Exploraron los claustros por donde habían caminado los monjes. Ahora las celdas eran almacenes para guardar el equipo del jardín.
—Algunas de estas cosas llevan décadas abandonadas —dijo Tik, tocando una oxidada rueda de hierro con la puntera de su zapato. Abrió una puerta que daba a una gran estancia llena de luz. En las estrechas ventanas no había cristales, pero el lugar estaba limpio y seco—. Esto solía ser el dormitorio —dijo Tik—. Todavía es utilizado en verano por los trabajadores temporeros de la granja.
Entraron en la iglesia en desuso, que había pasado a ser un gran trastero. Había un olor a rancio. Un delgado gato blanco y negro los miró tan fijamente como si se dispusiera a preguntarles qué derecho tenían a entrar allí de aquella manera, y luego escapó por una de las ventanas sin cristales.
Harald levantó una lona para revelar un reluciente sedán Rolls Royce colocado encima de unos bloques.
—¿De tu padre? — preguntó.
—Sí. Ahora está guardado hasta que vuelvan a vender gasolina.
Había un banco de trabajo de madera llena de arañazos con un torno de ebanista, y una colección de herramientas que presumiblemente habían sido utilizadas para el mantenimiento del coche cuando este todavía corría. En el rincón había una pileta con un solo grifo para lavarse. Junto a la pared había pilas de cajas de madera que en tiempos pasados habían contenido jabón y naranjas. Harald miró dentro de una y encontró un montón de coches de juguete hechos de hojalata pintada. Sacó uno. En las ventanillas había pintado un conductor, de perfil sobre la ventanilla lateral y visto de frente en el parabrisas. Harald se acordó de cuando aquellos juguetes habían sido infinitamente deseables para él, y volvió a guardar el coche dentro de la caja con mucho cuidado.
En el rincón del fondo había un aeroplano monomotor que carecía de alas.
Harald lo contempló con interés.
—¿Qué es esto?
—Un Hornet Moth
[1]
, fabricado por De Havilland, la firma inglesa. Padre lo compró hace cinco años, pero nunca aprendió a pilotarlo.
—¿Has volado en él?
—Oh, sí. Cuando era nuevo hicimos grandes viajes en él.
Harald acarició la gran hélice, que tenía casi dos metros de largo. Las curvas matemáticamente precisas hacían de ella una obra de arte a sus ojos. El avión estaba ligeramente inclinado hacia un lado, y Harald vio que la parte inferior del fuselaje estaba dañada y que tenía un neumático deshinchado.
Tocó el fuselaje y se sorprendió al descubrir que estaba hecho de alguna clase de tela, tensada encima de un armazón, con pequeños desgarrones y arrugas en algunos sitios. Estaba pintada de azul claro con una línea negra ribeteada de blanco para indicar la posición de los asientos, pero la pintura que antaño quizá hubiera sido alegremente intensa había perdido el brillo y estaba cubierta de polvo y manchada de aceite. Harald vio que el avión tenía alas —de biplano, pintadas de color plateado—, pero estas disponían de bisagras y las habían girado para dejarlas dirigidas hacia atrás.
Examinó la cabina a través de la ventanilla lateral. Recordaba mucho a la parte delantera de un coche. Había dos asientos el uno al lado del otro y un panel de instrumentos de madera barnizada con un surtido de diales. El tapizado de un asiento había reventado, y se le estaba saliendo el relleno. Parecía como si unos ratones se hubieran instalado en él.
Harald encontró la manija de la puerta y subió a la cabina, ignorando los leves ruidos de correteos que oyó. Se sentó en el asiento intacto. Los controles parecían muy simples. En el centro había una palanca de control en forma de Y que podía ser manejada desde cualquiera de los dos asientos. Harald puso la mano encima de ella y los pies en los pedales. Pensó que volar sería todavía más emocionante que conducir una motocicleta. Se imaginó surcando el cielo sobre el castillo como un pájaro gigante, con el rugido del motor en sus oídos.
—¿Llegaste a pilotarlo? — le preguntó a Tik.
—No. Pero Karen fue a clases de pilotaje.
—¿De veras?
—No era lo bastante mayor para poder sacarse la licencia, pero se le daba muy bien.
Harald experimentó con los controles. Vio un par de interruptores de «Encendido—Apagado» y los accionó, pero no ocurrió nada. La palanca de control y los pedales parecían estar sueltos, como si no se encontraran conectados a nada. Viendo lo que estaba haciendo Harald, Tik dijo:
—Algunos de los cables los sacaron el año pasado cuando los necesitaron para reparar una de las máquinas de la granja. Venga, salgamos de aquí.
Harald hubiese podido pasar otra hora haciendo experimentos con el avión, pero Tik estaba impaciente, así que bajó de la cabina.
Salieron por la parte de atrás del monasterio y siguieron un sendero de carros que atravesaba el bosque. Unida a Kirstenslot había una granja de grandes dimensiones.
—Ha estado alquilada a la familia Nielsen desde antes de que yo naciera —dijo Tik—. Crían cerdos para sacar beicon, tienen un rebaño de vacas lecheras que siempre están ganando premios, y cultivan cereales en varios centenares de hectáreas.
Contornearon un gran campo de trigo, atravesaron un pastizal lleno de vacas blancas y negras, y olieron a los cerdos desde la lejanía. En el sendero de tierra que conducía a la alquería, se encontraron con un tractor y un remolque. Un hombre joven que vestía un mono de trabajo estaba examinando el motor. Tik le estrechó la mano y dijo:
—Hola, Frederik. ¿Cuál es el problema?
—El motor me dejó tirado en mitad del camino. Llevaba al señor Nielsen y su familia a la iglesia en el remolque. — Harald volvió a echarle una mirada al remolque y vio que contenía dos bancos—. Ahora los mayores van camino de la iglesia a pie y a los pequeños los han traído a casa.
—Pues aquí mi amigo Harald es un mago con todo tipo de motores.
—No me importaría que le echara un vistazo.
El tractor era un modelo muy moderno, con un motor diésel y neumáticos de goma en vez de ruedas de acero. Harald se inclinó sobre el motor para estudiar sus entrañas.
—¿Qué ocurre cuando lo pones en marcha?
—Te lo mostraré. — Frederik tiró de una palanca. El sistema de arranque gimió, pero el motor se negó a ponerse en marcha—. Me parece que necesita una nueva bomba de combustible. — Frederik sacudió la cabeza con desesperación—. No podemos conseguir piezas de repuesto para ninguna de nuestras máquinas.
Harald frunció el ceño escépticamente. Podía oler a combustible, lo cual le indicaba que la bomba funcionaba pero que el aceite diésel no llegaba a los cilindros.
—¿Podrías volver a probar con el arranque?
Frederik tiró de la palanca, y a Harald le pareció que veía moverse el conducto de salida del filtro de combustible. Examinándolo con más atención, vio que la válvula de alimentación estaba perdiendo aceite diésel. Metió la mano en el motor y sacudió la tuerca. Todo el montaje de la válvula se desprendió del filtro.
—Aquí está el problema —dijo—. El tornillo que pasa por esta tuerca se ha desgastado por alguna razón y está dejando que se escape el combustible. ¿Tienes algún trozo de alambre?
Frederik metió las manos en los bolsillos de sus pantalones de pana.
—Tengo un trozo de cordel grueso.
—Eso servirá por el momento. — Harald volvió a poner la válvula en su sitio y la ató al filtro con el cordel para que no oscilara—. Ahora prueba con el arranque.
Frederik tiró de la palanca y el motor se puso en marcha.
—Vaya, que me cuelguen —dijo—. Lo has arreglado.
—Cuando tengas ocasión, sustituye el cordel por un alambre. Entonces ya no necesitarás un repuesto.
—Supongo que no vas a pasar una o dos semanas aquí, ¿verdad? — preguntó Frederik—. Esta granja tiene maquinaria rota por todas partes.
—No, lo siento. He de regresar a la escuela.
—Bien, pues buena suerte. — Frederik subió a su tractor—. De todas maneras, gracias a ti ahora puedo llegar a la iglesia a tiempo de traer a los Nielsen de vuelta a casa.
Se fue. Harald y Tik siguieron andando hacia el castillo.
—Eso ha sido realmente impresionante —dijo Tik.
Harald se encogió de hombros. Hasta donde llegaba su memoria, siempre había sido capaz de reparar las máquinas.
—El viejo Nielsen se pirra por los últimos inventos —añadió Tik—. Tiene máquinas para sembrar, para cosechar, e incluso para ordeñar.
—¿Puede conseguir combustible para ellas?
—Sí. Siempre que sea para producir comida, puedes. Pero nadie puede encontrar piezas de repuesto para nada.
Harald consultó su reloj. Tenía muchas ganas de ver a Karen durante el almuerzo. Le preguntaría acerca de sus lecciones de vuelo.
Cuando llegaron al pueblo hicieron un alto en la taberna. Tik pidió dos vasos de cerveza y se sentaron fuera para disfrutar del sol. Al otro lado de la calle, la gente estaba saliendo de la pequeña iglesia de ladrillo rojo. Frederik pasó en el tractor y los saludó con la mano. Sentadas en el remolque detrás de él había cinco personas. Harald pensó que el hombretón de cabellos blancos y rostro curtido por la exposición a la intemperie debía de ser el granjero Nielsen.
Un hombre que vestía un uniforme negro de policía salió de la iglesia acompañado por una mujer de aspecto ratonil y dos niños pequeños, y le lanzó una mirada hostil a Tik mientras se aproximaba.
Uno de los pequeños, una niña que tendría unos siete años, dijo en voz alta:
—¿Por qué no van a la iglesia, papi?
—Porque son judíos —dijo el hombre—. No creen en Nuestro Señor.
Harald miró a Tik.
—El policía del pueblo, Per Hansen —dijo Tik sin levantar la voz—. Y el representante local del Partido Socialista de los Trabajadores danés.
Harald asintió. Los nazis daneses no tenían un gran partido. En las últimas elecciones generales, hacía dos años, solo consiguieron tres puestos en el Rigsdag. Pero la ocupación les había hecho concebir nuevas esperanzas y, naturalmente, los alemanes habían ejercido una fuerte presión sobre el gobierno danés para que otorgara un puesto ministerial al líder nazi, Fritz Clausen. El rey Cristián se había negado en redondo y los alemanes enseguida dieron marcha atrás. Miembros del partido como Hansen habían quedado muy defraudados, pero ahora daban la impresión de estar esperando que cambiaran las cosas. Parecían sentirse muy seguros de que su momento terminaría llegando. Harald temía que estuvieran en lo cierto.
Tik terminó su vaso.
—Hora de almorzar.
Regresaron al castillo. En el patio delantero Harald se sorprendió al ver a Poul Kirke, primo de su compañero de clase Mads y amigo de Arne, su hermano. Poul llevaba pantalones cortos, y había una bicicleta apoyada en el gran pórtico de ladrillo. Harald se había encontrado con él en varias ocasiones, y se detuvo a hablar con Poul mientras Tik entraba en el castillo.
—¿Trabajas aquí? — le preguntó Poul.
—No, estoy de visita. La escuela todavía no ha terminado.
—Sé que la granja contrata estudiantes para la cosecha. ¿Qué tienes planeado hacer este verano?
—No estoy seguro. El año pasado trabajé en un proyecto de construcción en Sande. — Torció el gesto—. Resultó ser una base alemana, aunque no lo dijeron hasta más tarde.
Poul pareció interesado.
—¿Oh? ¿Qué clase de base?
—Alguna clase de estación de radio, creo. Despidieron a todos los daneses antes de que instalaran el equipo. Este verano probablemente trabajaré en las barcas de pesca, y haré la lectura preliminar para mi curso en la universidad. Espero estudiar física con Niels Bohr.
—Bravo. Mads siempre dice que eres un genio.
Harald se disponía a preguntar qué estaba haciendo Poul en Kirstenslot, cuando la respuesta se hizo obvia. Karen apareció por una esquina de la casa empujando una bicicleta.
Estaba encantadora con sus pantalones cortos de color caqui que mostraban sus largas piernas.
—Buenos días, Harald —dijo. Fue hacia Poul y lo besó. Harald notó envidiosamente que había sido un beso en los labios, si bien breve—. Hola —dijo luego.
Harald estaba consternado. Había estado contando con pasar una hora junto a Karen en la mesa durante el almuerzo. Pero ella iba a pasear en bicicleta con Poul, quien obviamente era su novio, a pesar de que tenía diez años más que Karen. Harald vio entonces, por primera vez, que Poul era muy apuesto, con facciones regulares y una sonrisa de estrella de cine que dejaba ver unos dientes perfectos. Poul tomó las manos a Karen y la miró de arriba abajo.
—Estás totalmente deliciosa —dijo—. Ojalá tuviera una foto tuya así.
Ella sonrió amablemente.
—Gracias.
—¿Lista para partir?
—Todo está preparado.
Subieron a sus bicicletas.
Harald no podía sentirse peor. Los vio alejarse el uno al lado del otro por el medio kilómetro de soleado sendero.
—¡Que tengáis una buena excursión! — dijo.
Karen agitó la mano sin volverse a mirar.
Hermia Mount estaba a punto de ver cómo la ponían de patitas en la calle.
Aquello nunca le había ocurrido antes. Hermia era inteligente y muy concienzuda en su trabajo, y sus jefes siempre la habían tenido por un tesoro, a pesar de su afilada lengua. Pero su jefe actual, Herbert Woodie, iba a decirle que estaba despedida tan pronto como hubiera reunido el valor necesario para hacerlo.
Dos daneses que trabajaban para el MI6 habían sido detenidos en el aeródromo de Kastrup. En este momento se encontraban entre rejas e indudablemente estaban siendo interrogados. Aquello suponía un duro golpe para la red de los Vigilantes Nocturnos. Woodie era un hombre del MI6 de los tiempos de paz, un burócrata que llevaba mucho tiempo en el servicio. Necesitaba alguien a quien culpar de lo ocurrido, y estaba claro que Hermia era una candidata muy apropiada.
Ella entendía aquello. Llevaba una década trabajando para la administración británica, y sabía cómo funcionaba. Si Woodie se veía obligado a aceptar que la responsabilidad de lo ocurrido recaía sobre su departamento, entonces haría cargar con el muerto a la persona de menor antigüedad disponible. De todas maneras su jefe nunca se había sentido cómodo trabajando con una mujer, y le encantaría reemplazarla por un hombre.
Al principio Hermia se había sentido inclinada a ofrecerse a sí misma como víctima sacrificial. No conocía a los dos mecánicos del aeródromo —habían sido reclutados por Poul Kirke—, pero la red de espionaje era creación suya y ella era responsable del destino de 93 los detenidos. Se sentía tan afectada como si ya hubieran muerto, y no quería seguir adelante con todo aquello.