Read Y punto Online

Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (48 page)

—Muchas gracias, me serán de gran ayuda —miento como una bellaca, como la madre que le jura a su niño que se pondrá el collar de macarrones para la más elegante de sus fiestas cuando sé que no va a ser así, que llegan tarde y ya no me sirven para nada porque en lo que menos pienso en este preciso momento es en la vigilancia de la casa de Vito cuando ya he estado allí o la posible estrategia para ocuparla el día de un hipotético golpe que me resulta tan ajeno como lejano, porque me da igual, porque tengo tres cadáveres y la cuenta aumenta casi cada día y eso, frente a la droga sin cortar, sin distribuir, sin ni siquiera aterrizar, me resulta mucho más prioritario y real.

—Eso espero, me ha costado mucho conseguirlos, y más aún aguantarle a él. Y ahora, si me disculpáis, tengo que volver al despacho.

—Adiós —se despide ella mirándole a los ojos.

—Adiós —responde él mirándola también.

Y se marcha ofreciendo un saludo general, ya está bien de tanto besuqueo y tanta cursilería, y al salir se cruza con Javier el Bebé.

—¡Qué tal, chicas! —exclama éste enseñando todos los dientes en una mueca que se pretende espontánea pero resulta sin embargo de lo más ladina.

—¡Hola! —responde Zafrilla levantando su cabeza como por un resorte.

—¿Cómo tú por aquí? —le dice Clara con recochineo.

—No, nada, que he venido porque…

—Eso, di a qué has venido, anda —insiste con sorna.

—¿Y tú quién eres? —interrumpe Dolores.

—Soy compañero de Clara. Y usted debe de ser la madre de Laura —supone, con el mejor de sus gestos de joven agradable, de yerno deseable que jamás ha roto un plato—. Encantado de conocerla, señora.

Zafrilla reprime una risa absurda, de tontísima adolescente, mientras Dolores los fulmina a ambos con la mirada y yo soy consciente de lo peligroso, de lo tenso de la situación que, como buenamente puedo, intento aplacar diciendo lo primero que se me viene a la cabeza.

—Buen intento, pero no es su madre, es la forense, así que antes de que sigas metiendo la pata ¿nos dices a qué has venido? —inquiero cortante.

—Quería… hablar contigo, a solas. Tengo una consulta sobre un caso.

Ella se levanta y ambos se alejan y se encaminan hacia la barra porque no hay otro sitio mejor donde cuchichear.

—No te andes con rodeos, qué pasa —le digo.

—Nada, sólo quería ver qué tal estaba tu amiga. Es mona.

—Y tú gilipollas integral. ¿Nadie te ha dicho nunca que molestas, que con los casos no se juega, que estábamos aquí tan felices y en un segundo la has liado y a poco que continúes largando por esa boquita incendiarás el local?

—Oye, frena, si he venido es porque París me lo ha pedido, para que compruebe lo chachi que está tu amiga y luego no haya sorpresas desagradables.

—Aquí la única sorpresa desagradable eres tú, así que pírate antes de que malmetas más y yo me tenga que abrir a hostias contigo y luego con París.

—Joder con la tía —murmura mientras se encamina hacia la puerta no sin antes pasar ante nuestra mesa contoneándose ridículamente, como un Travolta con buen culo y poco cerebro, pero cuidándose bien de no acercarse, no vaya a ser que Dolores le lance un mordisco que malogre para siempre sus andares.

—¿A qué venía ese niñato? —pregunta.

—A hablar con Clara de un caso, ya te lo ha dicho —responde Zafrilla.

—A mí no me engañas, nena, ése quiere ligar contigo y tú le has dado motivos —la acusa Dolores.

—Y qué, ¿es que acaso no puedo?, ¿hay alguna ley que lo prohíba?

—Pues mira, sí, porque tiene toda la pinta de ser un rompecorazones, un gallito de corral, un chulito aprovechado y…

—Pero bueno, ¿y tú quién te crees que eres para soltarme esto?

—Soy tu amiga, soy mayor que tú y lo veo todo mucho, pero mucho más claro. Fíjate si lo veo claro que hasta me doy cuenta de que sólo busca acostarse contigo y tú estás haciendo el ridículo ilusionándote como una tonta.

—Chicas —interviene Clara—, a ver si nos calmamos un poquito.

Pero ellas se observan con ferocidad y ninguna le hace caso. Como dos lobas que se calibran y gruñen por lo bajo, no se quitan los ojos de encima y, como era de prever, como las tormentas fraguadas a fuego lento, acaban estallando.

—Estás amargada —chilla Zafrilla.

—Y tú encoñada y salida —le replica Dolores.

—Y tú te has vuelto una facha.

—Y tú una inmadura, una perdida, una, una…

—Una qué, venga, dilo. Una qué…

—Una puta —escupe Dolores.

—De verdad, no sigáis, al final nos vamos a arrepentir… —intenta terciar Clara cuando el barco está más que hundido.

—No —responde Zafrilla inusualmente fría—. No hay nada de que arrepentirse. Ahora ya está todo dicho. Ya nos hemos quitado las caretas. Las cosas claras. ¿Verdad, Lola? —y recoge sus cosas, se levanta y se marcha.

Clara se pone en pie instintivamente para ir tras ella, frenarla y pedirle que regrese y hagan las paces, pero no se atreve a dejar sola a Dolores, que mira su taza vacía como ausente.

—Tranquila, no pasa nada. Ve con ella.

Y sale a la calle con celeridad, busca a su amiga pero no la divisa. Sí, ahí está, bajo la parada del autobús. Mejor cojo mi coche y me ofrezco a llevarla a su trabajo. Abre la puerta con rapidez, lanza los planos de Maison Vito en el asiento de atrás y arranca. Al llegar a su altura para y la invita a subir.

—Te juro que no entiendo qué cable se le ha cruzado. De verdad que no lo entiendo —repite—. Si ella nunca ha sido así, si parecía una monja cuando siempre fue la más liberal, la más feminista.

—Igual no se trata de eso —sugiere Clara atenta al volante.

—Pues entonces tú me dirás qué es, porque no me entero.

—Hombre, que no le gusta Javier es obvio.

—A ti tampoco y no me has llamado puta a la cara.

—Sí, pero quizá…

—¿Quizá qué? Dilo, que me estás poniendo nerviosa.

Espera a que el semáforo ámbar se vuelva rojo y se detiene lentamente ante él para desesperación del conductor de atrás, que se envalentona porque coño, hostia, joder, mujer tenías que ser. Clara baja la ventanilla y lo manda a tomar por culo. Cuando la ha subido, mucho más desahogada y serena, es lo único bueno que tiene el tráfico, mira a Zafrilla muy seria y le pregunta.

—¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez puedan ser celos?

*

De vuelta en comisaría, después del trago de sorpresa y vergüenza de Laura, de su turbación y de cómo no me he dado cuenta, cómo no me ha dicho nada, consigue llegar hasta su mesa sin más contratiempo que las asnadas del tontolaba de la puerta, si es que no tiene remedio, y se sienta y se siente al borde de la extenuación porque entre todos van a acabar conmigo, los amigos y los enemigos, los compañeros y los rufianes, los interrogados y los interrogantes, y tiene tanto sueño, tanto cansancio, que se marcha al baño y mete la cara bajo el grifo y cuando vuelve a su puesto se topa con la mirada conmiserativa de París, que sorprendido pone sonrisa de circunstancias y suelta un claro, tal y como estás todo te resultará muy agotador, que le hace pasar de la sorpresa al estupor y, cuando ya está a punto de preguntarle qué seta alucinógena ha comido hoy, aflora la voz de Santi que la reclama con tono urgente a su despacho, pero antes de ir se toma su tiempo para escrutar a su
querido
compañero y murmurar un ya hablaremos cuando vuelva que no parece tener buena pinta.

—Cierra la puerta —le pide serio nada más entrar.

—Si me vas a contar cómo te ha ido con ésa, prefiero que te lo guardes para ti. Soy más feliz sin conocer tu vida sentimental, y no digamos la sexual.

—Lo que me faltaba, soportar a mi edad esa actitud de madre superiora.

—Si me tomas como confesora es normal que te pierda el respeto.

—No van por ahí los tiros —gruñe—. Me han autorizado las pruebas de ADN.

—No hay nada como que muera un pez gordo para que den luz verde a las verificaciones periciales más caras.

—Ya te vale con esa mala baba, niña.

—¿Lo sabe París?

—Tú tienes una visión más profunda y te mojas hasta donde haga falta. Además, a él no le gusta la calle ni la gente. Realmente no sé qué le gusta.

—Vaya noticia. Pero resulta que el caso lo lleva él y es mi superior, así que si quieres se lo dices por teléfono o paloma mensajera, pero se lo dices tú.

—Me gustaría que mañana me pasaras un esquema con las conexiones entre los tres muertos. Carahuevo no nos deja vivir.

—Para primera hora va a ser imposible. Y luego tenemos que preparar lo de la madame para la tarde, a ver cuándo saco un rato —decide, con la chulería de quien se sabe ahora mismo imprescindible—. ¿Puedo irme ya?

—Sí —y antes de que Clara abra la puerta revela—. Esta noche he quedado con la farmacéutica. Voy a cortar con ella definitivamente.

—No te lo crees ni tú.

—¿Para qué te ha llamado Santi? ¿Por qué no me ha llamado a mí también? ¿Te ha comentado datos del caso? ¿Ha dicho algo de mí?

—Sólo hemos hablado de temas personales.

Y, como salvada por la campana, medio segundo antes de que reaccione y le responda lo borde, lo engreída, lo poco profesional que es, suena el teléfono de París. Lo coge y escucha atentamente y le noto esponjarse y crecerse porque tiene información directa del jefe, y cuelga sintiéndose muy importante, porque cree que está en la pomada, porque cree que corta el bacalao, porque cree que es el crupier con la pajarita que reparte las cartas y me comunica muy formal que «desde arriba» nos han concedido las pruebas de ADN.

—¿Se supone que tengo que emocionarme?

—Qué desagradable eres, ¿ni siquiera ahora eres capaz de mostrar un poco de sensibilidad?

Pero qué dice este tío, si no fuera porque ahora mismo tengo otras muchas cosas en mente, de inmediato le cogía de las solapas, alto como es, y lo zarandeaba hasta que de esa boquita cruel cayeran como bellotas las verdades que quisiera conocer: a qué está jugando, qué se imagina de mí, a qué aluden sus dobles sentidos.

Entérate, imbécil, quisiera decirle, entérate de una maldita vez de que no sabes nada de lo que soy, ni siquiera de lo que fui. Entérate de que soy otra, de que borré todo lo que olía a ti, de que no queda nada de esa Clara que te pertenecía y sometías, ni recuerdos, ni secretos, ni miradas que únicamente tú sepas interpretar, ni rastro de canciones, versos o acordes que puedas rememorar o comparar con él ahora.

Pero no le dice nada, para qué, y se dispone a desenmascarar, antes de marcharse y acabar el día, a algún otro cliente de Olvido, como si fuera un crucigrama que tuviera que completar para obtener el gran premio, y deduce que si Vito es el «Padrino», por qué no podría ser tal vez Malde el «Primo». Y, sobresaltada por su recuerdo, por esos ojos verdes que no ve pero imagina, por su cara afilada de gato, teclea ese número y, cuando oye su voz pidiendo que dejen un mensaje en el buzón, cuelga contenta y no deja de repetirse para sí misma: ya he completado la «familia».

Y feliz como quien cree haber acertado una quiniela de catorce, se levanta y anota en el corcho de la pared, en la lista de nombres en clave, una nueva identidad. Pero su móvil comienza a tronar, hace ademán de correr a por él, se tropieza en su carrera con León, cuyo contacto le desagrada como si hubiera tocado a un gusano viscoso, y en el traspiés, en el querer apartarse los dos yendo primero a la derecha, luego para la izquierda, sin acabar de dejarse paso, se le va el tiempo fugaz que transcurre hasta que deja de sonar y salta el buzón de voz. Lo busca en el bolso pese a todo, sólo para hacerse la ocupada, para desviar su atención porque la está escrutando tras las gafas de culo de vaso y su cara rosita de cochinillo y su pelo rubio como una aureola, como si acabara de meter los dedos en un enchufe, la ponen nerviosa. No me quita la vista de encima, qué grima, y se inclina ante su cajonera para no verle, poniéndose de lado para evitar tenerlo delante, buscando un trozo de papel donde apuntar los recados, haciéndose la loca y escuchando un mensaje de Lola llorando, otro de Laura con voz asustada y, finalmente, el que acaba de dejar la enfermera de mi ginecólogo porque no le he llamado, porque con los resultados de las pruebas no se juega, y menos con la salud, y no he confirmado la hora de mi biopsia y ya estamos a martes y la cosa está que arde y debo telefonearle cuanto antes y fijar un día, y prometer no plantarle y llevar un frasco lleno de orina y estar dispuesta a dejarme agujerear.

Saco de mi agenda el calendario e intento encontrar una fecha en la que pueda ausentarme, y el mamón de León sigue ahí, y cuando ve mis ojos furibundos clavados en su poco agraciado físico se gira y entonces repara en el corcho, con el grupo familiar resuelto por mí recién completado, y se pone a observarlo curioso, cotilla que hoy no debe de tener ganas de dar ni palo.

Ya lleva un rato de contemplación cuando mi paciencia por fin se pierde sin remisión y mi genio explota:

—Tú, carabotella, ¿se puede saber qué estás mirando?

XVII

—Y va el muy retrasado y me dice que sólo estaba echándole un vistazo al corcho, que había imaginado que tendríamos fotos de los escenarios del crimen, de las víctimas, de sus visceras al aire, y que quería verlas.

—¿Verlas? ¿Para qué?

—Yo qué sé, porque es un degenerado, un desgraciado sin sentimientos que se reía como un descosido en casa de la prostituta mientras se balanceaba de una cuerda. Por eso ha pedido que lo pasen a Huellas, para llegar el primero a los escenarios y ver a los muertos con las tripas colgando. Por lo que parece le gusta, le dará morbo.

—Qué asco. ¿Y qué hiciste?

—Echarlo de allí con cajas destempladas. Luego pensé que Santi debería saberlo, ser consciente del elemento que tenemos dentro, pero su móvil estaba apagado, así que le dejé un mensaje. Estaría con su amiguita.

—¿La farmacéutica? ¿Aún sigue con ella? Vaya idiota.

—Eso mismo le dije yo, pero ni caso.

—Está en una edad difícil.

—Sí, tú defiéndelo.

—No lo defiendo. Sólo digo que está en una edad difícil y con un trabajo complicado, y a veces un polvo sin ataduras es una buena vía de escape.

—Ya, pero resulta que la situación laboral complicada es la mía, porque él no tiene que hacer para mañana un informe detallado de los tres casos.

—¿Y qué problema hay? Nadie sabe más de esas muertes que tú.

Other books

Absolution Gap by Alastair Reynolds
The Killing Breed by Leslie, Frank
Lost and Found by Megan Fields
Kerrigan in Copenhagen by Thomas E. Kennedy
Vanished Without A Trace by Nava Dijkstra
The Changes Trilogy by Peter Dickinson
A Body to Die For by Kate White