Y punto (43 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—Gracias de nuevo por su sinceridad, señor Butragueño.

—Haga su trabajo y averigüe qué le pasó, con eso me doy por satisfecho.

—Haré todo lo que esté en mis manos, le doy mi palabra. Y quede tranquilo, puede contar con mi silencio.

—Me importa un pito el silencio, pregunte a su marido y verá qué fama tengo —se ríe con desdén y algo de dolor, puedo notarlo—. No olvide darle recuerdos de mi parte. No tenía muy buen concepto de él, pensaba que era un muermo, un apagado, pero ahora que la conozco mi punto de vista ha cambiado. Dígale que hace falta tener un par para casarse con usted.

Qué fuerte, piensa. Y casi se sorprende de la facilidad con que lo ha conseguido. Cuando se lo cuente a Ramón no se lo va a creer.

O sí, por qué no, él mismo lo ha dicho: que es un putero lo sabe toda la profesión. Y, contenta, decide anotar en su lista de nombres en clave las verdaderas identidades que poco a poco va despejando, de momento sólo tres de casi treinta, pero tampoco está mal, acabo de empezar, y esta novela que me estoy montando cada vez más está dejando de ser puro invento para convertirse en realidad, en crónica certera, en verídica certeza. Ahora sólo queda insistir con los dos que estaban fuera de cobertura y, de pronto, se desconcierta al ver llegar a un agente que baja a avisarla de que hay una mujer fuera, en doble fila, que pregunta por ella. Extrañada sale preguntándose qué puede pasar y se encuentra a Zafrilla sentada en su coche con cara de impaciencia.

—Aún no sé nada del Bebé —la ataja Clara antes de que se eche a reclamar su pago—. He puesto a París a tiempo completo en el tema, pero tampoco es para que te plantes aquí como una manifestante en huelga, ¿no ha pasado ni medio día y ya te impacientas? Y a todo esto, ¿por qué no has entrado?

—Ni de coña, sólo falta que tus compañeros se pongan a aullarme para espantármelo —rechaza—. ¿Cómo sabes que te iba a preguntar por él?

—Primero: soy policía. Segundo: te conozco desde hace demasiado tiempo. Y tercero: ¿estás segura de lo que estás haciendo? Al final te arrepentirás. Es un liante, un trepa recién salido del barrio, un dandy del extrarradio que se pirra por encandilar a las damas, que picotea de fiesta en fiesta, de cama en cama.

—No seas agorera. Es cierto que quería saber cómo iba la cosa, pero esta vez te has pasado de lista y me arrepiento de haber venido hasta aquí, además de a preguntar por «lo mío», a traerte personalmente noticias frescas de tus casos.

—A ver, Laura, qué tienes —exige acodándose en su ventanilla.

—Primero: un cabreo descomunal porque crees que soy tonta. Segundo: un cabreo descomunal porque piensas que no sé defenderme sola. Y tercero: la identidad de la huella parcial en la medalla del Culebra —y se embarca en uno de esos silencios que tanto odio para mirarme con esa cara suya de lista de la clase—. Qué, ¿soy o no tan petarda?

—Primero: eres una completa petarda. Segundo: el Bebé tiene novia por mucho que se empeñe en llamarla «vieja amiga». Y tercero: dime de quién es la huella, anda, que me estoy poniendo negra.

—Antes quiero que te quede muy claro que no tengo quince años y que sólo busco una aventura corta y pasármelo bien en la cama. Y ahora agárrate, Clarita, la huella pertenece a la prostituta muerta.

—No lo entiendo, ¿cómo no lo visteis antes?

—París estaba tan seguro de que sólo podía ser de un hombre que no se me ocurrió de entrada comprobar esta alternativa. La verdad es que parecía una huella un poco ancha para ser de mujer, por eso, hasta que no me fijé en la similitud que había con las que encontré en su apartamento, no lo vi claro. Mira qué tontería, podía haber empezado por ahí, aunque a veces no se trata de tener con qué comparar, sino de caer en la cuenta.

—Vale, te debo una. Y te prometo que desde ahora seré más buena todavía.

—No te lo crees ni tú —pero relaja el gesto—. Llámame pronto con noticias.

Y me guiña un ojo, arranca y se va dejándome feliz en medio de la calle, con una sonrisa de tonta en la cara de la que se ríe con sorna el gilipollas de la puerta que, al entrar, me susurra un dile a tu amiga que no mordemos y, acordándome de su madre y de por qué no abortaría a su debido momento, vuelvo a mi mesa y me doy cuenta de que estoy sola y no tengo con quién celebrar el hallazgo. Piensa en telefonear a Ramón pero pronto descarta la idea, estará ocupado, y además, sigue cabreado por culpa de la bronca sobre los pijos y
Matisse
, que sigue sin salir del armario y ya estoy por llamar a la Asociación de Gays y Lesbianas a ver si la convencen. Ayer mi maridito no me habló en toda la noche, ni hoy durante el desayuno, ni tampoco me ha llamado esta mañana. Cabezón. A veces desearía que todo se acabara, no sentirme tan endeble en su presencia, esta sensación de deuda perpetua porque él sea el único que me defiende y de indefensión absoluta a la vez ante él, que puede hacerme todo el daño que quiera, que ni se da cuenta de que soy vulnerable y de que es quien más me lastima, de lo cruel que está siendo al hacerme sufrir con su silencio empecinado de idiota estúpido imbécil a quien no pienso llamar jamás, nunca, se acabó esto de dejarse machacar, se acabaron los días de bocas cerradas como castigo. Hoy no aparezco por casa a cenar, decidido, me voy al cine sola, no le aviso, no le dejo la cena hecha y que se pregunte dónde estoy y por qué no he llamado. ¿No quiere silencio? Pues lo va a tener con todas las consecuencias. He decidido empezar a plantarle cara. Y punto.

Y resuelta, haciéndose gestos de asentimiento, dándose la razón como las locas de los cartones que van por la calle envueltas en sus conversaciones imaginarias, inmersas en eternos monólogos con las mujeres que fueron en otra vida, decide que no necesita a nadie, que nadie la va a entender ni la va a felicitar ni la va a apoyar porque nadie valora realmente el verdadero mérito de su trabajo, la lucha que mantiene consigo misma y sus ganas de dejarlo y descansar por fin de los demás, que no la entienden, que no se enteran de nada, y se inclina sobre los eternos montones de pruebas que no decrecen y, por tener la mente ocupada, por hacer algo, elige de lo rescatado en la chabola del Culebra la diminuta agenda cutre de apenas veinte paginillas y decide ojearla, a ver qué apuntaba, se dice, y no tarda ni un segundo en comprender que es el típico recuento de las visitas de un camello con la exhaustiva anotación de cantidades, chutes y deudas canceladas. Sólo una única anotación personal destaca, el 27 de noviembre, con mayúsculas:
CUMPLEAÑOS NENA
.

Quién será esa «nena», se pregunta mientras apunta el dato en su mente y en su propia libreta de notas y se centra en la montaña de documentos requisados de la casa de Olvido, y ya que estamos con agendas vayamos a por la suya, de piel roja y sin duda más gruesa, llena de extrañas siglas escritas con esa peculiar caligrafía de íes como rayos y oes como conchas de caracol y sólo iniciales, cifras que no acaba de entender y sí, esto es lo que necesito, un buen jeroglífico para perderme en acertijos abstractos, en imposibles combinaciones, para no tener que pensar en problemas mucho más cercanos.

Se recuesta en su silla con los pies sobre su escritorio, da un trago corto a su sempiterna botellita con agua del grifo y, armada de paciencia, con ganas de dejar correr el tiempo, empieza a pasar hojas al tuntún hasta constatar que Olvido tenía citas previstas para los próximos dos meses. Y quién coño sería ese cliente que dio la alarma el pasado miércoles, se dice, que mira que le he dado vueltas y no consigo intuir nada y al final voy a tener que llamar a todos los nombres de la lista sabiendo que, de los que consiga hacer hablar, ninguno va a decir la verdad. Excepto Butragueño, claro. Cuando se lo cuente a Ramón se va a descojonar. Si algún día decido volver a dirigirle la palabra, claro.

«Letrado Insaciable», hay que ver, qué querría decir, ¿que era un superdotado del sexo?, ¿que echaba siete polvos en una tarde? No, si al final hasta va a tener méritos el tío. Y dejando correr la vista sobre las hojas mientras cavila, se topa con un «L.I.» marcado en letras grandes y lo mismo va a ser éste mi abogado, ¿no decía que solía visitarla una vez al mes? Y busca interesada más «L.I.» anotados en otros meses distintos y sí, complacida comprueba que, con una periodicidad de reloj suizo, el insigne Roberto Butragueño, descendiente de tan noble estirpe legal, solía quedar mensualmente con Olvido, su clienta más profesional. Clara resopla de pronto como una ciega sorprendida por la luz. Porque se le acaba de caer de golpe la venda de los ojos, porque ahí, en la agenda, debería de estar todo, porque si «Letrado Insaciable» es «L.I.» también tienen que estar los demás, y entonces ¿quién será el del miércoles 9 de octubre en que ella apareció muerta?

Pasa ahora las páginas una a una, fijándose bien y constatando que, en el rosario de iniciales, hay tres letras que se repiten todos los miércoles, incluido también el de la fecha fatídica: «S.H.C.». Quién es, se cuestiona mientras busca con prisa en su libreta la lista de nombres en clave que copió de la memoria del teléfono. Aquí está, no cabe duda: «Sencillo Hombre de Campo». Bingo. Era uno de los cuatro que marqué con un signo positivo, de los que tenían más posibilidades al haber sido bautizados con un alias de connotaciones amables.

Ahora sólo me queda llamar.

Nerviosa, inquieta por la emoción del inminente descubrimiento, marca los nueve dígitos y espera impaciente, molesta por cada nuevo tono que retarda el momento en que alguien descuelgue.

Pero al otro lado sólo hay silencio y, sin esperarlo, salta de pronto un mensaje grabado que dice con voz seria y cansada que ése es el móvil de Julio Olegar, si quiere dejar algún mensaje, espere a oír la señal. Gracias. Porque ahora no estoy, porque hoy es miércoles, porque le he dicho a todo el mundo que me voy al club a jugar al squash, porque no puedo más con esta vorágine de consejos de dirección, índices de Bolsa y broncas con Esteban sin cesar, con hijas que ya me pillan viejo para jugar y una mujer que nunca me va a enamorar. Porque lo que quiero es fugarme, escaquearme, rendirme al descanso reparador, al sueño que entra tras un polvo que te deja como nuevo, al sosiego de un apartamento coqueto al que ni una sola cita quiero faltar, porque en mi puta existencia de pobre rico no hago más que mentir para encontrar mi verdad, usar como tapadera a un buen amigo para que me dejen algo de libertad, escaparme de mis deberes cotidianos para reponer fuerzas y volver de nuevo a la carga esperando como un loco que pase la semana hasta regresar otro miércoles más a sus manos, a sus piernas, dormir abrazado a su vientre con los dedos enredados en el vello de su pubis, en la cama que es mi paraíso, en la bañera donde chapoteamos como niños y donde me ducharé para que nadie huela su rastro en mi piel, con la raqueta en su funda llena de telarañas mientras yo desenredo la maraña de ruina en que se ha convertido mi vida.

Clara agarra su botellita como si fuera un turista recién salido de un desierto en el que ha permanecido perdido un siglo entero. Quiere respirar a bocanadas, empaparse de agua para que chorree por su cuello y danzar en círculos como los indios, aullando, gritando, celebrando su descubrimiento porque ahora entiende el dato que le llamó la atención en el relato de los hechos, porque ahora comprende por qué don Julio Olegar iba a mediodía al gimnasio y luego por la tarde al club y eso no tenía sentido, deporte dos veces en un día no a menos que una de esas veces fuera mentira, más bien deporte antes de presentarse a media tarde en el apartamento de Olvido para desgastarse mucho más, para liberar las tensiones de hombre en celo que no aguanta ya, pero entonces suena su teléfono, odioso, inagotable, perpetuo como una condena en el infierno, incansable como un ligón achispado, detestable como su aliento de vino en tu cara diciéndote piropos prestados, y se obliga a bajar de su nube de humo apache y cogerlo.

—Buenas tardes, he recibido una llamada de su número —es una voz de hombre mayor—. ¿Qué deseaba de mí?

—Disculpe, ¿podría decirme cuál es su nombre? —a que ya la he liado.

—Vitorio Grandal —responde tajante—, y usted debería saberlo, porque no hace ni media hora que me llamó. Lo único que he hecho ha sido limitarme a pulsar el botón de rellamada.

La leche. El pez gordo. Y qué le digo si éste, bien lo sé yo, seguro que es el «Padrino».

—Yo soy Clara Deza —responde sin pensar, como impelida por una fuerza que la obliga a revelarse, como cuando el sargento instructor daba voces en la academia y todos respondían a una ¡señor, sí, señor!, como un acto reflejo que se hace sin pensar en su sentido, como los chuchos con los que experimentaba y torturaba Pavlov detrás de su azucarillo.

—Ya lo sé, y celebro que me haya llamado —comenta, insólito caso, la mar de amistoso—. Estaba a punto de comunicarme con usted.

—¿Conmigo? ¿Por qué?

—Quería darle las gracias. Ha sido un gran detalle. Se nota que es una persona sensible y considerada.

Dios mío, ¿qué he hecho yo? Disimula, disimula, di-si-mu-la.

—Lo siento, pero no tengo ni idea de a qué se refiere —confiesa sin obedecer a sus propias consignas.

—Y además, humilde —añade—. Me cae bien. Pues verá, ayer envié a uno de mis hombres de confianza a recuperar en el Instituto Anatómico el cuerpo de una persona muy querida, casi un hijo. Al volver me informó de que alguien se había preocupado en buscar un traje con que darle sepultura. Usted, que pensó en proporcionarle un final digno aun cuando ni siquiera sabía si Enrique iría a parar a una fosa común. Le estoy muy agradecido y me gustaría conocerla en persona para demostrarle todo mi aprecio por sus desvelos hacia nuestro querido amigo.

—Yo también le apreciaba, pero no quisiera molestarle. —Insisto.

—Mire —y duda antes de hablar—, ¿usted sabe en qué trabajo?

Oigo su cascada risita al fondo, muy al fondo del hilo telefónico, lejísimos, como en las profundidades de un abismo donde dio la vuelta el aire.

—Por supuesto, sé quién es y dónde trabaja. Usted también sabrá, espero, que soy un venerable empresario sin nada que ocultar —ironiza—. Qué me dice, ¿acepta venir mañana? No me diga que no le pica la curiosidad.

—Allí estaré.

—A las once. Seguro que conoce mi dirección. Ha sido un placer hablar con usted.

La que acabo de liar.

Cómo le explico yo esto a Carahuevo.

XV

—¡Noooo, por favor! ¡No me mates!

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