Vuelo final (37 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Cuando estuvieron un poco más cerca el uno del otro, Arne evitó mirarlo a los ojos y echó a andar por la parte interior de la acera, manteniéndose cerca de las paredes de las casas a la manera de un fugitivo. Peter iba por el lado del bordillo, observando furtivamente el rostro de Arne.

En cuanto estuvieron a unos diez metros de distancia, Arne lanzó un rápido vistazo de soslayo al rostro de Peter. Peter le sostuvo la mirada, vigilando atentamente su expresión. Vio un fruncimiento de perplejidad, y luego un destello de reconocimiento que fue seguido muy rápidamente por la conmoción, el miedo y el pánico.

Arne se detuvo, momentáneamente paralizado.

—Estás detenido —dijo Peter. Arne recobró parte de su compostura, y la familiar sonrisa despreocupada cruzó velozmente su rostro por un instante.

—Gengibre Pete —dijo, utilizando un apodo de la infancia. Peter vio que Arne se disponía a tratar de salir corriendo. Desenfundó su arma.

—Túmbate bocabajo con las manos detrás de la espalda.

Arne parecía sentirse más preocupado que asustado. En un momento de súbita intuición, Peter comprendió que Arne no tenía miedo del arma, sino de alguna otra cosa.

—¿Vas a disparar contra mí? — preguntó Arne en un tono desafiante.

—Si es necesario, lo haré —dijo Peter. Alzó el arma amenazadoramente, pero en realidad lo único que quería era capturar a Arne con vida. La muerte de Poul Kirke había puesto punto final a la investigación. Quería interrogar a Arne, no matarlo.

Arne sonrió enigmáticamente, y luego dio media vuelta y echó a correr.

Peter extendió el brazo que empuñaba el arma y tomó puntería a lo largo del cañón. Escogió como blanco las piernas de Arree, pero era imposible disparar de manera realmente precisa con una pistola y Peter sabía que podía darle a cualquier parte del cuerpo de Arree, o a ninguna. Pero Arne ya se estaba alejando, y las probabilidades de detenerlo que tenía Peter iban disminuyendo rápidamente con cada fracción de segundo que transcurría.

Peter apretó el gatillo.

Arne siguió corriendo.

Peter volvió a disparar repetidamente. Después del cuarto disparo, Arne pareció tambalearse. Peter volvió a disparar y Arne cayó, desplomándose en el suelo con el sordo estruendo de un peso muerto para quedar inmóvil sobre la espalda.

—Oh, Cristo, no, otra vez no —dijo Peter.

Echó a correr, todavía apuntando a Arne con el arma.

La figura yacía inmóvil sobre el suelo.

Peter se arrodilló junto a ella. Arne abrió los ojos. Su rostro estaba blanco por el dolor.

—Cerdo estúpido… Hubieses debido matarme —dijo.

Aquella tarde Tilde fue al apartamento de Peter. Llevaba una blusa nueva de color rosado con flores bordadas en los puños. Peter pensó que el rosa le sentaba bien. Realzaba su feminidad. Hacía calor, y Tilde no parecía llevar nada debajo de la blusa.

La acompañó a la sala de estar. La luz del atardecer entraba en ella, iluminando la sala con un extraño resplandor bajo el que los, muebles y los cuadros de las paredes parecían volverse levemente borrosos. Inge estaba sentada junto a la chimenea, contemplando la sala con su expresión vacía de costumbre.

Peter atrajo a Tilde hacia él y la besó. Ella se quedó paralizada por un instante, cogida por sorpresa, y luego le devolvió el beso. Peter le acarició los hombros y las caderas.

Entonces Tilde retrocedió y lo miró a la cara. Peter pudo ver deseo en sus ojos, pero había algo que la preocupaba. Tilde miró a Inge.

—¿Crees que esto está bien? — preguntó.

Peter le acarició los cabellos.

—No hables.

Volvió a besarla, ávidamente. Un nuevo apasionamiento se adueñó de ambos. Sin interrumpir el beso, Peter le desabotonó la blusa, poniendo al descubierto sus suaves pechos. Acarició la cálida piel.

Tilde volvió a apartarse de él, respirando entrecortadamente. Sus pechos subieron y bajaron mientras jadeaba.

—¿Y ella qué? — preguntó—. ¿Qué pasa con Inge?

Peter miró a su esposa. Inge los estaba mirando con ojos vacíos de toda expresión y sin mostrar la más mínima emoción, como siempre.

—Ahí no hay nadie —le dijo a Tilde—. No hay absolutamente nadie.

Ella lo miró a los ojos. Su rostro mostraba compasión y comprensión mezclada con curiosidad y deseo.

—Está bien —dijo—. Está bien.

Peter inclinó la cabeza sobre sus pechos desnudos.

TERCERA PARTE
17

El tranquilo pueblecito de Jansborg adquiría un aspecto fantasmagórico con la llegada del crepúsculo. Sus habitantes parecían acostarse muy temprano, con lo que las calles quedaban desiertas y las casas oscuras y silenciosas. Harald se sentía como si estuviera pasando por un sitio en el que había ocurrido algo espantoso, y él fuese la única persona que no sabía de qué se trataba.

Estacionó la motocicleta enfrente de la estación. La Nimbus no llamaba la atención tanto como él había temido, porque junto a ella había un Opel Olympia descapotable que quemaba gas, con una estructura de madera parecida a un cobertizo extendiéndose sobre la parte de atrás del techo para alojar el gigantesco depósito de combustible.

Harald dejó allí la motocicleta y echó a andar hacia la escuela entre la creciente oscuridad.

Después de eludir a los guardias en Sande, Harald había vuelto a su antigua cama y caído en un pesado sueño hasta mediodía. Su madre lo despertó, le sirvió un buen almuerzo consistente en tocino frío y patatas, metió dinero en su bolsillo y le suplicó que le dijera dónde estaba viviendo. Ablandado por su afecto y la inesperada dulzura de su padre, Harald le había dicho que se alojaba en Kirstenslot. Pero no había mencionado la iglesia en desuso, porque temía que a su madre le preocupara que durmiese en unas condiciones tan precarias, y la había dejado con la impresión de que estaba invitado en alguna gran casa.

Luego había partido para volver a atravesar Dinamarca de oeste a este. Ahora, al anochecer del día siguiente, se estaba acercando a su antigua escuela.

Había decidido revelar la película antes de ir a Copenhague y entregársela a Arne, que se escondía en la casa de Jens Toksvig en el distrito de Nyboder. Necesitaba estar seguro de que había tomado bien las fotografías y el carrete contenía imágenes nítidas. Las cámaras podían fallar, y los fotógrafos cometían errores. No quería que Arne arriesgara la vida yendo a Inglaterra con una película en blanco. La escuela disponía de su propio cuarto oscuro, con todos los productos químicos necesarios para el procesado de los carretes. Tik Duchwitz era secretario del Club de la Cámara, y tenía una llave.

Harald evitó las puertas principales y pasó por la granja vecina para entrar en la escuela a través de los establos. Eran las diez de la noche. Los más jóvenes ya estaban acostados, y los muchachos de mediana edad se estaban desvistiendo. Solo los mayores continuaban levantados, y la mayoría de ellos se encontraban en sus estudios dormitorios. El siguiente era el día de la graduación, y todos estarían haciendo el equipaje para volver a casa.

Mientras avanzaba por entre el familiar grupo de edificios, Harald reprimió la tentación de pegarse furtivamente a las paredes y cruzar corriendo los espacios abiertos. Si caminaba con paso natural y decidido, quienes lo viesen seguramente lo tomarían por uno de los veteranos que se estaba dirigiendo a su habitación. Harald se sorprendió ante lo difícil que le resultaba fingir una identidad que solo diez días antes había sido realmente suya.

No vio a nadie mientras iba hacia la Casa Roja, el edificio en el que tenían sus habitaciones Tik y Mads. No había forma de pasar inadvertido mientras subía por la escalera: si se encontraba con alguien, le reconocería al instante. Pero la suerte no le volvió la espalda. El pasillo del piso superior estaba desierto. Harald pasó rápidamente ante las habitaciones del encargado de la casa, el señor Moller. Abrió la puerta de Tik sin hacer ningún ruido y entró.

Tik estaba sentado encima de la tapa de su maleta, tratando de cerrarla.

—¡Tú! — exclamó—. ¡Santo Dios!

Harald se sentó junto a él y lo ayudó a cerrar los pestillos.

—¿Impaciente por volver a casa?

—No he tenido tanta suerte —dijo Tik—. He sido exiliado a Aarhus. Voy a pasar el verano trabajando en una sucursal del banco familiar. Es el castigo que me han impuesto por ir contigo a aquel club de jazz.

—Oh.

A Harald le habría gustado disfrutar de la compañía de Tik en Kirstenslot, pero en ese momento decidió que no había ninguna necesidad de mencionar que estaba viviendo allí.

—¿Qué estás haciendo aquí? — preguntó Tik cuando hubieron cerrado la maleta.

—Necesito tu ayuda.

Tik sonrió.

—¿Y ahora qué pasa?

Harald sacó del bolsillo de sus pantalones el pequeño rollo de película de treinta y cinco milímetros.

—Quiero revelar esto.

—¿Por qué no puedes llevarlo a un laboratorio?

—Porque me detendrían.

La sonrisa de Tik se desvaneció y se puso muy serio.

—Estás tomando parte en una conspiración contra los nazis.

—Algo así.

—Corres peligro.

—Sí.

Entonces llamaron suavemente a la puerta. Harald se tiró al suelo y se metió debajo de la cama.

—¿Sí? — dijo Tik. Harald oyó abrirse la puerta, y luego la voz de Moller diciendo:

—Haga el favor de apagar las luces, Duchwitz.

—Sí, señor.

—Buenas noches.

—Buenas noches, señor.

La puerta se cerró, y Harald salió de debajo de la cama.

Los dos escucharon en silencio mientras Moller iba por el pasillo, dándole las buenas noches a cada chico. Oyeron cómo sus pasos regresaban a sus habitaciones, y luego el ruido de su puerta al cerrarse. Sabían que a menos que hubiera una emergencia, el encargado no volvería a aparecer hasta la mañana del día siguiente.

—¿Todavía tienes la llave del cuarto oscuro? — le preguntó Harald a Tik, hablando en voz baja.

—Sí, pero primero tendremos que entrar en los laboratorios —dijo Tik. El edificio de ciencias estaba cerrado durante la noche.

—Podemos romper una ventana en la parte de atrás.

—Cuando vean que el cristal está roto, sabrán que alguien ha entrado allí.

—¿Y a ti qué más te da? ¡Mañana te irás de aquí!

—Está bien.

Se quitaron los zapatos y salieron al pasillo. Bajaron silenciosamente por la escalera y volvieron a ponerse los zapatos cuando llegaron a la puerta. Después salieron del edificio.

Ya eran más de las once, y había anochecido. A aquellas horas, normalmente no habría nadie moviéndose por el recinto de la escuela y lo único que tenían que hacer era asegurarse de que no los vieran desde alguna ventana. Afortunadamente no había luna. Se apresuraron a alejarse de la Casa Roja; sus pasos eran ahogados por la hierba. Cuando estaban llegando a la iglesia, Harald miró atrás y vio una luz en una de las habitaciones de los mayores. Una figura pasó por delante de la ventana y se detuvo. Una fracción de segundo después, Harald y Tik ya habían doblado la esquina de la iglesia.

—Me parece que pueden habernos visto —susurró Harald—. Hay una luz encendida en la Casa Roja.

—Todos los dormitorios de la administración dan a la parte de atrás —señaló Tik—. Si hemos sido vistos por alguien, tiene que haber sido algún chico. No es nada de lo que debamos preocuparnos.

Harald esperó que su amigo estuviera en lo cierto.

Dieron un rodeo alrededor de la biblioteca y se dirigieron hacia la parte de atrás del edificio de ciencias. Aunque nuevo, había sido diseñado para que hiciera juego con las estructuras más antiguas que lo rodeaban, por lo que tenía muros de ladrillo rojo y ventanas de batientes con seis paneles de cristal en cada una.

Harald se quitó un zapato y golpeó suavemente una ventana con el tacón. El cristal parecía bastante resistente.

—Con lo frágil que es el cristal cuando estás jugando al fútbol… —murmuró.

Metió la mano dentro del zapato y golpeó el panel con fuerza. El cristal se rompió con un ruido como el de la trompeta del juicio Final. Los dos muchachos se quedaron inmóviles, horrorizados ante el estrépito que se había organizado, pero el silencio descendió sobre ellos como si nada hubiera ocurrido. No había nadie en los edificios cercanos —la iglesia, la biblioteca y el gimnasio—, y cuando el corazón de Harald volvió a latir con normalidad, comprendió que el ruido no había sido escuchado por nadie.

Utilizó el zapato para hacer saltar los fragmentos cortantes de cristal que habían quedado en el marco y estos cayeron encima de un banco de laboratorio. Harald metió el brazo y descorrió el pestillo de la ventana. Todavía utilizando el zapato para protegerse la mano de posibles cortes, volvió a meter el brazo y barrió los trozos de cristal hacia un lado. Luego se metió por el hueco.

Tik lo siguió, y cerraron la ventana detrás de ellos.

Estaban dentro del laboratorio de química. Los olores astringentes de los ácidos y el amoníaco hicieron que a Harald le empezara a escocer la nariz. Apenas podía ver nada, pero la sala le era muy familiar y fue hasta la puerta sin chocar con nada. Salió al pasillo y localizó la puerta del cuarto oscuro.

Una vez que ambos estuvieron dentro, Tik cerró la puerta y encendió la luz. Harald reparó en que como ninguna luz podía entrar en el cuarto oscuro, tampoco ninguna luz podía escapar de él.

Tik se subió las mangas y empezó a trabajar. Llenó un fregadero con agua caliente y fue cogiendo productos químicos de una hilera de recipientes. Luego tomó la temperatura del agua en el fregadero y añadió más agua caliente hasta que se quedó satisfecho. Harald entendía los principios, pero nunca había intentado hacer aquello él mismo, por lo cual tenía que confiar en su amigo.

¿Y si algo había salido mal? ¿Y si el obturador no había funcionado apropiadamente, o la película se había velado, o la imagen estaba borrosa? Entonces las fotografías no servirían de nada. ¿Tendría el valor necesario para volver a intentarlo? Tendría que regresar a Sande, escalar aquella valla en la oscuridad, introducirse en la instalación, esperar a que saliera el sol, tomar más fotos y luego tratar de huir bajo la luz del día, todo por segunda vez. Harald no estaba seguro de poder reunir la fuerza de voluntad necesaria para ello.

Cuando todo estuvo listo, Tik ajustó un cronógrafo y apagó la luz. Harald esperó pacientemente sentado en la oscuridad mientras Tik desenrollaba la película y daba inicio al proceso que revelaría las fotografías, suponiendo que hubiera alguna. Tik le explicó a Harald que primero estaba sumergiendo la película en pirogallol, el cual reaccionaría con las sales de plata para formar una imagen visible. Luego los dos esperaron hasta que el cronógrafo hizo sonar la campanilla de su reloj, y entonces Tik sumergió la película en ácido acético para detener la reacción. Finalmente la sumergió en hiposulfito de sodio para fijar la imagen.

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