Vuelo final (62 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Harald tiró de la palanca y Karen elevó suavemente el morro del avión con su control. Cuando a Harald ya le parecía que casi tocaban el suelo, continuaron volando durante cosa de unos cincuenta metros. Luego hubo una brusca sacudida cuando las ruedas entraron en contacto con la tierra.

El avión solo necesitó unos cuantos segundos para empezar a reducir la velocidad. Cuando se detuvo, Harald miró por la ventana rota y vio, a escasos metros de distancia, un hombre joven sentado en una bicicleta que los estaba contemplando con la boca abierta desde un sendero que discurría junto al campo.

—Me pregunto dónde estamos —dijo Karen.

Harald llamó al hombre de la bicicleta.

El hombre, que era bastante joven, lo miró como si hubiera llegado del espacio exterior.

—¡Hola! — dijo en inglés—. ¿Qué lugar es este?

—Bueno —dijo finalmente—, no es el maldito aeropuerto.

EPÍLOGO

Veinticuatro horas después de que Harald y Karen hubieran tomado tierra en Inglaterra, las fotografías de la estación de radar alemana en Sande que había tomado Harald ya habían sido impresas, ampliadas y clavadas en una pared de una espaciosa sala de un gran edificio en Westminster. Algunas habían sido marcadas con flechas y anotaciones. En la sala había tres hombres con uniformes de la RAF, examinando las fotos y hablando en voz baja y agitada.

Digby Hoare llevó a Harald y Karen a la sala y cerró la puerta, y los oficiales se volvieron. Uno de ellos, un hombre alto con un bigote gris, dijo:

—Hola, Digby.

—Buenos días, Andrew —dijo Digby—. Este es el vicemariscal del Aire sir Andrew Hogg. Sir Andrew, permítame presentarle a la señorita Duchwitz y el señor Olufsen.

Hogg estrechó la mano izquierda de Karen, ya que la derecha todavía la llevaba en cabestrillo.

—Es usted una joven excepcionalmente valiente —dijo. Hablaba inglés con un curioso acento que acortaba cada palabra y hacía que su voz sonara como si tuviera algo dentro de la boca, y Harald tuvo que aguzar el oído para entender lo que decía—. Un piloto experimentado se lo pensaría dos veces antes de cruzar el mar del Norte a bordo de un Hornet Moth —añadió.

—Si quiere que le diga la verdad, cuando despegué no tenía ni idea de lo peligroso que era —replicó.

Hogg se volvió hacia Harald.

—Digby y yo somos viejos amigos. Me ha dado un informe completo sobre su interrogatorio y, francamente, no sabría decirles lo importante que es esta información. Pero quiero que vuelva a exponerme su teoría acerca de cómo esos tres aparatos operan conjuntamente.

Harald se concentró, recuperando de su memoria las palabras inglesas que necesitaba. Señaló la instantánea general de las tres estructuras que había tomado.

—La antena grande nunca cesa de girar, como si estuviera examinando constantemente los cielos. Pero las antenas más pequeñas suben y bajan y se inclinan de un lado a otro, y me pareció que tenían que estar siguiendo la trayectoria de los aviones. Y además…

Hogg lo interrumpió para dirigirse a los otros dos oficiales.

—Envié a un experto en radio para que efectuara un vuelo de reconocimiento sobre la isla esta mañana al amanecer. Captó emisiones radiofónicas en una longitud de onda de dos coma cuatro metros, presumiblemente emanando de la gran Freya, y también ondas de cincuenta centímetros, presumiblemente procedentes de las máquinas más pequeñas, las cuales deben de ser Wurtzburgs. — Se volvió hacia Harald—. Continúe, por favor.

—Así que supuse que la máquina grande avisa de la aproximación de los bombarderos cuando estos todavía se encuentran bastante lejos. De las máquinas más pequeñas, una detecta a un bombardero y la otra sigue al caza que es enviado para atacarlo. De esa manera, un controlador podría dirigir a un caza hacia el bombardero con una gran precisión.

Hogg se volvió nuevamente hacia sus colegas.

—Creo que tiene razón. ¿Qué opinan? Aun así, me gustaría saber cuál es el significado de
himmelbett
—dijo uno de ellos.

—¿
Himmelbett
? — dijo Harald—. Esa es la palabra alemana para una de esas camas…

—En Inglaterra la llamamos una cama de cuatro postes —le explicó Hogg—. Hemos oído que el equipo de radar opera en un himmelbett, pero no sabemos qué quiere decir eso.

—¡Oh! — dijo Harald—. Me he estado preguntando cómo organizarían las cosas los alemanes. Esto lo explica.

Se hizo el silencio en la sala.

—¿Lo explica? — preguntó Hogg.

—Bueno, si usted estuviera al mando de la defensa aérea alemana, tendría sentido que dividiera sus fronteras en bloques de espacio aéreo, digamos de ocho kilómetros de ancho por treinta de fondo, y que luego asignara un conjunto de tres máquinas a cada bloque… o
himmelbett
.

—Sí, puede que esté en lo cierto —dijo Hogg con voz pensativa—. Eso les proporcionaría una defensa casi impenetrable.

—Si los bombarderos vuelan los unos al lado de los otros, sí —dijo Harald—. Pero si ustedes hicieran que sus pilotos volaran siguiendo una hilera, y los enviaran a todos a través de un solo himmelbett, entonces la Luftwaffe únicamente podría seguir la trayectoria de un bombardero, y los otros tendrían muchas mas posibilidades de atravesar la defensa.

Hogg lo contempló en silencio durante unos momentos. Luego miró a Digby, y a sus dos colegas, y después volvió nuevamente la mirada hacia Harald.

—Como un torrente de bombarderos —dijo Harald, no muy seguro de si lo habían entendido.

El silencio se prolongó. Harald se preguntó si habría algo en su inglés que les impedía comprenderlo.

—¿Ve lo que quiero decir? — preguntó.

—Oh, sí —dijo Hogg finalmente—. Veo exactamente lo que quiere decir.

La mañana siguiente Digby sacó de Londres a Harald y Karen en un coche y los llevó al noreste. Después de tres horas de viaje, llegaron a la casa de campo que había sido ocupada por la fuerza aérea para utilizarla como alojamientos los oficiales. A cada uno se le dio una pequeña habitación provista de un catre, y después Digby les presentó a su hermano, Bartlett.

Por la tarde todos fueron con Bart a la estación de la RAF cercana en la que se hallaba estacionado su escuadrón. Digby se había ocupado de que pudieran asistir a la reunión preparatoria, diciéndole al comandante local que su presencia formaba parte de un ejercicio secreto de inteligencia; y no se hicieron más preguntas. Escucharon mientras el oficial al mando explicaba la nueva formación que utilizarían los pilotos para la incursión de aquella noche: el torrente de bombarderos.

Su objetivo iba a ser Hamburgo.

La misma escena fue repetida, con distintos objetivos, en pistas esparcidas a lo largo de todo el este de Inglaterra. Digby le dijo a Harald que más de seiscientos bombarderos tomarían parte en el desesperado intento de aquella noche de alejar a una parte de los efectivos de la Luftwaffe del frente ruso.

La luna salió unos minutos después de las seis de la tarde, y a las ocho los motores gemelos de los Wellington empezaron a rugir. En la gran pizarra negra de la sala de operaciones, estaban anotados los tiempos de despegue junto con la letra de código para cada aparato. Bart pilotaría la G de George.

A medida que anochecía y los operadores de radio iban informando desde los bombarderos, sus posiciones fueron siendo marcadas en un gran mapa de mesa. Los marcadores iban acercándose cada vez más a Hamburgo. Digby fumaba un nervioso cigarrillo detrás de otro.

El avión que encabezaba la formación, la C de Charlie, comunicó que estaba siendo atacado por un caza, y luego sus transmisiones cesaron. A de Abraham llegó a la ciudad, comunicó que había una intensa defensa antiaérea y lanzó incendiarias para iluminarle el objetivo a los bombarderos que lo seguían.

Cuando estos empezaron a dejar caer sus bombas, Harald pensó en sus primos los Goldstein en Hamburgo, y esperó que estuvieran a salvo. Como parte de su trabajo escolar del año pasado había tenido que leer una novela en inglés, y había elegido La guerra en el aire de H. G. Wells, que le había dado una dantesca visión de una ciudad siendo atacada desde el aire. Harald sabía que aquella era la única manera de derrotar a los nazis, pero aun así temía por lo que pudiera ocurrirle a Monika.

Un oficial fue hacia Digby y le dijo en voz baja que habían perdido contacto radiofónico con el avión de Bart.

—Puede que solo sea un problema del transmisor —dijo.

Uno a uno, los bombarderos llamaron para comunicar que estaban regresando…, todos salvo la C de Charlie y la G de George.

El mismo oficial regresó para decir:

—El artillero posterior de la F de Freddie dice que vio caer a uno de los nuestros. No sabe cuál era, pero me temo que suena como la G de George.

Digby hundió la cara en las manos.

Las fichas que representaban a los aviones fueron retrocediendo poco a poco a través del mapa de Europa que cubría la mesa. Solo «C» y «G» se quedaron encima de Hamburgo.

Digby telefoneó a Londres, y luego le dijo a Harald:

—El torrente de bombarderos funcionó. Estiman un índice de pérdidas inferior al que hemos tenido durante el último año.

—Espero que Bart se encuentre bien —dijo Karen.

Los bombarderos empezaron a regresar durante las primeras horas de la madrugada. Digby salió fuera, y Harald y Karen se reunieron con él para contemplar cómo los grandes aviones tomaban tierra sobre la pista y sus tripulaciones salían de ellos, cansadas pero llenas de júbilo.

Cuando se puso la luna, todos habían regresado menos Charlie y George.

Bart Hoare nunca volvió a casa.

Harald se sentía muy deprimido mientras se quitaba la ropa y se ponía el pijama que le había prestado Digby. Hubiese debido estar exultante. Había sobrevivido a un vuelo increíblemente peligroso, entregado datos cruciales a los británicos y visto cómo aquella información salvaba las vidas de centenares de aviadores. Pero la pérdida del bombardero de Bart, y el dolor en el rostro de Digby, hacían que se acordara de Arne, que había dado su vida por todo aquello, y de Poul Kirke, y de los otros daneses que habían sido arrestados y que era casi seguro serían ejecutados por el papel que habían desempeñado en el triunfo; y lo único que podía sentir era tristeza.

Miró por la ventana. Estaba amaneciendo. Corrió las delgadas cortinitas amarillas sobre la pequeña ventana y se acostó. Luego yació allí, sin poder dormir y sintiéndose fatal.

Pasado un rato entró Karen. Ella también llevaba un pijama prestado, con las mangas y las perneras enrolladas para acortarlas. Su rostro estaba muy solemne. Sin decir nada, se metió en la cama junto a él. Harald sostuvo su cálido cuerpo entre sus brazos. Karen apoyó la cara en su hombro y empezó a llorar. Harald no le preguntó por qué lloraba. Se sentía seguro de que ella estaba teniendo los mismos pensamientos que él. Karen lloró hasta quedarse dormida en sus brazos.

Pasado un tiempo, Harald fue adormilándose. Cuando volvió a abrir los ojos, la luz del sol entraba a través de las delgadas cortinas. Harald contempló con asombro a la joven que tenía en sus brazos. Había soñado despierto muchas veces que dormía con ella, pero nunca había llegado a imaginárselo de aquella manera.

Podía sentir las rodillas de Karen, y una cadera que se le clavaba en el muslo, y algo suave junto a su pecho que pensó podía ser un seno. Contempló el rostro de Karen mientras dormía, estudiando sus labios, su barbilla, sus rojizas pestañas, sus cejas. Sintió como si el corazón fuera a estallarle de puro amor.

Al cabo Karen abrió los ojos. Le sonrió y dijo: «Hola, cariño mío». Luego lo besó.

Un rato después, hicieron el amor.

Tres días después, Hermia Mount apareció.

Harald y Karen entraron en un pub cercano al palacio de Westminster, esperando encontrarse con Digby, y allí estaba Hermia, sentada a una mesa con una ginebra con tónica delante de ella.

—Pero ¿cómo ha vuelto a casa? — preguntó Harald—. La última vez que la vimos, estaba golpeando en la cabeza a la agente de detectives Jespersen con su maleta.

—Había tanta confusión en Kirstenslot que pude escabullirme antes de que nadie se fijara en mí —dijo Hermia—. Eché a andar hacia Copenhague al amparo de la oscuridad y llegué a la ciudad cuando salía el sol. Luego volví a utilizar la ruta por la que había venido: de Copenhague a Bornholm en transbordador, luego una embarcación de pesca a través del mar hasta Suecia, y un avión desde Estocolmo.

—Estoy segura de que no resultó tan fácil como lo hace parecer —dijo Karen.

Hermia se encogió de hombros.

—Comparado con la terrible prueba por la que pasaron ustedes, no fue nada. ¡Menudo viaje!

—Estoy muy orgulloso de todos vosotros —dijo Digby, aunque a Harald le pareció, por la expresión de ternura que había en su rostro, que se sentía especialmente orgulloso de Hermia. Luego consultó su reloj y dijo—: Y ahora tenemos una cita con Winston Churchill.

La alerta de ataque aéreo empezó a sonar mientras estaban cruzando Whitehall, así que vieron al primer ministro en el complejo subterráneo conocido como las Salas del Gabinete de Guerra. Churchill estaba sentado detrás de un pequeño escritorio en un despacho lleno de cosas. Un mapa de Europa a gran escala colgaba de la pared detrás de él, junto a una pared había una cama individual cubierta con una colcha verde. El primer ministro vestía un traje a rayas de color claro y se había quitado la chaqueta, pero tenía un aspecto inmaculado.

—Así que usted es la moza que voló sobre el mar del Norte a bordo de un Tiger Moth —le dijo a Karen, estrechándole la mano izquierda.

—Un Hornet Moth —lo corrigió ella. El Tiger Moth era un avión descubierto—. Creo que en un Tiger Moth habríamos muerto congelados.

—Ah, sí, por supuesto. — Se volvió hacia Harald—. Y usted es el muchacho que inventó el torrente de bombarderos.

—Fue una de esas ideas que nacen de una discusión —dijo Harald, sintiéndose un poco avergonzado.

—Esa no es la manera en que me han contado la historia, pero tanta modestia dice mucho en favor de usted. — Churchill se volvió hacia Hermia—. Y usted que lo organizó todo, señora, vale por dos hombres.

—Gracias, señor —dijo Hermia, aunque Harald supo por su seca sonrisa que aquello no le parecía gran cosa como cumplido.

—Con su ayuda, hemos obligado a Hitler a retirar centenares de cazas del frente ruso y devolverlos a Alemania para la defensa de la Madre Patria. Y, en parte gracias a ese éxito, quizá les interese saber que hoy he firmado un pacto con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La Gran Bretaña ya no se encuentra sola. Tenemos como aliada a una de las potencias más grandes del mundo. Rusia quizá haya tenido que doblar la rodilla, pero dista mucho de estar vencida.

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