Y punto (38 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

»Es que anda que tienes cabeza, sí, muy lindo, muy cariñoso y mucha hostia en verso y qué pena me daba el pobrecito pasando frío con ese mimo cabrón, pero ¡es que una cosa como ésta se pregunta, coño! Claro, en tu caso no, tú a tu bola. Y el gilipollas de Ramón que cargue con las consecuencias. Ahora, en vez de una, toma, dos tazas, y yo venga a limpiar cacas de gato, y vómitos de gato, y pelos de gato flotando por toda la casa mientras tú, como si nada, en el curro pasando de todo, jugando a polis y cacos. Es lo de siempre, que no piensas en mí, que te doy igual, que te da lo mismo llenarme la casa de animales recogidos en la calle, que te importa un bledo cargarme de trabajo, que sólo piensas en ti y en lo tuyo, y el gatito te daba pena, vale, pero ¿es que acaso yo no te doy pena, es que he hecho oposiciones para ser tu esclavo?

»Y
Matisse
no va a salir de ahí dentro, que lo sepas.

»No, no intentes sacarla a la fuerza ni abrir una lata de comida para sobornarla, ya lo he probado todo. No va a salir aunque se muera de hambre, tiene un cabreo descomunal. Y no, no me mires así, ni es una diva ni una mimada ni una malacostumbrada. Es que tiene razón. Es que hasta la gata tiene más cabeza que tú, porque con su cerebro de cacahuete bien que se ha dado cuenta de que esta casa de mierda es demasiado pequeña para dos gatos. Pero no, tú que eres tan lista y lo tienes todo tan claro, tú que actúas siempre por impulsos y te dejas llevar por la emoción y no te paras a pensar en nada… Tú sabrás lo que haces. Y míralo, el gatito tan feliz y tan guarro lampando por todas las habitaciones y la nuestra dentro del armario. A ver, lista, a ver cómo lo arreglas.

»No, claro, la solución desagradable me tocará a mí, como siempre. Si trago porque, a qué negarlo, el minino me da pena y me tengo que comer el marrón de cuidar ahora a dos. Y pagar más vacunas, y comida, y luego castrarlo, que todo eso vale una pasta y, por cierto, seguro que tampoco te has parado a pensarlo, ¿a que no? Y si no trago y te obligo a devolverlo o a dárselo a quien sea, entonces soy un cerdo egoísta. Lo que soy es práctico y realista. ¿O no?

»Y digo yo que tendrá un nombre… ¿
Panocha
? ¿Qué mierda de nombre es ése? Claro, sólo a un mimo callejero podría ocurrírsele. ¿Y piensas dejárselo? Bueno, lo cierto es que le pega.
Panocha
. Un poco largo, pero es gracioso, y la verdad es que el bicho también lo es, lo reconozco, con ese hociquillo naranja, esas almohadillas rosadas, esos calcetines blancos… Si no fuera porque
Matisse
no sale del armario.

»¡Clara, que sigue sin salir! Y tampoco come. Tenemos un problema y te va a tocar pensar en algo ya. ¡Que esto no se puede aguantar!

*

—Buenas tardes, soy la subinspectora Deza. Quisiera ver a Esteban Olegar. Quedamos en que me pasaría por aquí a hablar con él y con la señora de la casa. ¿Podría avisarles, por favor? —pregunto con la mejor de mis sonrisas.

—Espere —ordena gélida la empleada de servicio que me ha abierto, un cruce entre muñeca de cera y Miss Danvers, el ama de llaves de
Rebeca
, mientras intento evitar que me arrebate lo que llevo entre mis manos.

—Esto, por el momento, prefiero quedármelo yo, si no le importa.

Y se marcha, creo que más molesta todavía, y me deja aquí plantada sin decirme que pase o que me siente o que va a avisar o lo que sea que deba hacer. Por si las moscas me quedo de pie, no vaya a ser que aparezca otro sirviente y me eche una regañina por sentarme, que no me extrañaría nada.

—¿Agente Deza? —es Esteban, aunque no lo parece porque ni lleva camisa de rayas ni pantalones oscuros impecables ni zapatos color burdeos cegadores de tan lustrados ni peluco de medio kilo en la muñeca. Es, ahora mismo, tan normal como cualquier joven de su edad, con sus vaqueros usados, su camiseta blanca y su pelo alborotado aparentando lo que en realidad es: alguien extenuado y destrozado tras tener que enfrentarse con el cadáver de su padre—. ¿Qué se le ofrece? —pregunta sorprendido y con la guardia bajada, porque sonríe.

—Quedé en pasarme por aquí para ver a su madrastra y…

—Ah, ya —y entonces ensombrece el gesto y se vuelve frío, lacónico, despótico de nuevo, como un adolescente irritado porque no vienen a verle a él, como un niño mimado molesto porque no le prestan la suficiente atención, igual que mi gata, porque no es el protagonista en el cumpleaños de su hermano.

Estoy a punto de decirle que si es mal momento me voy, comprendo que se sienta incómodo, sólo aparecí porque es mejor hacerlo cuanto antes, no vaya a ser que con el ajetreo del entierro se olviden pequeños detalles, se mezclen las versiones de unos y de otros, se confundan los recuerdos. Pero no llego a abrir la boca porque una voz infantil surge de la penumbra del pasillo, una voz que chilla risueña como una herejía rompiendo el duelo de una casa sin amo, y una pequeña rubia, de pelo largo y camisón azul cielo aparece corriendo y se lanza sin mirar, como una falsa suicida convencida de que va a haber alguien bajo su ventana para sostenerla, a los brazos de Esteban. Una vez instalada en el cómodo refugio del regazo de su hermano, imagino que Alicia, la mediana, pues aparenta unos seis años, me mira como sólo las crías hiperprotegidas pueden hacerlo, no como los niños a los que sus padres avisan de que no se deben aceptar caramelos de extraños, no como los niños que llegan a casa con la nariz sangrando tras una pelea en el patio, no como los que siempre son los últimos en ser recogidos en la puerta del colegio porque hoy mamá también ha salido tarde del trabajo.

No, esta niña es como las princesas de los cuentos, es bella en la máxima acepción de la palabra. No linda ni mona ni graciosa, sino bella como una bailarina de Degas, como una muñequita de porcelana que nunca se ha roto y no han tenido que pegar, perfecta como sólo puede serlo quien no conoce el recelo, etérea como sólo se lo permitiría un hada que no concibe el pecado, altiva como las hijas del zar que no han hecho otra cosa en su vida más que mandar, insólita como la existencia de alguien que nunca ha tenido que suplicar, traídas y llevadas, peinadas y vestidas por sirvientes, adoradas como deidades por manos famélicas de belleza, por padres henchidos de riquezas. Esta niña no tiene miedo, y tal vez por eso me mire tan desnuda, tan directa, tan inocente.

—Soy Alicia. ¿Quién eres

? —me pregunta muy seria.

—Clara —respondo incómoda por la fría disección de sus ojos de gacela serenos, inhumanos quizás, indiscretos como los de cualquier niño pero a la vez inquietantes. No recuerdo haber estado nunca ante un ser vivo tan perfecto y consciente de serlo a tan corta edad.

—Mi padre se ha muerto, ¿sabes? —dice tras unos segundos de intenso escrutinio. Yo me quedo muda, no tengo mucha maña con los críos, y menos con los tan asquerosamente seguros de sí mismos. No sé qué decirle. Ni idea.

—Vaya —balbuceo—, lo siento mucho.

—Mi madre llora, mi hermano está muy enfadado y, además, no sé quién me va a cepillar ahora el pelo por las noches —enumera con precisión—. ¿Qué tienes ahí? ¿Me has traído algo porque mi padre se ha muerto?

—Sí… —y me acerco, le enseño lo que ocupa mis manos y se lo tiendo casi con una reverencia, como si fuera una ofrenda a los dioses.

—Es un gatito con un lazo verde —constata—. ¿Cómo se llama?


Panocha
. ¿Te gusta?

Extiende una mano y lo acaricia con la punta de sus dedos de uñas diminutas y brillantes mientras éste dormita entre las mías y deja escapar un leve quejido, ni siquiera un ronroneo, y sus bigotes largos y blancos tiemblan con levedad. Ella se vuelve hacia Esteban, le mira fijamente y anuncia:

—Me lo voy a quedar. Dormirá en mi cuarto, en un cojín sobre mi cama, y le pondremos el cajón de arena en la terraza para que pueda salir cuando quiera.

—Tendrás que preguntar antes a tu madre y a tus hermanas —responde él, y me lanza con los ojos entrecerrados la típica mirada recriminatoria, porque cómo se me ocurre ofrecer tal caramelo de pelos y hocico naranja sin consultárselo.

—La decisión está tomada —responde resuelta.

—Tú lo que eres es una lianta y una egoísta. El gatito será para las tres.

—Si me lo quedo, ¿puedo cambiarle el nombre? —me pregunta.

—Claro —respondo—. Es tuyo.

—Le llamaré como papá. Así no me olvidaré nunca de él. Ahora eres
Julio César
—le dice al gato, que acaba de despertarse y la enfoca con sus ojos verdes.

Sorprendida, me quedo callada intentando descifrar si la propuesta de la niña ha sido un acto sencillo y puro de amor o la crueldad más sincera. Su hermano, por el contrario, no parece inmutarse.

—Ali, ¿por qué no se lo enseñas a Amanda y a Amelia? —le dice bajándola al suelo, pero cuando ésta hace ademán de tomar a
Panocha
de mis manos, se lo impide—. No, cielo, no lo cojas todavía. Juana lo llevará primero a…

—No me creerá tan descortés como para traerle un gato lleno de pulgas, señor Olegar. Acabo de bañarlo y desparasitarlo en el veterinario.

—Y le ha puesto un lazo del mismo color que sus ojos —constata Alicia mientras aprieta el felino contra su pecho y se aleja descalza, sin dar siquiera las gracias por el obsequio ni decir adiós.

Esteban y yo nos quedamos solos. No suelta prenda. Mete las manos en los bolsillos y me hace gestos con la cabeza en dirección al final del pasillo. Creo que me está proponiendo que escuche, pero no se oye nada y tampoco sé qué espera que suceda. No tarda en llegar hasta mí lo que en un principio parece el murmullo lejano de una bandada de gorriones piando con frenesí, y comprendo finalmente que se trata de tres niñas pequeñas chillando, llorando y peleándose por el nuevo invitado. Alguien anteriormente conocido como
Panocha
.

—Ahí lo tiene —me dice con una sonrisa amarga—. ¿Ha oído hablar de una tal Pandora? Debe de ser antepasada suya.

—No me recrimine por haberlo traído —le suplico, y compongo ese remilgo de niña buena que con Ramón no falla casi nunca—. Sólo quería…

—Ganarse a las niñas con el gatito. Y lo que ha conseguido es provocar una guerra abierta entre mis hermanas y alterar la precaria paz de esta casa. Permítame que la felicite, prueba superada, ha creado la perfecta maniobra de despiste: no creo que su visita pueda trastornarnos ya más de lo que lo está haciendo esta catástrofe doméstica.

—Si yo le hablara de catástrofes domésticas… —confieso, en parte porque necesito desahogarme con alguien y también porque he decidido cambiar de método: como la sequedad y la intimidación no me funcionaron antes, tal vez ahora con una cierta sinceridad consiga algo—. En cuanto aparecí por casa con
Panocha
, mi gata se metió dentro de un armario y a estas horas aún estará pensando si salir o no, y no vea cómo se puso mi marido. ¿Le parece poco conflicto elegir entre una nueva mascota o salvar mi vida marital?

—No siga, no va a conseguir que me eche a llorar. ¿Qué tal si nos sentamos? —y me guía hacia una escalera de caracol de hierro situada al fondo de un inmenso salón. Asciendo tras él en silencio, como en peregrinación, y me topo con un estudio diáfano de al menos ochenta metros cuadrados, con su dormitorio y su cocina americana, totalmente acristalado en sus cuatro paredes, bañado a esta hora por el rojo del crepúsculo de una preciosa tarde de otoño.

—Vaya vistas —comento sin pretender ocultar mi admiración.

—Es un buen sitio para escaquearse, ¿le apetece un porro? —me pregunta, sentándose en un sillón de piel envejecida y abriendo una caja de latón oculta en el doble fondo de un cajón. Como le arqueo una ceja, me aclara—. Antes la tenía a la vista, sobre la mesa, pero Ali empezó a crecer y a hacer preguntas y…

—Con los niños toda precaución es poca, pero me extraña en usted, no le pega. No va con su estilo. Y además, no sé si se ha dado cuenta de que está consumiendo estupefacientes ante una agente de Policía.

—Qué miedo, ¿va a detenerme? —se burla para ridiculizarme—. Esto es para consumo propio, subinspectora, conozco mis derechos. Mi padre acaba de reventarse la cabeza y mi trabajo es muy estresante: qué quiere que le diga, necesito relajarme —afirma sin atisbo de justificación.

—Imaginé que lo haría de otro modo, jugando al golf, por ejemplo —o apaleando indigentes en los cajeros de los bancos, pienso, pero no se lo digo.

—Ni el mejor campo de golf da esta paz —sonríe, se estira, me ofrece una calada y, como la deniego, apura otra—. ¿Seguro que no quiere? Ah, ya entiendo, las buenas agentes no fuman cuando están de servicio. Y también sé lo que piensa, que lo propio en mí sería que estuviera hasta arriba de otras sustancias más fuertes para así cumplir con el tópico de los ejecutivos jóvenes ricos y ambiciosos. ¿Es eso? Ahora mismo está calculando que no encajo en la imagen que tenía de mí y se pregunta incluso, ya que vuelve a estar de moda la afición por el riesgo, por qué, si lo que busco es relajarme, no me meto directamente algo de caballo, como algunos de mis colegas de promoción. Lo que ocurre es que no soy estúpido, ni suicida, y me gusta controlar lo que digo y lo que hago, y eso sólo lo consigo con un buen porro y un buen polvo. ¿Follaría usted conmigo, agente? Considérelo una cuestión de caridad, un servicio a la ciudadanía. Vaya, ya veo que no. En fin, dispare, ¿qué quiere saber?

—Lo habitual —pregunto con toda calma, porque ésta ha sido la típica arenga de hombre al límite y barbaridades similares me las han dicho ya demasiadas veces—. Cómo se llevaba con su padre, si le notó diferente sus últimos días, si habían discutido, si tenía problemas personales o laborales…

Se incorpora, aproxima su cara a la de Clara, sentada enfrente, y recita:

—Me llevaba regular con mi padre, no le noté especialmente diferente antes de suicidarse, discutíamos siempre, se cortaría una mano antes de comentarme sus problemas personales y, en cuanto a los laborales, estoy seguro, es más, puedo afirmar que yo era el principal. ¿Me he olvidado de algo?

—Podía haber sido un poco más concreto.

—Ah, ya entiendo. Quiere los trapos sucios y las broncas retransmitidas con pelos y señales, como en los programas de prensa rosa.

—No hace falta tanto, gracias, con los motivos me basta.

—Teníamos diferentes modos de enfocar los negocios, eso es todo.

—Es decir, que trabajaban juntos y no se compenetraban, ¿me equivoco?

—Puede explicarlo así, pero no pasa de ser un eufemismo. La realidad era que yo trabajaba para él. Siempre a sus órdenes y con las manos atadas.

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