Vuelo final (49 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

El jefe de escuadrón Renthe, comandante de la escuela de vuelo, le recordó a su antiguo director de escuela, Heis. Ambos eran altos y delgados, y tenían la nariz muy larga. El parecido hizo que Harald encontrara difícil mentirle a Renthe.

—He venido a, esto, recoger los efectos de mi hermano —dijo—. Las cosas personales. Si usted no tiene nada que objetar, claro.

Renthe no pareció notar su incomodidad.

—Claro que no —dijo—. Uno de los colegas de Arne, Hendrik Janz, ya lo ha recogido todo. Solo hay una maleta y una bolsa de viaje de lona.

—Gracias —dijo Harald.

En realidad no quería los efectos personales de Harald, pero necesitaba una excusa para ir allí. Lo que realmente buscaba era quince metros de cable de acero para sustituir los cables de control que faltaban en el Hornet Moth, y aquel era el único sitio en el que se le había ocurrido que podía conseguirlos.

Ahora que estaba allí, la tarea parecía más abrumadora que cuando estaba contemplándola desde lejos. Harald se sintió invadido por una tenue oleada de pánico. Sin el cable, el Hornet Moth no podría volar. Entonces volvió a pensar en el sacrificio que había hecho su hermano, y se dijo que debía mantener la calma. Si no perdía la cabeza, quizá pudiera encontrar una manera.

—Iba a enviárselas a tus padres —añadió Renthe.

—Yo lo haré —dijo Harald, preguntándose si podía confiar en Renthe.

—Claro que tenía mis dudas, porque también pensé que quizá deberían ser enviadas a su prometida.

—¿A Hermia? — exclamó Harald, muy sorprendido—. ¿En Inglaterra?

—¿Está en Inglaterra? Hace tres días estuvo aquí.

Harald se quedó asombrado.

—¿Qué estaba haciendo aquí?

—Supuse que había adquirido la ciudadanía danesa y estaba viviendo aquí. De otra manera, su presencia en Dinamarca habría sido ilegal y me hubiese visto obligado a comunicar su visita a la policía. Pero obviamente ella no habría venido aquí si ese hubiera sido el caso. Porque ya habría sabido que en tanto que oficial del ejército, yo estoy obligado a comunicarle a la policía cualquier actividad ilegal, ¿verdad? — Miró fijamente a Harald y añadió—: ¿Ves a qué me refiero?

—Creo que sí. — Harald comprendió que se le estaba enviando un mensaje. Renthe sospechaba que él y Hermia habían estado involucrados en alguna actividad de espionaje con Arne, y le advertía de que no le dijera nada al respecto. Obviamente simpatizaba con ellos, pero no estaba dispuesto a infringir ninguna regla. Harald se levantó—. Me lo ha dejado todo muy claro. Gracias.

—Haré que alguien te acompañe a los alojamientos de Arne.

—No es necesario. Conozco el camino.

Harald había visto la habitación de Arne hacía dos semanas, cuando estuvo allí para hacer un vuelo a bordo de un Tiger Moth. Renthe sacudió la cabeza.

—Mi más sincero pésame.

—Gracias.

Harald salió del edificio de los cuarteles generales y echó a andar por el camino que unía todos los edificios de escasa altura que componían la base. Fue lo más despacio posible, echando una buena mirada dentro de los hangares. No se veía mucha actividad. ¿Qué había por hacer en una base área donde los aviones no podían volar?

Se sintió frustrado. El cable que necesitaba tenía que estar allí, en alguna parte. Lo único que tenía que hacer era descubrir dónde, y hacerse con él. Pero no era tan sencillo.

Dentro de un hangar vio un Tiger Moth completamente desmantelado. Habían quitado las alas, el fuselaje estaba colocado encima de unos caballetes y el motor se hallaba sobre una plataforma. Aquello le dio nuevas esperanzas. Harald entró por la gigantesca puerta. Un mecánico vestido con un mono estaba sentado encima de una lata de aceite, bebiendo té de un gran tazón.

—Asombroso —le dijo Harald—. Nunca había visto uno desmontado de esa manera.

—Tiene que hacerse —replicó el hombre—. Las partes se van gastando, y no puedes permitir que se desprendan en pleno vuelo. En un avión, todo tiene que ser perfecto. De lo contrario te caes del cielo.

Harald se dijo que aquello era algo digno de ser recordado. Él estaba planeando cruzar el mar del Norte a bordo de un avión que llevaba años sin ser examinado por un mecánico.

—Así que lo sustituyen todo, ¿eh?

—Todo lo que se mueve, sí.

Harald pensó de forma optimista que aquel hombre quizá podría proporcionarle lo que quería.

—Tienen que utilizar un montón de repuestos.

—Exacto.

—Porque solo de cables de control, en cada avión habrá… ¿Cuánto, treinta metros?

—Un Tiger Moth necesita cuarenta y siete metros con setenta centímetros de cable del calibre mil.

Eso es lo que necesito yo, pensó Harald con una creciente excitación. Pero una vez más no se atrevió a pedirlo, por miedo a delatarse ante alguien que no compartiera sus opiniones. Miró en torno a él. Había imaginado vagamente que los componentes de un avión se encontrarían esparcidos a su alrededor esperando ser recogidos por cualquiera que pasara.

—¿Y dónde lo guardan todo?

—En los almacenes, naturalmente. Esto es el ejército. Todo tiene que estar en su sitio.

Harald soltó un gruñido de exasperación. Si pudiera haber visto un buen trozo de cable para cogerlo como si tal cosa… Pero desear soluciones fáciles no servía de nada.

—¿Dónde está el almacén?

—En el edificio siguiente. — El mecánico frunció el ceño—. ¿A qué vienen todas esas preguntas?

—Mera curiosidad. — Harald supuso que ya había llegado lo bastante lejos con aquel hombre, y que ahora debería irse antes de despertar serias sospechas. Agitó la mano en una vaga despedida y dio media vuelta—. Ha sido un placer hablar con usted.

Fue al edificio siguiente y entró en él. Un sargento estaba sentado detrás de un mostrador, fumando y leyendo un periódico. Harald vio una foto de soldados rusos rindiéndose, y el titular: STALIN ASUME EL CONTROL DEL MINISTERIO DE DEFENSA SOVIÉTICO.

Estudió las hileras de estantes de acero que se prolongaban al otro lado del mostrador. Se sentía como un niño en una tienda de caramelos. Allí estaba todo lo que quería, desde lavadoras hasta motores enteros. Podía construir un avión entero a partir de aquellas piezas.

Y había toda una sección asignada a kilómetros de cable de distintas clases, todas ellas pulcramente enrolladas en cilindros de madera como rollos de algodón.

Harald estaba encantado. Había averiguado dónde se encontraba el cable. Ahora tenía que pensar en una manera de hacerse con él.

Pasados unos instantes, el sargento levantó la vista del periódico.

—¿Sí?

¿Podría ser sobornado? Una vez más, Harald vaciló. Tenía un bolsillo lleno de dinero, que le había sido entregado por Karen precisamente con aquel propósito. Pero no sabía cómo expresar una oferta. Incluso un encargado de almacén corrupto podía sentirse ofendido si se le proponía directamente que aceptara dinero. Harald deseó haber pensado un poco más en aquella manera de resolver su problema. Pero tenía que hacerlo.

—¿Podría preguntarle una cosa? — dijo—. Verá, todos esos recambios y piezas de repuesto… ¿Hay alguna manera de que alguien, un civil quiero decir, pueda comprar, o…?

—No —dijo el sargento abruptamente.

—Aunque el precio no fuese, ya sabe, un factor a tomar en consideración…

—Absolutamente no.

Harald no sabía qué más decir.

—Si le he ofendido…

—Olvídalo.

Al menos el hombre no había llamado a la policía. Harald dio media vuelta y se fue.

Cuando salía, se fijó en que la puerta tenía tres cerraduras y estaba hecha de una madera muy sólida. Entrar por la fuerza en aquel almacén no iba a resultar nada fácil. Harald quizá no fuese el primer civil que se percataba de cuán pocos componentes podían llegar a encontrarse en los almacenes militares.

Sintiéndose derrotado, fue a los alojamientos de los oficiales y localizó la habitación de Arne. Tal como había prometido Renthe, una maleta y una bolsa de viaje estaban depositadas a los pies de la cama. Por lo demás, la habitación se hallaba totalmente vacía.

Harald encontró un poco patético que la vida de su hermano pudiera ser metida en aquel parco equipaje y que después de que se hubiera hecho aquello, su habitación ya no mostrara ninguna huella de su existencia. Pensarlo hizo que las lágrimas volvieran a acudir a sus ojos. Pero lo importante era lo que un hombre dejaba en las mentes de los demás, se dijo. Arne viviría por siempre en el recuerdo de Harald: enseñándolo a silbar, haciendo reír como una colegiala a su madre, peinándose sus relucientes cabellos delante de un espejo. Pensó en la última vez que había visto a su hermano, sentado en el suelo de baldosas de la iglesia abandonada de Kirstenslot, cansado y asustado pero resuelto a cumplir su misión. Y, una vez más, vio que la única manera de honrar la memoria de Arne era terminar el trabajo que él había empezado.

Un cabo asomó la cabeza por el hueco de la puerta y dijo:

—¿Eres pariente de Arne Olufsen?

—Soy su hermano. Me llamo Harald.

—Yo soy Benedikt Vessell. Llámame Ben. — El cabo tendría unos treinta y tantos años, y una afable sonrisa que mostraba dientes manchados por el tabaco—. Esperaba poder encontrarme con alguien de la familia. — Rebuscó dentro de su bolsillo y sacó un poco de dinero—. Le debo cuarenta coronas a Harald.

—¿De qué?

El cabo lo miró taimadamente.

—Bueno, no digas ni una palabra de esto, pero tengo un pequeño negocio privado con las apuestas en las carreras de caballos, y Arne eligió a un ganador.

Harald aceptó el dinero, no sabiendo qué otra cosa podía hacer.

—Gracias.

—Entonces todo queda arreglado, ¿verdad?

Harald realmente no entendió la pregunta.

—Claro.

—Bien —dijo Ben, adoptando una expresión furtiva.

Entonces a Harald se le ocurrió pensar que la suma adeudada podía haber excedido las cuarenta coronas. Pero no iba a discutir.

—Se lo daré a mi madre —dijo.

—Mi más sincero pésame, muchacho. Tu hermano era un buen tipo.

Estaba claro que el cabo no era de los que siguen las reglas. Parecía la clase de hombre que murmura «No digas ni una palabra» con bastante frecuencia. Su edad sugería que era un soldado de carrera, pero su grado era bastante bajo. Tal vez invirtiese todas sus energías en las actividades ilegales. Probablemente vendía libros pornográficos y cigarrillos robados. Quizá pudiese resolver el problema de Harald.

—¿Puedo preguntarte una cosa, Ben?

—Lo que tú quieras —dijo Ben, sacando una bolsita de tabaco de su bolsillo y empezando a liarse un cigarrillo.

—Si un hombre quisiera, por propósitos privados, hacerse con quince metros de cable de control para un Tiger Moth, ¿sabes de alguna manera en que pudiera conseguirlos?

Ben lo miró con los ojos entornados.

—No —replicó.

—Digamos que la persona tuviera un par de centenares de coronas para pagar ese cable.

Ben encendió su cigarrillo.

—Esto tiene que ver con el asunto por el que arrestaron a Arne, ¿verdad?

—Sí.

Ben sacudió la cabeza.

—No, muchacho, no puede hacerse. Lo siento.

—No te preocupes —dijo Harald en un tono muy jovial, aunque se sentía amargamente decepcionado—. ¿Dónde puedo encontrar a Hendrik Janz?

—Dos puertas más abajo. Si no está en su habitación, prueba en la cantina.

Harald encontró a Hendrik sentado detrás de un pequeño escritorio, estudiando un libro sobre meteorología. Los pilotos tenían que entender el tiempo, para saber cuándo era seguro volar y si se aproximaba una tormenta.

—Soy Harald Olufsen.

Hendrik le estrechó la mano.

—Lo de Arne fue una auténtica desgracia.

—Gracias por haber recogido sus cosas.

—Me alegré de poder hacer algo.

¿Aprobaba Hendrik lo que había hecho Arne? Harald necesitaba obtener alguna clase de indicación antes de decidirse a arriesgar el cuello.

—Arne hizo lo que creía era mejor para su país —dijo.

Hendrik enseguida se puso en guardia.

—Yo no sé nada de eso —dijo—. Para mí era un buen amigo y un colega en el que podías confiar.

Harald quedó consternado. Era evidente que Hendrik no iba a ayudarlo a robar el cable. ¿Qué iba a hacer?

—Otra vez gracias —dijo—. Adiós.

Regresó a la habitación de Arne y cogió la maleta y la bolsa de viaje. No sabía qué más podía hacer. No podía irse de allí sin el cable que necesitaba, pero ¿cómo podía cogerlo? Ya lo había intentado todo.

Quizá había algún otro sitio en el que podía conseguir cable, pero no se le ocurría dónde. Y además se le estaba acabando el tiempo. Faltaban seis días para que fuese luna llena, lo cual quería decir que ya solo disponía de cuatro días más para trabajar en el avión.

Salió del edificio y echó a andar hacia la puerta, cargado con el equipaje. Iba a volver a Kirstenslot, pero ¿con qué propósito? Sin el cable, el Hornet Moth no volaría. Harald se preguntó cómo iba a explicarle a Karen que había fracasado.

Estaba pasando por delante del edificio de los almacenes cuando oyó que alguien pronunciaba su nombre.

—¡Harald!

Había un camión estacionado al lado del almacén y Ben esperaba junto a él, medio escondido por el vehículo y haciéndole señas de que se acercara. Harald se apresuró a ir hacia allí.

—Toma —dijo Ben, y le tendió un grueso rollo de cable de acero—. Quince metros, y un poquito más.

Harald se estremeció de emoción.

—¡Gracias!

—Cógelo, por el amor de Dios, que pesa mucho.

Harald cogió el cable y se volvió para irse.

—¡No, no! — dijo Ben—. ¡No puedes pasar por la puerta con eso en la mano, por el amor de Cristo! Mételo dentro de la maleta.

Harald abrió la maleta de Arne. Estaba llena.

—Dame ese uniforme, deprisa —dijo Ben.

Harald sacó de la maleta el uniforme de Arne y lo sustituyó por el cable.

Ben cogió el uniforme.

—Me libraré de esto, no te preocupes. ¡Y ahora vete de aquí!

Harald cerró la maleta y se metió la mano en el bolsillo.

—Te prometí doscientas coronas…

—Quédate con el dinero —dijo Ben—. Y buena suerte, hijo.

—¡Gracias!

—¡Y ahora piérdete! No quiero volver a verte nunca más.

—Claro —dijo Harald, y se apresuró a irse.

A la mañana siguiente, Harald estaba esperando enfrente del castillo bajo la claridad grisácea del alba. Eran las tres y media. De su mano colgaba una lata de dieciocho litros, vacía y limpia. No había ninguna manera legítima de obtener combustible, así que Harald iba a robárselo a los alemanes.

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