Y se encoge de hombros y se fija en cómo escribe, concentrado en su cuartilla con el gesto autosuficiente de quien sabe lo que hace, y echa de menos por un instante a su Nacho con la lengua fuera, aporreando con dos dedos el teclado, mascando chicle con la boca abierta, sonriéndole por encima del periódico. Pero no, él sigue con las guardias y ahora estará en su cielo particular sacando fotos con la babilla colgando ante una nueva remesa de putas a la puerta de la mansión de Vito mientras ella, comida por la costumbre, debe clasificar las pruebas obtenidas ayer antes de pedirle a León que busque indicios o de enviarle alguna —la más importante, la que no quiero que este inútil destroce— a Zafrilla. Ante sus ojos se acumulan las bolsitas en dos montones. A su izquierda, en una pila mucho más grande, las evidencias recogidas en la chabola del Culebra y a su derecha, ridículas en su escasez, cuatro chorradas del apartamento de la mujer muerta, y por alguna tendré que empezar, qué remedio, y suspira porque conoce el día que le espera, y no por el placer. Finalmente estira su mano, que revolotea indecisa entre un montón y otro para, neutral, abrir su propia libreta de notas y revisar la sucesión de números y datos que, como una niña buena, copió del teléfono de la difunta mientras sus compañeros se reían.
No hay ni un solo nombre propio.
«Taxista», «Ginecólogo», «Banquero», «Gobernador», «Boxeador»…
Era lista la mujer muerta. Lista y discreta. Nada de apellidos, de direcciones ni de pistas. Sólo ella y su ingenio capaz de almacenar tres alcaldes con un número («Alcalde 1», «Alcalde 2» y «Alcalde 3», obviamente), sólo ella y su capacidad para la concisión («Tarado»), sólo ella y sus bromas privadas con sentido del humor («Divino Sacerdote», «Futbolista Merengue») pero carentes del mal gusto que se le presupondría a alguien dedicado a su profesión.
No se ensañaba, no insultaba, no ofendía en ninguna anotación. Debía de ser observadora, debía de ser casi como una confesora o una enfermera o una monja que suministra redención para almas inquietas, febriles, deseosas, más que de sexo, de compañía o amor. La agenda de su teléfono era fiel reflejo del materialismo que nos gobierna («Letrado Insaciable», «Universitario Ambicioso», «Subsecretario Trepa», «Viajante de Calzado Rijoso», «Editor de Bestsellers»), pero también el cuaderno de una psiquiatra, un catálogo de los males endémicos de nuestra sociedad («Masturbador Solitario», «Pederasta Ficticio», «Voyeur Patológico», «Gay Frustrado») productos de la soledad o incluso, por qué no, el reparto de una película norteamericana («Padrino», «Madrina», «Chico de los Recados», «Primo») que, en el fondo, es pura realidad.
Sin embargo, en registros aislados, en ráfagas de comprensión, la memoria del teléfono es también un insólito poemario con notas de melancolía entre uno y otro renglón («Músico Loco», «Enfermo de Amor», «Poeta Ingenuo», «Viejo Enamorado», «Bromista Triste», «Sencillo Hombre de Campo») o la perturbadora constatación de una implacable verdad («Poli Bueno», «Poli Malo») que, por qué no reconocerlo, me altera, me inquieta, me pone nerviosa. En todo caso salta a la vista que era una experta, una de las mejores, tan buena que no dejaba rastros a los que agarrarse y por eso no valen circunloquios ni atajos, sólo queda echarle huevos, llamar, esperar a que responda alguien y hacerse la loca al otro lado del hilo, desviar la cuestión, probar a dar la menor información posible hasta que el interlocutor se descubra y entonces, por sorpresa, a traición, revelarle que no, que no eres ella, no perteneces a su agencia «de modelos» y ni siquiera sabes si la tenía, no eres su amiga del alma a la que le han pasado ese número. Sólo eres una madera. Y ella está muerta.
Pero para hacer esas llamadas hay que prepararse, prevenir el miedo, esquivar los recelos, imaginar una lista de respuestas ante las posibles preguntas desarmadas, iracundas, confundidas, mentirosas posiblemente porque quién querría reconocer que se acostaba con una puta, con un cuerpo que en breve estará bajo tierra, con alguien que usaba lencería picante y se ponía si se lo pedías la colita redonda de conejita de
Playboy
.
—Yo —como de un sueño la voz de París la saca de su abstracción, del diálogo imaginario con clientes desconfiados, de la ficción de sentirse por un momento esa mujer exangüe, bella, perfecta, brillante, vendida—. No tengo inconveniente en hacerlo —pero no se dirige a mí sino a Santi, a su lado, de pie, con quien habla, no sé de qué— si con eso os quito un marrón de encima. Pero antes tengo que dejar solucionados varios temas que tenía previstos para hoy.
—Por supuesto. Ésta es una situación excepcional, de otro modo jamás aceptaríamos tu ayuda —acepta Santi.
—¿Qué pasa? —la curiosidad vence a Clara, que no se resiste a preguntar.
—El padre de César. Lo han ingresado en el hospital de urgencia, él se ha marchado y nos ha dejado colgado el turno de vigilancia.
—Bueno, no pasa nada, yo también podría hacerlo y así salgo de comisaría. ¿A qué hora le tocaba? —se ofrece Clara.
—A primera de la tarde, pero ¿tú no me comentaste ayer que tenías que salir hoy por asuntos personales? —y nota en la voz de Santi un resquemor, como una prevención, una vacilación sutil nunca antes empleada con ella.
—Mi «asunto» es esta mañana y el turno por la tarde. Estaré libre.
—Sí, pero es que París ya se había ofrecido para cubrirlo.
—¿Y desde cuándo alguien ajeno a la comisaría se come las vigilancias? ¿Por qué tiene que venir uno de fuera a hacer nuestro trabajo si yo estoy libre? —menudo mosqueo. Qué pasa aquí. Estos dos están conchabados y no tengo ni idea de en qué. Cómo dan la vuelta las cosas en un solo día, ayer ni se conocían y ahora míralos, empeñados en dejarme fuera de algo que ni sé de qué se trata.
—Mira, Clarita… —y Santi se esfuerza por buscar argumentos con el ceño fruncido mientras ella, expectante, con el ceño fruncido también pero no por el esfuerzo de pensar sino por la ira que se le va asentando dentro, le corta en seco.
—Sabes que odio que me llamen Clarita. Lo que tengas que decir me lo dices con mi nombre completo. Échale huevos y déjate de rodeos.
—¿No decías que tenías que irte ahora al médico?
—Yo no te dije que iba al médico. ¿Cómo lo sabes? —y su voz esculpe, casi cincela el aire mientras mira de reojo a París. Que qué cabrón, cómo larga el tío.
—Sí me lo has dicho, me pediste permiso para ausentarte.
—Pero no te dije adónde iba.
—El caso es que imagínate que la cosa se alarga —intenta cambiar de tema con torpeza—, que tienes que hacerte alguna prueba, que la hora se te echa encima… Para qué vas a andar corriendo si París está aquí. Lo que debes hacer es preocuparte por tu salud y no pensar en nada más, nosotros nos ocupamos.
—Clara, a mí no me supone ningún problema quedarme, lo hago encantado —interviene París asintiendo con fuerza, casi como si estuviera contento de chuparse cuatro horas aburrido al sol y yo fuera a tragarme esta comedia, este farol extraño, estas ganas de quitarme de en medio, darme esquinazo, librarse de mí por unas horas y apartarme, a ver por qué, del chalet de Vito.
—Santi, exijo una explicación, no entiendo cómo es que…
—No —la interrumpe serio, cabreado de pronto—, el que necesita una explicación soy yo. ¿De qué vas? Intento portarme bien contigo, que dispongas de tiempo, que te libres de una mierda de guardia, y tú te emperras en sufrir y hacer el trabajo más desagradable de todos. ¿Así me lo agradeces? Mira, no hay quien te entienda, no sé si andas con las hormonas revueltas o qué. Cuando entres en razón, cosa que dudo, ya me darás las gracias.
Y se da la vuelta y se va echando humo del marchito cigarrillo, porque joder la niña con sus suspicacias y sus caprichos de malcriada, quién lo diría, al final es como todas. No sé ni para qué me preocupo, y Clara se queda muda, seria, sorprendida por ese arrebato porque nunca había perdido los estribos con ella, nunca le había hablado así en tantos años.
De pronto lo ve todo clarísimo, es por culpa de París, que le ha comido el tarro con sus opiniones de experto y sus aires de entendido. Habrá llegado a alguna absurda, estúpida, ridícula conclusión sobre el caso y quiere librarse de mí para comprobarlo por sí mismo. Como si lo viera. Claro, como llega a su hora, como es tan puntual y tan recto, tan exacto, tan comedido, como piensa que estoy en la inopia, que veo fantasmas, como está seguro de que aquí no ha pasado nada… Igual ni se presenta a la guardia y todo es una excusa para dejarme a un lado y poder demostrar que no hubo crimen y no fue más que un chute insensato, dirá después, el Culebra falleció, sí, pero no lo mataron, y la puta se asfixió accidentalmente durante una arriesgada práctica sexual. Seguro que habrá estado exponiéndole sus teorías y lo habrá convencido de que le libre unas horas de mí para actuar por su cuenta porque estos casos son de lo más corriente, los yonquis y las putas mueren porque sí, porque lo merecen, porque ya les iba tocando, porque los desechos de la sociedad son carne de cañón y no vale la pena perder más tiempo con ellos, si además ahora no molestan, si sus males y sus maldades han acabado, enterrados por fin y su moral en paz.
Pero quién puede asegurarlo, quién puede garantizar sin pruebas ni autopsias que no hay nada anómalo, que una muerte si es barata es normal. Ojalá la aguja clavada y el pequeño teatro de droga y descontrol, de sexo y perdición, sean verdad, ojalá Zafrilla o Dolores me confirmen que sí, que todo fue accidental y pueda continuar con mi vida y olvidarme sin más, sin reconcomerme por dentro, sin sentir que cierro un caso sin acabar y a otra cosa mariposa que hay mucho que currar y más muertos que enterrar, cerrar los ojos y no revolver en los cajones, total, si no los reclama nadie, si a nadie le importan, si nos dan igual.
—No, a mí no —dice en alto, guerrera y decidida.
—¿Perdón? —se sorprende París levantando la cabeza de sus papeles.
—Que a mí no me la das —proclama segura de sí misma—. No me trago esa generosidad tuya de querer hacer las guardias de los demás. Detrás de tanta bondad escondes algo, un plan trazado de antemano, ganas de demostrar a saber qué sin mí. Porque yo te molesto, lo sé, te doy el coñazo, no te dejo tomar decisiones sin justificar, ni archivar los expedientes y lavarte las manos sin más.
—Tú flipas, se te va la pinza. Mira, voy a tomarme todo esto como un arrebato por la tensión de ir al médico y todo eso, pero te aviso, estas histerias tuyas van a terminar por agotar mi paciencia.
—Sí, hazte el comprensivo. Qué generoso, me partes el corazón. Pero ¿sabes?, siempre me entero. Acabaré descubriendo qué estás tramando.
París va a responderle pero se queda mudo, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Clara sigue intrigada la dirección de su mirada y divisa en la puerta de la oficina a Zafrilla que con su melena, su carita de rosa, su piel de porcelana y sus caderas salerosas avanza tímidamente hacia su mesa con pasos cortitos, como de bailarina de ballet articulada con una expresión de horror en su rostro que, cuando por fin alcanza su sitio, se ha convertido ya en franco, evidente rubor. Como si quisiera echar a correr. Ella le mira en busca de ayuda y París, impotente, como un monigote de ventrílocuo que se ha quedado en blanco, se encoge de hombros y ya casi estoy por preguntarles si por segunda vez hoy se me ha vuelto a pasar algo, alguna oculta relación entre ambos que desconozco cuando, de golpe, soy consciente del estruendo.
El estruendo, un ruido al que estoy tan acostumbrada que ni siquiera oigo, una mezcla de aullidos, jadeos, gruñidos y rebuznos que antaño me perturbaba y que ahora, curada de espantos, ya ni siento, tan habituada al marasmo de chillidos que puedo concentrarme con ellos de fondo, mantener una conversación telefónica a pesar de ellos, hablar a media voz sin la necesidad de desgañitarme para hacerme oír por encima de ellos. Pero eso no vale para los de fuera porque, además, cuando llega alguien ajeno a la comisaría, especialmente si se trata de una mujer, los ruidos animales de los machos se agudizan.
Y ahí está la causa del espanto de Zafrilla y París: el ver a más de media docena de policías adultos, armados, serios e impertérritos graznando, bufando, rugiendo y relinchando como si fuera un tic espontáneo que no pueden evitar, un síndrome de Tourette colectivo llevado al extremo, desaforado, salido de madre.
—Esperad —les digo, y sé que ahora tendré que dejar que el clamor se calme como por encanto, que todos y cada uno se apacigüen y sigan trabajando como si tal cosa para entonces, sólo entonces y a media voz, proponerles—: ¿Nos vamos a tomar un café al bar de enfrente?
Ninguno protesta, ninguno pregunta por qué si acabo de entrar, diría Zafrilla, si tengo muchísimo que hacer y después una guardia, rezongaría París. Pero no, la siguen sumisos y dóciles y, ya acomodados en la barra, cada uno con su taza delante, debe explicarles conteniendo la risa a qué han asistido.
—Acabáis de presenciar el fenómeno conocido como «la Marabunta».
—Ah, pero ¿tiene nombre? —dice Zafrilla aún escandalizada—. ¿Y se ha montado por mí? Os juro que nunca había tenido un recibimiento igual.
—A ver, os lo cuento: todo empezó cuando destinaron a César a la comisaría. Como es un tipo tan callado, se pasó tres o cuatro meses sin apenas abrir la boca y si alguien le preguntaba sólo respondía con un
arf
de perrillo tímido. Pero le pirra el fútbol, y tras varios meses de observación los demás se fijaron en que cuando leía los lunes el
Marca
jaleaba los goles de su equipo con un
guau
que no podía reprimir. Como son malas personas, empezaron a recibirlo todos los días con ruiditos guturales parecidos a los suyos, y según pasaba a su lado, uno hacía tímidamente
grrrrrr
, otro
harl
y otro
snif
,
snif
. Eso al principio, porque pronto perdieron la vergüenza y, a lo tonto, del
arf
y el
guau
pasaron al aullido, al maullido y al balido. Sé lo que estáis pensando: patético. Sin embargo para César fue el Ábrete Sésamo de las relaciones sociales, empezó a expresarse con todo tipo de ruidos y cada uno significaba una cosa distinta: si le caía un marrón gruñía, al volver del despacho del jefe Bores gemía como un cachorro abandonado, al salir a comer bramaba de contento… Al final acabaron creando una especie de código secreto, pero lo peor es que tienen como una especie de
horror vacui
sonoro, de modo que si se aburren, si llevan mucho rato callados, si quieren sentirse parte de la manada, lo único que deben hacer es levantar la cabeza y rebuznar para que el resto responda con un mugido, un cacareo o un berrido. Y si pasa una mujer, alguna de la oficina del DNI o de Denuncias, una limpiadora que esté de buen ver o quien sea, como Zafrilla en este caso, literalmente se cae el cielo. Es como la llamada de la selva: al ver a una hembra de otro territorio se despiertan sus sentidos primarios y sus gargantas y, cuanto más jamona esté, más berracos se ponen y más barullo arman.