Vuelo final (53 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

—Dios mío, no había pensado en eso.

—La única manera de comprobar tu posición es comparar las características del terreno que hay por debajo de ti con un mapa. Veré qué tenemos en casa.

—De acuerdo.

—Será mejor que vaya a coger todas las cosas que necesitamos —dijo Karen, y volvió a salir por la ventana llevándose consigo la cesta vacía.

Harald estaba demasiado tenso para comerse la carne de buey fría que le había traído Karen. Empezó a plegar las alas. El proceso era rápido, porque así se había pretendido que fuese: la intención era que el caballero dueño del avión hiciera aquello cada noche, y luego lo dejara estacionado junto al coche de la familia.

Para evitar que el ala superior dañara el techo de la cabina cuando las alas estuvieran plegadas, la sección interior del borde disponía de unas bisagras que permitían elevarla apartándola del techo. Por eso el primer paso de Harald fue soltar las secciones provistas de bisagras y empujarlas hacia arriba.

En la parte de abajo de cada ala superior había un travesaño, llamado puntal, que Harald soltó y luego dejó fijado entre los extremos interiores de las alas superior e inferior, para evitar que pudieran desplomarse el uno sobre el otro.

Las alas eran mantenidas en la posición de vuelo por clavijas deslizantes en forma de L situadas en los largueros delanteros de las cuatro alas. En las alas superiores, la clavija quedaba mantenida en su sitio por el puntal, que Harald ahora había quitado, por lo que lo único que tuvo que hacer fue hacer girar la clavija noventa grados y desplazarla hacia delante cosa de unos diez centímetros.

Las clavijas de las alas inferiores eran mantenidas en su sitio por tiras de cuero. Harald desató la tira del ala izquierda, y luego hizo girar la clavija y tiró de ella.

Tan pronto como quedó libre, el ala empezó a moverse.

Harald comprendió que hubiese debido esperárselo. En su posición estacionada y con la cola apoyada en el suelo, el avión se encontraba inclinado con el morro apuntando hacia el aire; y ahora la pesada ala doble estaba siendo impulsada hacia atrás por la fuerza de la gravedad. Harald se apresuró a agarrarla, temiendo que se golpeara contra el fuselaje y causara daños. Intentó aferrar el borde de escape del ala inferior, pero era demasiado grueso para que consiguiera hacer presa en él. «¡Mierda!», exclamó. Dio un paso adelante en pos del ala, y logró coger los cables de acero que corrían entre las alas superior e inferior. Agarrándolos con más fuerza, consiguió ir frenando el movimiento hasta que de pronto el cable se hundió en la piel de su mano. Harald gritó y lo soltó automáticamente. El ala giró hacia atrás y terminó deteniéndose encima del fuselaje con un sordo estampido.

Maldiciendo su descuido, Harald fue a la cola, agarró la punta del ala inferior con ambas manos y la hizo girar en sentido contrario para poder comprobar si se había producido algún daño. Para su inmenso alivio no parecía haber ninguno. Los bordes de escape de las alas superior e inferior se hallaban intactos, y el fuselaje no mostraba ninguna señal. Lo único que se había roto era la piel de la mano derecha de Harald.

Lamiéndose la sangre de la mano, Harald fue al lado derecho del fuselaje. Esta vez bloqueó el ala inferior con un arcón para el té lleno de revistas viejas, de manera que no pudiese moverse. Sacó las clavijas y luego fue alrededor del ala, apartó el arcón y sostuvo el ala, permitiendo que esta fuera retrocediendo lentamente hasta que terminó en la posición doblada.

Karen regresó.

—¿Lo has traído todo? — preguntó Harald ansiosamente. Karen dejó caer su cesta sobre el suelo.

—No podemos partir esta noche.

—¿Qué? — exclamó Harald, sintiéndose estafado. Se había asustado por nada—. ¿Por qué no? — preguntó con irritación.

—Mañana voy a bailar.

—¿Bailar? — Harald estaba indignado—. ¿Cómo puedes poner eso por encima de nuestra misión?

—Es realmente especial. Ya te había dicho que era suplente de la bailarina principal, ¿verdad? Pues la mitad de la compañía ha quedado fuera de combate debido a no sé qué enfermedad gástrica. Hay dos repartos, pero las primeras bailarinas de ambos están enfermas, así que me han llamado. ¡Es un auténtico golpe de suerte!

—A mí me parece que es una condenada mala suerte.

—Estaré en el escenario principal del Teatro Real, ¿y sabes una cosa? ¡El rey estará allí!

Harald se pasó nerviosamente las manos por el pelo.

—No puedo creer que me estés diciendo esto.

—He reservado una entrada para ti. Puedes recogerla en la taquilla.

—No voy a ir.

—¡No seas tan cascarrabias! Podemos volar mañana por la noche, después de que yo haya bailado. Después de eso el ballet no se volverá a representar hasta dentro de otra semana, y seguro que para entonces una de las otras dos bailarinas ya se encontrará mejor.

—Me da igual lo que le ocurra al maldito ballet. ¿Qué pasa con la guerra? Heis estaba convencido de que la RAF tiene que estar planeando un gran ataque aéreo. ¡Necesitan nuestras fotografías antes de que despeguen los aviones! ¡Piensa en todas las vidas que hay en juego!

Karen suspiró, y cuando volvió a hablar lo hizo en un tono más suave que antes.

—Sabía que ibas a reaccionar así y pensé renunciar a la oportunidad, pero me es sencillamente imposible. Y de todas maneras, si volamos mañana estaremos en Inglaterra tres días antes de la luna llena.

—¡Pero correremos un peligro mortal aquí durante veinticuatro horas extra!

—Mira, nadie conoce la existencia de este avión. ¿Por qué iban a descubrirlo mañana?

—Es posible.

—Oh, no seas tan infantil. Todo es posible.

—¿Infantil? La policía me está buscando, eso ya lo sabes. Soy un fugitivo, y quiero salir de este país lo más pronto que pueda.

Karen estaba empezando a enfadarse.

—Realmente deberías entender los sentimientos que me inspira esta representación.

—Bueno, pues no los entiendo.

—Mira, yo podría morir a bordo de este maldito avión.

—Yo también.

—Mientras me estoy ahogando en el mar del Norte, o muriendo congelada encima de tu balsa improvisada, me gustaría poder pensar que antes de morir conseguí hacer realidad la gran ambición de mi vida, y que bailé maravillosamente delante del rey en el escenario del Teatro Real de Dinamarca. ¿Es que no puedes entender eso?

—¡No, no puedo entenderlo!

—Pues entonces ya puedes irte al infierno —dijo ella, y salió por la ventana.

Harald siguió mirando la ventana durante unos momentos después de que Karen se hubiera ido. Se había quedado estupefacto. Transcurrió un minuto antes de que se moviera. Luego miró dentro de la cesta que había traído Karen. Contenía dos botellas de agua mineral, un paquete de galletas, una linterna, una pila de repuesto y dos bombillas. No había mapas, pero Karen había añadido un viejo atlas escolar. Harald cogió el libro y lo abrió. En la guarda estaba escrito, con letra de muchacha: «Karen Duchwitz, Clase 3».

—Oh, demonios —dijo.

28

Peter Flemming estaba en el muelle de Morlunde, viendo cómo el último transbordador llegaba de Sande mientras él esperaba a una mujer misteriosa.

Se había sentido bastante decepcionado, aunque no realmente sorprendido, cuando Harald no hizo acto de presencia en el funeral de su hermano el día anterior. Peter había observado minuciosamente a todos los asistentes. La mayoría eran isleños a los cuales conocía desde la infancia. Después del servicio, había hablado con todos los forasteros mientras tomaba el té en la rectoría. Había un par de viejos compañeros de la escuela, algunos conocidos del ejército, amigos de Copenhague y el director de la Jansborg Skole. Peter había ido marcando sus nombres en la lista que le había proporcionado el policía del transbordador. Y al final se fijó en un nombre que no estaba marcado: la señorita Agnes Ricks.

Volviendo al muelle del transbordador, le había preguntado al policía si Agnes Ricks había regresado al continente.

—Todavía no —dijo el hombre—. Me acordaría de ella. No está nada mal —añadió, sonriendo y curvando las manos encima de la pechera de su uniforme para indicar que Agnes Ricks tenía los senos bastante grandes.

Peter fue al hotel de su padre y descubrió que ninguna Agnes Ricks se había registrado en él.

Se sintió intrigado. ¿Quién era la señorita Ricks y qué estaba haciendo allí? El instinto le dijo que tenía alguna clase de conexión con Arne Olufsen. Peter quizá se estuviera dejando llevar por el deseo de que así fuera, pero no disponía de ninguna otra pista.

Su presencia en el muelle de Sande atraía demasiado la atención, por lo que fue al continente para pasar inadvertido en el gran centro comercial que había en el puerto de allí. Pero la señorita Ricks no apareció. Mientras el transbordador atracaba por última vez aquella mañana, Peter se retiró al hotel Oesterport.

En el vestíbulo del hotel había un teléfono dentro de una pequeña cabina, y Peter lo utilizó para llamar a Tilde Jespersen a su casa de Copenhague.

—¿Estuvo Harald en el funeral? — preguntó ella inmediatamente.

—No.

—Maldición.

—Hablé con todos los asistentes y no hubo suerte. Pero hay una pista más que estoy siguiendo, una tal señorita Agnes Ricks. ¿Qué tal te ha ido a ti?

—Me he pasado el día entero telefoneando a las comisarías locales de todo el país. Tengo hombres ocupándose de cada uno de los compañeros de clase de Harald. Mañana debería saber si han descubierto algo.

—Te fuiste sin hacer tu trabajo —dijo Peter, cambiando bruscamente de tema.

—Pero no era un trabajo normal, ¿verdad? — dijo Tilde, que obviamente ya estaba preparada para aquello.

—¿Por qué no?

—Me llevaste allí porque querías acostarte conmigo.

Peter apretó los dientes hasta hacerlos rechinar. Había ido en contra de su propio sentido de la profesionalidad manteniendo una relación sexual con ella, y ahora no podía sermonearla.

—¿Y esa es tu excusa? — preguntó con irritación.

—No es ninguna excusa.

—Dijiste que no te había gustado nada la manera en que interrogué a los Olufsen. Eso no es una razón para que una agente de policía salga huyendo porque no quiere hacer su trabajo.

—No salí huyendo. Simplemente no quería dormir con un hombre que era capaz de hacer eso.

—¡Yo solo estaba cumpliendo con mi deber!

—No del todo —dijo Tilde, hablando con una voz que había cambiado de pronto.

—¿Qué quieres decir?

—No me habría importado que te hubieras estado haciendo el duro porque se trataba de un trabajo y había que llevarlo a cabo. Pero a ti te gustaba lo que estabas haciendo. Torturaste al pastor y asustaste todo lo que pudiste a su esposa, y disfrutaste con ello. Su pena te hacía sentir una gran satisfacción. No puedo meterme en la cama con un hombre semejante.

Peter colgó.

Pasó una gran parte de la noche despierto, pensando en Tilde. Acostado en la cama y furioso con ella, se imaginó abofeteándola. Le hubiese gustado ir a su apartamento, sacarla de la cama en camisón y castigarla. En su fantasía Tilde rogaba clemencia, pero él hacía oídos sordos a sus gritos. El camisón se rompía mientras ella se debatía, y entonces Peter se excitaba y la violaba. Tilde gritaba e intentaba quitárselo de encima, pero Peter la inmovilizaba. Luego, ella le rogaba perdón con lágrimas en los ojos, pero él la dejaba sin decir palabra.

Finalmente se quedó dormido.

Por la mañana fue al muelle para ver llegar al primer transbordador procedente de Sande. Contempló esperanzadamente el vapor con su casco incrustado de sal mientras este iba avanzando hacia el atracadero. Agnes Ricks era su única esperanza. Si resultaba ser inocente, Peter no estaba muy seguro de qué haría a continuación.

Un puñado de pasajeros desembarcó del transbordador. El plan de Peter había consistido en preguntar al policía si uno de ellos era la señorita Ricks, pero no hubo necesidad de hacerlo. Peter enseguida vio, entre los hombres con ropas de trabajo que iban al primer turno de la envasadora de pescado, a una mujer alta con gafas de sol y un pañuelo en la cabeza. Cuando la tuvo un poco más cerca, se dio cuenta de que la conocía. Vio negros cabellos que asomaban desde debajo del pañuelo, pero fue la nariz larga y curvada lo que realmente la delató. Peter observó que caminaba con un paso seguro de sí mismo y un poco varonil, y recordó haberse fijado en aquellos andares la primera vez que la vio, hacía dos años.

Era Hermia Mount.

Se la veía más delgada y un poco mayor que la mujer que le había sido presentada como la prometida de Arne Olufsen allá en 1939, pero a Peter no le cupo ninguna duda.

—Ya te tengo, zorra traicionera —dijo con una profunda satisfacción.

Temiendo que ella pudiera reconocerlo, se puso unas gafas de gruesa montura y se echó el sombrero hacia delante para ocultar el rojo inconfundible de su pelo. Después la siguió hasta la estación, donde Hermia Mount compró un billete a Copenhague.

Después de una larga espera subieron a un viejo y lento tren que quemaba carbón y que fue serpenteando por toda Dinamarca yendo del oeste hacia el este, deteniéndose en los apeaderos de madera de puertos que olían a algas marinas y de tranquilas poblaciones del campo. Sentado en un vagón de primera clase, Peter se removía con nerviosa impaciencia. Hermia iba en el siguiente vagón, en un asiento de tercera clase. Mientras estuvieran en el tren no podría huir de él, pero por otra parte él tampoco podía hacer ningún progreso hasta que ella bajara del vagón.

Ya era media tarde cuando el tren entró en Nyborg, en la isla central de Fionia. Desde allí tuvieron que pasar a un transbordador que cruzaría el Gran Belt hasta Selandia, la mayor de las islas, donde subirían a otro tren para ir a Copenhague.

Peter había oído hablar de un ambicioso plan para sustituir el transbordador por un enorme puente de diecinueve kilómetros de longitud. A los tradicionalistas les encantaban los numerosos transbordadores daneses, diciendo que la lentitud con que se movían formaba parte de la actitud relajada ante la vida propia del país, pero a Peter le hubiese gustado convertirlos en chatarra a todos. Él tenía muchas cosas que hacer, y prefería los puentes.

Mientras esperaba el transbordador, encontró un teléfono y llamó a Tilde al Politigaarden.

Ella se mostró fríamente profesional.

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