Y punto (14 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Seguro que el Culebra fue feliz aquí.

Seguro que el Culebra fue más feliz de lo que yo fui nunca, pienso deprimida de pronto. Son las ventajas de la ignorancia. Sin expectativas, sin tener que obedecer ni callar, sin la niña que estudie o que deje de estudiar, en qué ciudad nació Carlos V, cuál es la fórmula del hidrógeno, cuántos años tienes, cuántos tardarás en acabar la carrera, a quién quieres más, a mamá o a papá. Y por qué aparcas el Derecho, por qué te metes a héroe con faldas en trabajos de hombre, por qué sigues a este idiota otra vez sin pensar, como si no hubieran pasado navidades y primaveras, como si no hubieras aprendido adónde te lleva, por qué asientes, por qué no le demuestras quién eres ahora, cómo has cambiado, cómo puedes volver a mandarlo a la mierda cuando quieras. Y con mucho menos esfuerzo.

Seguro que el Culebra creció sin colegio y se hizo hombre sin una casa que ordenar para que te refleje limpia, como debo hacer yo, sin un marido ante el que procurar ser perfecta ni jefes que te analicen ante los que es obligación callar eternamente ni un desamor a quien seguir que te juzga por lo pasado. Sólo sus ganas, su vicio y un rinconcito en el suelo donde dormir.

En el Reino de los Tejados de Uralita el Culebra era un príncipe feliz en su palacio. Se percibe en su chabola y en el hecho de que la tuviera. Privilegios de la antigüedad, él dormía a cubierto mientras otros yonquis no tan veteranos malviven al raso o en tiendas de campaña en la frontera misma del poblado, siempre lindando con la autopista. Y la felicidad que proporciona el tener un agujerillo de soledad en su propia casa, la paz a solas que se desprende de este nido, humilde pero limpio, me despierta un rencor por el que entran sin llamar las ganas de visitarlo en silencio, con recogimiento, como para orar en un templo, como para admirar un museo pobre y armonioso donde nada queda más que dignidad firme y serena a punto de ser pisoteada.

Me entran ganas de llorar, desprecio a París y su actitud de marqués con derecho a la invasión que me duele como un agravio. Yo no puedo estar aquí, no soporto a la funcionaria servil que lo sigue sin chistar, que arruga la nariz, que piensa que el chamizo le debería pedir perdón por existir cuando tendría que ser al contrario. No puedo ver sus manos hurgar con descaro ni los gestos de desdén y asco, ese sentirse superiores, ese invadir atropellando. Necesito calma para mirar, un poco de paz para meterme en esta sentina de escombros donde todo cae. Quiero calma para estar, para sentirme de aquí y ver su vivienda y sus secretos como él los vería, sin juzgar. Pero con estos dos no puedo.

Por eso me largo por un rato, ya me empezaban a reventar los ¿ves, Clara? del estúpido de París tirando cosas por el suelo sin cuidado ni respeto. Digo que somos demasiados para un sitio tan pequeño y que esperaré fuera y ya entraré sola después y me piro oyendo el pero qué le pasa de ella y la respuesta de mi leal compañero que le explica que soy una rebotada descontenta con problemas de disciplina y un poco insoportable, y además, está bajo mi mando en este caso y soy su ex, su primer novio, ya sabe lo que es eso, y me imagino que asentirá comprensiva sin entender cómo pude dejar escapar a prenda tal.

Qué otra cosa se podía esperar.

Fuera todo es diferente, vuelvo a la tranquilidad de la alegre incivilización y me siento como la veraneante en un pueblo con pamela de paja y alpargatas, como el descubridor con los bolsillos llenos de cuentas de cristal, con la mirada lúcida y cansada en un mundo donde por fin todo es blanco o negro.

En sitios así una se olvida de que lleva, o no, una condena en el pecho con forma de semilla o botón, en sitios como éste desgracias tan pequeñas brillan con luz propia con reflejos de lentejuela y no de dolor porque, a fin de cuentas, sin un seno puedes seguir permaneciendo viva, o parecerlo pero, a la larga, sin nada que echarte a la boca, no. En sitios como éste el hambre mata; el cáncer —si es que lo es—, no.

Me siento algo avergonzada por mi victimismo frente a este mundo casi en ruinas y, tras unos instantes de indecisión, me decido a alejarme, más que nada para no oír a París y compañía trasteando en el refugio de quien en mí confió. Y la joven y prometedora subinspectora deambula por entre la miseria reflexionando a la luz de las entrañas del submundo, diría el narrador de mi vida si fuese una novela de las que nos reímos Dolores, Zafrilla y yo, y en ella no tropezaría, como ahora, con fragmentos de ladrillos rotos por el suelo ni se me enredaría la ropa con los muelles emergidos del somier que hace de portalón.

—¡Hostia! —exclama, aunque no puede oírla nadie, y se desengancha los hilos del pantalón lamentándose del pequeño desgarrón.

Luego, como arrepentida, casi parece querer disculparse no sabe bien ante quién y con las manos en los bolsillos continúa su camino paseando por un lugar donde todo es oscuro, tenebroso, sombrío y a la vez milagrosamente luminoso, resplandeciente como la más negra y triste cuenca minera bajo un foco que es el sol, y se da cuenta de que los pobladores del Reino de la Uralita han perdido ya la condición de ciudadanos para el resto de los humanos, para el resto de su tiempo, y admira sus ingeniosas fortificaciones, sus ocurrentes deconstrucciones, su arquitectura magnífica y efímera donde tablones, neumáticos y bidones son siempre pieza esencial y nunca falta ropa tendida, siempre blanca, siempre abundante —bendita su fecundidad que nos puebla de niños morenos, hermosos y descarados—, como banderas de rendición ante una estrella que aquí parece relucir con una fuerza especial entre los escombros. Y se fija en las endebles paredes de yeso encaladas a modo de folclóricas casas de un
typical spanish
absurdo, en una pintada de trazo incierto que no llega ni a graffiti y que proclama el amor de
RICHAR X SARAY
, en la multitud de gatos que pululan por doquier, gatos vagueando al sol, gatos persiguiéndose por cualquier superficie, gatos, siempre gatos, cómo no, donde haya ratas, y advierte la presencia de dos chavalillos sin obligaciones ni más deberes que dar el agua botando en un sofá de cuero ajado que alguien descerrajó y desterró, a saber de qué vertedero rescatado, saltando alegremente en una fusión esperpéntica entre catre y cama elástica, y le llega un olor a lumbre y se acuerda de la cocina de hierro en la casa del abuelo, en Galicia, él tostando pan, partiendo leña de pino, repiqueteando con los zuecos sobre caminos de lodo empedrados con pizarra, y parpadeo y de golpe es como si me despertara de otra realidad y aquí estoy, y reparo en un tipo con mono de faena, seguramente un reparador de cundas, que se ha montado el taller en plena calle y arregla una moto Derbi, como las de los chulos de pueblo, y alzo la vista y me doy cuenta de que contra el cielo se elevan tuberías infinitas que en realidad son chimeneas e, igual que en aquel cuento donde las calabazas se convierten en carrozas, diviso coches de lujo conducidos por gitanos con poblados bigotes cargados de cadenas de oro y acompañados por señoras gordas con moño y visón, y parabólicas sobre los tejados, y oigo los politonos de móviles de última generación que, más estridentes aún que el casete que retumba con los grandes éxitos de Camela, llaman al
dealer
de confianza, al que pasó siete años a la sombra en el penal de El Puerto de Santa María sin decir chitón. Y de golpe ya no quiero estar aquí, me vuelvo hacia la chabola del Culebra y cuando entro mi compañero ya casi ha terminado de profanar el escenario.

—Cuánto has tardado.

—Estaba dando una vuelta por ahí.

—Pues no te has perdido mucho, aquí no hay nada que ver.

—Algo habrá —responde imperturbable.

—Tú misma —y París se aparta como un caballero histriónicamente galante que cede su asiento a la dama—. Bienvenida al maravilloso mundo de los detectives de Homicidios. Yo me rindo.

Y sale al exterior seguido por la servilísima secretaria que le sigue cual perro faldero, o perra mejor, a la que le falta muy poco para empezar a babear y jadear con la lengua fuera, o a frotarse contra su pierna presa del celo. Delirante. Y por dónde empiezo yo ahora si no sé lo que éste ha mirado o no. Esto me pasa por abrir la boca.

Clara se planta en medio de la misérrima y desmembrada estancia y observa, en una panorámica general, el estado de la cuestión.

La chabola es como una ciudad desierta, como el mapa de un país en llamas y despoblado, como una aldea sumergida por la crecida de un pantano, como un barrio suburbial asolado por una guerra de guerrillas de la que nadie ha salido con vida pero que en otro tiempo estuvo habitado y despierto, funcionando aunque en precario, harapiento pero con voluntad, cavidad sin fondo en la que caía pero que, a pesar de todo, logró sobrevivir sosegada y fría.

Diáfana en su sentido literal como un salón de baile, como si el Culebra hubiera descubierto antes que las revistas de decoración la libertad que ofrece la ausencia de paredes que ahora los ultramodernos llaman
loft
, en este
loft
apocalíptico impera el minimalismo obligado de lo cutre, de la falta de pelas, del hambre voraz del caballo que todo se lo ha tragado.

Mirando al norte hay una pared con manchas de humedad como ciénagas verdosas que recuerdan la cuenca del Amazonas que de pequeña dibujaba en los mapas escolares y, sobre ella, se recorta nítidamente una ventana a un mundo de ilusión y neón, mágico mundo de colores que es en realidad un cartel de cine envejecido en tecnicolor de
Karate a muerte en Bangkok
que recuerda que Bruce Lee sigue siendo el mejor, siempre vivo, siempre presente, con esa chulería china que vete tú a saber de dónde la sacó el tío, que se la tuvo que inventar, digo yo, porque a ver, dime qué iban a saber de chulería los chinos, tan pequeñitos, tan poca cosa, unos enanos y fíjate éste qué hostias metía, si era la leche, si te quebraba la espalda con dos mandobles y una patada. Posiblemente se dormía el Culebra en su colchoncito tirado en el suelo mirando hacia él, con esos músculos como rocas que parece que van a salir del póster. Qué soñaría en su colchoncito sucio y roído medio quemado por las colillas, bajo las mantas rasposas y sin sábanas jamás lavadas con Perlán. A lo mejor hasta era rico allí, en sus sueños.

En la pared contraria, hacia el sur, por donde hemos accedido, está el portón y una ventana con cortinas rojo grana como el telón de una ópera, pero desgreñadas y deshilachadas, el cristal rajado y un pequeño alféizar en el que el Culebra exponía sus tesoros que son, por este orden, un muñequito de plástico desmontable con forma de robot, como de Kinder Sorpresa, que protesta en actitud ofensiva con sus puños en alto, igual que el chino del póster; dos canicas descascarilladas; un bote de mermelada grande, de fresa, pero repleto de pilas alcalinas todas de diferentes marcas, como si se tratara de la extraña colección de un niño nihilista que no sabe que, a la larga y con el paso del tiempo, las pilas se sulfatarán y perderán su color se ponga como se ponga el jodido conejito rosa. También hay uno de esos guantes de boxeo diminutos de polipiel que se sortean en las tómbolas y que se cuelgan en el espejo retrovisor del coche y, curioso e inusual, un capullo seco de rosa envuelto en celofán, un capullo que le habrá vendido en un bar una china que no ha llegado ni a novia de Bruce Lee, un capullo que no vale más de un euro y que los novios que se las dan de rumbosos compran a sus princesas sólo cuando hay coleguitas delante para demostrar su roñosa clase, su casposa generosidad. Pero lo que más llena de ternura a Clara, lo que la hace sentirse vieja y descreída, de inocencia perdida, de bondad olvidada y para siempre prohibida, es la presencia de un triste geranio rosa chicle, con sus seis hojas medio carcomidas y dos flores famélicas de corolas absurdamente erguidas. El geranio está plantado, con tierra más bien escasa y llena de fragmentos de cemento y cascotes, en el culo de una botella de lejía de esas amarillas que sólo vi utilizar a mi abuela cuando fregaba el suelo de la cocina.

La visión del geranio le provoca ganas de llorar, anda que no estás tú tonta, pero se reprime y mira a un lado, donde una sábana raída oculta pudorosa el solitario aseo. Y vaya retrete si es que se le puede llamar así, un agujero excavado burdamente en la tierra con una tubería al final sobre la que el Culebra acertó a colocar, con sanas pero infructuosas intenciones, un sanitario cualquiera robado de una obra cualquiera sin tan siquiera una mísera tapa de plástico. La fría taza de váter está encastrada en un cubículo hecho con tres tablones cutres que se pueden caer sobre el defecador en el mismo instante en que se da satisfacción a las necesidades más íntimas e imperiosas y que pretenden evitar —tanto si es por la deyección en sí como por la muerte accidental por derrumbamiento en el concreto lapso de tiempo en que se procede a la misma— que el fétido olor llegue a enturbiar la pura atmósfera del palacio que a las doce, hora asignada por el juzgado para el registro, se transformó en chabola. Por su parte, el lavabo es un burdo aguamanil que vaya usted a saber cómo ha llegado hasta aquí, tal vez el Culebra lo rescató del contenedor donde lo tiraron los pragmáticos herederos de la abuelita que lo poseyó en cuanto ésta la palmó; blanco, con florecitas rosas y un poco cascado, como un huevo duro mal pelado, junto a él luce la banda de reina de los cacharros abollados una palangana de metal de generosas dimensiones, como las que usaban los vaqueros para bañarse con el sombrero tejano puesto y un puro en la boca en el burdel del pueblo que, en las películas, siempre estaba en la planta de arriba del
Saloon
pero que a Clara le trae un recuerdo más cercano, el de su abuelo en calzoncillos de pierna entera y sin boina llenando con cubos de agua caliente la tinaja en la que primero se bañaría ella, cuando despertara del sueño de los niños de campo arropada por el calor dulzón del verano.

Clara no quiere seguir registrando aunque tenga que hacerlo, aunque no le quede otro remedio que seguir escarbando en la mierda con los dientes, mordiendo a dentelladas secas la miseria de un tipo a quien un día conoció porque, en fin, ése es su trabajo, ser rastreadora de inmundicias, alimaña de las vidas ajenas descuartizadas. Pero unas veces más que otras jode tener que hacerlo, y por eso aparta la mirada asqueada de sí misma, deseosa de salir de allí, y sus ojos se posan de nuevo en el triste geranio empeñado en sobrevivir, luchando instintiva, sobrehumanamente por alcanzar unos rayos míseros de luz con que alimentarse, salvando las distancias con la muerte y el hedor y ya estoy otra vez dándole al tarro, llorando por los errores que no salvé y los tontos que quedaron atrapados. Parezco idiota, veo una planta raquítica y se me saltan las lágrimas, qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron, qué gotas de agua te alimentaron para que todavía puedas respirar, para que aún resistas en precario en el quicio de la ventana a la sombra de una caja gigante de Cola-Cao que a saber qué contendrá, porque no me imagino al Culebra mojando magdalenas caseras en leche cada mañana.

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