Harald abrió la válvula del combustible.
Karen fue accionando el mecanismo de cebado hasta que el combustible goteó sobre el suelo; entonces dijo:
—Enciende los imanes.
Harald conectó los imanes y comprobó que la válvula estuviera en la posición de «Encendido».
Karen agarró la hélice y la empujó hacia abajo. Volvió a haber un seco chasquido.
—¿Has oído eso? — dijo.
—Sí.
—Es el arranque de impulsión. Así es como sabes que está funcionando, por el chasquido.
Hizo girar la hélice una segunda vez, y luego una tercera. Finalmente le dio un enérgico empujón y se apresuró a retroceder.
El motor emitió una especie de ladrido ahogado cuyos ecos resonaron por toda la iglesia, y luego dejó de funcionar.
Harald prorrumpió en vítores.
—¿A qué viene tanta alegría? — preguntó Karen.
—¡Se encendió! No puede ser muy grave.
—Pero no se puso en marcha.
—Lo hará, lo hará. Vuelve a probar.
Karen volvió a hacer girar la hélice, pero obtuvo el mismo resultado que antes. El único cambio fue que sus mejillas quedaron atractivamente sonrojadas por el esfuerzo.
Después de un tercer intento, Harald desconectó los interruptores.
—Ahora el combustible está fluyendo libremente —dijo—. A mí me suena como si el problema estuviera en el encendido. Necesitamos unas cuantas herramientas.
—Ahí dentro hay un equipo de herramientas —dijo Karen, metiendo la mano dentro de la cabina y levantando un cojín para revelar un gran compartimiento que había debajo del asiento. Sacó de él una bolsa de lona con tiras de cuero.
Harald abrió la bolsa y sacó de ella una llave inglesa de cabeza cilíndrica con montura giratoria, del tipo diseñado para trabajar por detrás de un reborde.
—Una llave universal para bujías —dijo—. El capitán De Havilland hizo algo bien después de todo.
Había cuatro bujías en el lado derecho del motor. Harald sacó una y la examinó. Había aceite en las puntas. Karen sacó un pañuelo ribeteado de encaje del bolsillo de sus pantalones cortos y frotó la bujía con él hasta dejarla limpia. Luego rebuscó dentro de la bolsa de las herramientas hasta encontrar un calibrador y comprobó el hueco. Harald volvió a poner la bujía en su sitio. Repitieron el proceso con las otras tres.
—Al otro lado hay cuatro más —dijo Karen.
Aunque el motor solo tenía cuatro cilindros, había dos imanes, cada uno de los cuales accionaba su propio juego de bujías en lo que Harald supuso sería una medida de seguridad. Las bujías del lado izquierdo eran de más difícil acceso, ya que se encontraban detrás de dos rejillas de ventilación que tuvieron que ser quitadas antes.
Cuando hubieron examinado todas las bujías, Harald quitó las tapas de baquelita que cubrían los contactos y comprobó las puntas. Finalmente, quitó el distribuidor de cada imán y limpió el interior con el pañuelo de Karen, que a aquellas alturas ya se había convertido en un trapo sucio.
—Hemos hecho todas las cosas evidentes —dijo—. Si no se pone en marcha ahora, tenemos un problema realmente serio.
Karen volvió al motor y luego hizo girar lentamente la hélice tres veces. Harald abrió la puerta de la cabina y accionó los interruptores de los imanes. Karen dio un último empujón a la hélice y retrocedió.
El motor se encendió, ladró y titubeó. Harald, que permanecía de pie junto a la puerta con la cabeza metida dentro de la cabina, movió hacia delante la palanca de control. El motor cobró vida con un rugido.
Harald soltó un alarido de triunfo mientras la hélice giraba, pero apenas podía oír su propia voz por encima del estruendo. El ruido que hacía el motor rebotaba en las paredes de la iglesia y producía un estrépito infernal. Harald vio cómo el rabo de Pinetop desaparecía por una ventana.
Karen fue hacia él, con los cabellos ondulando violentamente de un lado a otro por el vendaval producido por la hélice. Harald estaba tan contento que se dejó llevar por su exuberancia y la abrazó. «¡Lo hemos conseguido!», gritó. Ella le devolvió el abrazo, para su inmenso placer, y luego dijo algo. Harald sacudió la cabeza para indicar que no podía oírla. Karen se puso deliciosamente cerca de él y le habló al oído. Harald sintió cómo sus labios le rozaban la mejilla. Su mente parecía incapaz de pensar en nada que no fuese lo fácil que resultaría besarla ahora.
—¡Deberíamos apagarlo antes de que alguien lo oiga! — gritó Karen.
Harald se acordó de que aquello no era un juego, y que el propósito de reparar el avión era volar en él para llevar a cabo una peligrosa misión secreta. Metió la cabeza dentro de la cabina, tiró de la palanca de control hasta dejarla en la posición de cierre y desconectó los imanes. El motor se detuvo.
Cuando el ruido murió, el interior de la iglesia hubiese debido quedar sumido en el silencio, pero no ocurrió así. Un extraño sonido llegaba desde el exterior. Al principio, Harald pensó que sus oídos todavía estaban percibiendo el estruendo del motor, pero poco a poco se fue dando cuenta de que se trataba de otra cosa. Aun así no podía dar crédito a lo que estaba oyendo, ya que sonaba como un ruido de pies que estuvieran marchando al unísono.
Karen lo miró, con la perplejidad y el miedo claramente visibles en su rostro.
Ambos dieron media vuelta y corrieron a los ventanales. Harald subió de un salto a la caja que había utilizado para mirar por encima de los alféizares. Le dio la mano a Karen y esta se subió a la caja junto a él. Luego miraron hacia fuera juntos.
Un destacamento de unos treinta soldados con uniforme alemán estaba subiendo por el sendero.
Al principio Harald estuvo seguro de que venían a por él, pero enseguida vio que los soldados no se encontraban preparados para una caza del hombre. La mayoría de ellos parecían ir desarmados. Traían consigo un pesado carro del cual tiraban cuatro cansados caballos y que iba cargado con lo que parecía equipo de acampada. Los soldados pasaron por delante del monasterio y siguieron sendero arriba.
—¿Qué demonios es esto? — preguntó Harald.
—¡No deben entrar aquí! — dijo Karen.
Los dos recorrieron el interior de la iglesia con la mirada. La entrada principal, en el extremo oeste, consistía en dos enormes puertas de madera. Aquel era el camino por el que debía de haber entrado el Hornet Moth, con las alas dobladas hacia atrás. Harald también había metido su motocicleta por allí. Por dentro la entrada tenía una enorme cerradura antigua con una llave gigante, además de una barra de madera que descansaba sobre unas gruesas horquillas.
Solo había una entrada más, la pequeña puerta lateral por la cual se accedía al interior de la iglesia desde los claustros, y que era la que Harald utilizaba normalmente. Tenía una cerradura, pero Harald nunca había visto una llave. No había ninguna barra con la que asegurarla.
—Podríamos clavar la puerta pequeña dejándola cerrada, y luego entrar y salir por las ventanas igual que hace Pinetop —dijo Karen.
—Tenemos un martillo y clavos… Necesitamos un trozo de madera.
Estando dentro de un recinto lleno de trastos viejos hubiese tenido que ser fácil encontrar una gruesa tabla pero, para disgusto de Harald, no había nada apropiado. Al final arrancó uno de los estantes de la pared de encima del banco de trabajo. La colocó sobre la puerta cruzándola en diagonal y la clavó firmemente al marco.
—Un par de hombres podrían tirarla abajo sin mucho esfuerzo —dijo—. Pero al menos ahora nadie puede entrar por casualidad y tropezarse con nuestro secreto.
—Pero podrían mirar por las ventanas —dijo Karen—. Solo tendrían que encontrar algo a lo que subirse.
—Ocultemos la hélice —dijo Harald.
Fue a coger la lona que habían quitado del Rolls—Royce y juntos la extendieron encima del morro del Hornet Moth. La lona llegaba lo bastante lejos para cubrir la cabina.
Retrocedieron un poco y contemplaron su obra.
—Sigue pareciendo un avión con el morro tapado y las alas plegadas hacia atrás —dijo Karen.
—A ti, sí. Pero tú ya sabes lo que es. Alguien que mire por la ventana sólo verá un trastero lleno de cosas viejas.
—A menos que dé la casualidad de que sea un aviador.
—Eso de ahí fuera no era la Luftwaffe, ¿verdad?
—No lo sé —dijo ella—. Será mejor que vaya a averiguarlo.
Hermia había vivido más años en Dinamarca que en Inglaterra, pero de pronto Dinamarca se había convertido en un país extranjero. Las familiares calles de Copenhague tenían un aire hostil, y le parecía que cuando andaba por ellas todo el mundo la miraba. Fue a toda prisa por calles que había recorrido de niña, cogida de la mano dé su padre, inocente y sin ningún motivo de preocupación. No eran solo los puntos de control, los uniformes alemanes y los Mercedes de un color gris verdoso. Hasta la policía danesa la hacía sobresaltarse.
Tenía amigos allí, pero no se puso en contacto con ellos. Temía poner en peligro a más personas. Poul había muerto, Jens presumiblemente había sido arrestado, y no sabía lo que le había ocurrido a Arne. Se sentía como si estuviera maldita.
Estaba agotada y tenía todo el cuerpo envarado a causa del viaje nocturno en transbordador, y la desgarraba la preocupación por Arne. Penosamente consciente de las horas que iban transcurriendo hacia la luna llena, se obligó a moverse con la máxima cautela.
La casa de Jens Toksvig en St. Paul's Gade formaba parte de una hilera de edificios de un solo piso, con puertas principales que daban directamente a la acera. El número cincuenta y tres parecía encontrarse desierto. Nadie iba a la puerta excepto el cartero. El día anterior, cuando Hermia telefoneó desde Bornholm, había estado ocupado por al menos un policía, pero el guardia debía de haber sido retirado de su puesto.
Hermia también observó a los vecinos. A un lado había una casa de aspecto ruinoso ocupada por una pareja joven con un niño, la clase de personas que podían estar demasiado absortas en su propia vida para interesarse por sus vecinos. Pero en la casa recién pintada y con cortinas nuevas del otro lado había una mujer ya bastante mayor que miraba frecuentemente por la ventana.
Después de haber estado observando durante tres horas, Hermia fue a la casa elegante y llamó a la puerta.
Una mujer regordeta que tendría unos sesenta años y llevaba delantal le abrió la puerta.
—Nunca compro nada en la puerta —dijo, lanzando una rápida mirada a la pequeña maleta que llevaba Hermia. Luego sonrió con superioridad, como si su negativa fuera una seña de distinción social.
Hermia le devolvió la sonrisa.
—Me han dicho que el número cincuenta y tres podía estar disponible para ser alquilado.
La actitud de la vecina cambió.
—¿Oh? — dijo con interés—. Así que está buscando un sitio donde vivir, ¿verdad?
—Sí. — Aquella mujer era todo lo entrometida que Hermia había abrigado la esperanza de que fuese—. Me voy a casar —dijo, siguiéndole la corriente.
La mirada de la mujer fue automáticamente hacia la mano izquierda de Hermia, y esta le enseñó su anillo de compromiso.
—Muy bonito. Bueno, he de decir que sería un alivio tener a una familia respetable en la casa de al lado, después de todo lo que lo que ha estado ocurriendo en ella.
—¿A qué se refiere?
—Era un nido de espías comunistas —dijo la mujer bajando la voz.
—¡No me diga! ¿De veras?
La mujer cruzó los brazos encima de su seno encorsetado.
—El miércoles pasado los arrestaron a todos.
Hermia sintió un ramalazo de miedo, pero se obligó a mantener la apariencia de que solo quería cotillear un poco.
—¡Madre de Dios! ¿Cuántos eran?
—No sabría decírselo exactamente. Estaba el inquilino, el joven señor Toksvig, al que yo nunca hubiese tomado por un malhechor, aunque no siempre se mostraba todo lo respetuoso con sus mayores que habría podido ser. Luego últimamente también se veía a un aviador que parecía estar viviendo allí, un muchacho de aspecto muy agradable, aunque nunca decía gran cosa. Pero había toda clase de entradas y salidas, y la mayoría eran hombres con aspecto de militares.
—¿Y el miércoles los arrestaron?
—En esa misma acera, allí donde ve al spaniel del señor Schmidt levantando la pata junto al farol, hubo un tiroteo.
Hermia dejó escapar una exclamación ahogada y se llevó la mano a la boca.
—¡Oh, no!
La anciana asintió, complacida ante la reacción de Hermia a la historia que le estaba contando y sin sospechar que podía estar hablándole del hombre al cual amaba.
—Un policía de paisano le disparó a uno de los comunistas —dijo—. Con una pistola —añadió luego superfluamente.
Hermia tenía tanto miedo de lo que podía llegar a saber que apenas podía hablar. Se obligó a articular cuatro palabras.
—¿A quién le dispararon?
—Bueno, la verdad es que yo no llegué a verlo —dijo la mujer con infinito pesar—. Estaba en la casa de mi hermana en Fischer's Gade, cogiendo prestado un patrón para tejer un jersey de lana. No fue al señor Toksvig, eso sí que se lo puedo asegurar, porque la señora Eriksen de la tienda lo vio todo, y dijo que era un hombre al cual no conocía.
—¿Lo… mataron?
—Oh, no. La señora Enksen pensaba que podían haberlo herido en la pierna. En fin, el caso es que se puso a gritar de dolor cuando los hombres de la ambulancia lo subieron a la camilla.
Hermia estaba segura de que había sido Arne el que había recibido el disparo, y le pareció sentir el dolor de una herida de bala. Le faltaba el aliento y se sintió súbitamente mareada. Necesitaba alejarse de aquella vieja metomentodo que contaba la historia con semejante deleite.
—He de irme. Qué cosa tan horrible… —murmuró, empezando a dar media vuelta.
—De todas maneras, creo que la casa no tardará mucho en estar en alquiler —le dijo la mujer a su espalda.
Hermia se alejó sin prestarle ninguna atención.
Fue doblando esquinas al azar hasta que llegó a una cafetería, donde se sentó para poner un poco de orden en sus pensamientos. Una taza caliente de sucedáneo de té la ayudó a recuperarse de la conmoción. Tenía que averiguar sin lugar a dudas qué le había ocurrido a Arne y dónde estaba ahora. Pero primero necesitaba algún sitio en el cual pasar la noche.
Encontró una habitación en un hotel barato cerca del muelle. Todo tenía un aspecto bastante miserable, pero la puerta de su dormitorio contaba con una buena cerradura. A eso de medianoche, una voz pastosa preguntó desde fuera si le gustaría tomar una copa, y Hermia se levantó de la cama para asegurar la puerta metiendo una silla inclinada debajo del pomo.