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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (29 page)

Cuando está a punto de recriminarle a Ramón esa desagradable manía suya de ponerlo todo en duda, de alterar sus juicios de valor con dos simples preguntas, de hacerla desconfiar, un sonido estridente, casi insultante, la sobresalta. Es el póker que atrona.

—Subinspectora Deza —brama el de la garita, Clara reconoce su deje zumbón—. Hay alguien aquí afuera que quiere verla. Es un chino. Dice que tiene algo que darle, pero que salga usted, que él no piensa entrar. Y no tarde, que se me está poniendo nervioso.

—¿Un chino?, ¿en la puerta de la comisaría? No puede ser.

—Le he llamado yo —explica Ramón. Y sale disparado.

No tarda más de un minuto en volver algo sofocado con una bolsa y aire agitado de conspirador en la mirada. Cruza la sala en tres zancadas y se instala en una mesa frente a ella, la despeja de papeles apartando fichas policiales y fotos de sospechosos con cara de pocos amigos y se pone a sacar recipientes y más recipientes grasientos de comida cantonesa a domicilio.

—La cena —anuncia—. Venga, ayúdame, no quiero que se enfríe. Con lo que me ha costado organizaría…

—¿Y eso? —Clara sonríe mientras Ramón abre los tupperwares y olisquea su contenido arrugando la nariz con gesto de tibia aprobación.

—Entre el chino que no quería pasar a entregarla y el gordo de la puerta descojonado y yo insistiéndole con que esperara a que sacase el dinero y el repartidor que no y que no, que no podía esperar más, que se piraba… Al final no me dio tiempo a pagarle, lo dejó todo en el suelo del aparcamiento y salió corriendo como un poseso. A estos inmigrantes no hay quien los entienda.

Clara ríe, se sienta junto a él y comienza a comer picoteando de todos los recipientes y bebiendo a morro la lata de refresco, hasta que al final le explica.

—Sólo a ti se te ocurre llamar a un chino. ¿No sabes que no acuden jamás a la Policía? No tienen papeles y se rigen por su propia ley. Si un chino mata a otro fuera de su país no lo denuncian, ni tampoco si les roban, ni si violan a sus hijas… Lo arreglan todo entre ellos a base de venganzas.

—Cuánto sabes —se admira, medio en serio medio en broma.

—Es mi trabajo, tonto.

—¡La avezada investigadora frente al mundo de los bajos fondos! —ruge Ramón con voz impostada y la boca llena—. Con el único consuelo de su amor, primero desentrañó los secretos de las triadas chinas y ahora, en un nuevo caso, se enfrenta contra todos por resolver, como una pirada que sólo cree sus propias alucinaciones, la oscura muerte de una prostituta y un yonqui.

—Es la primera vez que te oigo tomarte mi trabajo a broma —ríe complacida—. Siempre creí que no te gustaba esta vida mía y que tarde o temprano acabarías pidiéndome que lo deje todo por ti —y tras una breve pausa pregunta—: Di, ¿me pedirías que lo dejara?

—Es horrible, y cuanto más sé más me lo parece. Pero sé que te gusta.

—Tú también —y lo mira con ternura, se arrima y lo besa con cuidado, lamiéndole suavemente ansiosa con la lengua la salsa agridulce que le resbala por la barbilla. Él suelta lo que tiene en las manos, palillos, una ración casi acabada de arroz tres delicias, lo que sea, qué más da, y la abraza.

—Me pone este sitio —susurra él—, ¿dónde guardáis las esposas?

—Tú has perdido el norte, chaval —murmura—. Y yo tengo una reputación de frígida que conservar. Bastante voy a tener que soportar mañana cuando el mamón de la puerta cante que has encargado comida a un chino.

Ramón pone las manos en el reposabrazos de Clara y hace una barrera con su cuerpo que le impide levantarse. Ella se ve obligada a dejarse cercar, aunque opone una frágil desobediencia.

—Me encanta que las mujeres se resistan —gruñe gamberro en su oído.

Pero el teléfono, censor irascible y amargado, vuelve a sonar insistente, y esta vez una Clara temerosa de los ojos de sus compañeros, de las manos de su marido, de las lenguas viperinas, del celo profesional para las intimidades de los demás, se apresura a zafarse del abrazo y cogerlo casi con alivio o alegría.

—¿Qué haces ahí currando? ¿Aún no te has ido a casa?

—Eso podría preguntarte yo a ti… —y sujetando el auricular con el hombro, usa sus manos para alejar a Ramón, empeñado en mordisquearle el cuello.

—Mi vida es gris y vacía. La otra alternativa es ver cualquier programa de mierda o contemplar a mis peces, mojados e impasibles en su acuario. Qué quieres, en según qué circunstancias el trabajo es un oasis intelectual, y a veces quedarse hasta tarde ofrece sus recompensas. Tengo algo.

—Cuenta —y la mera anticipación de una pista, un rastro útil para su investigación hace que se tense. Ramón, a punto de lamerle un hombro que ha conseguido descubrir gracias al escote a barco de su jersey, percibe la tensión y, asumiendo que en ese preciso momento hay cosas que llaman más la atención de Clara, acepta su derrota y se aparta a la espera de otra oportunidad.

—Es sobre Olvido. He empezado con el cuerpo, pero sólo con el análisis superficial, aún no he sacado la sierra para abrirla en canal.

—Tú siempre tan delicada —ironiza mientras se sienta y busca su libreta.

—Se trata de los orificios —comienza a describir ignorándola—, he revisado boca, nariz, oídos y ano: limpios todos.

Sin embargo había algo dentro de la vagina, una masa extraña, blancuzca, que al principio no reconocí…

—No me tengas en ascuas, dime lo que sea —exige Clara nerviosa, y Ramón al oírla suelta una risilla, porque quien estaba en ascuas era él y ha tenido que joderse, y no precisamente en el sentido literal de la palabra.

—Palomitas de maíz.

—¿Qué? ¿Más palomitas?

—Sí, dentro del coño. Bastantes. Ahora viene lo bueno: se las metieron a la fuerza y, según indican las excoriaciones del tejido vaginal, post mórtem.

—Ya lo decía yo. Nada era casual, todo fue premeditado, una puesta en escena, una puta obra barata de teatro.

—Si quieres verlo así —le concede—. Interpretar los datos es cosa tuya, yo sólo te los presento. Las palomitas se introdujeron en la vagina tras su muerte.

—Así que entre el fallecimiento y su hallazgo alguien manipuló el cuerpo, alguien empeñado en montar una pantomima de sexo duro, de juegos perversos, de suicidio orquestado. No estaba sola cuando murió.

—Ya sé lo que viene ahora, de ahí a deducir que la asesinaron sólo hay un paso. Pero puede ser que ella se matara solita durante un «accidente laboral» y que luego su cliente se pusiera a jugar con el cadáver cual muñeca hinchable particular. La necrofilia también es una perversión.

—No. Todo era un decorado. Demasiado irreal, demasiado prototípico. Su lencería exagerada, su pelo con palomitas enredadas, hasta el pañuelo rojo sobre la lámpara… Tenemos un asesino que se recreó en representar un suicidio. Sólo tengo que demostrarlo, establecer una secuencia de los hechos, hallar el móvil y relacionarlo con la muerte del Culebra.

—Casi nada…

—Ya, pero delante de mis narices hay dos montañas de pruebas y una lista interminable de teléfonos en clave, tú tienes dos fiambres en la nevera que están empezando a hablar y Zafrilla una colección de huellas que contrastar. Es como golpear una piñata, como romper la hucha del cerdito, como cascar un huevo: sin sacudir, sin sajar, sin agitar hasta que vomiten su secreto, no hay premio. Te dejo. Si descubres algo más me llamas, estaré aquí hasta tarde —cuelga y mira a Ramón—: Lo siento. No me moveré de aquí hasta revisar varias cosas. Pero tú vete a casa si quieres, no me importa. Yo no sé a qué hora regresaré.

—¿Te acuerdas de mis primeros casos? Me quedaba en la biblioteca del despacho la noche anterior a las vistas y tú venías a traerme bocadillos y un termo. Decías que a esa hora se sentía todo el peso de la madrugada sobre uno y que con esa carga de la soledad me volvería loco y creería ser el único hombre despierto del mundo. No venías a las doce, ni a la una, ni a las siete. No. Ponías el despertador a las cuatro, te levantabas en mitad de la noche y usabas la excusa del tentempié para que no me sintiera solo. Por eso hoy me voy a quedar contigo el tiempo que haga falta —y antes de que pueda responder, arenga—: Y ahora a trabajar, ¡ni se te ocurra volver a mirarme!

Y se enfrasca inmediatamente en la lectura de a saber qué peritaje o sentencia mientras yo, perdida pero decidida, desorientada pero convencida, insegura pero apasionada, me planteo por dónde empezar a escalar mis montañas. Lo observo, frente a mí, con el pelo revuelto y la corbata aflojada y los pies sobre la mesa y un cuenco de tallarines aceitosos junto a sus papelotes con timbre oficial y por un momento envidio esa matemática siniestra de los procedimientos judiciales, ese protocolo que te dicta qué hacer en cada momento, esa palabrería vacua, esa parafernalia que te permite esconderte tras ella si no sabes qué decir, cuando no tienes ni puta idea de cómo continuar. Ramón, avisado del peso de mis ojos, desvía la vista del legajo y al verme muda, inmóvil, circunspecta, malinterpreta mi indecisión y la toma por una muestra de agradecimiento arrobado que, francamente, ocupada mi mente en hechos como la investigación de dos asesinatos, ni me había planteado sentir. Me lanza un beso silencioso y de pronto ya sé qué tengo que hacer: enviar una circular a los agentes que entrevistaron a los vecinos de Olvido para que revisen sus declaraciones, necesito saber cuándo la vieron entrar o salir de su apartamento por última vez, sola o acompañada, y si alguno se fijó u oyó algo digno de mención; también tendré que redactar una petición que mañana enviaré al juez requiriendo un registro de las llamadas que realizó o recibió los últimos meses y hacer un esquema de sus clientes, a quienes más tarde telefonearé. Finalmente, como tarea inmediata, me decido a atacar su agenda, su tarjetero y los recibos requisados a fin de indagar acerca de sus familiares cercanos, propiedades, inversiones, declaraciones de Hacienda, testamento, incluso su confesor si es que lo tenía. Cualquier cosa que pueda llevarme a la boca.

Frente a mí, a la espera, permanecen impasibles los mil papeles requisados sin más orden ni concierto que el que yo les impuse cuando los introduje en la caja. Dispuesta, casi ansiosa, me digo que tengo que organizarme y, no sé por qué, tal vez siguiendo un consejo de mi abuela, me decido a empezar de menor a mayor, despacio, no te aturulles, Clariña, que no hay prisa, me diría con su innata calma gallega y el acento dulce, mesurado, mientras con sus manos ajadas organizaba las mías dispuestas a clasificar botones o repartir la comida de los conejos o yo qué sé si sólo es un recuerdo peregrino asaltándome como siempre a traición, un sentimiento que apartar para concentrarme primero en lo más pequeño y ordenar las tarjetas de visita que incauté con las direcciones de floristerías de postín, boutiques de lujo y cuatro o cinco de gestorías y abogados. Por no dejar ningún cabo suelto, y porque es mi oficio, las releo con cuidado y me guardo para mí los datos de las flores y la ropa cara porque, siendo sibarita de primera como es mi suegra, una nunca sabe dónde puede acabar comprándole un regalo de cumpleaños a la buena señora, si es que tiene de todo, joder, y todo le parece poco porque claro, con esas marcas que se gasta comprarle una barra de labios sale por un ojo de la cara, pero en fin, dejémoslo, lo que importa es que me fije bien y aseguraría, casi me atrevería a jurar, que la tarjeta de este abogado la he visto no hace mucho, pero dónde. Ya sé, en la chabola del Culebra. Qué raro. O no. Esto de raro no tiene nada…

Extrañada, entre asombrada y escéptica, rebusca en el montón de pruebas del Culebra y no ceja hasta dar con la correspondiente bolsita que guarda las tarjetas que antes tomó por publicidad de picapleitos de medio pelo. Y así es, todas destacan por su mala calidad menos una, sólo una, que resplandece como una margarita delicada, inmaculada y verjurada con letras negras entre el fango. Frente a las demás, de cartulina barata, de papel para impresora con los extremos troquelados como sellos, ésta luce su corte impecable con guillotina y caracteres tumbados, enrevesados, como de invitación de boda real, si hasta para las tipografías son palaciegos estos cabrones, con sus bodoques elegantes y pomposos: «Roberto Butragueño Sánchez. Abogado». Y es que cuando uno es bueno en lo suyo no se necesita nada más, para qué poner «Experto en casos difíciles», «70% de indemnizaciones conseguidas», «Gratis primera consulta», «No preguntamos», si tienes un despacho forrado de maderas africanas, si detrás de ti cuelga un título y dos másters en Alemania que te pagó papá, seguramente también abogado, y que te confirman como el más prometedor de tu promoción, el soltero de oro que todas las niñas monas, dignas sucesoras de sus madres recién operadas con vaqueros de coronas en sus culos de cincuenta tacos, aspiran a conseguir.

Pero ahora resulta que los toxicómanos que malviven en tugurios también pueden conseguir a Roberto Butragueño. Y eso sí que es extraño.

No lo es que una puta de lujo tenga su tarjeta, no, porque al fin y al cabo estaban en igualdad de condiciones: él como abogado cobraba una pasta por dar por el culo a quienes querían joderla y ella casi tanto como él por dejarse joder por el culo siempre que estuvieran dispuestos a abonar su elevado caché. No quería ponerme grosera, lo confieso, pero en este razonamiento el orden de los factores no altera el acuerdo: lo mismo este Butragueño era cliente de Olvido, que ella de él o ambas cosas a la vez. El caso es que tengo en cada mano dos tarjetas idénticas, una estaba en una chabola y otra en un apartamento de lujo. ¿Coincidencia? ¿Capricho del destino?

—Ramón, ¿quién es Roberto Butragueño?

—¿Cuál de ellos? Los Robertos Butragueño son toda una saga.

—Roberto Butragueño Sánchez. ¿Cuántos hay?

—Que yo sepa, a menos que haya fecundado a alguna niña rica recientemente, tres: abuelo, padre y nieto. Tú preguntas por el tercero, pero no me extrañaría que un cuarto pudiera estar en camino. Es un asaltacunas.

Hay que fastidiarse, y luego me dice a mí que en qué mundo me muevo.

—¿Le conoces?

—No somos íntimos, si te refieres a eso, aunque he coincidido con él en algunas ocasiones, más en fiestas del ramo que en los juzgados, por supuesto.

—Vaya joyita.

—¿Se ha metido en algún lío?

—No que yo sepa, pero acabo de encontrarme con dos tarjetas suyas entre diferentes pruebas y no creo en la casualidad. ¿Qué puedes contarme de él?

—Que es un niño bonito con gustos caros que ha heredado un apellido que le garantiza por sí solo trabajo independientemente de que en lo profesional sea un mediocre. Pero claro, si tu abuelo fue un mítico juez franquista del Supremo y tu padre un abogado que se hizo célebre y rico a costa de los amigos que le enviaba el fundador de la estirpe, tienes el negocio montado, bufete en el Centro lleno de antigüedades y clientes selectos forrados de billetes. Y ya sabes lo que tienen los fachas, que les gustan las sagas más que a un tonto un lápiz, de modo que este cabrón va a estar viviendo del cuento por los siglos de los siglos amén.

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