Vuelo final (30 page)

Read Vuelo final Online

Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

—¡No quiero que tu padre sepa que estoy aquí! — murmuró con voz apremiante.

Thor, el viejo setter rojizo, llegó corriendo dispuesto a hacer pedazos a un ladrón, pero reconoció a Harald y le lamió la mano.

—Soy Harald Olufsen. Estuve aquí hace dos semanas.

—¡Oh, el chico del boogie woogie! ¿Qué estás haciendo acechando en la terraza? ¿Has vuelto para desvalijarnos?

Para consternación de Harald, el señor Duchwitz vino a la puertaventana y miró hacia fuera.

—¿Karen? — dijo—. ¿Hay alguien ahí?

Harald contuvo la respiración. Si Karen lo traicionaba ahora, podía echarlo a perder todo.

El señor Duchwitz miró fijamente a Harald en la penumbra, pero no pareció reconocerlo, y pasados unos instantes soltó un gruñido y volvió a entrar.

—Gracias —jadeó Harald.

Karen se sentó encima de un murete y encendió un cigarrillo.

—Eres bienvenido, pero tendrás que contarme a qué viene todo esto. — El vestido hacía juego con el verde de sus ojos, los cuales brillaban en su cara como si estuvieran iluminados desde dentro.

Harald se sentó encima del murete y se volvió hacia ella.

—Discutí con mi padre y me fui de casa.

—¿Por qué has venido aquí?

La misma Karen ya era la mitad de la razón por la cual había venido, pero Harald decidió no decírselo.

—Tengo un trabajo con el granjero Nielsen, reparando sus tractores y sus máquinas.

—Qué emprendedor eres. ¿Dónde estás viviendo?

—Hum… en el viejo monasterio.

—Y además eres presuntuoso.

—Lo sé.

—Supongo que te habrás traído mantas y todas esas cosas.

—Pues la verdad es que no.

—De noche puede llegar a hacer bastante fresco.

—Sobreviviré.

—Hum… —Karen fumó en silencio durante un rato, contemplando cómo la oscuridad iba descendiendo sobre el jardín igual que una neblina. Harald la estudió, fascinado por el crepúsculo de las formas de su rostro, la ancha boca y la nariz ligeramente torcida y la masa de aquellos finos cabellos que lograban combinarse de alguna manera para ser embrujadoramente hermosos. Observó sus carnosos labios mientras expulsaba el humo. Finalmente Karen tiró su cigarrillo dentro de un arriate de flores, se levantó y dijo—: Bien, pues buena suerte. — Luego entró en la casa y cerró la puertaventana tras ella.

Harald pensó que aquella despedida había sido más bien abrupta. Se sentía un poco abatido, y se quedó un par de minutos allí donde estaba. Le habría encantado poder estar hablando con ella durante toda la noche, pero Karen se había aburrido de él en cinco minutos. Se acordó de cómo lo había hecho sentirse alternativamente bienvenido y rechazado durante la visita de su fin de semana. Quizá era un juego o quizá reflejaba lo vacilante de sus propios sentimientos. A Harald le hizo ilusión pensar que Karen podía experimentar alguna clase de sentimientos hacia él, aunque fueran inestables.

Volvió andando al monasterio. El aire nocturno ya se estaba enfriando. Karen tenía razón, haría bastante fresco. La iglesia tenía un suelo de baldosas que tenía aspecto de ser muy frío. Harald se lamentó de que no se le hubiera ocurrido traerse una manta de casa.

Miró alrededor en busca de una cama. La luz de las estrellas que entraba por las ventanas iluminaba tenuemente el interior de la iglesia. El extremo este tenía un muro curvado que en el pasado había circundado el altar. En uno de sus lados había una repisa muy ancha incorporada a la pared. Un reborde embaldosado sobresalía por encima de ella, y Harald supuso que en el pasado habría enmarcado algún objeto de veneración: una reliquia sagrada, un cáliz adornado con joyas, un cuadro de la Virgen. Ahora, sin embargo, se parecía a una cama más que ninguna otra cosa que pudiera ver, y se acostó sobre la repisa.

Por una ventana sin cristal podía ver las copas de los árboles y un espolvoreo de estrellas en un cielo azul medianoche. Pensó en Karen. La imaginó tocándole los cabellos con un gesto lleno de ternura, rozando sus labios con los suyos, rodeándolo con sus brazos y estrechándolo contra ella. Aquellas imágenes eran distintas de las escenas que había imaginado antes con Birgit Claussen, la chica de Morlunde con la que estuvo saliendo durante la Pascua. Cuando era Birgit la que protagonizaba sus fantasías, siempre estaba quitándose el sujetador, rodando sobre una cama o arrancándole la camisa a Harald en su prisa por poder tocarlo. Karen interpretaba un papel más sutil, más relacionado con el amor que con el deseo, aunque en las profundidades de sus ojos siempre estaba la promesa del sexo.

Harald tenía frío. Se levantó. Quizá podría dormir dentro del aeroplano. Buscando a tientas en la oscuridad, encontró la manecilla de la puerta. Peto cuando la abrió oyó un ruido de correteos, y recordó que los ratones se habían instalado en el tapizado. Harald no temía a las criaturas que correteaban de un lado a otro, pero tampoco se sentía capaz de acostarse junto a ellas.

Pensó en el Rolls—Royce. Podía hacerse un ovillo en el asiento trasero. Sería más cómodo que el Hornet Moth. Quitar la lona que lo cubría podía requerir algo de tiempo en la oscuridad, pero quizá valdría la pena. Harald se preguntó si las puertas del coche estarían cerradas.

Harald había empezado a debatirse con la lona en busca de cualquier clase de sujeción que pudiera haber, cuando oyó un suave rumor de pasos. Se quedó helado. Un instante después, el haz de una linterna eléctrica barrió la ventana. ¿Tendrían los Duchwitz una patrulla de seguridad durante la noche?

Harald miró por la puerta que llevaba al claustro. La linterna se estaba aproximando. Se quedó inmóvil con la espalda pegada a la pared, tratando de no respirar. Entonces oyó una voz.

—¿Harald?

El corazón de Harald saltó de placer.

—Karen.

—¿Dónde estás?

—En la iglesia.

El haz de la linterna encontró a Harald, y luego Karen lo dirigió hacia arriba para que derramara una claridad general. Harald vio que Karen cargaba con un fardo.

—Te he traído unas cuantas mantas.

Harald sonrió. Agradecería el calor, pero lo que realmente lo hacía feliz era el hecho de que su persona le importara un poco a Karen.

—Estaba pensando dormir dentro del coche.

—Eres demasiado alto.

Cuando desdobló las mantas, Harald encontró algo dentro.

—Pensé que podías tener hambre —explicó Karen. A la luz de la linterna de Karen, Harald vio media hogaza de pan, una cestita de fresas y un trozo de salchicha. También había una cantimplora. Desenroscó el tapón y olió café fresco.

Se dio cuenta de que estaba famélico y se lanzó sobre la comida, intentando no devorarla como un chacal muerto de hambre. Entonces oyó un maullido, y un gato entró en el círculo de luz. Era el flaco felino blanco y negro que había visto la primera vez que entró en la iglesia. Harald dejó caer al suelo un trozo de salchicha. El gato lo husmeó, le dio la vuelta con una pata y luego empezó a comérselo delicadamente.

—¿Cómo se llama? — le preguntó Harald a Karen.

—No creo que tenga nombre. Vive por ahí.

En la parte de atrás de su cabeza el gato tenía una cresta de pelo que se elevaba como una pirámide.

—Me parece que lo llamaré Pinetop —dijo Harald—. Por mi pianista favorito.

—Buen nombre.

Harald se lo comió todo.

—Chica, estaba magnífico. Gracias.

—Hubiese debido traer más. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?

—Ayer.

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

—En mi motocicleta. — Señaló a través de la iglesia el sitio donde había aparcado la motocicleta—. Pero va muy despacio porque funciona con turba, así que tardé dos días en llegar hasta aquí desde Sande.

—Cuando has decidido hacer algo, vas y lo haces. Eres todo un carácter, Harald Olufsen.

—¿Lo soy? — preguntó Harald, no estando muy seguro de si aquello era un cumplido.

—Sí. De hecho, nunca había conocido a alguien como tú.

Después de pensárselo bien, Harald se dijo que aquello se aproximaba bastante a ser un cumplido.

—Bueno, si he de decirte la verdad, el caso es que yo siento lo mismo acerca de ti.

—Oh, vamos. El mundo está lleno de niñas ricas demasiado mimadas que quieren ser bailarinas de ballet, pero ¿cuántas personas han cruzado Dinamarca en una motocicleta que quema turba?

Harald rió, complacido. Luego guardaron silencio durante unos momentos.

—Sentí mucho lo de Poul —dijo Harald finalmente—. Tiene que haber sido un golpe terrible para ti.

—Fue realmente devastador. Me pasé el día entero llorando.

—¿Estabais muy unidos?

—Solo habíamos salido tres veces y no estaba enamorada de él, pero aun así fue horrible —dijo Karen. Las lágrimas acudieron a sus ojos, y sorbió aire por la nariz y tragó saliva. Harald quedó vergonzosamente complacido al enterarse de que no había estado enamorada de Poul.

—Es muy triste —dijo, y se sintió bastante hipócrita.

—Cuando mi abuela murió quedé destrozada, pero de algún modo esto fue peor. La abuela era vieja y estaba enferma, pero Poul estaba tan lleno de energía, era tan divertido, se lo veía tan apuesto y en tan buena forma…

—¿Sabes cómo ocurrió? — se atrevió a preguntar Harald.

—No, porque el ejército se ha estado mostrando ridículamente reservado —dijo ella, y una sombra de irritación apareció en su voz—. Lo único que dicen es que Poul se estrelló con su avión y que los detalles no pueden ser divulgados.

—Quizá están ocultando algo.

—¿Como qué? — preguntó ella secamente.

Harald se dio cuenta de que no podía contarle lo que pensaba sin revelar su propia conexión con la resistencia.

—¿Su propia incompetencia? — improvisó—. Quizá el avión no había sido revisado adecuadamente.

—No utilizarían la excusa del secreto militar para ocultar algo así.

—Por supuesto que podrían hacerlo. ¿Quién iba a saberlo?

—No creo que nuestros oficiales tengan tan poco sentido del honor —dijo ella rígidamente.

Harald se dio cuenta de que la había ofendido, como cuando la vio por primera vez y de la misma manera, mostrándose despectivo acerca de su credulidad.

—Supongo que tienes razón —se apresuró a decir. Sus palabras realmente no eran sinceras, porque estaba seguro de que Karen se equivocaba. Pero no quería discutir con ella. Karen se levantó.

—He de volver antes de que lo cierren todo —dijo, y su voz sonó muy fría.

—Gracias por la comida y las mantas. Eres un ángel de la misericordia.

—No es mi papel habitual —dijo ella, suavizando un poco su tono.

—¿Quizá te veré mañana?

—Quizá. Buenas noches.

—Buenas noches.

Un instante después se había ido.

14

Hermia durmió mal. Tuvo un sueño en el que estaba hablando con un policía danés: La conversación era amigable, aunque Hermia solo estaba pendiente de no delatarse; pero pasado un rato, se dio cuenta de que estaban hablando en inglés. El hombre siguió hablando como si no hubiera ocurrido nada, mientras ella temblaba y esperaba que la detuviera en cualquier momento.

Despertó y se encontró en una estrecha cama de una pensión en la isla de Bornholm. Sintió un gran alivio al descubrir que la conversación con el policía había sido un sueño, pero no había nada de irreal en el peligro al que se enfrentaba ahora que había despertado. Se encontraba en territorio ocupado, con documentos falsos y fingiendo ser una secretaria de vacaciones; si la descubrían, sería ahorcada como espía.

Allá en Estocolmo, ella y Digby habían vuelto a engañar con unos sustitutos a los alemanes que los seguían y, tras quitárselos de encima, cogieron un tren que iba a la costa sur. En el diminuto pueblecito pesquero de Kalvsby habían encontrado al dueño de una embarcación que estaba dispuesto a llevarlos hasta Bornholm a través de los cuarenta kilómetros de mar. Hermia se había despedido de Digby —quien no podía pasar por danés— y había subido a bordo. Digby iría a Londres durante un día para informar a Churchill, pero volvería inmediatamente en avión y la estaría esperando en el atracadero de Kalvsby cuando Hermia regresara…, si regresaba.

El pescador la había desembarcado, junto con su bicicleta, en una playa solitaria al amanecer del día anterior. Había prometido volver al mismo sitio cuatro días después a la misma hora. Para poder estar segura de él, Hermia le había prometido el doble de dinero por el trayecto de vuelta.

Fue en bicicleta hasta Hammershus, el castillo en ruinas que era su punto de cita con Arne, y lo esperó allí durante todo el día. Arne no había venido.

Hermia se dijo que no debía sentirse sorprendida. El día anterior Arne había estado trabajando, y supuso que no habría podido marcharse de la base lo bastante temprano para coger el transbordador de la tarde. Probablemente había cogido la embarcación de la mañana del sábado y llegado a Bomholm demasiado tarde para que le fuera posible llegar a Hammershus antes de que oscureciese. En aquellas circunstancias, habría encontrado algún sitio donde pasar la noche, y lo primero que haría por la mañana sería acudir a la cita.

Aquello era lo que creía en sus momentos de mayor animación. Pero el pensamiento de que Arne podía haber sido detenido estaba presente en su mente. Preguntarse por qué podían haberlo arrestado, o argumentar que Arne todavía no había cometido ningún delito, no servía de nada porque eso solo la llevaba a imaginar situaciones en las que Arne le confiaba lo que iba a hacer a un amigo traicionero, o lo escribía todo en un diario, o se confesaba a un sacerdote.

Cuando faltaba poco para que anocheciera, Hermia dejó de esperar a Arne y fue en su bicicleta hasta el pueblo más próximo. Durante el verano muchos isleños ofrecían cama y desayuno a los turistas, y no le costó nada encontrar un sitio en el cual alojarse. Se dejó caer sobre la cama sintiéndose hambrienta y preocupada, y tuvo malos sueños.

Mientras se vestía, recordó las vacaciones que ella y Arne habían pasado en la isla, cuando se registraron en su hotel como el señor y la señora Olufsen. Aquellos fueron los días en que se sintió más íntimamente unida a Arne. A él le encantaban los juegos de azar, y hacía apuestas con ella por favores sexuales. «Si la embarcación roja llega primero al puerto, mañana tendrás que ir sin bragas durante todo el día, y si la embarcación azul gana, esta noche podrás ponerte encima.» Podrás tener todo lo que quieras, amor mío, pensó Hermia, solo con que aparezcas hoy.

Other books

Cinder and Char by Angelique Voisen
Un ambiente extraño by Patricia Cornwell
Captured by Desire by Donna Grant
Catcall by Linda Newbery
Puro by Julianna Baggott
The Malignant Entity by Otis Adelbert Kline