La puta tenía la voz ronca, dicen los vecinos, tenía voz como de melocotón amargo, pero era muy dulce, mucho, y tanto que sí, ríen éstos, menudo bombón, de chocolate blanco con su blanca palidez, lástima de jaca, más nívea ahora que nunca la puta, colgada de una viga con el escabel a sus pies caído, demasiado lejos de sus uñitas pintadas, de sus deditos semiopacos por la puntera de las medias, y esos morros que tenía, y esas medias tan delicadísimas, veinte euros por cada pierna y otros veinte por cada liga, mínimo, estoy por cogerle un par del cajón y aparecerle con ellas a mi mujer, ya verás qué cara, y no me mires así, Clara, ¿o es que tú no has arramblado con un geranio en la chabola del yonqui? Pues eso, que aquí todo se sabe, tú a lo tuyo y yo a lo mío y vaya con la ropa de la puta, tío, menudo vestuario para una lumi, ¿has visto el armario? Eso no es un armario, es una habitación sola para la ropa. Un vestidor que le dicen, colega. Cómo debía de ser de buena la puta que hasta tiene luz dentro y unas baldas de cristal que parece que los zapatos están en exposición. Claro que si mi Mari tuviera esos zapatos también los exponía, y yo hasta les tomaba declaración, porque no deben de haber visto cosas raras los zapatos de la puta ni nada, se me pone dura sólo de imaginarlo, tíos forrados de pelas a sus pies lamiéndole la punta a ese par rojo, tal vez un gordo con taparrabos de cuero bajándole con los dientes las cremalleras de estas botas de ante negro que le llegarían a la entrepierna, sus piececillos como peces pequeñitos asomando por entre el marabú de las chinelas de raso, su culo balanceándose al ritmo de los tacones del par aquel… Joder, es que se me cae la baba, la de zapatos que tenía esta puta, la tía, y de los buenos, y además qué gusto, qué clase… Y no os riáis más de mí, leches, lo que pasa es que sois unos bastos y se os pone tiesa con cualquier zorra arrastrada de la calle Ballesta mientras que yo, sin embargo, soy un esteta. ¿Os la imagináis despelotada en el depósito? Yo sí, y además al verla aquí, tan sola en esta casaza, tan lozana, tan vestida pero tan desnuda y con el tirante caído, pues se me ocurren fantasías. No, hombre, no me refiero a eso, malpensado, hablo de preguntas, de dudas sobre cómo acabaría así, ¿o es que no os corroe la curiosidad por ver hasta dónde le llegan las dichosas palomitas?, porque si tiene palomitas enganchadas en los rizos revueltos del pelo, si tiene palomitas pegadas a las medias, si las tiene dentro de la boca entreabierta y en el corpiño asomando junto a los pezones, digo yo que a lo mejor tiene palomitas en más sitios, no sé, y no os riáis, que sólo es una pregunta que lanzo al aire, investigación policial, profesionalidad ante todo. Tal vez, si le levantáramos un poco la falda…
—Estate quieto con la manita y no seas bestia —ordena Clara secamente, hasta ahora invisible copiando en su libreta los números y nombres que guarda en su memoria el teléfono digital de la víctima, silencioso sobre un escritorio lacado, durmiendo su sueño de cangrejo negro rebosante de botones y datos.
—Y tú no nos arruines el espectáculo —brama airado el bestia al tiempo que hace gestos furiosos con esa misma mano como echándola, vete, fuera, te largas, sal de aquí, a la cocina o a la sala de costura con el bastidor, a hacer punto de cruz y a calcetar, al vestidor a registrar los cajones o a inventariar su ropa, sus trajes elegantes exquisitos como mortajas, o al baño, a oler sus perfumes y admirar su colección de pelucones de todos los colores en una repisa como cabezas cortadas o trofeos de caza. Fuera. Esto es cosa de hombres.
Y rompe todo pronóstico y por una vez no se rebela y se va dejando en tan siniestro velatorio a la difunta rodeada de varones como en un corro macabro en el que nunca jugarían los niños, como en una piñata de locos o en una merienda de traidores, la puta colgando del techo, cándidamente meciéndose, libidinosamente moviéndose, ondeando sus brazos al ritmo de un oleaje ciego y mudo, tupido, espeso que puede ser, tal vez, el deseo febril furioso, insatisfecho, voraz, quizá vengador o clamante de justicia o plañidero de una mísera pena teñida de sordidez que se niega a acabar de reconocer. Y mientras los lupas indagan con los ciclópeos cristales empuñados como lanzas o quizás escudos, mientras Clara se retira echando pestes porque le sobreviene la náusea, el asco que la devora de nuevo, los agentes rodean al cadáver como adorando su imagen en un aquelarre siniestro de machos cabríos en el que, para ahuyentar la compasión, cuanto más soez es el chiste, la gracia, la blasfemia o la broma a costa de la puta colgada, más triste se vuelve el aire, enrarecido y denso.
Pero Clara casi no está, casi ha desaparecido dejándolos con su ansiada camaradería de hombres solos, con la creciente frustración que inunda a los vivos ante los muertos, cuando uno de ellos, como el niño que intenta justificarse al pillarle su madre con las zarpas metidas en el bote de galletas, apostilla:
—Eso, que para una vez que hay función…
Y antes de que ella, ya saliendo, pueda abrir la boca para mandarlo a tomar por el culo, la frase toma forma en su mente y debe obligarse a reconocer que es verdad, todo es una función, un pase de
peep-show
, una actuación con postizos, seda roja y un escenario. Hasta hay palomitas, piensa, y cuando está a punto de pararse a pensar en el auténtico significado de ese cadáver mostrado como un espectáculo por la puerta abierta a la escalera entran dos, cuatro, seis policías más con sonrisa de oreja a oreja, con andares tranquilos y relajados y hola qué tal chicos, gracias por avisar, menudo panorama, tremenda hembra tremendo tipazo tremendo bombón, qué mujer, esto no se ve todos los días.
Cuánta gente por aquí, vaya sorpresa, ¿qué venís, de visita?, masculla Clara para sus adentros pero sin atreverse a preguntar en alto porque sabe por dentro que no son refuerzos ni vienen con ánimo de colaborar, que se pasan avisados por los otros, rápido para que les dé tiempo a verla colgando en todo su esplendor antes de que se presente el juez y levante el cadáver y se acabe la sesión. Y no se molestan ni en disimular, ahí están también sus propios compañeros, Javier el Bebé, Nacho que los recibe como avergonzado, León, el topo de León que no saca la cabeza de comisaría ni aunque le prendan fuego mirándolo todo como un insecto de ocho ojos, con los reflejos rojos de la seda roja en sus gafas de empollón, aventando los agujerillos de la nariz para esnifar el olor a cuero, a sexo y a muerte, al miedo estancado quizá de la víctima, que podría ser perfectamente una mujer pero no, para ellos es sólo una puta y, a lo mejor, hasta se merecía lo que le pasó, y las palomitas de maíz, como cerebros diminutos, como cabezas de alienígenas en películas de serie B a sus pies, enredadas en sus bucles rubios, metidas en el zapato caído sobre la alfombra y León sudando, rijoso de mierda, y el Bebé impresionado pero qué va, está sólo ante una puta y si levanta los brazos en un gesto de impotencia no es por lástima ni dolor.
—¡Dios, vaya par de tetas! —exclama—. Si tuviera un par de lolas como ésas no pararía de sobármelas mañana, tarde y noche.
Y le ríen a coro la gracia, qué bien el niño, qué majo el novato, qué salao el chaval, ya es uno de los nuestros, cómo aprende, menudo gilipollas, machista, misógino, qué vergüenza, qué delirio, qué situación absurda que me revienta y me quema y no hay ni uno que se salve, todos igual de cabrones, de insensibles, de ciegos y crueles como niños, como el Bebé, que es lo que es y no da para más y porque así seguirán las cosas siempre mientras nada de esto cambie, mientras ni uno solo de ellos sea capaz de enfrentarse a los demás para defender la dignidad de una mujer que expone su cuerpo inerte y su indefensión ante ellos, que sólo es una puta colgando del techo.
—Mira que eres animal —le contesta Fernando serio, y de golpe las carcajadas de los demás se apagan sorprendidas porque hay alguien que se atreve a levantar la voz para llevarles la contraria y hasta Clara lo admira, jo qué tío, quién lo iba a decir, el más insignificante y es el único con huevos para plantarse—. Eres un bruto, a ti se te cae la manzana de Newton en la cabeza y te la comes. A ver, piensa: si fueran tus propias tetas no despertarían ningún deseo en ti, estarías acostumbrado a ellas. Mira por ejemplo a Clara, ¿tú ves que se esté sobando todo el día? No. Es como si tú, por tener una superpolla, no pararas de manoseártela… —concluye—. Bueno, tú sí, pero es que eres un enfermo.
Juas, juas, juas. Y vuelven a reír todos, ahora al unísono, hasta París, que sabe que estoy aquí y cómo me pongo y que la puedo montar en cualquier momento, cabrón educado, hipercorrecto animalito bienenseñado, tan domesticado y formal, tan comedido, que esboza por la comisura una sonrisa complaciente de qué bueno, camarada, qué bien traído, y se miran unos a otros tan contentos de ser ingeniosos, de ser hombres, de ser como son en definitiva, de estar vivos y la puta no, que me pueden las ganas de vomitar, pero a lo bestia, y es como en una de esas pesadillas en que sientes que vas a desmayarte en cualquier momento y estás perdida y sola en medio de la multitud y los rostros de los demás, extraños, ajenos, enmascarados, insensibles, caníbales, giran vertiginosos a mi alrededor, y veo a París riéndose ya sin disimulo con un rictus loco; a Fernando con esa cara blanda, esas manos como sin huesos abriéndose y cerrándose compulsivamente para magrear los muslos indefensos sin pudor; a Javier el Bebé con sus ojos azul cielo, azul psicópata, y ese arañazo atravesándole una mejilla que se acrecienta cuanto más se troncha; a Nacho doblado, sujetándose los costados, partiéndose de risa, llorando casi, dando palmadas que siguen el ritmo convulso de sus carcajadas y de su pie, porque hasta patea en el suelo de tanto como se desternilla, y Santi (¿de dónde ha salido?) corea sus risotadas y se abrazan los dos como hermanados, pero de pronto se detiene solemne, saca un pañuelo del bolsillo del pantalón vaquero, se seca las lágrimas, suena ruidosamente sus mocos y después de doblarlo con cuidado y guardarlo a buen recaudo de nuevo, como el payaso serio de cualquier circo, vuelve a estallar en carcajadas siniestras, espasmódicas, que contagian a León, un León que se ríe como un malvado de cine mudo, frotándose las palmas escandalosamente blancas, contorsionándose muy levemente, casi sin hacer ruido, como si no tuviera fuerza física para soportar tanta comicidad, como si temiera romperse el diafragma, como si la risa estentórea fuese cosa de brutos y la sibilina de sádicos incómodos con el descaro descontrolado de los demás. Él no, León goza en mi alucinación como un Nosferatu perverso que alumbrara con sus gafas como faros, como focos crudos y sin compasión las manos indefensas y colgando de la puta, con las uñas rotas, con los dedos crispados como se crispaban en mi desvarío los músculos de su cuello tensándose en su afán por no estallar, por no desbordarse en carcajadas como los otros, alumbrando la piel nacarada y fina, desnuda, aterciopelada de la puta, de la triste, vencida, vendida pobre puta que se diría que has muerto y eres alguien por fin, un retrato en la pared de los idos fotografiados con saña por enfermos obsesos de la desgracia ajena, por cámaras ausentes infectadas de rigor científico, por flashes cegadores hambrientos de huellas dactilares, de evidencias forenses, de registros periciales con precisión de escalpelo y entrañas de aluminio y hielo olvidadas del frenesí. Se diría que has muerto y brillas con luz propia y refulges en el centro y aún antes de irte del todo dejas flotando tu imagen celestial de puta junco levitando, celeste, arbórea, como un extraño fruto exótico y exuberante de la pasión, sumergida en la luz roja, balanceándote suavemente como alga o coral o sirena convertida en espuma de mar que brilla, que reluce, cadáver exquisito y fosforescente que reclama nuestra atención y es como la bailarina de la caja de música, como la muñequita sobre la tarta, como el hada de la Navidad que ponemos en la copa del árbol sólo que ahora colgando del techo, como una postal de cumpleaños con velas para los muertos del que todos —cabrones— se ríen, al que todos —malnacidos— envidian en su iridiscente perfección y desprecian —hijos de mala madre— por su inmaculada lividez, por su impersonal pureza, por el escarnio público, por el linchamiento envidioso, arrobado y reverencial al que te están sometiendo y que te hace más real y más mortal todavía y que me provoca más náuseas si cabe, y me marea y me subleva y me confunde y me entristece tanto que, hasta presa del delirio, de la vergüenza por ser quien soy: mujer, policía, testigo mudo cobarde y abyecto peor que ellos —cabrones malnacidos hijos de mala madre—, me dé cuenta de que tal vez sea yo misma la que me provoque las ganas de vomitar.
—Me salgo.
—¿Por qué? —pregunta Fernando aún con la risa en el borde de los labios—. ¿Te ha molestado? —y finge hacerse el sensible pero en el fondo disfruta como un enano y más, porque estoy viva, y una mujer viva siempre reacciona mejor al dolor que provocan sus puyas.
—No —respondo sabiendo que le brillaría todavía más ese puntito de maldad en el fondo de los ojos si dijera que sí.
—¿Entonces? —dice el Bebé, que interviene ahora con un gesto de extrañeza, como de asombro porque no me río como todos ellos.
—Aquí ya somos muchos, nos entorpecemos unos a otros. ¿Y a ti qué te ha pasado en la cara? —contraataco antes de irme, porque sí, porque me apetece, porque yo también sé ensañarme con el débil.
—Un escarceo amoroso —responde con un guiño de intensa satisfacción mientras todos los que le escuchan rebuznan de admiración.
—Pues qué bien. Este ambiente empieza a marearme. Hasta luego.
Y baja por las escaleras sintiendo cómo a su paso se abren las mirillas o se asoman tras las puertas entrecerradas vecinos tan curiosos como todos a pesar de los lujosos batines y las pantuflas bordadas a mano, y cuando llega por fin a la calle se apoya junto al portal con las manos en las rodillas y la espalda cansada y hundida sobre la pared fría, consoladora en su fortaleza, dura, resistente, y boquea, respira con ansia como un pez fuera del agua, como si se fuera a acabar el aire que no es suficiente, que no la llena, y piensa mientras lo saborea que siente entre los dientes el sabor de la noche cada vez más oscura, del otoño que llega, de la maldad de un mundo que acecha sus flaquezas cuando la sorprende un Santi que no se ríe, que como siempre ha llegado callado y sigiloso y se enciende un cigarrillo y, con la llama del mechero iluminándole la cara de judío errante sin farol y no tan perdido, pregunta.
—A ver, qué pasa.