Y punto (32 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—Soy yo otra vez —es Ramón, otra vez—. He hablado con mi madre. Quiere contarte «cosas de mujeres», dice que tú la entenderás, pero que le da vergüenza decírtelo por teléfono. Ya sabes cómo es. Le he asegurado que, si no te viene mal, te pasarás por su casa este fin de semana.

—¿Yo sola? Hay que joderse. No sé por qué me dejo meter en estos líos.

—Hombre, es que si voy yo ya no es una conversación «a solas». Para una vez que quiere verte…

—Vale, iré. Pero como sea una de sus chocheces te juro que…

—Déjalo, que ya me has jurado demasiado por hoy. Nos vemos luego.

No pensar, no pensar y mil preguntas bullendo y todo por no pensar y no preocuparse ni temer, por qué temer a alguien que se supone que es de tu familia, como si yo fuera transparente, como si ella fuese una bruja malvada, la madrastra que putea a Cenicienta y es capaz de adivinar todo lo que me guardo, lo que oculto, como si supiera que me consumo y su hijo tal vez se quede solo y vaya tontería, vaya estupidez. A veces es imposible pensar con lógica, es mejor volcarse en el trabajo, en algo a lo que aferrarse antes que al miedo.

Cuando era pequeña y hacía chuletas en clase siempre me delataba mi cara de culpabilidad y, si tanto temes que te pillen, ¿por qué haces chuletas?, decía la señorita Rosa en tercero. No te entiendo, de verdad. O las haces o no, pero hacerlas con miedo y dejarte pillar precisamente porque éste te delate es una tontería, como también lo es temer a la madre de tu marido por un secreto que no he contado a nadie. Es que ella sabe que soy débil, sabe que estoy enferma, sabe que se lo oculto. Lo huele. Qué paranoia, ¿cómo lo va a saber? Ni siquiera podría adivinarlo en mi cara, hace casi un mes que no me ve, desde antes, mucho antes de que este secreto mío se hiciera realidad en forma de bulto. ¿Por telepatía? En los cuentos es así, las brujas pueden leerte la mente y saben cómo tentar a las princesas con zapatitos y manzanas. Seguro que al llegar me pone esas pastas de té de a treinta euros el kilo y a la tercera con chocolate ya me ha sonsacado todo para después usarlo en mi contra porque te miente, Ra, te oculta cosas. ¿Sabes que ha ido al médico sola? ¿Por qué no quiso que la acompañaras? No confía en ti. Eso es lo que pasa cuando te casas con alguien que no es tu igual. No está educada en la sinceridad, como tú. Eso es. Sabe que escondo algo y me invita a su casa para interrogarme. Pues no iré. A mí no me pilla. Está decidido.

Pero qué tonterías pienso, qué va a saber la pobre señora. Se me va la pinza, voy a tener que ir al psicólogo o algo. Qué fácil sería si me desahogara de una vez y hablara con Ramón y se lo contara todo. Así cuando vaya a ver a su madre no tendré nada que ocultar. Sí, se lo diré a los dos. Primero a él y luego a ella. Pero antes mejor trabajar y no rumiar tanto y pensar en otra cosa que no sea yo.

Esta lista no tiene orden ni concierto, aquí hay de todo. Hasta polis. Y un sudor frío la recorre mientras repasa los seudónimos con que Olvido bautizó a sus clientes. Ya sé quién es la «Madrina» pero… ¿y los demás? Y da un manotazo a la pantalla del ordenador y Fernando levanta los ojos del informe sobre la última guardia frente a la mansión de Vito y menea la cabeza como si pensara que mi trabajo me afecta demasiado, o quizá dos homicidios en la misma semana, que le vienen grandes, y aun encima con su ex pululando por aquí. Vaya culebrón, colega, seguro que comentan a la hora del café. Y mira a su alrededor para comprobar si alguien más se fija en ella y no, hacen como que van a lo suyo, pero yo sé que murmuran, que fichan hasta el más nimio comentario entre Carlos y yo. Están muy entretenidos apostando si aguantaré esta presión, pero se les va a joder la porra, vaya si se les va a joder. Si no me han podido los comentarios machistas ni los jefes cabrones, ni siquiera mi puta suegra, no me va a poder esto ahora. Soy más fuerte de lo que creen. Sólo necesito centrarme.

A ver, piensa, pongamos que organizo esto por categorías. Una para los familiares, otra para los oficios, otra mucho más sentimental y una última para los clasificados según su comportamiento. Tenemos en la primera a «Madrina», «Padrino», «Primo» y «Chico de los Recados», que no sé por qué pero parece ir con ellos; en la segunda categoría aparecerían «Gobernador», «Letrado», «Banquero», «Subsecretario Trepa», «Futbolista Merengue» o los «Alcaldes»; a continuación están «Músico Loco», «Viejo Enamorado» y los demás cargados de ternura y, para acabar, en la cuarta, los voyeurs y depravados varios.

Lo lógico, puesto que he empezado por la «Madrina», es seguir con la «familia» e ir llamándolos por grupos. Y dejar para el final a «Poli Bueno» y «Poli Malo». Sé que es absurdo, que debería localizarlos a ellos antes que nadie, pero necesito una tregua, no puedo enfrentarme todavía a estas llamadas después de lo que cantó el Culebra, y precisamente por eso me escondo en excusas antes de acabar con todo de una vez.

Sí. Me escondo en excusas, pero tampoco tengo por qué asumirlo hoy. Por eso decido empezar ahora mismito por el «Chico de los Recados».

Una señal. Dos señales. Tres…

El «Chico de los Recados», sea quien sea, no coge.

Voy a esperar a que salte el buzón de voz.

—¿De quién es ese móvil que suena? —pregunta Fernando.

Cuatro señales. Cinco. Seis señales y sigue sin coger.

—¿No oís un móvil? Yo oigo uno, pero no sé dónde —continúa vociferando.

Siete señales.

—¡Chissssst! —masculla Clara intentando escuchar por encima del barullo—. No puedo oír nada con vosotros dando voces.

—¡Pues que alguien coja ese puto móvil de una vez! —protesta Santi asomando la cabeza por la puerta de su despacho.

—¡¡¡Vale, muy bien, gracias mil por la ayuda!!! —brama indignada, y cuelga su teléfono de un golpe.

Y en ese mismo instante el móvil sin dueño deja de sonar.

Fernando y Santi se miran sorprendidos. El primero habla.

—Pero ¿de quién era? —pregunta sin dirigirse a nadie en particular—. No es de ninguno de los nuestros. Nos sabemos de memoria las melodías de todos.

Nadie responde.

Santi se planta en medio de la sala, mira a Clara y, antes de que le diga nada, ella ya sabe qué debe hacer. Mientras marca los nueve números para llamar de nuevo al «Chico de los Recados», él indica a los compañeros que bajen la voz. La melodía de un móvil sin dueño vuelve a sonar con la banda sonora de
Rocky
.

Fernando olfatea en el aire como si pudiera oler los sonidos, mueve la cabeza como un perro de presa con gafas, primero a la derecha, después a la izquierda y, finalmente, se acerca al archivo. Junto a la pared, bajo una pila de carpetas con informes por examinar, al lado de un montón de periódicos atrasados, justo tras la caja de cartón que Clara trajo ayer del apartamento de Olvido y dejó de cualquier modo en el suelo, precisamente de ahí proviene la musiquilla. Se agacha y levanta cuidadoso la caja. Santi mira reprobador a Clara, y ésta encoge los hombros como una niña ante una reprimenda.

—Un día te vas a olvidar la cabeza en un rincón, luego la cubrirá la mierda que siempre dices que tirarás mañana y, al final, ni sabrás dónde la metiste.

—No empieces… —suplica compungida.

—Dejadlo ya —interviene Fernando—, ese rollo paterno-filial vuestro empieza a parecer incestuoso. ¿Alguien me va a decir de quién es este zapatófono? —es un móvil de los más baratos del mercado, de un amarillo chillón que duele a la vista pese a estar dentro de una bolsa de pruebas, enchufado a una toma de corriente a ras de suelo y olvidado, como la cabeza de Clara, debajo de periódicos y carpetas polvorientas.

—Clara, cuelga a ver qué pasa —ordena Santi.

Ella nota cómo, en el brevísimo intervalo que tarda en hacerlo, Fernando y Santi contienen la respiración. Y, en cuanto cuelga,
Rocky
deja de golpear.

—¡La hostia! —exclama Fernando—. ¿De dónde lo has sacado?

—Es del Culebra. Lo encontré en su chabola con la batería casi agotada y, como no sabía el PIN, lo enchufé aquí para que se recargara, no fuera a apagarse y perdiésemos todos sus datos antes de enviarlo a Huellas.

—La pregunta del millón no es de quién es el móvil —interviene Santi—, sino a qué número llamabas.

Y aquí es donde yo cojo aire y busco una cara seria, hasta trémula, para aguantar la risa y las ganas de levantarme y bailotear alrededor de la mesa alborozada, para no colgarme de su cuello como una tonta contenta y no plantarle un beso en los morros a un Fernando a quien, posiblemente, nunca hayan besado, para no ponerme a dar palmas como si estuviera en el circo y la musiquilla de
Rocky
anunciara a los payasos. Porque acabo de descubrir, yo solita, que el Culebra es el «Chico de los Recados», porque su muerte y la de Olvido no pueden ser casuales ni accidentales. Porque las dos están conectadas.

Sin embargo me contengo como puedo y sólo se me escapa una poca de sonrisa, un atisbo de orgullo de empollona a la que le preguntan por el tema que mejor se sabe cuando declaro sobriamente.

—A uno de los números de la lista del teléfono de Olvido. La puta —les aclaro, porque para ellos no tiene otro nombre, o al menos no tan sonoro.

—¡La hostia! —vuelve a exclamar Fernando.

Pero antes de que Santi me dé una palmada en la espalda o me diga, simplemente, que todo es casualidad y esto tampoco quiere decir nada, un rapto de inspiración hace que Clara se gire en su asiento, le arrebate a Fernando el móvil plastificado y aún enchufado y busque frenética algo en su menú.

—¿Qué haces? —le pregunta.

—Busco su última llamada.

—Acabamos de hacerla nosotros, listilla.

—Vale, idiota, pues la antepenúltima… Ésta —y le muestra un número de teléfono—. Se hizo la tarde del lunes y el martes amaneció muerto en su chabola.

—Tú tienes la lista de la puta —aclara Santi—. Mira a ver si coincide con algún número.

—Tendría que compararlos uno a uno, y son muchos.

—¿Y no es más fácil comprobarlo llamando? —pregunta Fernando con la mayor simpleza.

Los tres se miran entre sí.

—Vale —acepta Clara—, pero ¿desde qué teléfono llamamos? Si lo hacemos desde el móvil del Culebra y la otra persona sabe que ha muerto, la hemos cagado. Y si llamamos desde aquí y no reconoce el número, lo mismo no coge.

—No le des tantas vueltas —propone Santi—, primero desde el fijo y, si no hay suerte, probamos desde el móvil.

—Ya, pero…

—Llama de una puta vez, coño, que me voy a hacer viejo.

Esta vez no tengo que pedir silencio, todos bajan la voz conscientes de que algo pasa al ver a Santi y a Fernando de pie junto a mí en tensión. Con el auricular en mi oreja y la mano marcando un número que, a fuerza de mirar, casi he conseguido aprender de memoria en estos escasos minutos, sé que soy el centro de atención. Estoy en mi momento de gracia. Y voy a disfrutarlo.

Sólo que la realidad, cruel, desalmada, se empeña en chafarme el plan. Al otro lado nadie responde y ya van cuatro tonos, cinco, seis, siete. Les miro desalentada, con la decepción marcando mi rostro de ilusa abochornada que por un momento creyó lograr un poco de camaradería, algo de respeto si se tercia, sentirse libre del desdén. Ellos van a arrancarse a decir cualquier cosa, a reprenderme o a darme palmaditas en el hombro, pero ahora de consuelo, cuando de pronto se interrumpen los pitidos y se oye una voz femenina dulce y cálida en un contestador. Le doy al botón de manos libres para que todos puedan escucharla:

Estás llamando a Olvido.

Y un impulso me lleva a decir hola, soy Clara, quisiera hablar contigo, hasta que recuerdo que no va a poder responderme nunca más, que ya no está.

Ahora no estoy en casa o quizá, quién sabe, sí estoy pero no puedo atenderte. Tú sabes que soy una mujer muy ocupada…

Y se ríe y a mí se me congela la sangre, se me para el aliento, se me rebela el pulso porque estoy oyendo la risa cascabelera, alegre, jovial, de una muerta.

Déjame tu mensaje y te prometo que, si te portas bien, te llamaré luego.

No lo hago, me quedo un rato callada y miro a mis compañeros. Santi sonríe orgulloso de mí, Fernando me aprieta un brazo, supongo que como inusual muestra de felicitación. Extrañamente, ninguno habla. Dejo que transcurran unos instantes en silencio hasta que el contestador empieza a emitir una señal que, imagino, significa que el tiempo se me acaba. Como si no lo supiera. Pero no tengo nada que decir. Y cuelgo.

A partir de aquí deberían precipitarse los acontecimientos, lo lógico es que todos nos pusiéramos a dar voces, a adelantar conclusiones y congratularnos emocionados. Pero qué digo, esto no es una serie de televisión yanqui, aquí no chocamos las cinco y yo no voy con tacones de aguja tras los cacos. Ahora, en vez de alharacas, mi deber es serenarme, seguir con la lista, llamar a «Padrino» y a «Primo» y no dejarme llevar por la emoción. Porque para qué hacerlo si, además, inmediatamente vuelve a sonar el teléfono de mi mesa.

—¿Diga? —pregunto sobresaltada.

—Soy Lola. Tengo los análisis toxicológicos del Culebra: o quería matarse o se lo han cargado. La cantidad de droga que había en su cuerpo tumbaría a un elefante. Ese chute era mortal de necesidad, y además de una pureza extrema. Un yonqui como él tenía que saberlo. Uno no se mete eso por error.

—Vaya… —musito con desgana.

—¿Vaya? ¿Cómo que «vaya»?, ¿no andabas como loca buscando pruebas? ¿No querías demostrar a toda costa que esa muerte no era accidental?

Qué le digo. Que llega tarde, que esperaba noticias suyas como agua de mayo para sustentar el caso y éstas ya han llegado, que sé que las dos muertes están conectadas y ahora tendré vía libre para continuar y sí, sus datos nos sirven, pero no son tan esenciales, tan cruciales como ayer…

—Tienes razón, soy una impresentable. Te quedas currando hasta las tantas por mí y yo ni te lo agradezco. Eres una buena amiga y vales tu peso en oro.

—Tampoco es para ponerse así —miente, noto cómo su voz se esponja inflada por la falsa modestia—, sólo hago mi trabajo. Además, queda una barbaridad de pruebas por contrastar y están también los análisis de la mujer, no lo olvides. Pero bueno, esto ya es algo, ¿no? Al menos ahora sabes que no puede existir ninguna otra razón para ese chute más que el suicidio o el asesinato.

—Y por la marca de un arma en su sien, va a ser que lo primero no.

—Sí, es otro factor a tener en cuenta —y por cómo lo dice juraría que le remuerde la conciencia por el desplante que me hizo el otro día. Digamos que hoy me siento generosa, dejaré correr los malos rollos.

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