para hacer esgrima conmigo. Yo también fui a la Jansborg Skole.

—No estoy haciendo esgrima verbal. Estoy preguntando si hay alguna posibilidad de que vayas a escuchar algo que yo diga.

El pastor levantó la mano como disponiéndose a golpear. Hubiese sido un alivio, pensó Harald mientras su padre vacilaba. Tanto si aceptaba el golpe pasivamente como si respondía a él, la violencia habría sido alguna clase de resolución.

Pero su padre no iba a ponérselo tan fácil. Bajó la mano y dijo:

—Bien, estoy escuchando. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

Harald trató de poner algo de orden en sus pensamientos. Había ensayado muchas versiones de aquel discurso cuando iba en el tren, pero llegado el momento de hablar olvidó todas sus florituras oratorias.

—Siento haber pintado el puesto de guardia porque el hacerlo no fue más que un gesto carente de sentido, un acto infantil de desafío.

—¡Eso como mínimo!

Por un momento Harald pensó en hablar a su padre de su conexión con la resistencia, pero enseguida decidió no correr el riesgo de verse todavía más ridiculizado. Además, ahora que Poul estaba muerto, la resistencia quizá ya no existiera.

En vez de eso, se concentró en lo personal.

—Siento haber deshonrado a la escuela, porque Heis es un buen hombre. Siento haberme emborrachado, porque eso hizo que me sintiera fatal a la mañana siguiente. Por encima de todo, siento haber dado ese disgusto a mi madre.

—¿Y qué me dices de tu padre?

Harald sacudió la cabeza.

—Estás enfadado porque Axel Flemming está al corriente de todo esto y te lo va a restregar por las narices. Tu orgullo ha sido herido, pero estoy seguro de que no sientes absolutamente ninguna preocupación por mí.

—¿Orgullo? — rugió su padre—. ¿Qué tiene que ver el orgullo con todo esto? He intentado educar a mis hijos para que fueran hombres decentes, sobrios, temerosos de Dios… y tú me has decepcionado.

Harald empezaba a exasperarse.

—Oye, lo que hice no es ningún gran deshonor. La mayoría de los hombres se emborrachan…

—¡Mis hijos no!

—… una vez en la vida, por lo menos.

—Pero fuiste detenido.

—Eso fue mala suerte.

—Eso fue mala conducta.

—Y no se presentaron cargos contra mí. De hecho, el sargento de policía pensaba que lo que hice había sido gracioso. «No somos la patrulla de los chistes», dijo. Ni siquiera me habrían expulsado de la escuela si Peter Flemming no hubiera amenazado a Heis.

—No te atrevas a quitarle importancia a esto. Ningún miembro de tu familia ha estado nunca en la cárcel por ninguna razón. Nos has sumido en la ignominia. — El rostro del pastor cambió súbitamente. Por primera vez, mostró más tristeza que ira—. Y seguiría siendo escandaloso y trágico aunque no lo supiera nadie en el mundo aparte de mí.

Harald vio que su padre creía sinceramente en lo que estaba diciendo, y de pronto no supo qué pensar. Era cierto que el orgullo del anciano acababa de ser herido, pero había algo más que eso. El pastor realmente temía por el bienestar espiritual de su hijo. Harald lamentó haber sido tan sarcástico.

Pero su padre no le dio ocasión de mostrarse conciliador.

—Todavía queda la cuestión de qué es lo que hay que hacer contigo.

Harald no estuvo muy seguro de qué significaba aquello.

—Solo he perdido unos cuantos días de escuela —dijo—. Puedo hacer las lecturas preliminares para mi curso de universidad aquí en casa.

—No —dije su padre—. No te librarás de tu responsabilidad tan fácilmente.

Harald tuvo un horrible presentimiento.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué estás planeando hacer?

—No vas a ir a la universidad.

—¿Se puede saber de qué estás hablando? Pues claro que voy a ir a la universidad —dijo Harald, sintiéndose súbitamente muy asustado.

—No voy a enviarte a Copenhague para que ensucies tu alma con los licores y la música de jazz. Has demostrado que no eres lo bastante maduro para la ciudad. Te quedarás aquí, donde puedo supervisar tu desarrollo espiritual.

—Pero no puedes telefonear a la universidad y decir: «No le den clases a ese chico». Me han concedido una plaza.

—Pero no te han dado ningún dinero.

Harald no podía creerlo.

—Mi abuelo me legó dinero para mi educación.

—Pero lo dejó en mis manos para que te lo entregara. Y no voy a dártelo para que te lo gastes en los clubes nocturnos.

—Ese dinero no es tuyo. ¡No tienes ningún derecho a hacer eso!

—Desde luego que lo tengo. Soy tu padre.

Harald estaba atónito. Ni en sueños hubiera podido llegar a pensar que le ocurriría aquello, porque se trataba del único castigo que realmente podía hacerle daño. Todavía perplejo, dijo:

—Pero tú siempre me has dicho que la educación era tan importante…

—La educación no es lo mismo que la devoción.

—Aun así…

Su padre vio que Harald realmente estaba muy afectado, y su actitud se suavizó un poco.

—Ove Borking murió hace una hora —dijo—. No había recibido ninguna clase de educación, y apenas si podía escribir su nombre. Pasó toda su vida trabajando en las embarcaciones de otros hombres, y nunca ganó lo suficiente para comprar una alfombra que su esposa pudiera poner en el suelo de la sala. Pero crió a tres hijos temerosos de Dios, y cada semana entregaba una décima parte de sus míseras ganancias a la iglesia. Eso es lo que Dios considera una buena vida.

Harald conocía a Ove; siempre le había caído bien, y sintió que hubiera muerto.

—Era un hombre sencillo.

—La sencillez no tiene nada de malo.

—Pero si todos los hombres fueran como Ove, ahora aún estaríamos yendo a pescar en canoas talladas de un tronco.

—Quizá. Pero tú aprenderás a emular a Ove antes de que hagas ninguna otra cosa.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Vístete. Ponte tus ropas de la escuela y una camisa limpia. Vas a ir a trabajar —dijo su padre, y salió de la habitación.

Harald contempló la puerta cerrada. ¿Qué sería lo próximo?

Se lavó y se afeitó, sin enterarse de lo que hacía y sin poder creer en lo que le estaba sucediendo.

Podía ir a la universidad sin la ayuda de su padre, claro está. Tendría que conseguir un trabajo para mantenerse, y no podría permitirse recibir las lecciones privadas que la mayoría de las personas consideraban esenciales para complementar las clases gratuitas. Pero en aquellas circunstancias ¿podría alcanzar todas las metas que se había planteado? Harald no quería limitarse a pasar sus exámenes. Quería ser un gran físico, el sucesor de Niels Bohr. ¿Cómo iba a poder hacer eso si no disponía del dinero para comprar libros?

Necesitaba tiempo para pensar. Y mientras pensaba, tendría que hacer cualquier cosa que su padre estuviera planeando.

Fue al piso de abajo y comió sin saborearlas las gachas que le había preparado su madre.

Su padre había ensillado el caballo, Alcalde, un castrado irlandés de anchas espaldas que era lo bastante robusto para llevarlos a ambos. El pastor montó, y Harald subió a la grupa detrás de él.

Cabalgaron a lo largo de toda la isla. Alcalde tardó más de una hora en recorrer la distancia. Cuando llegaron al muelle, abrevaron al caballo en la artesa del embarcadero y esperaron el transbordador. El pastor todavía no le había dicho a Harald adónde iban.

Cuando el transbordador atracó en el muelle, el barquero saludó al pastor llevándose la mano a la gorra.

—Ove Borking nos dejó a primera hora de esta mañana.

—Ya me lo esperaba —dijo el barquero.

—Era un buen hombre.

—Descanse en paz.

—Amén.

Fueron al continente y cabalgaron colina arriba hasta llegar a la plaza mayor del pueblo. Las tiendas todavía no estaban abiertas, pero el pastor llamó a la puerta de la mercería. Esta fue abierta por el dueño, Otto Sejr, un diácono de la iglesia de Sande. Parecía estar esperándolos.

Entraron en la tienda y Harald miró en torno a él. Vitrinas de cristal exhibían ovillos de lana de colores. Los estantes estaban llenos de distintas telas, paños de lana, algodones estampados y unas cuantas sedas. Debajo de ellos había cajones, cada uno pulcramente marcado.

Cinta  blanca

Cinta  de fantasía

Cinta elástica

Botones de camisa

Botones de asta

Alfileres

Agujas de hacer punto.

Había un polvoriento olor a lavanda y bolas de naftalina, como el del guardarropa de una anciana señora. El olor trajo a la mente de Harald un recuerdo de infancia, súbitamente vívido: él había estado esperando allí cuando era pequeño mientras su madre compraba satén negro para las camisas de clérigo de su padre.

Ahora la tienda tenía un aspecto bastante menos próspero, probablemente debido a la austeridad de los tiempos de guerra. Los estantes de la parte superior estaban vacíos, y a Harald le pareció que ya no había la asombrosa variedad de lana para tejer que recordaba de su infancia.

Pero ¿qué estaba haciendo él allí en esos momentos?

Su padre no tardó en responder a la pregunta.

—El hermano Sejr ha tenido la amabilidad de acceder a darte trabajo —dijo—. Ayudarás en la tienda, sirviendo a la clientela y haciendo cualquier otra cosa que puedas para ser útil.

Harald, que se había quedado sin habla, miró a su padre.

—La señora Sejr no tiene muy buena salud y ya no puede seguir trabajando, y su hija se casó hace poco y se fue a vivir a Odense, así que el hermano Sejr necesita un ayudante —siguió diciendo el pastor, como si aquello fuera todo lo que necesitaba ser explicado.

Sejr era un hombrecillo calvo y con un pequeño bigote. Harald lo había conocido toda su vida. Era pomposo, taimado y tacaño. Sejr agitó un dedo regordete y dijo:

—Trabaja duro, presta atención y sé obediente, y puede que aprendas una profesión muy valiosa, joven Harald.

Harald estaba atónito. Llevaba dos días pensando en cómo respondería su padre a su crimen, pero nada de lo que le pasó por la cabeza había llegado a aproximarse a aquello. Era una sentencia de por vida.

Su padre estrechó la mano a Sejr y le dio las gracias, y luego sé despidió de Harald diciendo:

—Almorzarás aquí con la familia, y luego irás directamente a casa en cuanto hayas terminado de trabajar. Te veré esta noche, — Esperó un instante como si aguardara una respuesta, pero cuando Harald no dijo nada salió de la tienda.

—Bueno, queda el tiempo justo para barrer el suelo antes de quo abramos —dijo Sejr—. Encontrarás una escoba en el armario. Empieza por la parte de atrás, ve barriendo hacia delante y echa el polvo, por la puerta.

Harald dio comienzo a su labor.

—¡Pon las dos manos encima de esa escoba, muchacho! — ordenó secamente Sejr en cuanto lo vio barrer con una sola mano.

Harald obedeció.

A las nueve en punto, Sejr puso el letrero de ABIERTO en puerta.

—Cuando quiera que te ocupes de una clienta, diré «Adelante» y tú darás un paso adelante —dijo—. Dirás: «Buenos días, ¿en qué puedo servirle?». Pero antes mira cómo atiendo a una o dos clientas.

Harald contempló cómo Sejr vendía seis agujas clavadas en un cartoncito a una anciana que contó sus monedas con tanto cuidado como si fueran piezas de oro. Después vino una mujer elegantemente vestida que tendría unos cuarenta años y compró dos metros de trencilla negra. A Harald le tocó el turno de servir. La tercera clienta fue una mujer de labios delgados que le pareció familiar. Pidió un carrete de hilo de algodón blanco.

—A tu izquierda, el cajón de arriba de todo —dijo secamente Sejr.

Harald encontró el hilo de algodón. El precio estaba marcado con lápiz en el extremo de madera del carrete. Cogió el dinero y dio el cambio.

Entonces la mujer dijo:

—Bien, Olufsen, he oído decir que has estado en los lupanares de Babilonia.

Harald se ruborizó. No se había preparado a sí mismo para aquello. ¿Acaso todo el pueblo sabía lo que había hecho? No pensaba defenderse de las cotillas, así que no dijo nada.

—Aquí el joven Harald se verá sometido a una influencia más serena, señora Jensen —dijo Sejr.

—Estoy segura de que eso le hará mucho bien.

Harald se dio cuenta de que ambos estaban disfrutando enormemente con aquella humillación.

—Bien, ¿deseará alguna cosa más? — preguntó.

—Oh, no, gracias —dijo la señora Jensen, pero no dio ninguna señal de que quisiera irse—. Así que no irás a la universidad, ¿eh?

Harald se volvió y dijo:

—¿Dónde está el lavabo, señor Sejr?

—Saliendo por atrás y en el piso de arriba.

Mientras se iba, le oyó decir a Sejr en un tono de disculpa:

—Se siente un poco avergonzado, claro está.

—Y no me extraña —replicó la mujer.

Harald subió los escalones que conducían al piso de encima de la tienda. La señora Sejr estaba en la cocina, vestida con una bata acolchada de color rosa, lavando las tazas del desayuno en el fregadero.

—Solo tengo unos cuantos arenques para el almuerzo —dijo—. Espero que no comas mucho.

Harald se quedó un rato en el cuarto de baño, y cuando regresó a la tienda se sintió muy aliviado al ver que la señora Jensen ya se había ido.

—La gente no podrá evitar sentir curiosidad —dijo Sejr—. Tienes que ser cortés con ellos, digan lo que digan.

—Mi vida no es asunto de la señora Jensen —replicó Harald con irritación.

—Pero es una clienta, y las clientas siempre tienen razón.

La mañana transcurrió con una terrible lentitud. Sejr examinaba sus existencias, escribía pedidos, se ocupaba de sus libros de contabilidad y atendía las llamadas telefónicas, pero lo que se esperaba de Harald era que estuviera esperando allí, listo para atender a la siguiente persona que entrase por la puerta. Eso le dio mucho tiempo para reflexionar. ¿Realmente iba a pasarse la vida vendiendo rollos de algodón a las amas de casa? Aquello era impensable.

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