Harald ya había virado tres cuartas partes de un círculo antes de que Poul finalmente dijera:
—Endereza.
Harald movió la palanca hacia la derecha con un suspiro de alivio, y el avión se niveló.
—Echa un vistazo a ese indicador.
La aguja se había movido hacia la izquierda. Harald presionó el pedal del timón de dirección con su pie izquierdo.
—¿Puedes ver la pista?
Al principio Harald no pudo verla. La campiña que se extendía por debajo de él era una confusión carente de sentido de campos puntuados por edificios. No tenía ni idea de qué aspecto tendría una base aérea vista desde lo alto. Poul le echó una mano.
—Una hilera de largos edificios blancos al lado de un campo muy verde. Mira a la izquierda de la hélice.
—Lo veo.
—Sigue ese curso, manteniendo el campo a la izquierda de nuestra hélice.
Hasta aquel momento, Harald no había pensado en el curso que estaban siguiendo. Ya tenía bastante con mantener nivelado el avión. Ahora tenía que hacer todo lo que había aprendido previamente y, al mismo tiempo, poner rumbo hacia casa. Siempre había una cosa de más en la cual pensar.
—Estás subiendo —dijo Poul—. Reduce un poco la velocidad y bájanos hasta unos trescientos metros conforme nos aproximamos a los edificios.
Harald comprobó el altímetro y vio que el avión estaba volando a seiscientos metros por encima del suelo. La última vez que había mirado estaban a cuatrocientos cincuenta metros. Redujo la velocidad y movió la palanca hacia delante.
—Baja el morro un poco más —dijo Poul.
Harald tenía la sensación de que el avión corría peligro de precipitarse hacia el suelo en una repentina caída vertical, pero se obligó a seguir empujando la palanca hacia delante.
—Bien —dijo Poul.
Cuando estaban a trescientos metros de altitud, la base apareció debajo de ellos.
—Vira a la izquierda cuando lleguemos al final de ese lago y alinéanos con la pista —ordenó Poul.
Harald niveló el avión y comprobó el indicador de inclinación.
Cuando se encontró yendo en paralelo al final del lago, movió la palanca hacia la izquierda. Esta vez, la sensación de que iba a caerse del avión no fue tan grave.
—Vigila ese indicador de inclinación.
Harald se había olvidado de hacerlo. Corrigiendo con el pie, hizo virar el avión.
—Reduce un poco la velocidad.
Harald tiró de la palanca, y la nota del motor cayó bruscamente.
—Demasiado.
Harald volvió a aumentar un poco más la velocidad.
—Baja el morro.
Harald movió hacia delante la palanca de control.
—Eso es. Pero intenta mantener el curso hacia la pista.
Harald vio que se había salido del curso y que estaba yendo hacia los hangares. Hizo que el avión describiera un brusco viraje, corrigiendo con el timón de dirección, y luego volvió a alinearlo con la pista. Pero ahora podía ver que estaba demasiado alto.
—Yo tomaré los mandos a partir de aquí —dijo Poul.
Harald había pensado que Poul quizá intentaría convencerlo de que efectuara un aterrizaje, pero estaba claro que no había adquirido el control suficiente para eso. Se sintió muy decepcionado.
Poul cerró la válvula. La nota del motor volvió a caer bruscamente, con lo que Harald tuvo la inquietante sensación de que ya no había nada para impedir que el avión se precipitara al suelo, pero de hecho el Tiger Moth fue descendiendo gradualmente hacia la pista. Poul tiró de la palanca unos Segundos antes de que tocaran tierra. El avión pareció flotar a escasos centímetros del suelo. Harald sentía moverse constantemente los pedales del pozo, y comprendió que ahora Poul estaba pilotando con el timón de dirección porque se encontraban demasiado cerca del suelo para que se pudiera inclinar un ala. Finalmente hubo una sacudida cuando las ruedas y el patín de cola tocaron tierra.
Poul salió de la pista haciendo girar el avión y rodó hacia su espacio de estacionamiento. Harald estaba muy emocionado. Había sido todavía más excitante de lo que se había imaginado. También estaba agotado por el esfuerzo de concentrarse tan profundamente. No había durado mucho rato, pensó, y entonces consultó su reloj y se asombró al ver que habían pasado cuarenta y cinco minutos en el aire. Le habían parecido cinco.
Poul apagó el motor y salió de la carlinga. Harald se echó los anteojos hacia atrás, se quitó el casco, luchó con su arnés de seguridad y logró salir de su asiento con una contorsión. Puso los pies encima de la tira reforzada del ala y saltó al suelo.
—Lo has hecho muy bien —dijo Poul—. De hecho demostraste tener un auténtico talento para ello, igual que tu hermano.
—Siento no haber podido llevarlo a la pista.
—Dudo que a cualquiera de los otros muchachos se le permita intentarlo siquiera. Vamos a cambiarnos.
Cuando Harald hubo logrado salir de su traje de vuelo, Poul dijo:
—Ven un momento a mi despacho.
Harald fue con él hasta una puerta marcada INSTRUCTOR JEFE DE VUELO y entró en una pequeña habitación amueblada con un archivador, un escritorio y un par de sillas.
—¿Te importaría hacerme un dibujo de ese equipo de radio que me estuviste describiendo antes?
Poul había hablado en un tono lleno de indiferencia, pero su cuerpo estaba rígido a causa de la tensión.
Harald ya se había estado preguntando cuándo volvería a salir a relucir el tema.
—Claro que no.
—Es muy importante. No entraré en las razones del porqué lo es.
—No te preocupes.
—Utiliza el escritorio. Dentro del cajón hay una caja de lápices y algo de papel. Tómate tu tiempo, y repásalo hasta que te sientas satisfecho de cómo ha quedado.
—De acuerdo.
—¿Cuánto tiempo crees que puedes necesitar?
—Puede que un cuarto de hora. Estaba muy oscuro, así que no puedo dibujar los detalles. Pero tengo una imagen general bastante clara dentro de mi cabeza.
—Te dejaré solo para que no te sientas presionado. Regresaré dentro de quince minutos.
Poul se fue y Harald empezó a dibujar. Hizo que su mente regresara a aquella noche de sábado bajo la lluvia torrencial. Recordaba que había habido un muro circular de cemento, el cual tendría cosa de un metro ochenta de altura. La antena consistía en una parrilla de cables que hacían pensar en los muelles de una cama. Su base rotatoria se hallaba situada dentro del muro circular, y unos cables salían de la parte de atrás de la antena para desaparecer en el interior de un conducto.
Primero dibujó el muro con la antena encima. Recordaba vagamente que había habido una o dos estructuras similares cerca, así que las esbozó ligeramente. Luego dibujó la maquinaria como si el muro no estuviera allí, mostrando su base y los cables. No era ningún artista, pero aun así podía reproducir la maquinaria con bastante precisión, probablemente porque le gustaban todos los aparatos.
Cuando hubo terminado, dio la vuelta a la hoja de papel y dibujó un plano de la isla de Sande, mostrando la posición de la base y el área de la playa a la cual estaba prohibido acceder.
Poul volvió pasados quince minutos. Estudió el dibujo con mucha atención y luego dijo:
—Esto es excelente. Gracias.
—De nada.
Poul señaló las estructuras auxiliares que había esbozado Harald.
—¿Qué son estas cosas?
—La verdad es que no lo sé. No me fijé mucho en ellas. Pero me pareció que debía incluirlas.
—Hiciste bien. Una pregunta más. Esa parrilla de cables, que presumiblemente es una antena… ¿Es plana, o tiene forma de plato?
Harald se estrujó el cerebro, pero no pudo acordarse.
—No estoy seguro —dijo—. Lo siento.
—No te preocupes.
Poul abrió el archivador. Todos los expedientes estaban etiquetados con nombres, presumiblemente de alumnos de la escuela tanto anteriores como del momento actual. Seleccionó uno marcado «Andersen, H. C.». EL nombre era relativamente frecuente, pero Hans Christian Andersen había sido el escritor más famoso de Dinamarca, y Harald supuso que aquel expediente podía ser un escondite. Como había pensado, Poul metió los dibujos dentro del expediente y lo devolvió a su sitio.
—Regresemos con los demás —dijo. Fue hacia la puerta y, deteniéndose con la mano encima del pomo, dijo—: Técnicamente hablando, hacer dibujos de instalaciones militares alemanas es un crimen. Sería mejor que no le mencionaras esto a nadie, ni siquiera a Arne.
Harald se sintió un poco consternado. Su hermano no se hallaba involucrado en aquello. Hasta su mejor amigo pensaba que Arne carecía del valor necesario para ese tipo de cosas.
Harald asintió.
—Accederé a eso… con una condición.
Poul se sorprendió.
—¿Una condición? ¿Cuál?
—Que me respondas sinceramente a una pregunta.
Poul se encogió de hombros.
—De acuerdo, lo intentaré.
—Existe un movimiento de resistencia, ¿verdad?
—Sí —dijo Poul, poniéndose muy serio. Después de unos instantes de silencio, añadió—: Y ahora formas parte de él.
Tilde Jespersen llevaba un delicado perfume floral cuyas emanaciones flotaban a través de la mesa de la acera y jugaban con la nariz de Peter Flemming, sin que nunca llegaran a ser lo bastante intensas para que él pudiera identificarlo, como un recuerdo que se negara a acudir a la memoria. Peter imaginó cómo se elevaría la fragancia de su cálida piel mientras él le quitaba la falda, la blusa y la ropa interior.
—¿En qué estás pensando? — preguntó ella.
Se sintió tentado de decírselo. Tilde fingiría escandalizarse, pero se sentiría secretamente complacida. Peter sabía cuándo una mujer estaba lista para aquella clase de conversación, y sabía cuál era la manera en que había que mantenerla: como sin darle importancia, con una sonrisa avergonzada, pero también con un tono subyacente de sinceridad.
Entonces pensó en su esposa, y se contuvo. Peter se tomaba muy en serio sus votos matrimoniales. Otras personas quizá pudieran pensar que tenía una buena excusa para quebrantarlos, pero Peter se había fijado unas pautas de conducta más elevadas y por consiguiente lo que dijo fue:
—Estaba pensando en cómo le pusiste la zancadilla al mecánico en el aeródromo cuando intentaba huir. Demostraste una gran presencia de ánimo.
—Ni siquiera pensé en ello. Simplemente extendí el pie.
—Tienes buenos instintos. Nunca he estado a favor de las mujeres policías, y para serte sincero, todavía tengo mis dudas acerca de ellas. Pero nadie puede negar que eres una agente de primera clase.
Tilde se encogió de hombros.
—Yo misma tengo mis dudas. Las mujeres tal vez deberían quedarse en casa y cuidar, de los niños. Pero después de que murió Oskar… —Oskar había sido su marido, un detective de Copenhague amigo de Peter—. Tenía que trabajar, y la del policía es la única clase de vida acerca de la que sé alguna cosa. Mi padre era agente de aduanas, mi hermano mayor es oficial en la Academia de Policía, y mi hermano pequeño es policía de uniforme en Aarhus.
—Te diré qué es lo mejor de ti, Tilde: nunca intentas conseguir que los hombres hagan tu trabajo jugando a ser la hembra indefensa.
Peter había pretendido que su observación fuera un elogio, pero ella no pareció sentirse tan complacida como él había esperado.
—Nunca pido ninguna clase de ayuda —dijo secamente.
—Probablemente eso sea una buena política.
Tilde le lanzó una mirada que Peter no fue capaz de interpretar. Sorprendido ante el repentino enfriamiento de la atmósfera, se preguntó si no podía tener miedo de pedir ayuda por si se diera el caso de que eso hiciese que la clasificasen inmediatamente como una hembra indefensa. No necesitaba esforzarse demasiado para imaginar hasta qué punto la molestaría eso. Después de todo, los hombres siempre se estaban pidiendo ayuda los unos a los otros.
—Pero ¿por qué eres policía? — preguntó ella—. Tu padre tenía un negocio que iba muy bien. ¿No pasarás a encargarte de él algún día?
Peter sacudió la cabeza con abatimiento.
—Solía trabajar en el hotel durante las vacaciones escolares. Odiaba a los huéspedes, con sus demandas y sus quejas: este buey está demasiado hecho, mi colchón está lleno de bultos, llevo veinte minutos esperando que me traigan una taza de café. No podía soportarlo.
El camarero llegó en ese momento. Peter resistió la tentación de pedir arenques y cebollas en su smorrebrod, pensando, vagamente, que podía llegar a acercarse lo suficiente a Tilde para que ella le oliera el aliento, así que en vez de eso pidió queso blando y pepinos. Dieron sus tarjetas de raciones al camarero.
—¿Ha habido algún progreso en el caso del espía?
—La verdad es que no. Los dos hombres a los que arrestamos en el aeródromo no nos dijeron nada. Fueron enviados a Hamburgo para que se los sometiera a lo que la Gestapo llama un «interrogatorio en profundidad», y dieron el nombre de su contacto: Matthies Hertz, un oficial del ejército. Pero Hertz ha desaparecido.
—Un callejón sin salida, entonces.
—Sí. — La frase hizo pensar a Peter en otro callejón sin salida con el que se había tropezado—. ¿Conoces a algún judío?
Tilde pareció sorprenderse.
—A uno o dos, diría yo. Ninguno está en la policía. ¿Por qué?
—Estoy haciendo una lista.
—¿Una lista de judíos?
—Sí.
—¿De dónde, de Copenhague?
—De Dinamarca.
—¿Por qué?
—Por la razón habitual. Mi trabajo consiste en mantener vigiladas a las personas que crean problemas.
—¿Y los judíos crean problemas?
—Los alemanes así lo piensan.
—Es fácil ver por qué ellos podrían tener problemas con los judíos. Pero ¿acaso podemos tenerlos nosotros?
Peter se quedó bastante sorprendido. Había esperado que Tilde viera aquello desde su mismo punto de vista.
—Siempre es mejor estar preparados. Tenemos listas de organizadores sindicales, comunistas, extranjeros y miembros del partido nazi danés.
—¿Y piensas que eso es lo mismo?
—Todo es información. Identificar a los nuevos inmigrantes judíos que han venido aquí durante los últimos cincuenta años resulta fácil. Visten raro, hablan con un acento peculiar, y la mayoría de ellos viven en las mismas calles de Copenhague. Pero también hay judíos cuyas familias llevan siglos siendo danesas. Esos judíos tienen el mismo aspecto y hablan igual que cualquier otra persona. La mayoría de ellos comen cerdo asado y van a trabajar la mañana del sábado. Si alguna vez necesitamos dar con ellos, podríamos tener serios problemas. Por eso estoy haciendo una lista.