Y punto (58 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

¿Qué más me sobra?, me pregunto, qué más puedo quitarme si no tengo nada que perder, si estuve hoy a punto de caer al vacío o tal vez suceda mañana, cuando Ramón se entere de mi secreto, cuando el médico me dé nuevos resultados, cuando la cabrona de Virtudes se decida a preguntarme, vestida o desnuda, ya qué más da, qué hacía ayer en el entierro de un yonqui de mierda, quién soy realmente, de qué conocía a Olvido, por qué actúo como ella.

Como una ráfaga de lucidez, como un fogonazo que no logra conseguir que desvíe mi mirada del punto fijo frente a mí, de la imagen nítida ante mi cara, de su expresión serena sobre la camilla de acero de una morgue sin nombre, nunca bautizada, sin maquillaje, pálida, sincera y desvalida, sé lo que tengo que hacer y me apresto sin dudar, porque así hay que disparar, con la mente clara y la conciencia tranquila, convencidos de cumplir nuestro deber, pensando sólo en el blanco y en que actuamos para mantenernos a salvo, intactos pese a todo, pese al peligro y a la inmundicia que nos rodea o a la gente que contiene la respiración mientras mis dedos buscan doblegar el cierre del sujetador que con un clic perfectamente audible se desabrocha de golpe. Me lo quito con parsimonia, aún de espaldas, y lo lanzo sobre la ropa, junto a mi bolso que reposa tranquilo, ajeno a todo, con mi pistola dormitando en su interior.

Con mis palmas abrigo mis pechos, los calibro y elevo ahora que no tienen nada más para resguardarlos, y no consigo notar mi bulto, como una lenteja, ahí dentro, y me resigno y, lentamente, me giro. Ya no me queda apenas nada para el fogonazo, un par de segundos y Kodak empezará a fotografiar sin cesar a mi nuevo, mi extravagante e inexistente disfraz, y yo mantengo altanera y fiera la mirada de la madame mientras pienso, extrañamente ajena, qué más puede pasar, qué me obligará a hacer y qué podrá salvarme de ello.

La cucaracha.

La cucaracha que no puede caminar porque no tiene, porque le faltan las dos patitas de atrás, inunda con su son la habitación. Es mi móvil, que suena estruendoso, surrealista, absurdo, y llena con su algarabía el opresivo espacio.

—¿Os importa si paro un segundo? —exijo más que pido en mi nuevo papel de golfa, y me agacho sin pudor y rebusco con mis manos hasta dar con mi bolso consciente de que estoy ofreciendo a la concurrencia una estupenda panorámica de mi soberano culazo. Al fin encuentro el aparato y, como si la situación fuera perfectamente corriente, pregunto con tono absolutamente desenfadado—. ¿Diga?

—Tenéis que salir de ahí —me escupe acelerado Carlos—. Es Santi. Acaban de encontrarlo en su coche, en El Pardo, con una mujer. Ella está muerta y él en coma. Marchaos ahora mismo. Ya.

XX

No puede ser, ¿cómo ha pasado?, ¿qué ha ocurrido?, mil preguntas en mi cabeza, con las llaves en la mano, sentada en mi automóvil sin saber cómo me he vestido y he llegado a él, cómo he podido ser tan convincente para engatusar a Virtudes de que mi padre había sido ingresado en coma en el hospital, quizá porque toda mi sorpresa, mi dolor, eran ciertos y ahora intento abrocharme el cinturón y arrancar con una sola mano y mantengo nerviosa el móvil en la otra y me maldigo por no tener una tercera con que arrearle un bofetón a una convulsa Reme que chilla desaforada a mi lado en plena descarga de adrenalina, preguntando por qué nos hemos ido así, qué le estoy ocultando, quién eres tú para abortar la operación de mi novio, cuando se entere Bores te vas a cagar, te lo juro por mis muertos,
SO PUTA
, tantos nervios y tanto esfuerzo para que a las primeras de cambio te rajes y salgas huyendo. Pero ¿tú eres policía? ¡Qué vas a serlo si ni siquiera te atreves a bajarte las bragas en público! Tú sólo eres una zorra manipuladora que pone en peligro a los que la rodean y obsesiona a los hombres sin importarle si les destroza la vida, una calientapollas es lo que eres, una jodida estrecha y vale, sí, bonita, lo que tú digas, pero cállate de una maldita vez, que me destrozas el tímpano y tengo cosas mejores que hacer que aguantarte, como llegar al Ramón y Cajal y echarme desconsolada en los brazos de Nacho, a quien tanto añoro y sé que me lo explicará todo, o intentar mantener una conversación coherente por teléfono mientras te vienes abajo.

—Pero ¿qué pasa?, ¿quién está gritando? —pregunta París.

—Tu Reme.

—Dale de mi parte dos hostias y que se calme. Bastante tenemos como para soportarla. O si no pásamela —ordena tajante, y Clara obedece aliviada y le ofrece el teléfono a la niña, que lo coge y enmudece de pronto y ya sólo formula entrecortados «está bien», «de acuerdo», o un tenue «pero yo creía que…».

No tarda en devolvérmelo mientras su rostro comienza a crisparse con un acceso repentino de llanto, un llanto silencioso cargado de hipidos patéticos que no consigue sofocar y que me recuerdan a mí misma cuando, tras una inmensa bronca con Ramón, me obligo a no llorar, comiéndome las lágrimas hasta llegar al baño donde claudicar al fin y permitirme un desahogo preñado de gemidos largos y profundos, faltos de aire y hartos de pena y dolor. Pero no tengo tiempo ahora para evocaciones ni llantinas de niñatas ni orgullos rotos ni pamplinas de infelices. Sólo quiero llegar al hospital y saber de Santi y tratar con gente que de verdad tenga un motivo para estar triste. Sin embargo no hay mucho que saber, me explica Nacho que, efectivamente aguarda en la sala de espera de la UVI. Qué putada, nena, estaba con la farmacéutica, vaya mierda, y no me preguntes cómo pudo despistarse, aunque ella tenía la bata blanca abierta y el potorro al relente y, visto así, si no te enteras de que el tubo de escape está obturado y entran los gases dentro es porque estás obnubilado en plena faena. Menos mal que el coche no tenía demasiada gasolina y, al poco de que perdieran el conocimiento, acabó apagándose, aunque fue suficiente como para que las emanaciones se la cargaran a ella, que tendría menos fuelle, y a Santi lo dejaran en coma, que a ver cómo sale de ésta, menos mal que es duro como él solo, que mira que tiene remiendos por todo el cuerpo y aun así no hay quien lo tumbe. Claro que está por ver, si se despierta, cómo se le queda la chola, que ésa es otra, porque a saber cuánto estuvo ahí respirando ese veneno con su mano en la entrepierna de la chochona, ya tiesa y más seca que la mojama, vaya impresión, joder, sólo de pensarlo me dan escalofríos, te lo juro, pero no me llores, mujer, si es que soy un exagerado, no me hagas ni caso. Ni me escuches. ¿Recuerdas cuando le dispararon a dos centímetros del pulmón y el muy cabrón siguió fumando? Y sí, claro, intento reír por entre las lágrimas aunque sé que esto es mucho más chungo, esto es peor.

—Esto no es lo mismo, Nacho, lo sabes tan bien como yo —le dice Clara.

—Anda, suénate los mocos, que vaya histérica estás hecha —y me tiende su pañuelo, un pañuelo como de abuelo, de hilo blanco, con la inicial diminuta bordada en azul en una esquina, planchado primorosamente en cuatro dobleces con tanto amor como una esposa fiel es capaz de ofrecer, de esas que esperan preocupadas por si el marido policía se retrasa cinco minutos, con la cena caliente sobre la mesa a la espera, el televisor encendido y la sonrisa pintada mientras él recorre las calles jugándose el tipo o, por ejemplo, otros le meten mano a una cincuentona que se deja hacer lo que la santa no sabe, o no quiere, o está tan cansada a esas horas que ni se para a imaginar que se pudiera.

—¿Ha venido la familia? —le pregunto.

—Sí, están dentro, con Bores y Carahuevo.

—Qué marrón.

—Que se jodan, va en su sueldo. Y más les vale mentir como dios manda y contarles una bola que le haga quedar como un héroe, porque como me entere de que lo dejan con el culo al aire ahí sí que va a haber tortas a mansalva, se me ponga el ministro del Interior o la virgen María por delante.

—Nooo, eso no es justo, ella es su mujer y tiene derecho a saber la verdad —gimotea una vocecita ridícula a nuestras espaldas.

Nos volvemos y ahí está Reme, lacrimosa y ágil cual gacela que, con sus deportivas, no ha tenido ningún problema para seguirme sigilosa.

—¿Y ésta por qué llora si ni siquiera conocía a Santi? —pregunta Nacho.

—No llora por él, es que hemos salido escopetadas de la casa de la madame y se le ha jodido su intervención estelar de diva de Hollywood.

—Coño, es cierto, se me había olvidado. ¿Qué tal os ha ido?

—Es largo de explicar, ¿has visto a París?

—Búscale por ese pasillo, creo que se ha apropiado del despacho de un médico para interrogar a los testigos. Ya sabes cómo es.

—Pero ¿hay testigos?

—Una parejita de universitarios de la Autónoma que se fumaron las clases para ir a El Pardo a hacerse unos arrumacos. El miedo a que se enteren sus padres los tiene más acojonados que encontrar un coche con dos medio muertos.

Huyo por el pasillo a la búsqueda de París en sentido contrario a tres hijas desesperadas y a una esposa que no para de sollozar por más que Carahuevo le hable de los milagros de la medicina moderna y le pase, una y otra vez, la zarpa por la espalda, y no puedo evitar sentirme mal. Me siento culpable, por mí y por todos mis compañeros, por no tener los cojones de dar la cara ante ellas, presentarme a su lado y abrazarlas, cogerles la mano y apretársela mientras les cuento historias de cómo su padre se metió un día en un burdel vestido de cura para que las prostitutas pudieran mostrarle el escondite del chulo que las maltrataba, haciéndolas reír a través de sus lágrimas, creando, como él me enseñó, el clima propicio para asestarles, desprevenidas y relajadas, el duro golpe de la revelación: era su querida, llevaban años juntos, quería cortar con ella, me lo dijo hace un par de días pero quizá no le dio pie o tal vez le faltó valor, ese que me inculcó y me está fallando ahora que me escabullo por el extremo opuesto del pasillo, casi corriendo en busca de París, huyendo de vosotras como si no fuera la Clara que os mandaba bolsas de chuches por Navidad y a quien acudíais para que os preparara el terreno antes de contarle a papá que teníais un novio nuevo. Pero no puedo dar la cara, es superior a mis fuerzas, es la vergüenza de saber que pude haber evitado todo esto. Porque yo era la única que sabía que tenía esa cita, y le dejé ir a ella como si nada, más preocupada por seguir ofendida que por su pellejo.

Tal vez pueda hallar el valor para enfrentarme a ellas más tarde, me miento, pero sólo si antes doy con París y quiere acompañarme, me digo, y voy abriendo puertas y preguntando a pacientes y enfermeras hasta que alguna me aclara que el policía ya se ha ido, tal vez lo encuentre abajo, en el bar.

*

Las cafeterías de los hospitales, esos lugares únicos, tanto o más que los cementerios de «concepto americano», y el amor que siento por ellos. Por qué me encuentro a gusto aquí, reflexiona dándole vueltas a una tila. Odio la tila, pero necesitaba una, y ahora, con la taza entre sus manos, caliente y con su limón y bien cargada de azúcar, todo cobra una nueva perspectiva.

—Cómo te fue con los testigos —le pregunto a París tras beber un sorbo.

—No les saqué nada. Sólo han dicho lo evidente, no han pillado ningún detalle ni un solo dato de utilidad. Ahora mismo están tan nerviosos que, aunque hubieran tenido delante al niño de la catana con su espadón en la mano, tampoco lo recordarían.

—Encontrar un cadáver es estresante para cualquiera.

—A éstos el estrés no se lo provoca ningún fiambre sino el pánico a que sus familias se enteren de lo suyo. Es que la «parejita» no es de niño y niña, Clara, son dos mostrencos hechos y derechos con sus patillas y su pelo en pecho, y no parece que sus papis se vayan a tomar a bien la cosa de la libre opción sexual a tan temprana edad. Por cierto, y Reme, ¿dónde está?

Justo en ese momento reparo en que no tengo a nadie detrás haciendo preguntas estúpidas, sorbiéndose los mocos o llorando sin parar.

—No sé… —respondo confundida—. Se habrá quedado con Nacho…

—¿Llevaba dinero encima? Tendrá que cogerse un taxi —me explica pragmático—, con toda esta movida no puedo salir de aquí para llevarla a casa. Además, mírate, estás hecha polvo. No creo que sea una buena idea dejarte sola.

Joder con los hombres.

—¿Y a ella sí? —pregunto.

—Es joven, para Reme todo esto no es más que una aventura. Seguro que en cuanto llegue a casa y se calme un poco lo primero que hará será coger el teléfono para contárselo a sus compis del trabajo. Tú, en cambio, pareces destrozada —y vieja, según deduzco—. Tienes a Santi entre la vida y la muerte y hoy han querido matarte. Mejor me quedo contigo.

Y en tres frases, limpiamente, despacha al amor de su vida, a la peluquera que se dispuso a figurar como puta sólo por él, para que la admirara y la respetara y dejara de tomarla por una niña.

—Carlos, no te molestes. Además, Reme no lleva su móvil encima.

—Estoy llamando a Nacho, quiero que la meta en un taxi y luego venga aquí. Tenemos que hablar y decidir qué hacer. Pronto empezarán a aparecer los compañeros y querrán saber, y no hay nada peor que una pandilla de policías elucubrando.

—Dudo mucho que alguno conozca la magnitud real de todo lo que está pasando, ni siquiera Bores o Carahuevo tienen idea, ¿tú la tienes? Tenemos que pararnos a pensar, no dejarnos llevar por la ira, analizar con la cabeza qué está ocurriendo. ¿En qué crees que estamos metidos? —París la mira sorprendido. Es la primera vez en mucho tiempo que le interesa su opinión.

—No sé ni por dónde empezar. Todo es demasiado raro.

—No tanto. Santi estaba liado con esa mujer desde hace años.

—Aun así hay muchos detalles que no me cuadran. Según los dos maricas…, perdón —se corrige so pena de caer fulminado por mi mirada—, los testigos, el coche estaba apartado, no en la carretera que sube al Cristo, la que todas las parejitas conocen, sino en el medio del monte, donde campean los corzos y los jabalíes. Si no tuvieran ese pavor a que sus papás descubriesen lo suyo y no se hubieran internado tan adentro, habrían pasado semanas hasta que alguien diese con sus cuerpos.

—Santi está casado, es lógico que buscara un lugar retirado.

—Mira, Clara, a todos nos cuesta creer que alguien haya querido hacerle daño, pero en este caso…

—Pareces un psicólogo barato, di lo que tengas que decir, pero dilo ya.

—El coche estaba abierto.

—No lo entiendo, Santi no era ningún gilipollas.

—Déjalo, es como si nos hubieran cambiado los papeles y ahora tú fueras la escéptica. ¿Desde cuándo un agente se mete en un coche en un lugar oscuro, apartado, sin visibilidad y potencialmente peligroso y no lo cierra por dentro? Es lo primero que aprendemos en la academia, lo que nos repiten antes de la primera vigilancia; cerrar el coche, proteger la radio, el arma y a nosotros mismos, hacer de él una fortaleza inexpugnable desde fuera —y ante el rostro carente de expresión de ella se exaspera—. Venga, joder, si no hace falta ser policía, si es lo que haría cualquiera, ¿o no cerrábamos tú y yo a cal y canto el cuatro latas de mi padre cuando los sábados por la noche nos escapábamos al pinar a darnos un repaso?

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