Y punto (57 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—¿Y a tu chico qué le pareció esto, no tenía celos?

—Nooo, es que era todo muy excitante. Hubo un momento en que, para agasajarnos como pareja, sus dos amigos se quedaron conmigo y sus novias se ofrecieron a él y, aunque en principio me dio bastante miedo porque, no sé, pensé que preferiría antes a aquellas chicas mucho más experimentadas que a mí, al final me gustó verlo, y es que parecía como un héroe de esos de los mitos poseyendo a dos ninfas o algo así, seguro que sabes a qué me refiero. Lo vi tan fuerte, tan poderoso, sudoroso y con los músculos en tensión, que fue entonces cuando comprendí cuánto lo quería.

Virtudes traga saliva, estoy tan cerca de ella que la oigo jadear, reconozco el sonido de su garganta y vislumbro que se ha excitado con el relato. Es el mismo de cuando eras adolescente y estabas en el sofá con papá y mamá después de cenar y ponían una escena subida de tono en la tele y disimulabas como si no pasara nada, indiferente a esos cuerpos que se tocaban y retozaban, negándote a que estuvieran ahí llenándote los ojos.

Aquí ocurre igual. A Virtudes se le hace la boca agua y no sé si es por la visión que le ha provocado el relato de la orgía, la candidez de la narradora o el futuro potencial de la niña. No importa. Sean cuales sean sus pensamientos, consigue guardarlos en la máquina registradora de su cabeza y alentar a Reme.

—¡Nunca pensé que una chica tan joven como tú tuviera semejante historial sexual! No sé si sorprenderme o inquietarme —exclama la muy hipócrita.

—Es que soy de Villalatas —explica Reme, y como ve que nos quedamos tal cual, aclara—: Un novio que tuve después, de Madrid capital, siempre me lo repetía cada vez que nos enrollábamos: «Se ve que en los barrios dormitorio se empieza pronto». Así que supongo que será por eso. Vamos, digo yo.

—Y dime, ¿todo esto que nos has contado lo has hecho sólo con chicos de tu edad o también has… jugado con gente mayor?

Reme no lo pilla pero para mí, vulgar espectadora en este confesionario de telebasura, resulta evidente que le pregunta si le daría asco acostarse con fruta madura. Lo que yo quisiera averiguar, cosa que haré en cuanto pueda si salimos de ésta, es si la bonita historia de la pérdida de su flor corre por cuenta de sus recuerdos o de su imaginación. Francamente, no sé qué tendría más mérito.

—Es que me da vergüenza decirlo… —titubea Reme—. La verdad es que sí… Pero la historia sólo duró unos meses y yo no tuve nada que ver con su muerte. Lo juro.

—¿Qué? ¿Cómo? A ver, explícanos eso —ruega, suplica, la bicha.

—Fue el padre de una compañera de clase de inglés, para él era su tercer matrimonio, así que ya tenía sus añitos, podría ser hasta mi abuelo. Yo iba a estudiar a su chalet con su hija varios días a la semana y a veces, los viernes, me quedaba a dormir. El cuarto de invitados, que era muy chulo, estaba en la buhardilla y bueno, lo típico, ya me había fijado en que él me miraba en la piscina o si bajaba a desayunar en camisón y todo eso, así que una noche acabó por subir a mi habitación, cuando su mujer y mi amiga ya estaban dormidas, y aunque al principio me aseguró que sólo quería chuparme los dedos de los pies y acariciarme las pantorrillas, al final acabó por lamerme hasta… bueno, hasta ahí, hasta mis partes, y estaba tan a gusto que no pude resistirme, y aunque luego me arrepentí mucho, por aquello del miedo a las movidas que podía tener si se enteraban, la verdad es que yo de estar con él no me arrepentía pero nada de nada, porque era… no sé cómo explicarlo, como otro concepto, porque se tomaba la…
cosa
con más calma y era más amable y atento, todo un caballero. Y claro, yo le decía a mi compi que no podía ir a su casa, que prefería estudiar en la mía, para evitarlo, para no volver a verlo, pero luego siempre acababa cediendo y cada vez que pasaba la noche allí no podía dejar de mirarlo mientras cenábamos y pensar en lo que sabía que iba a venir después, y entonces nos retirábamos a estudiar y él, en plan padre bueno, nos traía a las dos un vaso de leche con galletas y nos acariciaba la cabeza, y yo cada vez me ponía más y más ansiosa esperando el momento de irme a la cama y que él subiera…

—¿Y cómo acabó la historia?

—Fatal. Al final sus padres se divorciaron y ella se quedó con su madre. Al parecer a él le gustaban demasiado las jovencitas y un día le pillaron en su bufete con una becaria en el cuarto de las fotocopias. Me fastidió un poco, no voy a negarlo, porque siempre me susurraba que yo era «su única niña». Luego, cuando a los pocos meses apareció muerto en la cama de un hotel, desnudo y…, vaya, que se notaba que le había dado un infarto mientras lo estaba haciendo, mi amiga empezó a preguntarnos en el recreo cuántas de nosotras se habían acostado con su padrastro, cuál lo había matado de un polvo… Pero yo soy inocente, lo juro. Ese finde estaba de puente en Benidorm.

No puedo evitar que se me escape una risilla malévola al escuchar el final de la fábula, y de pronto advierto que tanto Reme como Virtudes me contemplan con esa mezcla de espanto y sorpresa con que se observa a los niños que se carcajean en un funeral o a los borrachos que cantan en una iglesia.

Y es entonces, supongo, cuando la madame decide que Reme ya es de las suyas y ha pasado con nota a su bando, y yo la intrusa a quien poner a prueba.

—¡Qué charla más entretenida! —exclama poniéndose de pie—. Estaba tan abstraída con las historias de Paula que acabo de percatarme de que no os he mostrado nuestras instalaciones. Vaya anfitriona estoy hecha. ¿Me seguís?

Virtudes le tiende su mano a Reme y ésta, la mar de distendida, se aferra a ella y ambas del bracete se alejan tan contentas de haberse conocido que no puedo evitar sentirme rabiosa. Vale que la niña lo ha bordado, pero me siento como la gorda de la clase a quien nadie quiere en su equipo, el lastre que va detrás, al margen de las bromas de la pandilla, la que todavía tiene que demostrar que merece la pena, que guarda algún que otro tesoro escondido.

Oigo por el interminable pasillo cómo la bicha le pregunta a Reme, en un tono íntimo y confidencial, cuántos años tenía cuando se acostó con el padre de su amiga, si alguna vez le han dado por atrás o hasta dónde estaría dispuesta a chupar, mientras nos guía hasta una de las habitaciones, reconvertida en estudio, en la que un tipo muy delgado, con la cabeza llena de rizos trigueños desmadrados y gafas cuadradas de pasta, no cesa de fotografiar a una muchacha de no más de dieciséis vestida únicamente con un picardías y que posa con una soltura inusitada para alguien de su edad, en absoluto cohibida, o al menos no tanto como nosotras.

—Os presento a Cielo, una de nuestras chicas con más proyección. Saluda, Cielo —presenta Virtudes, y se interrumpe la sesión y ésta se acerca dando saltitos como un conejito y nos besa a ambas, buena chica, mascotita buena—. Ellas son Paula y Serena, y él es Kodak, nuestro genial artista.

—Qué tal, preciosas —y en cuanto veo sus pupilas a través de los cristales sé que está colocado, no hace falta ser poli para pillarlo.

—Kodak, dame tu opinión, ¿qué te parecen mis nuevas amigas? Oye… Se me está ocurriendo una cosa: ¿por qué no les sacas unas cuantas fotos para ver cómo dan ante la cámara? —propone la bicha llevando, ahora sí, la voz cantante, asiendo con mano firme las riendas de la situación, estirándola hasta el extremo mismo de la rotura, del desgarrón.

—¿A nosotras? —pregunta Reme asustada, y los ojos de Virtudes, ese dechado de las susodichas, brillan con delectación como los de un tigre de circo que ha probado por fin la carne humana y paladea el pánico de su domador.

—Por qué no, cariño. ¿Acaso tienes miedo de enseñarnos ese cuerpo divino que dios te ha dado? Ya sé yo que no después de todo lo que nos has contado.

—No, claro… —pero sí lo tiene. Puede que la historia de su iniciación sexual fuera una trola, quién sabe, pero esto es distinto. Por eso, y porque la veo tiritar y a fin de cuentas yo soy la madera, decido que enseñaré el culo primero.

—¿Os importa si empiezo yo? Si tengo que enseñaros mi celulitis después de su cuerpecito adolescente me muero.

—Vale, ¿por qué no? —responde Virtudes—, además, tú ya tienes experiencia posando desnuda —y lo dice con tanta frialdad que sé que pretende observar mejor mi rostro bajo los focos hasta descubrir de qué le sueno, si soy quien digo ser o una impostora que viene a aguarle el negocio.

—Ven aquí, preciosa —me indica Kodak, que ya ha olvidado mi nombre. Qué más le da, para él todas somos preciosas—. A ver lo que vales.

Es el momento, no puedo achicarme. Seré dura, descarada, segura, dispuesta a todo con tal de convertirme en puta de lujo y forrarme, alquilar un piso en la Castellana, saltar la Banca, vivir por todo lo alto y después retirarme. Virtudes se ofrece a sostenerme el bolso, pero declino la oferta y lo llevo conmigo hasta el centro del escenario como si acabara de decidir que es parte del atrezo porque, aunque no tengo ni idea de qué hacer con él, sé que sería mi perdición soltarlo con la pipa dentro. Piso fuerte, piso morena, piso con garbo y en mi cabeza suena un pasodoble que marca el ritmo de mis andares mientras me sitúo con los tacones bien clavados al suelo y desabrocho mi chaqueta y un par de botones de la blusa hasta que luzco sujetador de encaje y canalillo. Entonces pongo una mano en mi cintura y con la otra, levemente alzada, comienzo a balancear descarada el bolso, sí, como las putas de toda la vida, las que se apoyan en una farola, las de la copla y películas en cinemascope. Miro a cámara desafiante, sonrío, suena un disparo y no, no estoy muerta.

—Muuuy bien, tía buena —me vitorea Kodak—. Sigue, sigue así…

—Tiene estilo —noto que Virtudes me calibra como si no estuviera presente—. Me recuerda a alguien, ¿a ti no?

—Tú sabrás —contesta éste, esquivo—. ¿Qué más quieres que hagamos?

—Todo. Quiero verla bien. Que se arrodille.

No me gusta que me den órdenes, así que antes de que alguno de los dos se dirija a mí para pedírmelo me subo la falda de tubo por encima de las corvas, me postro en el suelo, me inclino hacia delante ofreciendo un plano espectacular del principio de mi escote, dejo caer la chaqueta y me cuelgo de la boca el bolso, mordiendo la cadena dorada con gesto agresivo y fiero. O al menos lo intento.

—Así, nena, como una gata salvaje —me alienta Kodak retratándome sin cesar. Diría que parece divertido, se encuentra en medio de un duelo de voluntades femeninas en el que, obviamente, si alguien sale ganando es él.

—Que se quite más ropa —ordena la bicha.

Yergo el tronco, termino de desabotonar mi blusa con porte ausente y dejo que se deslice por mis hombros, veo la expresión golosa del único hombre y mantengo la posición uno, dos, tres segundos con la barbilla alzada, la cabeza hacia atrás, un rizo sobre mis ojos, las piernas abiertas dejando asomar mis ligas bajo la falda, ya casi por las caderas, y el delicado sostén que abulta más de lo que realmente esconde, quién me lo iba a decir.

—Me gusta —confiesa Kodak con tono profesional—. No tiene un físico espectacular, pero esa actitud entre digna y desafiante es más excitante que un par de lolas de la talla cien.

—Ya sé, se da un aire a Olvido, ¿no te parece? —descubre de pronto Virtudes. Pero él no contesta. De pronto parece ausente, distraído—. Quiero más carne —sigue exigiendo la bicha incansable. Y yo, estremecida bajo el eco de su nombre, siento que perdiera el oxígeno.

—Nena —el fotógrafo vuelve en sí y reclama mi atención—, ya lo has oído, venga, sé buena… Y sonríe un poco, que esto no es un entierro.

Pero ninguna de las dos somos capaces de sonreír precisamente porque él ha conjurado con voz nuestros actos. Con sólo asimilar la palabra
entierro
el semblante de Virtudes muta y sé que acaba de recordar dónde me ha visto y que, sea quien sea, no me llamo Serena en realidad. En cuanto a mí, pese a que me obligo a seguir posando indiferente, por dentro suplico a mis ángeles de la guarda y a todos los santos del firmamento que pase algo, lo que sea, que me permita quitarme de en medio porque no podré aguantar mucho más esta representación, cómo hacerlo ahora que ya no soy una policía interpretando un papel, crecida bajo una personalidad fingida, desinhibida porque no me conocen, envalentonada ante la adversidad, inmolándome por una Reme inocente que no tiene por qué pasar por esto porque nadie le paga por ello ni tiene vocación de mártir ni tres o cuatro deudas con delincuentes muertos que saldar.

No, ahora todo es diferente. Se me han roto los esquemas, se me ha caído la careta y debo recomponerme y ordenar este revoltijo de confusión, miedo y emoción antes de continuar. Qué pinto aquí, me pregunto, por qué arriesgo, por quién. Qué coño hago de rodillas dándome palmadas en el trasero con las bragas al aire y los pezones erectos, en bandeja, reventando dentro del wonderbra.

Me levanto parsimoniosa intentando mantener mi digno ademán, mi rostro vacío porque, si dejo que se vuelva humano, puede empezar a llorar. La estatua que soy se mueve despacio, muy despacio, y ya de pie se da la vuelta y ofrece su espalda a todos, respira hondo y, antes de dejar caer el bolso al suelo, de buscar con falanges temblorosas la cremallera de la falda, recuerda a Olvido y piensa que ahora mismo, en este preciso instante, está obrando exactamente igual que ella, desnudándose ante un público que ni siquiera la ve, mostrando no su culo ni su cara ni sus tetas sino su alma a un gentío incapaz de comprender lo que tiene delante, pero al menos ella sabía por qué lo hacía, por dinero, y yo ni siquiera lo sé. Qué busco, qué demonios pretendo, ¿vengar a los difuntos?, ¿atrapar a su asesino?, ¿ganar ante los compañeros un respeto que me niegan y que en el fondo me la pela? O quizá no, quizá sólo lo haga por mí, por sentirme viva, suicida incluso pero aún viva, sexy pese al bulto en el pecho que ahora nadie, ni siquiera Kodak con sus objetivos poderosos, percibe, deseable también, sí, porque el tener que pagar por algo lo vuelve valioso, poderosa como sé que ella se sentía. Clara, la vengadora de sí misma y de Olvido, y de lo guarra, de lo puta, mucho más puta que nosotras, que es la vida.

—Cariño, ¿estás bien? —pregunta la bicha malparida a mis espaldas, y aunque la letra quiere parecer compasiva, la música no me engaña y me recuerda el tono brutal de una marcha fúnebre mecánica y marcial.

—Por supuesto —respondo—. Me estoy preparando para la traca final.

Me cuadro con la vista fija en la pared, en un punto indefinido del espacio, lejos, y si no hay nada en lontananza se lo inventa, ¿entiende, agente?, decían en la academia, lo importante es mantener la vista al frente, imperturbable, no perdida sino decidida, clavada en algo, como si tuviéramos una diana ante la cual no estuviéramos dispuestos a doblegarnos, así, el cuerpo en tensión, segura de las armas que llevo encima porque aunque éstas no son reglamentarias también imponen, consciente del porte que nos da el uniforme de gala, o la piel descubierta, o el brillo del satén, la blonda sobre mi carne, los tendones al límite demostrando mi disciplina férrea, imbatible, decidida al dejar caer falda y medias, consciente de los tacones y las piernas, ahora abiertas, para mantener la posición, así, muy bien, como nos gritaba el instructor.

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