Vuelo final (15 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Hermia decidió ir al pueblo pesquero de Stokeby. Ya lo había visitado dos veces anteriormente para hablar con los daneses que vivían allí. En aquella ocasión le dijo a su jefe, Herbert Woodie, que su misión era actualizar sus un tanto anticuados planos de los principales puertos daneses y efectuar las alteraciones necesarias.

Su jefe la creyó.

Hermia tenía una historia diferente para Digby Hoare.

Digby fue a Bletchley, dos días después de que la bomba hubiera destruido la casa de su madre, con un receptor de radio y un buscador direccional concienzudamente envueltos dentro de una maleta de cuero marrón de aspecto usado. Mientras él le enseñaba cómo utilizar el equipo, Hermia no pudo evitar sentirse muy culpable al pensar en el beso del parque y en lo mucho que le había gustado, y se preguntó nerviosamente cómo podría mirar a los ojos a Arne.

Su plan original había consistido en tratar de hacer llegar el receptor de radio a los Vigilantes Nocturnos, pero desde entonces había pensado en algo más simple. Las señales del aparato de radar probablemente podían ser captadas con tanta facilidad en alta mar como en tierra. Le dijo a Digby que iba a pasarle la maleta al capitán de un barco de pesca y que le enseñaría cómo utilizarla. Digby le dio su aprobación.

Era muy posible que aquel plan hubiese dado resultado, pero en realidad Hermia no quería confiar un trabajo tan importante a otra persona. Por eso tenía intención de ir ella misma.

En el mar del Norte, entre Inglaterra y Dinamarca, existe un gran banco de arena conocido con el nombre de Dogger Bank, donde el mar llega a tener solo unos quince metros de profundidad en algunos lugares y la pesca era muy abundante. Allí echaban sus redes barcos tanto británicos como daneses. Estrictamente hablando, las embarcaciones con base en Dinamarca tenían prohibido alejarse tanto de sus costas, pero Alemania necesitaba arenques, por lo que la prohibición no era aplicada de forma rígida y se saltaba constantemente. Hermia ya llevaba tiempo pensando que mensajes —o incluso personas— podían viajar entre los dos países a bordo de embarcaciones de pesca, transfiriéndose de los daneses a los británicos o viceversa en el medio del trayecto. Ahora, no obstante, se le había ocurrido una idea mejor. El extremo más alejado del Dogger Bank se encontraba a solo unos ciento sesenta kilómetros de la costa danesa. Si sus conjeturas demostraban estar en lo cierto, las señales de la máquina Freya deberían ser detectables desde los caladeros de pesca.

La tarde del viernes Hermia cogió un tren. Se había preparado para el mar poniéndose pantalones, botas y un holgado suéter, y llevaba los cabellos recogidos debajo de una gorra de hombre a cuadros. Mientras el tren rodaba por las llanuras del este de Inglaterra, Hermia empezó a preocuparse pensando en si funcionaría su plan. ¿Encontraría una embarcación que estuviera dispuesta a llevarla? ¿Captaría las señales que estaba esperando recibir? ¿O todo aquello solo era una pérdida de tiempo?

Pasado un rato sus pensamientos se volvieron hacia su madre. Mags ya había recuperado el control de sí misma el día anterior durante el funeral de Bets y parecía más serenamente apenada que destrozada por el dolor, aquel mismo día había ido a Cornualles para pasar una temporada con su hermana Bella, la tía de Hermia. Pero la noche del bombardeo su alma había quedado al desnudo.

Las dos mujeres habían sido íntimas amigas, pero estaba claro que se trataba de algo más que eso. Hermia no quería pensar en qué más habría, pero no podía evitar sentirse intrigada. Dejando aparte el embarazoso pensamiento de qué clase de relación física podía haber existido entre Mags y Bets, lo que realmente la asombraba era el que su madre hubiera llevado dentro de sí un apasionado vínculo que había permanecido cuidadosamente oculto, durante todos aquellos años, a la misma Hermia y presumiblemente al esposo de Mags, el padre de Hermia.

Llegó a Stokeby a las ocho de un cálido atardecer de verano y fue directamente de la estación al pub Shipwright Arm's en los muelles. Unos minutos de preguntar bastaron para que se enterara de que Sten Munch, un capitán danés al que había conocido durante su última visita al pueblo, zarparía por la mañana en su embarcación la Morganmand, que quería decir «madrugadora». Hermia encontró a Sten en su casa de la ladera de la colina, recortando los setos de su jardín como si hubiera nacido en Inglaterra. La invitó a entrar.

Sten era viudo y vivía con su hijo, Lars, que se encontraba a bordo junto con su padre el 9 de abril de 1940. Luego Lars se había casado con una chica de allí, Carol. Cuando Hermia entró en la casa, Carol estaba dando de mamar a un diminuto bebé que solo tenía unos días de edad. Lars preparó té. Hablaron en inglés para que Carol pudiera enterase de lo que decían.

Hermia explicó que necesitaba acercarse lo más posible a la costa danesa para tratar de escuchar una transmisión alemana, aunque no dijo de qué clase. Sten no cuestionó su historia.

—¡Por supuesto! — dijo expansivamente—. ¡Cualquier cosa para ayudar a derrotar a los nazis! Pero realmente mi embarcación no es apropiada.

—¿Por qué no?

—Es muy pequeña, solo diez metros de eslora, y estaríamos fuera durante unos tres días.

Hermia ya había esperado aquello. Le había dicho a Woodie que necesitaba dejar instalada a su madre en su nuevo alojamiento y que regresaría en algún momento de la semana siguiente.

—No importa —le dijo a Sten—. Dispongo de tiempo.

—Mi embarcación sólo tiene tres literas. Dormimos por turnos. No la hicieron pensando en las señoras. Debería ir en una embarcación más grande.

—¿Hay alguna que parta por la mañana?

Sten miró a Lars, quien dijo:

—No. Hoy salieron tres, y no volverán hasta la semana que viene. Peter Gorning debería regresar mañana. Volverá a hacerse a la mar hacia el viernes.

Hermia sacudió la cabeza.

—Demasiado tarde.

Carol levantó la mirada de su bebé.

—Duermen vestidos, sabes —dijo—. Por eso apestan cuando vuelven a casa. Es peor que el olor del pescado.

A Hermia enseguida le cayó bien por su directa franqueza.

—Ya me las arreglaré —dijo—. Puedo dormir con la ropa puesta, en una cama que todavía está caliente de su anterior ocupante. Eso no me matará.

—Ya sé que quiere ayudar—dijo Sten—. Pero el mar no es para las mujeres. A ustedes se las hizo para las cosas buenas de la vida.

Carol resopló despectivamente.

—¿Como el dar a luz?

Hermia sonrió, agradeciendo tener a Carol como una aliada.

—Exactamente. Las mujeres podemos aguantar las incomodidades.

Carol asintió vigorosamente.

—Piensa en todo aquello por lo que está pasando Charlie en el desierto —dijo, y le explicó a Hermia—: Mi hermano Charlie está con el ejército en algún lugar del norte de África.

Sten parecía acorralado. No quería llevarse consigo a Hermia, pero no se atrevía a decirlo porque quería parecer patriótico y valiente.

—Salimos a las tres de la madrugada.

—Allí estaré.

—Claro que también podrías quedarte aquí —dijo Carol—. Disponemos de una habitación libre. — Miró a su suegro—. Si a ti no te importa, papá.

Al capitán se le habían agotado las excusas.

—¡Pues claro que no! — dijo.

—Gracias —dijo Hermia—. Es usted muy amable.

Se acostaron temprano. Hermia no se desvistió, sino que se quedó sentada en su habitación con la luz encendida. Temía que Sten fuera a irse sin ella en el caso de que se le pegaran las sábanas. Los Munch no eran grandes lectores y el único libro que pudo encontrar fue la Biblia en danés, pero la mantuvo despierta. A las dos de la madrugada fue al cuarto de baño y se lavó rápidamente, y luego bajó por la escalera andando de puntillas y puso la tetera al fuego. Sten apareció a las dos y media. Cuando vio a Hermia en la cocina, pareció sentirse tan sorprendido como decepcionado. Ella le sirvió té en una gran taza y Sten la cogió sin pensárselo dos veces.

Hermia, Sten y Lars bajaron por la colina y llegaron al muelle cuando faltaban unos minutos para las tres. Dos daneses más estaban esperando en el atracadero. La Morganmand era muy pequeña, con sus diez metros, más o menos lo que medía de largo un autobús londinense. La embarcación estaba hecha de madera, y tenía un mástil y un motor diésel. En la cubierta había una pequeña timonera y una serie de escotillas encima de la bodega. Desde la timonera, una escalera bajaba a los alojamientos. En la popa estaban las enormes vergas y el cabrestante para las redes.

El día estaba empezando a clarear cuando la pequeña embarcación se abrió camino a través del campo defensivo de minas que cubría la bocana del puerto. El tiempo era magnífico, pero pronto se encontraron con olas de metro y medio de altura en cuanto dejaron de estar resguardados por la línea de la costa. Afortunadamente, Hermia nunca se mareaba en el mar.

Durante el día intentó ser útil a bordo. No tenía ningún tipo de experiencia marinera, así que mantuvo limpia la cocina. Los hombres estaban acostumbrados a prepararse la comida, pero Hermia lavó los platos y la sartén en la que cocinaban casi todo lo que comían. Se aseguró de que charlaba con los dos tripulantes, hablándoles en danés y tratando de establecer una respetuosa amistad con cada uno de ellos. Cuando no tuvo nada más que hacer, se sentó en la cubierta y disfrutó del sol.

Durante la noche, el rugir volcánico de una formación de bombarderos que estaban pasando por encima de ellos la despertó unos instantes. Hermia se preguntó vagamente si era la RAF yendo hacia Alemania o la Luftwaffe yendo en dirección contraria, y luego volvió a quedarse dormida.

Lo siguiente que supo fue que Lars estaba sacudiéndola.

—Nos acercamos al punto en el que nos encontraremos más próximos a Dinamarca —le dijo—. Estamos a unos ciento noventa kilómetros de Morlunde.

Hermia subió a la cubierta la maleta de su receptor. Ya era de día. Los hombres estaban izando a bordo una red llena de peces que saltaban y se debatían, principalmente atunes y arenques, y los echaban a la bodega. A Hermia le pareció un espectáculo bastante horrible, y apartó la mirada.

Conectó la batería a la radio y se sintió muy aliviada al ver parpadear los diales. Sujetó la antena al mástil con un trozo de cable que Digby había tenido la previsión de proporcionarle. Luego dejó que el aparato se calentara y se puso los auriculares.

Mientras la embarcación iba hacia el nordeste, Hermia fue recorriendo las frecuencias radiofónicas de un extremo a otro. Además de las transmisiones en inglés de la BBC, captó programas de radio franceses, holandeses, alemanes y daneses, junto con toda una serie de transmisiones en Morse que supuso serían señales militares de ambos bandos. En el primer barrido, no oyó nada que pudiera haber sido radar.

Repitió el ejercicio más despacio, asegurándose de que no se le pasaba por alto nada. Disponía de mucho tiempo. Pero una vez más, no oyó lo que estaba esperando escuchar.

Siguió intentándolo.

Pasadas dos horas se dio cuenta de que los hombres habían dejado de pescar y la estaban observando. Su mirada se encontró con la de Lars, quien dijo:

—¿Ha habido suerte?

Hermia se quitó los auriculares.

—No estoy captando la señal que esperaba —respondió en danés.

Sten replicó en el mismo idioma.

—Los peces no han parado de pasar en toda la noche. Nos ha ido muy bien, y tenemos la bodega llena. Ya estamos listos para volver a casa.

—¿Podrían ir hacia el norte durante un rato? He de tratar de encontrar esta señal. Es realmente importante.

Sten no parecía nada convencido, pero su hijo dijo:

—Hemos tenido una buena noche, así que podemos permitírnoslo.

Sten seguía dudando.

—¿Y si un avión de reconocimiento alemán pasa por encima de nosotros?

—Podrían tirar las redes y fingir que están pescando —dijo Hermia.

—En el sitio al que usted quiere ir no hay caladeros de pesca.

—Eso los pilotos alemanes no lo saben.

Lars miró a su padre.

—Si es para ayudar a liberar a Dinamarca… —intervino uno de los tripulantes. El otro asintió vigorosamente.

Una vez más, Hermia se vio salvada por el hecho de que Sten no quisiera pasar por un cobarde delante de otras personas.

—De acuerdo —dijo—. Iremos hacia el norte.

—Manténgase a ciento cincuenta kilómetros de la costa —dijo Hermia mientas volvía a ponerse los auriculares.

Siguió examinando las frecuencias. Conforme iba pasando el tiempo, Hermia empezó a perder las esperanzas. La ubicación más probable para una estación de radar era en el extremo sur de la costa de Dinamarca, cerca de la frontera con Alemania. Hermia había creído que no tardaría mucho en captar la transmisión. Pero sus esperanzas fueron disipándose a medida que la embarcación iba hacia el norte.

No quería alejarse del aparato durante más de un par de minutos, así que los pescadores fueron trayéndole té a intervalos, y un cuenco de estofado sacado de una lata cuando llegó la hora de cenar. Mientras escuchaba, Hermia miraba hacia el este. No podía ver Dinamarca, pero sabía que Arne estaba allí en algún lugar, y le gustaba sentirse más cerca de él.

Hacia el anochecer, Sten se arrodilló sobre la cubierta junto a ella para hablar, y Hermia se quitó los auriculares.

—Estamos delante del extremo norte de la península de Jutlandia —le dijo Sten—. Tenemos que virar.

—¿No podríamos acercarnos un poco más? — preguntó Hermia con desesperación—. Navegar a ciento sesenta kilómetros de la costa quizá signifique que me encuentro demasiado lejos para captar la señal.

—Tenemos que poner rumbo a casa.

—¿Podríamos seguir la costa en dirección sur, volviendo por el mismo curso pero yendo ochenta kilómetros más cerca de la costa?

—Demasiado peligroso.

—Ya casi ha oscurecido. Los aviones de reconocimiento no vuelan durante la noche.

—No me gusta.

—Por favor. Es muy importante.

Hermia le lanzó una mirada de súplica a Lars, que estaba escuchando cerca de ellos. Lars era más valiente que su padre, quizá porque veía su futuro en Inglaterra, con su esposa inglesa. Tal como había esperado que ocurriera, Lars se puso de su parte.

—¿Qué tal a ciento veinte kilómetros de la costa?

—Eso sería magnífico.

—De todas maneras tenemos que ir en dirección sur. Eso no añadirá más de unas cuantas horas a nuestro viaje.

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