Y punto (22 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

»Hace poco, apenas un par de meses, volví a ver a Morán. Iba cogido de la mano de un hombre, y sonreía. No le dije nada, todavía no sé por qué, quizá no quise reconocer en él al amigo de la infancia que se dibujaba con rotulador en el bíceps el yugo y las flechas, al traidor que me abandonó en aquella revisión médica, al que se partió la cara por mí más de una vez en los billares. O tal vez me negué a admitir que había cambiado, que todos lo hemos hecho, que un niño de nueve años fascista por herencia puede volverse el más feliz de los homosexuales mientras otros, como yo, encauzan su vida en una única dirección a seguir sólo porque un cura cabrón me hizo quitarme los calzones en público y a continuación se relamió. Y se me ocurrió que él era más libre, que había desertado de sus ataduras familiares… Bah, no me hagas caso.

El silencio nos invade, a él de espaldas, a mí quieta y callada casi sin atreverme a respirar. Esta inmovilidad me incomoda, sé que debería decir algo, preguntar, romper esta calma cargada de recuerdos tensa y sólida como una losa. Pero no digo nada, no sé muy bien por qué, supongo que porque lo que me acaba de contar es importante para él, tal vez la confesión más íntima que me haya hecho nunca. De pronto lo tengo delante, aún con las manos en los bolsillos del pantalón raído, y me mira como desvalido, como pequeño, un niño que busca la aprobación de mamá, el perdón tras haber confesado un jarrón roto, y con un tono que detecto sutilmente dolido, me dice:

—En los interrogatorios debes de ser cojonuda. Lo de Ángel nunca se lo había dicho a nadie, jamás. Me lo he guardado más de veinte años, ya casi estaba podrido de tanto esconderlo. Espero que te sirva para algo.

—A mí, para conocerte mejor. Y a ti para liberarte, para que dejes de sentirte culpable por algo que hiciste dos décadas atrás y que te duele mucho más a ti que a él, que probablemente ni se acordará.

—Eso es lo que le dicen los padres cuando les dan un bofetón a sus hijos: «Me duele más a mí que a ti», pero la hostia el niño se la lleva igual.

Y retorna el silencio y me siento mal por haber sacado con una pregunta inesperada toda esta culpabilidad tan cuidadosamente guardada.

—Y tú, ¿por qué eres lo que eres? —me asalta Ramón ahora, y sé que debo, que tengo que revelarme, pero no hay explicación, porque lo ignoro.

—No lo sé.

—No me lo creo. Si yo he encontrado mis motivos tú también tienes que tener los tuyos en alguna parte. No me mientas —me acusa—. Te toca.

—Te juro que no lo sé. No tengo ni idea de por qué soy policía ni de cómo he acabado en Madrid, por qué trabajo en esto, por qué soy como soy.

—No puede ser, a todos nos mueve algo. Tú misma lo has dicho.

—Mentí. No seguí un camino a raíz de nada ni hubo un hecho que me marcara. A mí la vida me ha traído, me ha llevado, me ha bandeado hasta aquí, pero yo no tracé mis pasos. Lo mío siempre ha sido seguir a los demás, y si he querido saber de ti ha sido más que nada para encontrar respuesta a mis propias preguntas, para comprobar si todos, tú incluido, estáis tan perdidos como yo. Pero veo que no. Te marcaste una meta de pequeño y has llegado, eres abogado, con papeles en la mano nadie puede vencerte. Yo, en cambio, nunca he tenido objetivos ni destinos, soy como una hormiga que varía su recorrido según le ponen obstáculos delante. Mi camino únicamente ha consistido en seguir el de los demás: conocí a París y a los diecisiete ya estaba colgada de él, y cuando le dio por decir que quería ser policía, como una imbécil, por no perderlo, por no separarme, acepté probar a serlo también. Estudiamos juntos las oposiciones, íbamos a correr a las siete de la mañana y luego al gimnasio, ¿crees que me gustaba, que pasar los exámenes físicos con las mejores marcas era mi meta, mi prioridad? No, por supuesto. Era la suya. Él quería ser un superhéroe, yo sólo quería estar a su lado. Luego la academia, aprender a disparar cogiditos de la mano y conseguir un destino al acabar, él en una punta del país, yo en otra, lejos, muy lejos y, a solas, empezar a preguntarme quién era, a darme cuenta de que nada era lo que parecía, de que lo había interpretado todo al revés y cada acto, cada sentimiento, cada hecho, era en el fondo otra cosa muy diferente: su amor un reflejo del mío, mis sueños sombras de los suyos, su valentía, su inteligencia, una muy bien orquestada campaña de publicidad, hasta su atractivo o su fortaleza no eran más que palabras que le oía decir embobada. Y me descubrí sin él porque en soledad, desguarnecida, deshabitada, sin embargo era yo, vacía pero yo, débil pero aguantando, pensando por mí misma, viendo que mi pobre belleza, mi sumisa inteligencia, tenían fuerza suficiente para crecer por sí solas sin él. Al final coincidimos en Madrid y fueron sus ansias de medrar, de ascender, lo que nos llevó a matricularnos en una carrera, pero no por el placer de aprender o estudiar, no, simplemente porque él quería llegar a inspector y para eso hace falta un título. Y allí estaba yo otra vez, siempre detrás, siempre en su estela, perdida entre adolescentes con granos, pensando qué coño hacía con mi vida, estudiando, robándole horas al sueño, persistiendo en el empeño cuando él ya empezaba a desfallecer, cuando ya se le habían pasado las ganas, luchando por encontrar un piso para vivir juntos pese a sus reticencias, a sus excusas, a su rechazo a perder su libertad, a comprometerse. Hay que joderse, cuando lo dejé todo, mi casa, mi tierra, mi futuro, por él.

»Ahí comprendí por fin que ya no tenía nada que ver con París, que no conocía a ese tipo de nada. Quién era, qué quedaba del príncipe azul, qué había sido de él, en dónde se había malogrado. Y me vi, perdida, llorosa, desesperada, y recordé que era más feliz cuando estábamos cada uno en una ciudad y yo vivía sola, débil pero sola, vencida pero sola, relativamente feliz, y sola.

»Así que un día me levanté y constaté con pasmosa serenidad que estaba mejor sin él y que no me asustaba estarlo. Qué duro: no le necesitaba, su sola existencia me lastraba, me impedía seguir.

»Y lo dejé. Me lo arranqué de dentro y ya no sentí más tormentos ni supe qué era el dolor, no sabía qué me faltaba en el vacío que dejó pero sí que podía vivir y respirar igual, porque nada se había acabado. Y para llenar ese vacío me volqué en estudiar, y en leer, y en mi trabajo, ese que tenía sin saber muy bien por qué pero que al menos era mío. Y lo mismo pasaba con la carrera. Derecho no fue una opción anhelada, sólo la más útil para ascender en el escalafón, pero me gustaba, y allí estaba yo con mis veintimuchos cumplidos entre los petardos de tercero cuando ya tendría que haber acabado preguntándome qué podría hacer conmigo misma, hacia dónde ir, cuando conocí a un joven profesor suplente que luego dejaría de serlo para ejercer que no estaba nada mal. Y dejé que mi vida volviera a seguir la estela marcada por otros y fuiste tú quien me guió a partir de ahí, el que se empeñó en sacar aquella relación adelante, en reconstruirme porque, es verdad, yo estaba rota y tú me conquistaste, y planteaste la necesidad de un compromiso, de casarse, de fundar una vida juntos.

»Y es tan fácil dejarse llevar, seguir trabajando, estudiar si se puede, sacar tres o cuatro asignaturas por año, aguantar a los compañeros, a los jefes, patear las calles, cepillar al gato, hacerte ensaladas para cenar, ir al cine los sábados y los domingos a comprar libros de segunda mano, muchos más de los que pueda leer con mi tiempo hipotecado entre oficio y amor, bordar un rato como una abuelita delante del televisor y pensar que sí, que es verdad, que tal vez podría tomarme en serio acabar la carrera, o tener un hijo, o ir a por ese ascenso… Pero nada de esto lo busqué yo, ni siquiera a ti, y cuando llego un día a comisaría y me encuentro con alguien a quien conocí muerto y con una jeringuilla clavada en el brazo, con
lindezas
de los que creía amigos, con mierda hasta las orejas, entonces me pregunto qué pinto en todo esto, quién soy, cómo he llegado aquí, y sólo sé que lo único real en mi vida eres tú. Por eso, si ni siquiera sé si te merezco, si puedo llamarte mío, cómo quieres que sepa adónde voy.

Y se acerca y le abraza y busca amparo en su pecho, se esconde allí, se pierde, agarra sus brazos caídos y se rodea con ellos, le obliga a abrazarla, y él se deja vencer y lo hace, perdidos los dos, tristes, casi medio vencidos.

—Lo único que sé es por qué estoy contigo —le dice—. Eso ya es algo.

—¿Para qué has traído ese geranio? Está desahuciado —pregunta Ramón por entre su pelo que huele a lluvia matando de un mazazo el momento de ternura.

—Si no lo traigo se muere.

—Hay que trasplantarlo, y al final acabaré haciéndolo yo y luego me…

Pone una mano en sus labios para que calle, para que no se embale, para que no lo estropee. Él ya afloja el abrazo, necesita sus manos para señalar, para gesticular, para hacerle comprender que no puede traer a casa todos los desperdicios que encuentra porque… Pero enmudece porque ella se revuelve, se deshace del abrazo y busca algo en uno de los bolsillos del pantalón. Le tiende su regalo y que se calle, por dios.

—Toma, una cosa que encontré para ti —y le ofrece algo malenvuelto en una bolsa negra de basura—. Siento que el papel de regalo sea tan cutre.

La abre y encuentra una corbata de Hermès azul y brillante.

—Es preciosa, pero ¿por qué?, ¿de dónde la has sacado?, ¿cómo es que…?

La mano sobre los labios otra vez.

—Chist. La vi, me acordé de ti y me gustó. Calla, por favor. No lo estropees.

IX

No se llega media hora tarde. Y punto.

Qué media hora, cuarenta minutos.

Como no tengo destino, como no tengo fines ni final, como voy por la vida sin seguir siquiera una línea porque por no tener no tengo ninguna meta prevista, ninguna cima adonde llegar, ningún trauma de infancia que haya cincelado en mi conciencia la marca imborrable de la superación, vago por mi existencia pisando las huellas que han dejado los pasos de los otros, obedeciendo órdenes porque es más cómodo que tomar decisiones, dejándome bandear por los envites del viento o por el impulso que, en la puerta giratoria en que estoy metida, imprimen pasajeros habituales al entrar o salir de mi corazón, de uno a otro lado, escondiéndome en las palabras de los demás, adaptándome a sus decretos y siguiendo el cauce de la corriente, curiosa por ver adónde me lleva y quién soy.

Así, el rastro de mi rutina se marca por citas previas, por horarios de funcionario, por delitos que investigar según el reglamento, por normas no escritas pero que pesan, que me marcan, que me cercan y me aíslan y, gracias a dios, gracias a ellas, gracias a los que las inventan y estipulan los dictados y sus sentencias, me impiden quedarme quieta.

La educación, la disciplina, las buenas maneras, la obligación de lavarse los dientes para no ofender a nadie con mi mal aliento, de aparecer en los sitios peinada y planchada, de sonreír para saludar, de utilizar los cubiertos de pescado, de no escupir ni chillar ni patalear, todas esas leyes de la civilización están ahí para impedir que los salvajes hagan lo que quieran, y yo, la más caótica, la más perdida y desorientada, la más veleta e inquieta, la más salvaje, debo entender de una vez por todas que hay que limpiar la nevera de líquenes verdes que trepan por sus paredes de escarcha, callar si un jefe habla, no esperar a que se acabe la mermelada de cereza y, definitivamente, no llegar tarde o, al menos, no más tarde de la media hora. Jamás cuarenta minutos.

Y luchando por que esos cuarenta minutos no me devoren, no me fuercen a perderlos entre la cocina y el baño, entre el despertar y el desayuno, entre la vigilia arisca y el sueño reparador en los brazos de Ramón, corriendo contra ellos como una velocista contra su propio récord, me ducho a toda prisa mientras pienso en las misiones para este día, en los deberes marcados en la agenda que guiará mis pasos hasta que supere otro examen sorpresa, otro día que tachar con un aprobado pelado, veinticuatro horas menos del resto de mi vida en las que no tendré que pensar en las
COSAS QUE HACER HOY
:

Llamar a Dolores. Clasificar las pruebas recogidas. No preguntar a París por esa novia. Se acabaron las burlas. Enterarme de cómo van las vigilancias a Vito. Ir al médico a las doce y media. Llamar a Ramón, que sepa que pienso en él. Parar en algún sitio fino y comprar la puta mermelada. Y, sobre todo, no llegar tarde al trabajo ni insultar al gordo de la puerta, que mira que por más que intento contenerme no puedo evitarlo, es que me das asco, siempre igual, todos los días diciéndome las mismas estupideces hasta que me haces perder la paciencia y mandarte a la mierda, porque es cosa mía si me retraso aunque hoy sólo hayan sido treinta minutos, porque a ti qué más te da, siempre en el mismo dintel mirando la vida pasar, y cuando llega a la oficina va pensando que qué bien, nada más empezar el día y ya me he saltado una de mis pocas, de mis escasas y propias reglas para hoy, si es que no tengo remedio, ahora sólo falta que aparezca París y me salte otra más.

—¿Qué tal tu
prince
? —dice sentándose en su mesa casi sin mirarle en la de enfrente, ocupando el habitual puesto de Nacho, que se lo habrá cedido.

—Muy graciosa, cualquiera diría que eres la misma de ayer. Mira que irte sin avisar, si no es por Santi que…

—No me sentía bien —corta por lo sano antes de que se embale con su retahíla de reproches sobre su mala educación, sobre lo borde y lo a su bola que va y lo frágil que es por confesar así, tan públicamente, nada más llegar al trabajo y delante de todos que sí, qué pasa, me sentía mal, y no voy a ser peor policía por eso, vosotros tenéis dos neuronas y yo me callo, ¿o no?

—Ah, bueno, si es eso —asiente París con gesto comprensivo.

No puede ser. Debo de estar soñando. ¿Desde cuándo esta tolerancia, esta amabilidad, este conformismo? ¿Cuándo ha desaprovechado una oportunidad de demostrar mi debilidad?

A lo mejor la tal Reme, su prince, su chiqui, su caramelito de miel, es de esas que se meten en cama cuatro días al mes, y a lo mejor él baja a la tienda de la esquina a por sus tampones, y a lo mejor la acosan migrañas cada vez que piensa y París se encarga de la compra y la colada y de ahí que se haya vuelto indulgente con los dolores menstruales, con los calambres y las jaquecas, con los cansancios extremos de cada día de las mujeres agobiadas por las prisas y toda la gama de dolencias que alguien como yo, abrumada por el peso de mi propia vida, arrastro. Hay que ver, quién me lo iba a decir a estas alturas.

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