Y punto (33 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—Sé que puedo contar contigo —la adulo.

—No hasta el martes. Me debían unos días y libro el lunes.

—Qué envidia.

—Aun así tienes el fin de semana por delante. Disfrútalo, te lo mereces.

—Ojalá. A ver si consigo dormir la noche entera.

XII

Los domingos por la mañana son los días que más me gustan, momentos en los que el tiempo parece detenerse en la cama, demasiado tarde cuando me despierto como para no ver que la luz se filtra por la persiana. Y es que, a diferencia del resto de la semana, no es de noche cuando amanezco. Los domingos por la mañana son días de guardar entre las sábanas, de respetar el descanso sagrado y secular, de bendecir el sol que nos alumbra cuando, tirados en un banco frente al kiosco, empezamos a hojear el periódico y aprovechamos esos rayos de luz aún calientes que sabemos que no volverán hasta dentro de un tiempo, con el invierno atrás por fin y la promesa del verano tentándonos desde lejos. Luego mezclaremos el sabor del café tardío con el del vermú y pasearemos tranquilamente, y yo regaré las plantas y nos tragaremos cualquier comedia romántica que echen después de comer, y a media tarde me levantaré perezosa del sofá a recoger la ropa que tendí ayer y la doblaré con calma y decidiré a última hora que no la plancharé y mañana, lunes, iré a trabajar con la camisa arrugada y esa sensación de culpa que, en el fondo, no deja de ser deliciosa, porque todo el desorden y el caos obedecen, sencillamente, a un solo motivo: el placer de no hacer nada.

Adoro los domingos. Y odio los sábados. No tanto como el resto de la semana, como los horribles días laborables que empiezan con frío y terminan con sudor, que te despiertan y te echan a la calle con la pistola temblando contra tus costillas que tiritan y los gritos de tus superiores resonando y el hambre del calor de Ramón en la piel. No, los días laborables son una raza mucho peor. Pero los sábados son como sus primos lejanos, porque siempre esconden cosas por hacer; armarios que airear, hipermercados a los que ir, alimentos que esperan en la nevera a que los despiece y guise para comer entre semana, botones a medio caer y luego, cuando quisieras sentarte, amigos que esperan, esos amigos abandonados que no ves desde hace meses y por los que, sólo por ellos, vences el tedio de arreglarte y pintarte y salir a la calle congelada para quedar en un bar con humo, en un restaurante abarrotado de gente vocinglera, en una calle mojada de lluvia y confeti a celebrar que por fin os veis y a hablar del trabajo, de la hipoteca, de ese jefe cabrón que te amarga la existencia o de la última novia abandonada que espera un repuesto que, de una vez por todas, quizá salga bien.

Sin embargo los domingos, con su concierto de caricias mañaneras en la cama, con el calor de la modorra bajo las mantas, con el enorme acontecimiento de levantarse al mismo tiempo y compartir la ducha y beber zumo de naranja natural y untar las tostadas sin prisas. Qué de puta madre los domingos, y mañana lo es, todo el día, y además hoy no parece sábado, porque es festivo.

El bullicio de la verbena de barrio se agolpa en mi cabeza, oigo fuegos de artificio que estallan, niños con trompetas estridentes pasan bajo mi ventana y en la plaza, a mis pies, pandillas de adolescentes hacen botellón y ríen a gritos y un vecino borde y mayor, viejo cascarrabias que ya no sabe lo que es disfrutar, les tira una jarra de agua fría para que os calléis de una vez, degenerados, que no dejáis a las personas decentes vivir en paz. Pero Ramón y yo nos reímos de todos asomados en nuestro balcón con la gata escondida bajo la cómoda porque retumban cohetes en el cielo y brilla la pólvora teñida de colores y ya son las doce, viva la Virgen del Pilar y la madre superiora, es día de fiesta, suenan campanas, llega la hora de soltar palomas.

*

Vamos a pie, no está tan lejos. Cruzamos en silencio la tierra de albero del parque y nos cagamos mentalmente en el concejal que decidió poner esa arenilla roja que ensucia los zapatos y el bajo de los pantalones, pasamos junto al estanque donde se celebró hace dos tardes la regata de barcos de papel y que se hiela en invierno para que patinen sobre él niños inseguros, colegiales peyeros, chavales desocupados, sorteamos la tarima que sirvió como escenario a los titiriteros de la feria medieval, con sus falsas inquisiciones y sus hechiceras con medias de colores y reloj digital en la muñeca, evitamos los mil vasos de plástico rotos, las latas de refrescos tiradas, las servilletas arrugadas, las serpentinas aplastadas, subimos la colina forrada de colillas y condones y, de golpe, estamos cruzando la avenida repleta de coches con dos carriles cortados para instalar la noria de colores y las tómbolas de pantallas gigantes que rifan los peluches cutres de siempre, cutres remedos de los que están más de moda, con sus ojos mal pegados y sus colas torcidas, las dejamos atrás y llegamos a una zona asombrosamente silenciosa, plácida incluso, un pequeño remanso en este barrio en el que se alzan, majestuosas y firmes, varias torres de pisos de lujo. Pero no nos dirigimos al portal de suelos de mármol donde aguarda un conserje vestido con un traje azul marino casi tan elegante como los de Ramón, no, le esquivamos saludándole de lejos, preguntándole con gestos si ésa es la rampa que conduce al garaje. Y lo es.

Descendemos por ella como si fuéramos dos coches destartalados y algo cascados temerosos de mezclarse con los deportivos resplandecientes y las berlinas de quince kilos que duermen bajo sus lonas, y no nos hace falta buscar con la mirada a un vigilante que nos oriente, porque vemos los focos de los flashes de los lupas que parpadean y nos ciegan y percibimos casi instintivamente la presencia de los nuestros que alborotan.

Y entonces nos paramos un momento antes de llegar y meternos en faena. Una breve pausa para respirar antes de enfrentarnos a otro marrón más, y encima en domingo. Aprovechamos para volver furtivamente la cabeza, sigilosos y casi temerosos, hacia la tibia luz del día, arriba, al final de la rampa, y añoramos esta preciosa mañana que nos vamos a perder y París masculla que ya es mala suerte, joder, primero uno, luego dos y ahora tres muertos en la misma semana, a este paso no me voy a ir nunca de este horrible barrio. Parece una conjura, ningún homicidio en este distrito en todo el año y ahora tres, y los tres para mí, y yo sin oírle maldigo por lo bajo al policía de guardia que nos despertó a primera hora, con los pájaros cantando y los barrenderos aún sin retirar la basura del suelo y los borrachos roncando en sus bancos, para sacarnos de nuestro sueño bien merecido de currantes y decirnos con frialdad, casi con la venganza secreta del que se ha pasado toda la noche, la horrible noche del sábado de retén, que tenemos que levantarnos y acudir a un garaje, dos plantas bajo tierra, CO
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a raudales, miedo y pudor en la oscuridad y un horrible hallazgo que nos espera, a nosotros, que nos hemos perdido el cruasán y el magacín dominical y debemos atravesar el barrio desolado tras la verbena, el barrio dormido que ni nos ve, y bajar a los infiernos a trabajar.

Desde la distancia advertimos entre los nuestros a alguien a quien no conocemos. Es el testigo, el que encontró el cadáver, el verdadero protagonista de esta historia puesto que el vigilante, que dormitaba en la garita, no pinta nada. El joven de gafas redondas en cambio, con el pelo negro y rizado y las sienes inusualmente plateadas para su edad, refulge en el paisaje de uniformes y lo grisáceo del ambiente, y su silencio —porque está callado— puede oírse mucho más alto que las voces metálicas que salen de las radios de los zetas. Porque es el único aquí que tiene algo que decir.

—Usted halló el cadáver —afirmamos más que preguntamos.

—Sí —parco en palabras, no parece tímido ni alardea de su sangre fría. Presiento que será un buen testigo.

—¿Puede relatarnos cómo lo descubrió?

Suspira como si estuviera cansado de repetir la misma historia una y otra vez, se arma de paciencia, se reclina sobre el capó de un coche, fija su mirada en nosotros, los policías vestidos de paisano que le rodeamos, amodorrados los dos, París tan alto, yo tan menuda, y sé que decide centrarse sobre todo en mí, me elige como interlocutora quizá porque mis ojos parecen más receptivos, o eso procuro, o tal vez sólo porque me tiene más cerca, y comienza:

—Ayer por la tarde decidí que, al ser hoy domingo y aprovechando que la mayor parte del vecindario estaría en sus chalecitos de la sierra, podría ser un buen día para lavar el coche en el garaje con tranquilidad. El mío, por cierto, es ese Ford Fiesta rojo de allí que, lo sé, está hecho una lata —y lo señala y comprobamos que, en efecto, reluce en la penumbra con destellos escarlatas—. Así que madrugué, me puse mis vaqueros y mi camisa más raída, llegué aquí y me encaminé al baño de caballeros. Entré sólo a la parte del lavabo, que tiene un espejo y un secador de manos que nunca ha funcionado. Nada más llegar me fijé en que la puerta metálica pintada de verde que da al retrete estaba cerrada, pero me dio igual, porque a lo que iba era a coger agua, así que llené el cubo y me fui. Media hora después tuve ganas de orinar y regresé, pero al empujar la puerta verde del retrete noté que algo la obstruía y sólo llegué a abrir un resquicio. Me sobresalté, porque supuse que estaba ocupado, y por la rendija pude confirmar que así era, ya que vi el rostro de un hombre sentado sobre la taza del inodoro que me miraba entre sorprendido y anonadado ante un mural de paredes mugrientas. Se trataba de un individuo medio calvo, algo rechoncho e impecablemente vestido que conozco porque también tiene el coche aquí aparcado. Algo azorado me disculpé y, sin esperar respuesta, salí pitando hacia el aseo de la otra planta. Después regresé a mi faena: sacudí las alfombrillas, aspiré los asientos, limpié los parabrisas… Calculo que transcurrieron unos cuarenta y cinco minutos hasta que terminé y volví de nuevo al baño para lavarme las manos y aclarar las bayetas. Fue entonces cuando advertí que la puerta del retrete seguía entreabierta tal y como yo la había dejado y, como soy de naturaleza gilipollas y no puedo evitar meter la nariz donde no me llaman, me acerqué a la rendija y allí seguía el mismo tipo con sus mismos ojos abiertos, su misma camisa blanca y su misma chaqueta gris. Todo igual.

—¿Seguro que todo estaba exactamente igual? —cuestiona París escéptico.

—Seguro —responde con certeza aplastante y se diría que con desdén—. ¿Puedo continuar? —pregunta dirigiéndose sólo a mí, como si mi compañero, aun sin conocerle, ya le cayera fatal o imaginase que yo ostento mayor rango. Como le hago un gesto afirmativo, prosigue—. Lógicamente, aquello me extrañó muchísimo. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que el hombre tenía un estreñimiento bestial, pero vaya soberana tontería, por qué quedarse una hora en el aseo repugnante del garaje, sin ventilación y bajo la luz dañina de esos neones que queman la retina, cuando seguro que tendrá en su casa un baño con hidromasaje y grifería de oro. No, debe de pasarle algo, quizá se encuentre mal, pensé. Y en fin, ya les he dicho que tengo un sexto sentido para meterme en problemas, así que, arriesgándome a parecer indiscreto y recibir una retahíla de improperios, le pregunté ¿se encuentra usted bien?, y al no obtener por respuesta más que esa mirada estupefacta, decidí entrar. En buena hora, porque tras empujar con todas mis fuerzas la dichosa puerta, comprendí al instante que la cosa era todavía peor, y es que lo que la mantenía atrancada haciendo palanca era una escopeta enorme tirada en el suelo. Mi única reacción, en lugar de salir corriendo, fue exigirle que me explicara por qué llevaba tanto tiempo en un lugar tan repugnante con un arma a sus pies. ¿Qué coño le pasa?, le grité, ¿no me oye? ¡Le he preguntado si se encuentra bien!, pero continuaba mirándome impasible, reclinado hacia atrás, con la boca fruncida en una especie de sonrisa macabra que a mí me pareció el colmo de la burla. Se me ocurrió que podría haber sufrido un infarto al hacer sus necesidades, no sería el primer caso, a otro de mis vecinos, un señor de setenta y pico años, le pasó exactamente lo mismo, el esfuerzo le provocó un ataque cardiaco y allí se quedó, en el sitio, o mejor dicho en el váter, y luego un servidor y el portero tuvimos que tirar la puerta abajo, ante los gritos desesperados de su esposa, para darnos de bruces con el fiambre y un olor a mierda que tiraba para atrás, en definitiva, un cristo. Pero esta vez era distinto, porque reparé en que el calvo tenía los pantalones subidos y abrochados, así que nada de infartos, aquello era otra historia y lo asumí nada más tocar su mano, gélida y rígida como un témpano, y ver cómo el cuerpo se desequilibraba, se venía hacia delante, su cara siniestra contra la mía revelándome, al caer a plomo sobre mí, la parte posterior de su cráneo que, sencillamente, se había volatilizado.

Se interrumpe no como si le faltara aire o le fallara la voz —es demasiado sereno para eso—, más bien como si necesitara ordenar sus ideas para pasar de relatar simples hechos a revelar sentimientos, esos que inevitablemente, por más fríos y equilibrados que seamos, nos asaltan ante la presencia abrupta de la muerte. A unos les da por golpear paredes, otros se adormilan como quien detiene el tiempo y necesita embarcarse en un sueño reparador para despertar después y comprobar la mentira de todo. Algunos incluso parecen contentos, es el alivio de los que sufren más por lo que temían que por lo que tienen delante y que, ahora que saben qué ha sucedido con el familiar que desapareció, se alivian porque, tras velarlo y enterrarlo, podrán seguir con su vida sin interrupciones ni más sustos, ni más incertidumbre ni más ansiedad. El testigo, por el contrario, lo que necesita para hacer frente al recuerdo de hallar a un cadáver con el cráneo reventado es pasear, dar algunas vueltas alrededor de sí mismo, situarse y después, con las manos en los bolsillos y los hombros hundidos, respirar hondo:

—Entonces lo percibí todo de golpe con una nueva visión que me revelaba detalles en los que antes no había reparado, con una nitidez que hacía tanto o más daño que la luz de los neones: sus ojos redondos, tan grandes, que relucían con reflejos vítreos de cristal reseco, estaban demasiado abiertos como para que alguien pudiera mantenerlos así sin parpadear, la sonrisa sardónica no era un gesto de burla sino la mueca de alguien que se ha metido un cañón en la boca y tuvo arrestos para disparar y la mugre de los azulejos, ese mar de suciedad, no era más que sangre seca y sesos desparramados. Incluso revoloteaban algunas moscas que, iluso de mí, no iban precisamente en busca de excrementos.

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