Vuelo final (7 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Más avanzado ese día —un martes—, a los mayores se les había ordenado que llenaran sacos con arena y los llevaran a la iglesia para cubrir con ellos las inapreciables tallas y sarcófagos antiguos. Detrás del altar estaba la tumba del fundador de la escuela; su efigie de piedra yacía en la cámara mortuoria ataviada con una armadura medieval cuyo protector genital era lo bastante grande como para atraer la mirada. Harald había provocado gran jolgorio cuando colocó un saco de arena en posición vertical justo encima de la protuberancia. Heis no supo apreciar la broma, y el castigo de Harald consistió en pasar toda la tarde llevando pinturas a la cripta para ponerlas a salvo.

Todas las precauciones habían resultado ser innecesarias. La escuela se hallaba situada en un pequeño pueblo de los alrededores de Copenhague, y transcurrió un año antes de que vieran a ningún alemán. Nunca hubo ningún bombardeo, ni siquiera disparos.

Dinamarca se había rendido en cuestión de veinticuatro horas. «Los acontecimientos subsiguientes han demostrado la sabiduría de esa decisión», dijo el orador con un irritante tono de satisfacción, y hubo un susurro de disentimiento cuando los muchachos se removieron incómodamente en sus asientos y murmuraron comentarios.

—Nuestro rey continúa sentado en su trono —siguió diciendo Agger.

Mads gruñó con disgusto al lado de Harald. El rey Cristián X pasaba la mayor parte de los días montando a caballo, exhibiéndose ante la gente en las calles de Copenhague, pero aquello parecía un gesto vacío.

—La presencia alemana ha sido en general benigna —prosiguió el orador—. Dinamarca ha demostrado que una pérdida parcial de independencia, debida a las exigencias de la guerra, no tiene por qué conducir necesariamente a penalidades y pruebas indebidas. La lección, para unos muchachos como vosotros, es que puede haber más honor en la sumisión y en la obediencia que en una imprudente rebelión. — Se sentó.

Heis aplaudió educadamente y los muchachos siguieron su ejemplo, aunque sin ningún entusiasmo. Si el director de la escuela hubiera sido mejor juez del estado de ánimo de una audiencia, habría puesto fin a la sesión en aquel momento; pero en vez de eso lo que hizo fue sonreír y dijo:

—Bueno, muchachos, ¿alguna pregunta para nuestro invitado?

Mads se levantó al instante.

—Señor, Noruega fue invadida el mismo día que Dinamarca, pero los noruegos estuvieron luchando durante dos meses. ¿No nos convierte eso en unos cobardes? — Su tono había sido escrupulosamente cortés, pero la pregunta retaba al invitado y hubo un murmullo de asentimiento entre los muchachos.

—Esa es una manera muy ingenua de ver las cosas —dijo Agger.

Su tono despectivo irritó a Harald. Heis intervino.

—Noruega es una tierra de montañas y fiordos, difícil de conquistar —dijo, haciendo entrar en acción su experiencia como militar—. Dinamarca es un país llano con un buen sistema de carreteras, por lo que resulta imposible de defender contra cualquier ejército motorizado.

Agger estuvo de acuerdo.

—Ofrecer resistencia hubiera causado un derramamiento de sangre innecesario, y el resultado final no habría variado.

—Con la única diferencia de que entonces habríamos podido ir por el mundo con la cabeza bien alta, en vez de bajarla en señal de vergüenza —dijo Mads secamente, y a Harald aquello le sonó como algo que podía haber oído de labios de una de sus relaciones militares.

Agger se sonrojó.

—Como escribió Shakespeare, la discreción es la mejor parte del valor.

—De hecho, señor, eso fue dicho por Falstaff, el cobarde más famoso de la literatura mundial —dijo Mads. Los muchachos rieron y aplaudieron.

—Vamos, vamos, Kirke —dijo Heis apaciblemente—. Ya sé que te tomas muy a pecho esas cosas, pero no hay ninguna necesidad de ser descortés. — Recorrió la sala con la mirada y señaló a uno de los muchachos más jóvenes—. Sí, Borr.

—Señor, ¿no cree que la filosofía del orgullo nacional y la pureza racial de Hitler podría resultar beneficiosa si fuera adoptada aquí en Dinamarca? — Woldemar Borr era el hijo de un prominente nazi danés.

—Ciertos elementos de ella tal vez lo serían —dijo Agger—. Pero Alemania y Dinamarca son países distintos.

Aquello era pura y simple prevaricación, pensó Harald irritadamente. ¿Es que aquel hombre no podía encontrar el valor suficiente para decir que la persecución racial estaba mal?

—¿A algún muchacho le gustaría preguntar al señor Agger acerca de su labor cotidiana como miembro del Rigsdag? — preguntó Heis con voz quejumbrosa. Tik se puso de pie. El tono satisfecho consigo mismo de Agger también lo había untado.

—¿No se siente como una marioneta? — preguntó—. Después de todo, quienes realmente nos gobiernan son los alemanes. Ustedes tan solo fingen hacerlo.

—Nuestra nación continúa siendo gobernada por el Parlamento danés —replicó Agger.

—Sí, para que ustedes no pierdan su empleo —musitó Tik. Los chicos que estaban sentados cerca de él lo oyeron y rieron.

—Los partidos políticos continúan existiendo, incluso los comunistas —siguió diciendo Agger—. Tenemos nuestra propia policía y nuestras fuerzas armadas.

—Pero en cuanto el Rigsdag haga algo que los alemanes desaprueben, será clausurado y la policía y los militares serán desarmados —arguyó Tik—. Eso significa que todos ustedes están siendo meros actores en una farsa.

Heis empezaba a parecer disgustado.

—Le ruego que no se olvide de sus modales, Duchwitz —dijo malhumoradamente.

—No se preocupe, Heis —dijo Agger—. Me gustan las discusiones animadas. Si Duchwitz piensa que nuestro Parlamento no sirve de nada, debería comparar nuestras circunstancias con las que prevalecen en Francia. Debido a nuestra política de cooperación con los alemanes, la vida es mucho mejor, para los daneses corrientes, de lo que podría serlo.

Harald ya había oído suficiente. Se levantó y habló sin esperar el permiso de Heis.

—¿Y si los nazis vienen a por Duchwitz? — dijo—. ¿Entonces también nos aconsejaría la cooperación amistosa?

—¿Y por qué deberían venir a por Duchwitz?

—Por la misma razón por la que fueron a por mi tío en Hamburgo: porque Duchwitz es judío.

Algunos de los muchachos se volvieron a mirar con interés. Probablemente no se habían dado cuenta de que Duchwitz era judío. La familia Duchwitz no era nada religiosa, y Tik asistía a los servicios en la antigua iglesia de ladrillos rojos tal como hacían todos los demás.

Agger mostró irritación por primera vez.

—Las fuerzas de ocupación han demostrado la más completa tolerancia hacia los judíos daneses.

—Hasta este momento —arguyó Harald—. Pero ¿y si cambian de parecer? Supongamos que deciden que Tik es tan judío como mi tío Joachim. ¿Qué nos aconsejaría usted entonces? ¿Debemos quedarnos cruzados de brazos mientras los alemanes vienen y se lo llevan? ¿O ya deberíamos estar organizando un movimiento de resistencia en preparación para ese día?

—El mejor plan que puede seguir es asegurarse de que nunca tendrá que hacer frente a semejante decisión, apoyando la política de cooperación con la potencia ocupante.

Lo evasivo de aquella respuesta sacó de quicio a Harald.

—Pero ¿y si eso no da resultado? — insistió—. ¿Por qué no responde usted a la pregunta? ¿Qué hacemos cuando los nazis vengan a por nuestros amigos?

Heis decidió intervenir.

—Usted está haciendo lo que se llama una pregunta hipotética, Olufsen —dijo—. Los hombres que nos movemos dentro de la vida pública preferimos no ir al encuentro de los problemas antes de que estos lleguen hasta nosotros.

—La pregunta es hasta dónde va a llegar esta política de cooperación —dijo Harald apasionadamente—. Y cuando los nazis llamen a su puerta en plena noche entonces no habrá tiempo para los debates, Heis.

Por un instante, Heis pareció disponerse a dar una reprimenda a Harald por su descortesía, pero finalmente respondió sin perder la calma.

—Su observación es muy interesante, y el señor Agger ha respondido ampliamente a ella —dijo—. Y ahora, creo que hemos tenido una buena discusión y ya va siendo hora de volver a nuestras lecciones. Pero primero, agradezcamos a nuestro invitado el que le haya robado un poco de tiempo a su ocupada vida para venir a visitarnos —concluyó, empezando a alzar las manos para encabezar una ronda de aplausos.

Harald lo detuvo.

—¡Haga que responda a la pregunta! — gritó—. ¿Deberíamos tener un movimiento de resistencia, o permitiremos que los nazis hagan lo que les venga en gana? Por el amor de Dios, ¿qué lecciones podrían ser más importantes que esto?

El silencio se adueñó de la sala. Discutir con el profesorado estaba permitido, dentro de unos límites razonables, pero Harald había ido más allá de lo aceptable en lo que representaba un auténtico acto de desafío.

—Creo que será mejor que nos deje —dijo Heis—. Salga de la sala, y ya lo veré después.

Aquello enfureció a Harald. Hirviendo de frustración, se puso de pie. La sala siguió sumida en el silencio mientras todos los muchachos lo veían ir hacia la puerta. Harald sabía que hubiese debido marcharse sin abrir la boca, pero se sentía incapaz de hacerlo. Cuando hubo llegado a la puerta, se volvió y señaló a Heis con un dedo acusador.

—¡A la Gestapo no podrá decirle que salga de la maldita sala! — dijo.

Luego se fue y cerró dando un portazo.

4

El despertador de Peter Flemming empezó a sonar a las cinco y media de la mañana. Peter lo paró, encendió la luz y se incorporó hasta quedar sentado en la cama. Inge estaba tendida sobre la espalda, mirando el techo con el rostro tan inexpresivo como el de un cadáver. Peter la contempló durante un instante y luego se levantó de la cama.

Entró en la pequeña cocina de su piso de Copenhague y puso la radio. Un reportero danés estaba leyendo una declaración llena de sentimiento de los alemanes acerca de la muerte del almirante Lutjens, quien se había hundido con el Bismarck hacía diez días. Peter puso al fuego un pequeño cazo con gachas de avena y luego cogió una bandeja. Untó con mantequilla una rebanada de pan de centeno y preparó café con sucedáneo.

Se sentía optimista, y pasados unos instantes recordó por qué. El día anterior había tenido ciertos progresos en el caso sobre el que estaba trabajando.

Peter era detective inspector en la unidad de seguridad, una sección del departamento de investigación criminal de Copenhague cuyo trabajo consistía en seguir los movimientos de los dirigentes sindicales, los comunistas, los extranjeros y otros potenciales creadores de problemas. Su jefe, el director del departamento, era el superintendente Frederik Juel, inteligente pero con muy pocas ganas de trabajar. Educado en la famosa Jansborg Skole, Juel era un fiel seguidor del proverbio latino Quieta non movere, «No despiertes a un perro que está durmiendo». Descendía de un héroe de la historia naval danesa, pero ya hacía mucho tiempo que la agresividad había sido eliminada de su estirpe.

Durante los últimos catorce meses, su trabajo se había ido expandiendo poco a poco conforme quienes se oponían al dominio alemán iban siendo añadidos a la lista de vigilancia del departamento.

Hasta el momento el único signo visible de resistencia había consistido en la aparición de periódicos clandestinos como
Realidad
, el que se le había caído al joven Olufsen. Juel creía que los periódicos ilegales eran inofensivos, si es que no realmente beneficiosos en tanto que válvula de escape, y se negaba a perseguir a quienes los publicaban. Aquella actitud enfurecía a Peter. Dejar que los criminales camparan a su antojo para que continuaran con sus delitos le parecía una locura.

En realidad a los alemanes no les gustaba nada la actitud de
laisser

faire
de Juel, pero por el momento todavía no se había llegado a ninguna confrontación abierta. El enlace de Juel con la potencia ocupante era el general Walter Braun, un militar de carrera que había perdido un pulmón en la batalla de Francia. El objetivo de Braun era mantener tranquila a Dinamarca costara lo que costara, y no invalidaría las órdenes de Juel a menos que se viera obligado a ello.

Recientemente Peter se había enterado de que ejemplares de
Realidad
estaban siendo introducidos clandestinamente en Suecia. Hasta el momento se había visto obligado a seguir la regla de no intervención dictada por su jefe, pero esperaba que la complacencia de Juel se vería sacudida por la noticia de que los periódicos clandestinos estaban consiguiendo salir del país. Un detective sueco que era amigo personal de Peter había telefoneado la noche anterior para decirle que creía que los periódicos estaban siendo transportados en un vuelo de Lufthansa que iba de Berlín a Estocolmo y hacía una escala en Copenhague. Aquel era el progreso que explicaba la sensación de excitación experimentada por Peter cuando despertó. Podía encontrarse a un paso del triunfo.

Cuando las gachas estuvieron listas, Peter les añadió leche y azúcar y después llevó la bandeja al dormitorio.

Ayudó a incorporarse a Inge. Probó las gachas para asegurarse de que no estaban demasiado calientes y luego empezó a dárselas con una cuchara.

Un año antes, justo antes de que llegaran las restricciones de gasolina, Peter e Inge estaban yendo a la playa en su coche cuando un joven que conducía un deportivo había chocado con ellos. Peter se fracturó ambas piernas y se había recuperado rápidamente. Inge se había roto el cráneo, y ya nunca volvería a ser la misma.

El otro conductor, Finn Jonk, el hijo de un conocido profesor universitario, había salido despedido de su coche para caer sobre un arbusto sin sufrir ningún daño.

No tenía permiso de conducir —los tribunales se lo habían retirado después de un accidente anterior— y estaba borracho. Pero la familia Jonk había contratado a un abogado de primera categoría que había conseguido retrasar el juicio durante un año, con lo que Finn todavía no había sido castigado por haber destruido la mente de Inge. La tragedia personal, para Inge y Peter, también era un ejemplo de cómo los más terribles crímenes de guerra podían no llegar a ser castigados dentro de una sociedad moderna. Por muchas cosas que pudieras decir contra los nazis, había que agradecerles su dureza con los criminales.

Cuando Inge hubo comido su desayuno, Peter la llevó al cuarto de baño y la bañó. Inge siempre había sido escrupulosamente limpia y aseada. Era una de las cosas que él había amado de ella. Su esposa era especialmente limpia en lo tocante al sexo y siempre se lavaba meticulosamente después de hacer el amor, algo que Peter apreciaba mucho. No todas las chicas eran así. Una mujer con la que se había acostado, una cantante de club nocturno a la que conoció durante una redada policial y con la que tuvo una breve aventura, protestó airadamente al ver que Peter se lavaba después del acto sexual, diciendo que aquello no era nada romántico.

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