—Pablo, ¿estás completamente seguro? Es muy importante.
—Del todo.
—Muchas gracias, me has sido de gran ayuda —y me doy la vuelta cuando recuerdo algo y vuelvo sobre mis pasos—. Una última pregunta, ¿qué vais a hacer con la lista de la porra?, ¿podrías dejármela? Ya no os va a hacer falta.
—Pásese mañana si quiere, porque la vamos a mantener hasta hoy, éste será el último día. No sabemos si el señor de la bolsa de deporte se habrá enterado de lo que le ha pasado a Olvido. Puede que venga porque no sepa nada, que nunca más vuelva a aparecer o incluso que aun sabiendo que ha muerto se presente sólo para recordar que cada miércoles corría hasta aquí para verla. Cualquier cosa puede ocurrir, es cuestión de suerte. ¿Usted también quiere apostar?
Clara sonríe levemente con un deje irónico.
—No, el juego no es lo mío, pero dime, ¿hay mucho dinero acumulado? —y él asiente con efusividad, así que decide hacer la buena acción del día—. Pues mira, hoy esa suerte tuya va a cambiar y te voy a dar una alegría completamente gratis por haber sido tan amable: no vendrá, te lo garantizo, palabra de policía.
—Buenos días —le digo a la secretaria que, con sus mechas, sus gafas de sol a modo de diadema y su carita feliz de chica buena dispuesta a rajarte en cuanto te des la vuelta, me sonríe al otro lado de su mesa—. Estoy citada con…
—Sssí, ya me lo ha dicho, pero vas a tener que esperar un poquitooo —me comunica con su mejor tono de buen rollito y un falso acento de tía estupenda, aunque lo más probable es que sea una zorra disfrazada de cordera.
—Cuando quedamos me dijo que si se retrasaba podía esperarle en su despacho —comento, a ver si pica y puedo cotillear algo ahí dentro.
—Ay, pues no, mira, a mí no me ha dicho nada, ¿ssabess?, y yo tengo una comunicación muy estrecha con él —me asegura con sus ojitos azules bien abiertos—. Yo creo que es mejor que te esperes aquí fueraaa —y pese a que intento argumentar que tengo el permiso del amo, ella, educada pero tajante, distante pero serena, me condena con un golpe de melena a la silla incómoda de las salas de espera, y no me queda más remedio que obedecer arrastrando los pies hasta sentarme y contemplar cómo me inspecciona por encima de sus lentes graduadas y por debajo de sus gafas de sol, y me sonríe con sus labios rositas brillando encantadores pero los colmillos relumbrando como un mal presagio, y a falta de algo mejor empiezo a pensar qué demonios me pasará con las secretarias, debe de ser cuestión de hormonas. Sí, eso será, del mismo modo que los perros detectan el miedo, ellas huelen en mí a saber qué extraña aversión. Pero algún día me vengaré, lo haré, y tal vez mi desquite comience en este mismo instante, porque suena su teléfono y percibo cómo se cuadra y aunque no oigo sus respuestas sí acierto a detectar sus temblores mientras escucha a quien sea que esté al otro lado, aunque me jugaría la placa a que es ese jefe con el que mantiene «tan estrecha comunicación». Una vez recibidas las instrucciones, cuelga sumisa y se aproxima para decirme con su mejor sonrisa de empleada del mes que sí, tenía razón, yo no debería estar esperando en el hall y, como soy conocida de la familia, estaré más cómoda en su despacho hasta que él pueda liberarse de sus embarazosos compromisos.
—Gracias —le digo, para demostrarle que no soy rencorosa, y me dirijo salerosa hasta el santuario prohibido seguida por su mirada, ávida, aviesa, de la que estoy deseando librarme cuanto antes.
Una vez a solas me limito a esperar. Sé que en algún momento intentará pillarme por sorpresa entrando con cualquier excusa con la esperanza de encontrarme con las manos en los archivos confidenciales de ese con el que dice llevarse tan bien. Por eso su chasco resulta mayúsculo cuando, en no menos de cinco minutos, súbitamente abre sin llamar y me halla enfrascada en el vertiginoso paisaje que se observa desde la ventana.
—Hooola, sólo quería saber si te apetecería tomar algo mientras esperasss.
—No, gracias —respondo—, lo que me gustaría es estar sola.
Ella entiende a la perfección mi irónica sugerencia, buena chica, perrita buena, y me deja a mi aire entre paredes de cristal y con la firme decisión de disfrutar del momento sin actuar. Para qué si va a ser peor hacerlo, me digo, si no sé cuándo llegará mi cita ni qué buscar aquí, ni cómo, ni dónde, ni por qué. Si tras la conversación descubriera indicios de delito ya me encargaré de pedir una orden de registro con todos los sellos pertinentes, así que ¿para qué molestarse ahora? Con lo bien que se está sin hacer nada en la cómoda butaca de piel y acero cromado de un despacho limpio, frío, aséptico, poco suntuoso pero grandioso, sin diplomas enmarcados ni títulos firmados por Su Majestad El Rey o el Excelentísimo Ministro de Educación, sin fotos familiares ni esposas rubias que sonríen desde marcos de plata ni dibujos infantiles dedicados a papá, con sólo dos carteles antiguos de cine (
A pleno sol
y
Extraños en un tren
) y una vista espectacular de los tejados de Madrid.
—¿Sse puedee? —es la secretaria, que asoma otra vez su naricilla de gnomo y me suelta de un tirón—. Perdona, verás, no quisiera molestarte, pero acaba de llamarme y ha pedido que te diga que te esspera en la terrazaa.
—¿En qué terraza? ¿No han cerrado todas ya?
—Nooo, en la nuestra, en la azotea del edificio. Sube allí con frecuencia.
—Creí que habíamos quedado para almorzar.
—Ay, pues no sé, yo sólo transmito lo que me ha dicho.
—Está bien, ¿por dónde se va? —respondo antes de que acabe por crearme un dolor de cabeza, y permito que me guíe hasta un ascensor donde pasa una tarjeta por el lector del cuadro de mandos para que se cierre la puerta que la deja afuera, y oigo su voz en el espacio vertical que se va extendiendo entre nosotras diciéndome, hasta lueeeego, que habrá alguien esperándome arriiiiiiba.
Cuando alcanzo el último piso me topo con el primo de King Kong nada más salir. Espalda de dos por dos metros, traje negro, gafas de sol y barbilla horadada y perfecta.
—El señor la espera —me anuncia, y echa a andar dando por hecho que iré detrás, y lo hago pensando que, si todo esto no fuera tan ridículo, resultaría una parodia perfecta de las películas en que un millonario maduro y solitario pretende seducir a lo grande a una pobre plebeya como yo, sólo que encantadora y de cuerpo perfecto a la par que oxigenada, lo cual no es mi caso.
Llamarla terraza no hace honor al significado de la palabra. Es un vergel disfrazado, un fenómeno de la naturaleza esculpido a golpe de manguera y billetes de quinientos euros, un tesoro boscoso en medio de la nada. Y al fondo, apoyado en la barandilla que rodea este paraíso irreal, mi cita aguarda.
Esteban Olegar, disfrazado de ejecutivo, se vuelve y me sonríe, se acerca con las manos extendidas y, cuando llega a mi altura, estrecha las mías efusivo y con el viento revolviendo su flequillo se excusa porque su reunión se demoró, reseñando que se ha permitido organizar la comida aquí arriba porque sabe que me gustan las buenas vistas. Le sigo muda y alelada y no consigo articular palabra hasta que de pronto me encuentro sentada a una mesa para dos perfecta e inmaculada que, para mi sorpresa, sirve el guardaespaldas del hoyuelo, devenido ahora en camarero portador de una bandeja plateada.
—¿Asombrada? —me pregunta con un brillo secreto que me escama.
—Sí, lo reconozco. ¿Suele organizar esta verbena con frecuencia? No me lo diga: es su táctica habitual para impresionar a las mujeres.
—No —ríe—, la verdad es que no lo había utilizado nunca para eso, pero gracias por la idea, lo tendré en cuenta. Este lugar me fascina, tal vez sea el único de este edificio que siento como mío. ¿Le gusta la ensalada? —y como asiento me informa—, tenemos un excelente cocinero en nómina. Nos cuesta un ojo de la cara, pero compensa. Hoy la clase vende, impresionar forma parte del juego empresarial. Mi padre puso el grito en el cielo cuando tomé esta iniciativa, pero pronto descubrió las ventajas de mi idea, aunque jamás lo reconoció.
—Otra vez la eterna disputa entre los nuevos modos y los modos viejos…
—Pensé que sería un marco ideal para fiestas y recepciones. Además, ahora sé que sirve para impresionar a las mujeres —sonríe pícaro—. Y también para esconderse. Mi padre se refugiaba en su gimnasio. Yo, en cambio, necesito aire. Será que me gustan las alturas —reconoce relajado.
—No parece el mismo de hace unos días —le confieso afable, como si estuviera echándole un piropo y no la soga al cuello.
Pero no es tonto, sabe mucho de estrategia y negociación y en apenas una fracción de segundo cambia de palo y compone un gesto circunspecto y tierno que podría pasar por cierto.
—Compréndame, agente, debo asumir grandes responsabilidades, mostrarme fuerte ante nuestros adversarios y asumir nuevos deberes familiares. Ahora soy el cabeza de familia y ello me obliga a ocultar mi sufrimiento. Pero que no me derrumbe ante mis hermanas para preservar su estabilidad y la de las empresas no impide que esté resquebrajado por dentro.
—Le entiendo —concedo por el momento, porque no ha llegado el segundo plato y no quiero cabrearle aún—. ¿Y qué tal están las niñas?
—Bastante bien, gracias,
Panocha
les está ayudando mucho. Finalmente decidimos que habría un solo gato en la casa y están aprendiendo a compartirlo.
—Y Mónica, ¿cómo se encuentra? —y aunque sueno inocente, sé que comprende que no soy de las que sueltan la presa tras la primera dentellada.
Me mira dolido, con ojos de chucho apaleado, pero se repone con rapidez y su sonrisa se torna obediente al responder:
—Bien también, gracias por preguntar. Está organizando el follón del entierro, el funeral… Creo que lo hace por estar entretenida, por tener la mente ocupada. Por cierto, ¿sabe cuándo nos entregarán el cadáver?
—No, lo siento. La autopsia está siendo muy exhaustiva.
—Entiendo, pero esta incertidumbre, este no saber cuándo podremos darle sepultura y continuar con nuestras vidas… —responde clavándome sus iris encharcados hasta que los desvía de golpe para buscar a su guardaespaldas—. Pietro, puedes traernos el postre. ¿Qué le ha parecido el pescado?
—Soberbio —reconozco, y parece complacido por mi veredicto.
—Pues aguarde al postre, no le defraudará.
Le sonrío expectante imaginando, más que en las fiorituras de chocolate o en las chirivías de fresas salvajes, en la sarta de preguntas que no sabe que le esperan, y saboreo la tartaleta sublime mientras cavilo y hago una apuesta conmigo misma en la que me juego a todo o nada qué le sonsacaré a Esteban Olegar, y la impaciencia me corroe mientras se enfrían los cafés y al fin, cuando ya no queda nada por masticar, me propone pasear por la terraza para que, como le había pedido, podamos dialogar.
—Me tiene en ascuas —confiesa nervioso cuando ya llevamos unos metros caminando en silencio—. ¿Ha averiguado algo sobre mi padre?
—He averiguado algo sobre usted.
—¿Sobre mi? —y tal es su sorpresa, o tan buen día tiene, o tan relajado está desde que falleció ese reflejo inalcanzable que fue su progenitor y puede hacer lo que le venga en gana, que apenas se mosquea y ni llega a fruncir el ceño. O quizás ensaya un nuevo papel de tipo duro y su impasibilidad es la constatación de que su psicoanalista, o su
trainer
, o su curso de técnicas de control emocional están dando resultado y vale el pico que le deben de estar sacando.
—¿Le suena de algo el nombre de Olvido Ugalde?
—No, ¿quién es?, ¿un antiguo ligue que dice que la he dejado preñada? —y su tono es tan jovial y su cara tan inexpresiva, sin un tic, sin un gesto esquivo, que decido en este preciso instante que sí, que el psicoanalista o el
trainer
o el
coach
, el que sea, vale su peso en oro.
—Era una prostituta.
—Lo siento, no alterno con prostitutas, al menos que yo sepa —deja escapar una carcajada tenue y cínica y se detiene para apoyarse en la barandilla. Yo también lo hago, pero no me dedico a contemplar el cielo contaminado de Madrid sino, dando la espalda al paisaje, su rostro.
—En cambio su padre sí.
—¿Mi padre? —y ahora su repentino silencio, su mano asiendo fuertemente la balaustrada, su mandíbula apretada, sí son perceptibles. Va a ser que le quedan algunas asignaturas, tendrá que examinarse en septiembre.
—No me diga que no lo sabía. Se citaba con ella todos los miércoles, sin falta. Es imposible que usted, brillante, perceptivo, maniático del orden y el control, no se diera cuenta. Por eso tardó tanto en llamarnos cuando él desapareció: creyó que había hecho una escapadita con ella. Hasta que pasaron los días no comprendió la gravedad de su ausencia.
—Sospechaba de él, no voy a negarlo —admite con una sombra de seriedad inédita hasta ahora—, estaba casi seguro de que tenía alguna historia por ahí, me lo decía su actitud, pequeños detalles en el vestir, el color de las corbatas… Pero nunca llegué a tener la certeza ni me atreví a insinuárselo siquiera, mucho menos a intentar averiguar quién podría ser la mujer.
—Usted la conocía.
—Nunca he conocido a esa tal Olvido —niega categórico.
—No me mienta. ¿Por qué lo hace? Es tan incómodo cuando lo intentan y sé que todo lo que declaran son embustes… Me obligan a poner fin a la pantomima y revelar el auténtico curso de los acontecimientos, mostrarles que nuestras pesquisas les contradicen. Y, ¿sabe?, en la mayoría de los casos los acusados lo siguen negando. Es patético.
—Pero a mí no se me acusa de nada.
—Por supuesto. Sólo queremos aclarar cómo murió su padre.
—Entonces ¿por qué pretende implicarme? —dice con voz dolida, como de adolescente al que una novia no regala el beso prometido.
—Porque en el transcurso de la investigación fui al apartamento de la prostituta muerta y mostré a los vecinos las fotografías que Mónica me facilitó y ¿sabe qué?, en algunas de esas tiernas escenas de familia lo identificaron; y declararon que un hombre joven, serio, bien parecido y de gustos selectos, a eso de las cuatro de la tarde del miércoles, cuando su padre aún no había desaparecido y Olvido Ugalde, a quien dice no conocer, estaba viva, la esperó en el bar situado frente a su edificio y, en cuanto la vio llegar por la acera, salió a toda prisa para discutir con ella e incluso agarrarla por el brazo y zarandearla frente al portal. Si quiere puedo seguir…