Digby llevaba el mismo traje gris oscuro, pero aquella noche se había puesto una camisa azul claro que resaltaba el intenso azul de sus ojos. Hermia se sintió complacida de que hubiera decidido llevar su joya favorita, un broche en forma de pantera con ojos de esmeralda.
Estaba impaciente por ir al grano. Se había negado a salir con Digby, y no quería que ahora a él se le metiera en la cabeza la idea de que podía haber cambiado de parecer. Tan pronto como hubieron pedido, dijo:
—Quiero utilizar a mis agentes en Dinamarca para averiguar si los alemanes disponen del radar.
Digby la miró a través de sus ojos entornados.
—La cuestión es más complicada que eso. Ahora ya no cabe duda de que ellos cuentan con el radar, al igual que nosotros. Pero el suyo es más efectivo que el nuestro…, devastadoramente más efectivo.
—Oh. — Hermia se había quedado perpleja—. Woodie me dijo… Da igual, olvídelo.
—Necesitamos descubrir por qué su sistema es tan bueno. O han inventado algo mejor que lo que tenemos nosotros, o se les ha ocurrido una manera más eficiente de utilizarlo… o ambas cosas.
—Muy bien —dijo Hermia, reajustando rápidamente sus ideas a la luz de aquella nueva información—. De todas maneras, parece probable que una parte de esa maquinaria se encuentre en Dinamarca.
—Sería un lugar lógico, y el nombre de código Freya sugiere Escandinavia.
—¿Y qué es lo que está buscando mi gente?
—Una pregunta a la que no es nada fácil responder —dijo Digby frunciendo el ceño—. No sabemos qué aspecto tiene la maquinaria alemana. Y ahí está el problema, ¿verdad?
—Supongo que emite ondas de radio.
—Sí, claro.
—Y presumiblemente la señal recorre una larga distancia, porque de otra manera la advertencia no llegaría lo bastante pronto.
—Sí. El sistema no serviría de nada a menos que la señal recorra un mínimo de, digamos, ochenta kilómetros. Probablemente más.
—¿Podríamos mantenernos a la escucha para captarla?
Él levantó las cejas en un gesto de sorpresa.
—Sí, con un receptor de radio. Una idea muy astuta… No sé por qué a nadie más se le ha ocurrido pensar en ella.
—¿Las señales pueden ser distinguidas de otras transmisiones, como las emisiones normales, las noticias y ese tipo de cosas?
Digby asintió.
—Lo que estarías haciendo sería mantenerte a la escucha de una serie de impulsos que probablemente serían muy rápidos, digamos unos mil por segundo. Lo oirías como una nota musical continua, de manera que sabrías que no era la BBC. Y sería muy distinta de los puntos y rayas del tráfico militar.
—Tú eres ingeniero. ¿Podrías montar un receptor de radio apropiado para captar semejantes señales?
—Tiene que ser portátil, presumiblemente —dijo Digby con expresión pensativa.
—Debería poder caber dentro de una maleta.
—Y funcionar a partir de una batería, de tal manera que pueda ser utilizado en cualquier sitio.
—Sí.
—Podría ser posible. En Welwyn hay un equipo de expertos que hacen esas cosas cada día. Welwyn era un pueblecito situado entre Bletchley y Londres—. Coles que estallan, radiotransmisores escondidos en ladrillos y esa clase de cosas. Probablemente podrían montar algo.
Entonces llegó su comida. Hermia había pedido una ensalada de tomate. Venía acompañada por un poco de cebolla trinchada y una ramita de menta, y se preguntó por qué los cocineros británicos no podían producir comida que fuera tan simple y deliciosa como aquella, en vez de sardinas sacadas de una lata y repollo hervido.
—¿Qué te hizo organizar los Vigilantes Nocturnos? — le preguntó Digby.
Hermia no estuvo muy segura de a qué se refería.
—Parecía una buena idea.
—Aun así, no es la clase de idea que se le ocurriría a la mujer joven de la calle, si se me permite decirlo.
Los pensamientos de Hermia volvieron al pasado mientras recordaba cómo había tenido que luchar con otro jefe burocrático, y se preguntó por qué había persistido en ello.
—Quería hacer daño a los nazis donde más les doliera. Hay algo en ellos que encuentro absolutamente aborrecible.
—El fascismo culpa de los problemas a una falsa causa: las personas de otras razas.
—Lo sé, pero no se trata de eso. Son los uniformes, el pavonearse y lucir el tipo, la manera en que aúllan esos horribles discursos. Me ponen enferma.
—¿Cuándo experimentaste todo eso? No hay muchos nazis en Dinamarca.
—Pasé un año en Berlín durante la década de los treinta. Los veía desfilar, saludar, escupirle a la gente y romper las lunas de los tenderos judíos. Recuerdo haber pensado que había que detener a esas personas antes de que echaran a perder el mundo entero. Todavía lo pienso. No hay nada de lo que esté tan segura.
Él sonrió.
—Yo también.
De segundo plato Hermia tomó fricasé de pescado, y una vez más quedó impresionada por lo que un cocinero francés era capaz de hacer con los ingredientes más comunes, a pesar del racionamiento. El plato contenía anguila cortada en filetes, algunos de los caracoles marinos tan queridos por los londinenses y bacalao al que se le había quitado la piel, pero todo estaba fresco y bien sazonado, y Hermia empezó a comer con auténtico deleite.
De vez en cuando se daba cuenta de que Digby la estaba mirando y veía que en su rostro siempre había la misma expresión, una mezcla de adoración y deseo. Aquello la alarmó. Si Digby se enamoraba de ella, ese amor solo podría terminar en problemas y pena. Pero el que un hombre la deseara de una manera tan manifiesta resultaba agradable, aunque también embarazoso. En un momento dado Hermia sintió que se sonrojaba, y se llevó la mano al cuello para ocultar sus rubores.
Volvió deliberadamente sus pensamientos hacia Arne. La primera vez que habló con él, en el bar de un hotel para esquiadores en Noruega, supo que había encontrado lo que faltaba en su vida. «Ahora comprendo por qué nunca he tenido una relación satisfactoria con un hombre —le había escrito a su madre—. Es porque todavía no había conocido a Arne.» Y cuando él se le declaró, Hermia había dicho: «Si hubiera sabido que existían hombres como tú, hace años que me habría casado con uno».
Decía sí a todo lo que él le proponía. Normalmente Hermia estaba tan concentrada en salirse con la suya que nunca había sido capaz de compartir un piso con una amiga, pero con Arne perdió toda su fuerza de voluntad. Cada vez que Arne le pedía que saliera con él ella aceptaba; cuando la besaba, ella le devolvía el beso; cuando le acariciaba los pechos por debajo del suéter de esquiadora, ella se limitaba a suspirar con placer; y cuando él llamaba a la puerta de su habitación del hotel a medianoche, ella decía: «No sabes cómo me alegro de que estés aquí».
Pensar en Arne ayudó a enfriar sus sentimientos hacia Digby, y mientras terminaban de cenar Hermia fue dirigiendo la conversación hacia la guerra. Un ejército aliado formado por británicos, tropas de la Commonwealth y fuerzas de la Francia libre había invadido Siria. Solo se trataba de una escaramuza en las fronteras más alejadas, y tanto a ella como a él les costaba mucho atribuir alguna importancia a cómo terminara la operación. El conflicto en Europa era lo único que realmente contaba. Y lo que se estaba librando allí era una guerra de bombarderos.
Cuando salieron del restaurante ya estaba oscuro, pero había luna llena. Fueron en dirección sur hacia la casa de la madre de Hermia en Pimlico, donde iba a pasar la noche. La luna se escondió detrás de una nube cuando estaban cruzando St. James's Park, y Digby se volvió hacia ella y la besó.
Hermia no pudo evitar admirar la rápida seguridad de sus movimientos. Los labios de Digby estuvieron encima de los suyos antes de que ella pudiera volverse. Digby atrajo su cuerpo hacia el suyo con una robusta mano, y los senos de Hermia quedaron apretados contra su pecho. Sabía que hubiese debido sentirse indignada, mas para su consternación se encontró respondiendo. De pronto se acordó de lo que era sentir el duro cuerpo de un hombre y el calor de su piel, y abrió su boca a la de él en una súbita oleada de deseo.
Estuvieron besándose ávidamente durante un minuto; luego la mano de Digby fue hacia los pechos de Hermia y aquello rompió el hechizo. Ella tenía demasiados años y era demasiado respetable para que le metieran mano en un parque. Hermia puso fin al abrazo.
Se le pasó por la cabeza la idea de llevarlo a casa. Imaginó la apenada desaprobación de Mags y Bets, y la imagen la hizo reír.
—¿Qué pasa? — preguntó él.
Hermia vio que parecía herido. Probablemente imaginaba que la risa de ella tenía algo que ver con su incapacidad. He de recordar lo vulnerable que es a las burlas, pensó. Se apresuró a explicarse.
—Mi madre es una viuda que vive con una solterona de mediana edad —dijo—. Estaba pensando en cómo reaccionarían si les dijera que quería traer a un hombre a casa para pasar la noche con él.
La expresión dolida desapareció del rostro de Digby.
—Me gusta tu manera de pensar —dijo, y trató de volver a besarla. Hermia se sintió tentada, pero pensó en Arne, y se resistió al beso poniendo una mano sobre el pecho de Digby.
—Ya está bien —dijo firmemente—. Acompáñame a casa.
Salieron del parque. La euforia momentánea que se había adueñado de Hermia se disipó, y empezó a sentirse nerviosa y preocupada. ¿Cómo podía gustarle besar a Digby cuando amaba a Arne? Mientras pasaban por delante del Big Ben y la abadía de Westminster, una alarma de ataque aéreo apartó todos aquellos pensamientos de su mente.
—¿Quieres que busquemos un refugio? — le preguntó Digby.
Muchos londinenses ya no se ponían a cubierto durante los ataques aéreos. Hartos de noches en las que no se podía dormir, algunos habían decidido que valía la pena arriesgarse con las bombas. Otros se habían vuelto fatalistas, diciendo que una bomba o llevaba tu número escrito en ella o no lo llevaba, y que no había nada que pudieras hacer en ninguno de los dos casos. Hermia no era capaz de tomárselo tan a la ligera, pero por otra parte tampoco tenía ninguna intención de pasar la noche en un refugio antiaéreo con el amoroso Digby. Hizo girar nerviosamente el anillo de compromiso en su mano izquierda.
—Solo estamos a unos minutos de distancia —replicó—. ¿Te importa si seguimos hasta allí?
—Puede que me vea obligado a pasar la noche en casa de tu madre después de todo.
—Al menos dispondré de una carabina.
Cruzaron Westminster a toda prisa para entrar en Pimlico. Los haces de los reflectores sondeaban las nubes dispersas, y entonces oyeron el siniestro zumbido de los aviones pesados, como una gran bestia gruñendo hambrienta desde las profundidades de su garganta. Un cañón de la defensa contra aviones retumbó en alguna parte, y los proyectiles antiaéreos estallaron en el cielo como fuegos de artificio. Hermia se preguntó si su madre estaría conduciendo su ambulancia aquella noche.
Para su inmenso horror, las bombas empezaron a caer cerca, aunque normalmente era el East End industrial el que sufría el peor castigo. Un minuto después, un camión de bomberos pasó rugiendo junto a ellos. Hermia siguió andando lo más deprisa posible.
—Se te ve tan impasible… —dijo Digby—. ¿No estás asustada?
—Por supuesto que estoy asustada —dijo ella impacientemente—. Pero no me dejo llevar por el pánico.
Doblaron una esquina y vieron un edificio en llamas. El camión de bomberos se había detenido delante del edificio y los hombres estaban desenrollando las mangueras.
—¿Cuánto falta? — preguntó Digby.
—Es en la calle que viene —dijo Hermia, jadeando.
Cuando doblaron la esquina siguiente, vieron otro camión de bomberos detenido al final de la calle, cerca de la casa de Mags.
—Oh, Dios —dijo Hermia, y echó a correr. El corazón le palpitaba de miedo mientras corría por la acera. Vio que también había una ambulancia, y al menos una casa en la sección de su madre había sido alcanzada—. No, por favor… —dijo en voz alta.
Cuando estuvo un poco más cerca, se quedó perpleja al descubrir que no podía identificar la casa de su madre, a pesar de que veía con toda claridad que la casa de al lado estaba ardiendo. Se detuvo y miró, tratando de entender qué era lo que estaba mirando. Fue entonces cuando por fin se dio cuenta de que la casa de su madre había desaparecido. Lo único que quedaba de ella era un hueco en la terraza y un montón de escombros. Hermia gimió con desesperación.
—¿Esa es la casa? — preguntó Digby.
Hermia asintió, incapaz de hablar.
Digby llamó a un bombero con una voz llena de autoridad.
—¡Usted! — dijo—. ¿Hay alguna señal de los ocupantes de ese edificio?
—Sí, señor —dijo el bombero—. Una persona quedó hecha pedazos por la detonación. — Señaló el pequeño patio delantero de la casa intacta que había al otro lado. Un cuerpo yacía sobre una camilla encima del suelo. La cara estaba tapada.
Hermia sintió que Digby la cogía del brazo. Entraron juntos en el patio.
Hermia se arrodilló y Digby descubrió la cara.
—Es Bets —dijo Hermia, experimentando un alivio tan intenso que no pudo evitar sentirse culpable.
Digby estaba mirando en torno a él.
—¿Quién es esa que está sentada encima de la pared?
Hermia levantó la vista, y el corazón le dio un vuelco cuando reconoció la figura de su madre, con su uniforme de conductora de ambulancias y su sombrero metálico, encogida sobre el murete como si la vida hubiera huido de ella.
—¿Madre? — dijo.
Su madre alzó la mirada, y Hermia vio que las lágrimas corrían por su cara.
Hermia fue hacia ella y la rodeó con los brazos.
—Bets ha muerto —dijo su madre.
—Lo siento, madre.
—Me quería tanto… —sollozó su madre.
—Lo sé.
—¿De veras? ¿Lo sabes? Bets pasó toda su vida esperándome. ¿Te habías dado cuenta de eso? Toda su vida.
Hermia estrechó a su madre entre sus brazos.
—Lo siento muchísimo —dijo.
Cuando Hitler invadió Dinamarca la mañana del 9 de abril de 1940, había unos doscientos barcos daneses en el mar. Durante todo ese día, las emisiones en danés de la BBC pidieron a los marineros que pusieran rumbo hacia puertos aliados en vez de regresar a casa para encontrarse con un país conquistado. En total, unos cinco mil hombres aceptaron la oferta de refugio. La mayoría buscaron un puerto en la costa este de Inglaterra, izaron la Union Jack y continuaron surcando los mares bajo la bandera británica. Como consecuencia de ello, a mediados del año siguiente pequeñas comunidades de daneses ya se habían establecido en varios puertos ingleses.