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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Vuelo final (39 page)

La última vez se había quedado allí sentada a esperarlo, y él no apareció hasta la mañana siguiente. Ahora se sentía demasiado impaciente para ello. Cuando tuvo la seguridad de que Arne no podía haber llegado en el transbordador de la noche, decidió ir a Ronne en su bicicleta.

Luego fue poniéndose cada vez más nerviosa conforme pasaba de los solitarios caminos del campo a las concurridas calles del pequeño pueblo.

Se dijo que aquello era más seguro —su presencia llamaba más la atención en el campo, y en el pueblo podía perderse entre la gente—, pero la sensación era justo la opuesta. Hermia veía sospecha en los ojos de todo el mundo, no solo en los policías y los soldados, sino en los tenderos en la entrada de sus comercios, en los carteros que guiaban a sus caballos, en los viejos que fumaban sentados en los bancos y en los estibadores que tomaban té en el muelle. Estuvo un rato dando vueltas por el pueblo, tratando de evitar que su mirada se encontrase con la de nadie, y luego fue a un hotel del puerto y se comió un bocadillo. Cuando atracó el transbordador, se unió a un grupito de personas que estaban esperando para dar la bienvenida a los pasajeros. Hermia fue examinando el rostro de cada uno mientras desembarcaban, esperando que Arne llevara alguna clase de disfraz.

Tardaron unos cuantos minutos en bajar todos. Cuando la afluencia se detuvo y los pasajeros empezaron a subir a bordo para el viaje de vuelta, Hermia comprendió que Arne no estaba en el transbordador.

Se preguntó qué debía hacer a continuación. Había cien explicaciones posibles para el hecho de que Arne no hubiese aparecido, que iban desde lo trivial hasta lo trágico. ¿Se había asustado y había abandonado la misión? Hermia se sintió un poco avergonzada al ver que era capaz de sospechar algo semejante de él, pero siempre había tenido sus dudas acerca de que Arne tuviese madera de héroe. Pero lo más probable era que se hubiese visto retrasado por algo tan estúpido como un tren que no llegaba a la hora prevista. Desgraciadamente, Arne no tenía ninguna manera de hacérselo saber.

Pero entonces reparó en que ella quizá pudiera entrar en contacto con él.

Le había dicho que se escondiera en la casa de Jens Toksvig, en el distrito Nyboder de Copenhague. Jens tenía teléfono, y Hermia conocía el número.

Titubeó. Si por la razón que fuese la policía estaba escuchando todo lo que se dijera por el teléfono de Jens, podían seguir el rastro de la llamada y entonces sabrían… ¿qué? Que podía estar ocurriendo algo en Bornholm. Eso sería grave, pero no fatal. La alternativa era buscar algún sitio donde pasar la noche y esperar hasta ver si Arne llegaba en el próximo transbordador. Hermia no tenía la paciencia necesaria para eso.

Volvió al hotel e hizo la llamada.

Mientras la operadora establecía la conexión, Hermia deseó haber dedicado un poco más de tiempo a pensar en lo que diría. ¿Debería preguntar por Arne? Si alguien estaba escuchando la conversación, eso revelaría su paradero. No, tendría que hablar en acertijos y adivinanzas, como había hecho cuando llamaba desde Estocolmo. Probablemente sería Jens quien respondiera al teléfono. Hermia pensó que él reconocería su voz. Si no, diría: «Soy tu amiga de Bredgade, ¿te acuerdas de mí?». Bredgade era la calle en la que se encontraba la embajada británica cuando Hermia trabajaba allí. Eso debería ser suficiente para él…, aunque también podía ser suficiente para alertar a un detective.

Entonces descolgaron el auricular al otro lado antes de que Hermia tuviera tiempo de terminar de pensar en lo que estaba haciendo, y una voz masculina dijo:

—¿Diga?

Desde luego no era Arne. Hubiese podido ser Jens, pero Hermia llevaba más de un año sin oír su voz.

—Hola —dijo.

—¿Quién habla?

Jens tenía veintinueve años, y aquella voz pertenecía a un hombre bastante mayor.

—Querría hablar con Jens Toksvig, por favor.

—¿Quién llama?

¿Con quién demonios estaba hablando? Jens vivía solo. Quizá su padre había ido a pasar unos días con él. Pero Hermia no iba a dar su verdadero nombre.

—Soy Hilde.

—¿Hilde qué?

—Él ya sabrá quién soy.

—¿Podría decirme cuál es su apellido, por favor?

Aquello era bastante ominoso. Hermia decidió que intentaría salirse con la suya fingiendo que se enfadaba.

—¡Oiga, no sé quién diablos es usted! Pero le aseguro que no he llamado para perder el tiempo con jueguecitos estúpidos, así que haga el favor de decirle a Jens que se ponga al maldito teléfono.

No funcionó.

—Necesito saber cuál es su apellido.

Hermia decidió que aquello no era alguien que se estuviese entreteniendo con juegos.

—¿Quién es usted?

Hubo una larga pausa, y luego el hombre replicó:

—Soy el sargento Egill de la policía de Copenhague.

—¿Jens se ha metido en algún lío?

—¿Cuál es su nombre completo, por favor?

Hermia colgó.

Se sentía perpleja y asustada. Las cosas no podían estar peor. Arne había buscado refugio en la casa de Jens, y ahora la casa estaba vigilada por la policía. Aquello solo podía significar que habían descubierto que Arne se estaba escondiendo allí. Tenían que haber detenido a Jens, y quizá también a Arne. Trató de no echarse a llorar. ¿Volvería a ver alguna vez a su amado?

Salió del hotel y miró a través de la bahía hacia donde quedaba Copenhague, a ciento cincuenta kilómetros de distancia en la dirección del sol poniente. Arne probablemente estaba encerrado en una cárcel de allí.

Hermia no estaba dispuesta a reunirse con su pescador y regresar a Suecia con las manos vacías. Si lo hacía, estaría dejando abandonados a su suerte a Digby Hoare, Winston Churchill y miles de aviadores ingleses.

La sirena del transbordador hizo sonar la llamada del «todos a bordo» con un estrépito como el de un gigante perdido. Hermia subió de un salto a su bicicleta y pedaleó furiosamente hacia el muelle. Tenía un juego completo de papeles falsificados, incluyendo tarjeta de identidad y libreta de racionamiento, por lo que podía superar cualquier control. Compró un billete y se apresuró a subir a bordo. Tenía que ir a Copenhague. Tenía que averiguar qué le había sucedido a Arne. Tenía que conseguir su película, si es que él había llegado a tomar alguna fotografía. Cuando hubiera hecho todo aquello, ya se preocuparía de cómo iba a salir de Dinamarca y llevar la película hasta Inglaterra.

La sirena volvió a sonar quejumbrosamente y el transbordador fue alejándose lentamente del muelle.

19

Harald iba en su motocicleta por el muelle de Copenhague a la hora del crepúsculo. Cuando había luz de día las sucias aguas eran de un gris aceitoso, pero ahora relucían con los reflejos del ocaso, un cielo rojo y amarillo que las pequeñas olas disgregaban en retazos de color como los trazos dejados por el pincel de un artista.

Detuvo la motocicleta cerca de una fila de camiones Daimler Benz a medio cargar con la madera procedente de un mercante noruego. Entonces vio a dos soldados alemanes que estaban vigilando la mercancía. El rollo de película que llevaba en el bolsillo pareció de pronto arder junto a su pierna. Harald metió la mano en el bolsillo y se dijo que no debía dejarse llevar por el pánico. Nadie sospechaba que hubiese cometido ningún delito, y la motocicleta estaría segura cerca de los soldados. Aparcó junto a los camiones.

La última vez que Harald había estado allí se encontraba borracho, y ahora tuvo que hacer un esfuerzo para recordar exactamente dónde quedaba el club de jazz. Fue siguiendo la hilera de almacenes y tabernas. El romántico resplandor del sol poniente transformaba los mugrientos edificios al igual que las sucias aguas del puerto. Al cabo Harald divisó el letrero que rezaba: INSTITUTO DANÉS DE CANCIÓN POPULAR Y DANZA CAMPESINA. Bajó los escalones que llevaban al sótano y empujó la puerta. Estaba abierta.

Eran las diez de la noche, una hora bastante temprana para los clubes nocturnos, y el local se hallaba medio vacío. Nadie estaba tocando el piano manchado de cerveza que había sobre el pequeño es cenario. Harald cruzó la sala en dirección a la barra, examinando las caras mientras andaba. Para su desilusión, no reconoció a nadie.

El barman llevaba un trapo atado alrededor de la cabeza como un gitano. Dirigió un cauteloso asentimiento a Harald, quien no parecía el tipo de cliente habitual.

—¿Has visto hoy a Betsy? — preguntó Harald.

El barman se relajó, aparentemente convencido de que Harald solo era otro hombre joven que andaba en busca de una prostituta.

—Anda por ahí —dijo. Harald tomó asiento en un taburete.

—Esperaré.

—Trude está allí —dijo el barman, queriendo ayudar.

Harald miró en la dirección que le señalaba y vio a una rubia que estaba bebiendo de un vaso manchado con lápiz de labios. Sacudió la cabeza.

—Quiero a Betsy.

—Esas cosas son muy personales —dijo el barman sensatamente. Harald reprimió una sonrisa ante lo evidente de aquella observación. ¿Qué podía ser más personal que el acto sexual?

—Muy cierto —dijo, preguntándose si las conversaciones de taberna siempre eran tan estúpidas.

—¿Una copa mientras la esperas?

—Cerveza, por favor.

—¿Algo para acompañarla?

—No, gracias —dijo Harald, al que le bastó aquavit para que le entraran náuseas.

Fue bebiendo su cerveza con sorbos pensativos. Llevaba todo el día reflexionando en su apuro. La presencia de la policía en el escondite de Arne significaba casi con toda certeza que Arne había sido descubierto. Si por algún milagro había logrado escapar al arresto, el único lugar en el que podía estar escondiéndose era el monasterio en ruinas de Kirstenslot, por lo que Harald fue hasta allí en su motocicleta y echó un vistazo. Encontró el lugar vacío.

Había pasado varias horas sentado en el suelo de la iglesia, alternando el lamentar el destino sufrido por su hermano con el tratar de pensar en qué debía hacer a continuación.

Si iba a terminar el trabajo que había iniciado Arne, tenía que llevar la película a Londres durante los once días siguientes. Arne tenía que haber contado con un plan para ello, pero Harald no sabía en qué consistía, y no se le ocurrió ninguna manera de averiguarlo. Aquello quería decir que tendría que idear su propio plan.

Primero pensó en limitarse a meter los negativos dentro de un sobre y enviarlos por correo a la legación británica en Estocolmo. No obstante, estaba seguro de que todo el correo remitido a esa dirección era abierto de manera rutinaria por los censores.

No tenía la suerte de conocer a nadie del pequeño grupo de personas que viajaban legalmente entre Dinamarca y Suecia. Podía limitarse a ir al atracadero del transbordador en Copenhague, o a la estación del barco ferroviario en Elsinor y pedir a un pasajero que llevara el sobre, pero aquello parecía casi tan arriesgado como echarlo al correo.

Después de un día entero de estrujarse el cerebro, Harald había llegado a la conclusión de que tendría que ir él mismo.

No podía hacer eso abiertamente. Ahora que se sabía que su hermano era un espía, no le concederían un permiso para viajar. Tendría que encontrar una ruta clandestina. Embarcaciones danesas iban a Suecia y regresaban de allí cada día. Tenía que haber una manera de subir a bordo de una y pasar al otro lado sin ser detectado. Harald no podía conseguir un trabajo a bordo de una embarcación, ya que los marineros tenían documentos de identidad especiales. Pero siempre había una actividad clandestina alrededor de los muelles: contrabando, robo, prostitución, drogas. Eso significaba que Harald tenía que establecer contacto con los criminales y encontrar a alguien que estuviera dispuesto a introducirlo en Suecia.

No tuvo que esperar a Betsy durante mucho rato. Solo se había bebido la mitad de su cerveza cuando la vio llegar. Betsy bajó por la escalera de atrás acompañada por un hombre al que, supuso Harald, acababa de prestar sus servicios en un dormitorio del piso de arriba. El cliente tenía la piel pálida y de un aspecto enfermizo, iba casi rapado por un corte de pelo brutal y lucía una pequeña llaga a medio curar junto al agujero izquierdo de su nariz. Tendría unos diecisiete años. Harald supuso que era un marinero. Cruzó rápidamente la sala y salió por la puerta, mirando en todas direcciones como si temiera ser visto.

Betsy fue a la barra, vio a Harald y dio un respingo.

—Hola, colegial —le dijo afablemente.

—Hola, princesa.

Betsy ladeó la cabeza coquetamente, haciendo oscilar sus oscuros rizos.

—¿Has cambiado de parecer? ¿Quieres pasar un buen rato?

La mera idea de mantener una relación sexual con ella minutos después del marinero resultaba de lo más vil, pero respondió con una broma.

—No antes de que estemos casados.

Ella se echó a reír.

—¿Qué diría tu madre?

Harald contempló su regordeta figura.

—Que necesitas comer más.

Betsy sonrió.

—Adulador. Andas detrás de algo, ¿verdad? No has vuelto por la cerveza aguada.

—Pues la verdad es que necesito hablar con tu Luther.

—¿Con Lou? — replicó ella, mirándolo con desaprobación—. ¿Qué es lo que quieres de él?

—Tengo un pequeño problema con el que quizá podría ayudarme.

—¿Qué clase de problema?

—Probablemente no debería decírtelo…

—No seas idiota. ¿Te has metido en algún lío?

—No exactamente.

Entonces Betsy volvió la mirada hacia la puerta y dijo:

—Oh, mierda.

Harald siguió la dirección de su mirada y vio entrar a Luther. Aquella noche llevaba una chaqueta deportiva de seda, muy sucia, encima de una camisa. Con él iba un hombre de unos treinta años tan borracho que apenas si podía tenerse en pie. Cogiéndolo del brazo, Luther lo llevó hacia Betsy. El hombre se detuvo delante de ella para contemplarla con mirada lujuriosa.

—¿Cuánto le has sacado? — le preguntó Betsy a Luther.

—Diez. Eres un mentiroso de mierda.

Luther le entregó un billete de cinco coronas.

—Aquí tienes tu mitad.

Ella se encogió de hombros, se guardó el dinero y luego se llevó al hombre al piso de arriba.

—¿Te apetecería tomar una copa, Lou? — preguntó Harald.

—Aquavit. — Sus modales no habían mejorado—. Bien, ¿detrás de qué andas?

—Tú eres un hombre que tiene muchos contactos en el muelle, y…

—No te molestes en hacerme la pelota, hijo —lo interrumpió Luther—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Un muchachito con un hermoso trasero? ¿Cigarrillos baratos? ¿Droga?

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