Vuelo final (6 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Pensar en los Vigilantes Nocturnos le recordó dolorosamente a su prometido. Arne no formaba parte del grupo. Su temperamento no podía ser menos adecuado para ello. Hermia amaba a Arne por su despreocupada joie de vivre. Hacía que toda ella se relajara, especialmente en la cama. Pero un hombre que se lo tomaba todo a la ligera y era incapaz de pensar en los detalles cotidianos no era el tipo de persona más apropiada para el trabajo secreto. En sus momentos más honrados, Hermia admitía ante sí misma que no estaba segura de que Arne tuviera el valor necesario. En las pistas de esquí era realmente temerario —se habían conocido en una montaña noruega, donde Arne había sido el único capaz de esquiar mejor que Hermia—, pero no estaba segura de cómo haría frente Arne a los más sutiles terrores de las operaciones clandestinas.

Hermia había estado pensando enviarle un mensaje a través de los Vigilantes Nocturnos. Poul Kirke trabajaba en la escuela de vuelo, y si Arne todavía estaba allí tenían que verse cada día. Utilizar la red de espionaje para una comunicación personal hubiese sido una lamentable falta de profesionalidad, pero eso no la detuvo. La habrían descubierto con toda seguridad, porque sus mensajes tenían que ser cifrados por la sala de códigos, pero quizá ni siquiera eso la hubiese detenido. Las claves utilizadas por el MI6 eran códigos basados en poemas nada sofisticados sobrantes de los tiempos de paz, y podían ser descifradas fácilmente. Si el nombre de Arne aparecía en un mensaje enviado por la inteligencia británica a unos espías daneses, probablemente él perdería la vida. El que ella quisiera saber algo de Arne podía convertirse en su sentencia de muerte. Por eso Hermia se quedó sentada en su cuarto de las botas con una ácida ansiedad ardiendo dentro de ella.

Redactó un mensaje dirigido al intermediario sueco, diciéndole que se mantuviera alejado de la guerra propagandística y se limitara a hacer su trabajo como correo. Luego mecanografió un informe para su jefe conteniendo toda la información militar que había en el paquete, con copias en papel carbón para otros departamentos.

A las cuatro se fue. Tenía más trabajo que hacer, y volvería al despacho para pasar allí un par de horas cuando empezara a anochecer, pero ahora tenía que ir a tomar el té con su madre.

Margaret Mount vivía en una pequeña casa en Chelsea. Después de que el padre de Hermia muriera de cáncer poco antes de cumplir los cincuenta años, su madre se había ido a vivir con una amiga de la escuela que no se había casado, Elizabeth. Se llamaban la una a la otra Mags y Bets, sus apodos de adolescentes. Hoy las dos habían ido en tren a Bletchley para inspeccionar el alojamiento de Hermia.

Cruzó el pueblo andando rápidamente hasta que llegó a la calle donde había alquilado una habitación. Encontró a Mags y Bets en el vestíbulo hablando con su casera, la señora Bevan. La madre de Hermia llevaba su uniforme de conductora de ambulancia, con pantalones y una gorra. Bets era una guapa mujer de cincuenta años que lucía un vestido floreado de manga corta. Hermia abrazó a su madre y le dio un beso en la mejilla a Bets. Ella y Bets nunca habían llegado a intimar, y a veces Hermia sospechaba que Bets estaba celosa de lo unida que se sentía ella a su madre.

Las llevó al piso de arriba. Bets no pareció sentirse muy entusiasmada por la pequeña habitación con una sola cama, pero la madre de Hermia dijo animadamente:

—Bueno, no está nada mal, para lo que se puede esperar en tiempos de guerra.

—No paso mucho tiempo aquí —mintió Hermia. De hecho pasaba allí largos y solitarios anocheceres leyendo y escuchando la radio.

Encendió el hornillo de gas para hacer té y cortó en rebanadas un pequeño pastel que había comprado para la ocasión.

—Supongo que no habrás tenido noticias de Arne —dijo la madre de Hermia.

—No. Le escribí a través de la legación británica en Estocolmo y ellos remitieron la carta, pero no he vuelto a saber nada de ella, así que no sé si la recibió.

—Oh, cielos.

—Ojalá pudiera conocerlo —dijo Bets—. ¿Cómo es?

Hermia pensó que enamorarse de Arne había sido como esquiar colina abajo: un pequeño empujón para ponerse en marcha, un súbito incremento en la velocidad y entonces, antes de que estuviera del todo preparada para ello, la estimulante sensación de estar bajando por la pista como una exhalación, sin poder parar. Pero ¿cómo explicar todo aquello?

—Parece una estrella de cine, es un magnífico atleta y tiene el encanto de un irlandés, pero no se trata de eso —dijo Hermia—. Siempre te resulta muy fácil estar con él. Ocurra lo que ocurra, lo único que hace es reírse. A veces me enfado, aunque nunca con él, y entonces Arne me sonríe y dice: «No hay nadie como tú, Hermia, lo juro». Santo Dios, cómo lo echo de menos… —murmuró, conteniendo las lágrimas.

—Muchos hombres se han enamorado de ti, pero no hay muchos que sean capaces de aguantarte —dijo su madre enérgicamente. El estilo conversacional de Mags se encontraba tan falto de adornos como el de la misma Hermia—. Deberías haberle clavado el pie al suelo cuando tenías la ocasión de hacerlo.

Hermia cambió de tema y les preguntó por el Blitz. Bets pasaba las incursiones aéreas debajo de la mesa de la cocina, pero Mags conducía su ambulancia a través de las bombas. La madre de Hermia siempre había sido una mujer formidable, un tanto demasiado directa y carente de tacto para la esposa de un diplomático, pero la guerra había hecho aflorar toda su fortaleza y su coraje, de la misma manera que la repentina escasez de hombres que padecía el servicio secreto había permitido florecer a Hermia.

—La Luftwaffe no puede seguir manteniendo este nivel de operaciones indefinidamente —dijo Mags—. No disponen de un suministro interminable de aviones y pilotos. Si nuestros bombarderos continúan machacando la industria alemana, tarde o temprano se notará el efecto.

—Mientras tanto, mujeres y niños alemanes inocentes están sufriendo igual que nosotros —dijo Bets.

—Lo sé, pero la guerra es así —dijo Mags.

Hermia recordó su conversación con Digby Hoare. Las personas como Mags y Bets se imaginaban que la campaña de bombardeos británica estaba minando a los nazis. Era una suerte que no tuvieran ni la más remota idea de que la mitad de los bombarderos estaban siendo derribados. Si la gente supiera la verdad, quizá se daría por vencida.

Mags empezó a contar una larga historia sobre rescatar a un perro de un edificio en llamas y Hermia la escuchó con media oreja, mientras pensaba en Digby. Si Freya era una máquina, y los alemanes la estaban utilizando para defender sus fronteras, era muy posible que se encontrara en Dinamarca. ¿Había algo que ella pudiera hacer para tratar de localizarla? Digby había dicho que la máquina podía emitir una especie de haz, ya fuese con impulsos ópticos o mediante ondas de radio. Semejantes emisiones deberían ser detectables. Quizá los Vigilantes Nocturnos de Hermia podrían hacer algo.

La idea ya había empezado a despertar su interés. Podía enviar un mensaje a los Vigilantes Nocturnos. Pero primero, necesitaba más información. Empezaría a trabajar en ello aquella noche, decidió, tan pronto como hubiera acompañado a Mags y Bets a coger su tren. Empezó a desear impacientemente que se fueran.

—¿Más pastel, madre? — preguntó.

3

La Jansborg Skole tenía trescientos años de edad y se enorgullecía de ello.

Al principio la escuela había consistido en una iglesia y una casa donde los muchachos comían, dormían y recibían sus lecciones. Ahora era un complejo de viejos y nuevos edificios de ladrillo rojo. La biblioteca, que en tiempos había sido la mejor de Dinamarca, era un edificio independiente tan grande como la iglesia. Había laboratorios de ciencias, modernos dormitorios, una enfermería y un gimnasio instalado en un granero reconvertido.

Harald Olufsen iba del refectorio al gimnasio. Eran las doce del mediodía, y los chicos acababan de almorzar: un bocadillo del tipo hágaselo—usted—mismo consistente en tocino frío y pepinillos, la misma comida que se había servido cada viernes a lo largo de los siete años que Harald llevaba asistiendo a la escuela.

Harald encontraba bastante idiota sentirse orgulloso de que la institución fuera vieja. Cuando los profesores hablaban reverentemente de la historia de la escuela, él siempre se acordaba de aquellas viejas esposas de los pescadores de Sande a las que les gustaba tanto decir: «Ahora ya tengo más de setenta años», con una tímida sonrisa, como si eso fuese un gran logro.

Pasaba por delante de la casa del director cuando su esposa salió y le sonrió.

—Buenos días, Mia —dijo Harald cortésmente. Al director siempre lo llamaba «Heis», la antigua palabra griega para el número uno, por lo que su mujer era «Mia», la forma femenina de la misma palabra griega. Ya hacía cinco años que la escuela había dejado de enseñar griego, pero a las tradiciones les costaba mucho morir.

—¿Alguna noticia, Harald? — preguntó ella.

Harald tenía una radio de fabricación casera que podía captar la BBC.

—Los rebeldes iraquíes han sido derrotados —dijo—. Los británicos han entrado en Bagdad.

—Una victoria británica —dijo ella—. Eso sí que es toda una novedad.

Mia era una mujer bastante fea, con un rostro nada atractivo y unos apagados cabellos castaños, que siempre vestía de cualquier manera. Pero también era una de las dos mujeres que había en la escuela, y los chicos estaban especulando constantemente sobre qué aspecto tendría desnuda. Harald se preguntó si alguna vez dejaría de estar obsesionado por el sexo. Teóricamente, creía que después de haberte acostado con tu esposa cada noche durante años tenías que acostumbrarte a ello, e incluso llegar a encontrarlo aburrido, pero era sencillamente incapaz de imaginárselo.

La siguiente lección hubiese debido consistir en dos horas de matemáticas, pero ese día había un visitante. Era Svend Agger, un antiguo alumno de la escuela que por entonces representaba a su ciudad natal en el Rigsdag, el Parlamento de la nación. Toda la escuela iba a oírlo hablar al gimnasio, la única sala lo bastante grande para poder acoger a los ciento veinte muchachos. Harald hubiese preferido hacer matemáticas.

No podía recordar el momento exacto en que el trabajo escolar se había vuelto interesante. De pequeño, Harald había considerado cada lección como una irritante distracción de cuestiones tan importantes como levantar presas en los arroyos y construir casas en lo alto de los árboles. Hacia los catorce años de edad, y casi sin darse cuenta de ello, había empezado a encontrar más apasionantes la física y la química que el jugar en los bosques. Lo emocionó muchísimo descubrir que el inventor de la física cuántica era un científico danés, Niels Bohr. La interpretación de la tabla periódica de los elementos hecha por Bohr, en la que explicaba las reacciones químicas a partir de la estructura atómica de los elementos involucrados, le había parecido a Harald una revelación divina, una descripción fundamental y profundamente satisfactoria de la composición del universo. Rendía culto a Bohr de la misma manera en que otros chicos adoraban a Kaj Hansen —«Pequeño Kaj»—, el héroe del fútbol que jugaba como delantero centro en el equipo conocido como B93 Kobenhavn. Harald había solicitado poder estudiar física en la Universidad de Copenhague, donde Bohr era director del Instituto de Física Teórica.

La educación costaba dinero. Afortunadamente el abuelo de Harald, que había visto entrar a su propio hijo en una profesión que lo mantendría pobre durante toda su vida, se había encargado de pensar en sus nietos. Su legado había permitido que Arne y Harald pudieran ir a la Jansborg Skole. También cubriría el tiempo que Harald pasara en la universidad.

Entró en el gimnasio. Los muchachos más jóvenes habían dispuesto bancos en ordenadas hileras. Harald se sentó atrás, al lado de Josef Duchwitz. Josef era muy pequeño, y su apodo sonaba como la palabra que usaban los ingleses para referirse a los patos, duck, por lo que había sido apodado Anaticula, patito en latín. Con el paso de los años el apodo se había acortado hasta quedar reducido a Tik. Los dos muchachos tenían orígenes muy distintos —Tik procedía de una rica familia judía—, pero aun así habían sido muy amigos durante el tiempo que llevaban en la escuela.

Unos instantes después, Mads Kirke se sentó junto a Harald. Mads estaba en el mismo año, y provenía de una distinguida familia militar: su abuelo había sido general y su difunto padre fue ministro de Defensa en los años treinta. Su primo Poul era piloto junto con Arne en la escuela de vuelo.

Los tres amigos estudiaban ciencias. Normalmente siempre estaban juntos, y tenían un aspecto cómicamente diferente —Harald alto y rubio, Tik bajito y moreno, Mads pelirrojo pecoso—, por lo que a partir de que un agudo profesor inglés se dirigiera a ellos llamándolos los Tres Chalados, por lo mucho que se parecían a aquel trío de cómicos del cine, se les apodó así.

Heis, el jefe de profesores, entró con el visitante, y los muchachos se levantaron educadamente. Alto y delgado, Heis llevaba unas gafas suspendidas en precario equilibrio sobre el puente de su nariz en forma de pico. Había estado diez años en el ejército, pero enseguida saltaba a la vista por qué se había pasado a la enseñanza. Educado y un poco tímido, siempre parecía estar pidiendo disculpas por la autoridad que ostentaba. Era más apreciado que temido. Los muchachos lo obedecían porque no querían herir sus sentimientos.

Cuando hubieron vuelto a sentarse, Heis presentó al parlamentario, un hombrecillo tan poco impresionante que cualquiera hubiese pensado que él era el director de la escuela y Heis el distinguido invitado. Agger empezó a hablar de la ocupación alemana.

Harald se acordó del día en que había empezado esta, hacía catorce meses. Le despertó en plena noche el rugir de los aviones en las alturas. Los Tres Chalados habían subido al tejado del dormitorio para mirar pero, después de que hubieran pasado cosa de una docena de aviones, no ocurrió nada más, así que se volvieron a la cama.

Luego no se enteró de nada más hasta la mañana siguiente. Estaba cepillándose los dientes en el cuarto de baño comunal cuando un profesor entró corriendo y dijo: «¡Los alemanes han desembarcado!». Después del desayuno, cuando los muchachos se reunieron a las ocho en el gimnasio para los anuncios y el cántico matinal, el director de la escuela les comunicó la noticia. «Id a vuestras habitaciones y destruid todo lo que pueda indicar oposición a los nazis o simpatías con la Gran Bretaña», había dicho. Harald había descolgado de la pared su póster favorito, una fotografía de un biplano Tiger Moth con los emblemas circulares de la RAF en sus alas.

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