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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (11 page)

Y la respuesta, tajante y afilada, sesga de un tajo el resto de posibles cuestiones que se pudieran desatar. París pulsa el
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y se abstrae en la escucha. Clara, apoyada en el borde de la mesa, lo observa distraída y casi reconfortada porque nunca lo había visto tan desmejorado, ahí, sentado, o sentado no, más bien desvencijado, abandonado su cuerpo en esa silla, incluso desparramado. Ha engordado, está inflado como un globo. ¿Se lo digo? Mejor no, tampoco hay que ser cruel. Que no me importe no significa que no me duela hacerle daño, no soy tan malvada, aunque sería una estupenda manera de bajarle los humos, que buena falta le hace.

Recuerdo su pelo más oscuro. Se ha teñido, lo lleva de un castaño más claro, no tiene ninguna cana en esas sienes de las que antes presumía. Patético. ¿Qué pretenderá?, ¿hacerse pasar a estas edades por un adolescente? Es ridículo, qué poca personalidad. Lo hará para parecer más joven, para ligar con chavalitas de esas vaporosas que tanto le gustan. Como princesssas, se admiraba con dicción engolada de romántico gilipollas. Valientes doncellas que lo único que tienen de princesas son las bragas. Para coleccionar y guardar en un cajoncito.

También está más blanco, más fofo, más blando… ¿Es que ya no va al gimnasio? ¿Es que no ha vuelto a tomar el sol? No se lo voy a preguntar, me callo, me dejo al margen, no me meto en su vida, no me importa, no voy a destrozar su retrato ahora que ha pasado la alegre hora del asalto, ahora que se agotaron los besos, ahora que ya no lo miro con el estupor enamorado que ardía como un faro, ahora que se consumió mi amor y sólo veo defectos y me asombro de cómo le pude haber amado. No. Callaré. No quiero escupir más sobre esta adoración vencida que también fue mía. No la voy a repudiar.

París, que no sabe de sus pensamientos, que igual se cree observado y admirado, que quizá repare asombrado en cómo también ha desmejorado ella, rebobina una vez más la memoria del olvidado.

—Es mejor oírlo hasta que se grabe en la cabeza —se justifica—, más tarde el subconsciente te revela cosas en las que ignorabas haber reparado.

Ella asiente. Muy bien, de acuerdo, por mí como si lo quieres memorizar o sólo te estás haciendo el interesante, tan rígido y envarado, con tu pose de quien se concentra para descubrir un remedio contra una enfermedad mortal mientras la voz del Culebra insiste otra vez con lo mismo en el despacho diminuto de Bores. Clara curiosea, admira los diplomas del jefe, le echa un vistazo a la foto de la mujer rolliza y los chavales orondos y rosados como albaricoques, o lechones, más bien, y evita sucumbir a la tentación de abrir los cajones de su archivador a ver si encuentra las revistas porno que descansan en el fondo según los rumores, no vaya a ser que París cante, que nunca fue muy discreto, y a ver por qué no para esa maldita cinta, ya le vale, me va a volver loca de tanto escuchar la cantinela de un muerto, y lo mira con rencor esperando que se dé cuenta y apague por fin la serenata aguardentosa del Culebra que le retumba en la cabeza como una letanía o un bolero, a este paso me la voy a aprender hasta yo. Pero no, de nuevo le da al maldito botón de rebobinado y ¿qué es eso que brilla en su muñeca? ¡Una esclava de oro! A mí me va a dar algo.

Y para disimular la risa y la sorpresa le da la espalda y se pone a contemplar, a través del ventanal que da a la oficina, como a veces hace Bores, a los compañeros que simulan trabajar cuando en realidad hacen solitarios en el ordenador.

No puede ser, lo pierdo de vista unos años y se vuelve un hortera. Y de menudo grosor además, vamos, ni en Marbella. Intenta disimularla bajo el puño de la camisa, eso es que no está muy convencido, quién sabe si es un regalo que se pone por compromiso, como es taaan cumplidor. A ver, voy a fijarme, a lo mejor lleva más «regalitos»… ¡Sí!, y reprime una exclamación al ver en su anular un anillo dorado como el sol de mediodía.

Qué romántico, qué tierno, seguro que tiene una fecha dentro. Éste esconde una novia que lo envuelve de alhajas de los pies a la cabeza, que lo ata con cadenas de bisutería fina, que lo lleva más puesto que un rey. Y yo pensando que se teñía para ligar con quinceañeras. Y sonríe para sus adentros mofándose de sí misma y él, cansado por fin de escuchar el mensaje, ya era hora, levanta la vista y la pilla en su sonrisa. Ella, cogida por sorpresa, sonríe aún más para disimular, y París le responde de igual modo, y los dos sonriendo como tontos un buen rato hasta que por fin Clara asesina la cordialidad y le pregunta encantadora.

—¿Qué?

Y él, despistado.

—¿Qué de qué?

Y ella, que ya ha perdido la paciencia.

—¿Has decidido por fin si hay caso o no?

Pausa enigmática y pensativa. El gran experto en Homicidios aclara la voz para emitir su resolución:

—Es posible que sea necesario investigar un poco —resuelve estirado, con la pose de quien imparte un máster para ejecutivos— sin perder la objetividad ni exagerar. No podemos pasarnos el día persiguiendo sombras sólo porque nos emocionemos y veamos fantasmas donde no los hay. Yo creo que habría que indagar al menos hasta que sepamos el resultado de la autopsia y ésta afirme de un modo concluyente que no nos encontramos ante un homicidio.

—Vale —responde ella sumisa mientras piensa en lo asombrosamente fácil que le resulta ver fantasmas a diario—. Tendremos que organizar el modo de que trabajes en el caso desde tu comisaría —y ante su mirada curiosa se disculpa—. Vamos, digo yo.

Él se levanta y se dirige hacia la puerta. Clara no se mueve. Eso, vete a contárselo a Santi, a Bores y a Carahuevo, a cantar ante los leones, a hacerte el interesante. Aunque, como sois iguales, a lo mejor os laméis los lomos mutuamente. Vete, pero conmigo no cuentes, no pienso meterme en esa jaula, prefiero quedarme aquí pensando cómo se investiga «un poco» una muerte. Qué ironía, qué dominio de la metáfora facilona: «No podemos pasarnos el día persiguiendo sombras». Vomitivo.

París, que todavía no se ha ido, frunce el ceño junto a la puerta y se vuelve.

—¿No vienes?

—¿Yo? —Clara improvisa su más convincente mohín de inocencia y se hace la sorprendida—. ¿Para qué si no llevo el caso? Yo sólo soy tu apoyo, qué les voy a decir aparte de que estoy a tus órdenes y que sí a todo. No sirvo para más. Mejor vas tú, que para eso eres la autoridad en la materia.

Y es ahora cuando un brillo desconfiado, que Clara conocía muy bien, ilumina sus ojos. No ha colado. Me pasé. Se me ha visto el plumero.

—¿Sabes?, creo que quieres escurrir el bulto, y no sé por qué y no me gusta que me utilices. Soy tu superior y está decidido: te vienes.

Y enfurruñada y desganada lo sigue por los pasillos mascullando por lo bajo una letanía de improperios que París conservaba en su memoria pero hace otoños que no oía. Llegando, otra vez, al despacho de Carahuevo, a Clara no le queda más remedio que ponerse, un día más, la careta de niña buena y dócil, no te jode, como si viniera con la bandejita del café, machistas asquerosos, machitos de mierda, polis de salón. Y París es el peor, grandísimo mamón que me obliga a venir sólo por putear, que únicamente busca humillarme. Y ahora a sonreír y a asentir mientras éstos sueltan su previsible sarta de barbaridades.

*

—Pues no ha sido para tanto —comenta París al volante de su coche, cómo no, gris.

Yo a éste lo mato, ya me da igual, lo mato y punto, alego enajenación mental transitoria porque no podía aguantarlo ni un minuto más y que me quieran entender o no, pero después de tanto tiempo volver ahora a soportarlo no. Que estoy harta.

—No podrás quejarte —insiste con su tonillo autosuficiente, inasequible al enrabietado silencio de ella—, tu primera participación directa en un caso de homicidio. Tendrías que estar ilusionada y agradecida.

Sí, no te digo, estoy flipando locamente pero no sé cómo te lo voy a decir.

—¿Por qué no me hablas?

—Porque no me da la gana.

Idiota estúpido fatuo imbécil. Se me ponen los pelos de punta sólo con pensar en el ridículo que hicimos en el despacho de Carahuevo oyéndolo exponer tan digno, tan prepotente, tan sagaz, sus conclusiones sobre la dichosa grabación y sí, señor comisario, considero necesario investigar el caso hasta que, cuando menos, podamos hallar una explicación convincente sobre el hecho de que se produjera tal llamada. Pensé que me daba algo, creí morir sepultada ante semejantes frases rimbombantes. Y para qué, para que entre tres tíos decidan —yo sin abrir la boca, por supuesto— que debo hacer de pinche, de Watson, de escudero, de azafata, de cicerone y sirvienta del estirado este cuando hace tanto que opté por dejar de hacerlo, porque si bien tienen el mismo rango debe recordar, señora Deza, que él es el experto en Homicidios, bien que me lo especificó el mamón de Carahuevo.

Y sí, señor. Valiente ironía si el experto dirige la investigación precisamente para demostrar que no se produjo tal homicidio, que aquí ha habido una sobredosis y una casualidad y punto, porque no puede haber sido más que una casualidad sin importancia que al yonqui que dio el soplo del año se le ocurriera telefonear de madrugada a la agente a quien se lo confió. No, desde luego que no. Y entonces por qué llamó, a ver, ¿para quedar e ir al cine quizá?, ¿para decirme que brillan las estrellas y el cielo es azul y poesía eres tú? Nooo, no me malinterpretes Clara, que estás muy suspicaz, de lo que se trata es de ver que todo se ajusta a la lógica y sí, venga, hala, según tu lógica de campeón lo que habría que hacer es cerrar el caso deprisa y corriendo, que tampoco hay más vueltas que darle a la muerte de un desecho cualquiera, señor, repetía cuadrándose. Sólo investigaremos por encima para estar tranquilos, quitar un poco el polvo por si acaso, pero esto está clarísimo. Créanme, señores, se lo digo desde mi experiencia. Y todos tan contentos y eso sí, usted, París, se queda entretanto con nosotros, le invita magnánimo Carahuevo. Faltaría más, me dan ganas de añadir, al menos hasta demostrar que no hay nada que demostrar, y aunque me ilusiono con que razone por una puta vez en su vida y opte por la opción menos incómoda, sé que se finge remiso sólo porque le gusta hacerse de rogar y espera las palabras mágicas de mis jefes: no insista, queremos evitarle los continuos desplazamientos de su comisaría a la nuestra y la pérdida de tiempo consiguiente,
compañero
, porque podemos llamarle compañero, ¿verdad? Ahora es uno de los nuestros y un placer contar con usted para que dirija esta investigación con la ayuda de Clara, claro, que se encargará de que se sienta a gusto entre nosotros. Y boquiabierta, sólo se me ocurre preguntar si le pongo un zumito natural al compañero, al señor, o prefiere acaso que le traiga una mantita para abrigarse el barrigón. Por si acaso me callo como mínima precaución.

Porque claro, Clara, me explican ellos como si mi mandíbula desencajada fuera no de sorpresa sino de incomprensión, usted sabe que nos compete el poblado donde falleció el Cuchilla… ¿Cómo?, ah sí, el Culebra, qué más da si me entienden perfectamente, si saben de quién estoy hablando, y como en esta zona es también donde realiza el grueso de sus actividades don Vitorio Grandal, alias Vito, huelga decir, subinspectora, que usted se ocupará de instalar y acomodar al señor París y procurará informarle sobre la rutina de esta comisaría, las actividades delictivas desarrolladas en nuestro distrito y atenderle en lo que necesite mientras dure la investigación conjunta.

Y mímelo, y haláguelo, y escuche sus naderías como si fueran geniales y dígale siempre que sí y vístase con una capa de olvido que le borre el pasado, la resaca de aquella turbia embriaguez del amor que tuvieron, los años perdidos, el todo que naufragó, y cómase su orgullo mientras alimenta la sospecha de si el investigador viene a investigarla a usted y no la muerte de un cualquiera indiferente, y despídase de otros casos, de otros anhelos y otras compañías con quien solazarse y vuélvase transparente para aclarar por qué la llamó el yonqui, por qué se murió luego, por qué le dolió tanto. Por qué, ofrézcanos un porqué, Clara. Y no piense demasiado, sólo le pagamos para que obedezca.

Tienen razón. No pienses, no busques más explicaciones o te reconcomerás y te podrá la zozobra. Dales la razón. No son más que malditas casualidades. Nadie se vuelve contra ti, no te ha cambiado la suerte. No pienses mal, no pienses más.

Pero cómo no pensar, cómo evitar sospechar si sospechan algo de mí y por qué, si me quieren quitar de en medio en el caso de Vito volcándome en éste, y quiénes, o si saben o no lo que hubo entre París y yo y pretenden disfrutar del morbo de nuestro reencuentro. Igual me adosan a él por joder, por entretenerse viendo cómo le afecta esto a mi vida. Aunque a lo mejor no, a lo mejor no les importo tanto, a lo mejor sí son coincidencias, los dados que se ríen de una con sus bocas llenas de seises, el destino que me la juega y soy una paranoica con razón. Vete a saber, Clariña, que lo ves todo negro.

París es tan corpulento que parece abarrotado, encajonado, metido a presión, oprimido por el volante de su coche que, cómo no, se empeña en conducir cuando lo más correcto sería, ya que se me ha asignado la cualidad de chica para todo, que el chófer fuera yo, que además me conozco el barrio. Pero no, porque ya se sabe que a las mujeres se les da mal manejar manos y pies a la vez y, qué pollas, a él le gusta llevar el rumbo de su vida y su automóvil. Y sí, conduzca usted, don Carlos, y yo a callar a pesar de que se equivoque de carril y se pierda al coger en la autopista una salida que no es. Lo que yo decía: patético.

A ver cómo se porta cuando lleguemos al depósito, se me salen los colores por anticipado sólo con pensar en las preguntas «inteligentes» que al
experto
se le ocurrirán sobre la autopsia.

—Lo primero es lo primero, Clara, actuar con sistematización, demostrar su muerte, establecer las causas y después pasar a la acción —me alecciona, mientras llegamos a la morgue, con su estilo docente y absurdo. Yo lo miro de refilón y lo contemplo intentando aparcar con su vientre acosado por el volante, contorsionándose para girarlo, ridículo e hinchado como un muñeco, con ese suéter de color imposible que, francamente, cómo se le habrá ocurrido comprarlo tan chillón, como si no supiera que parece un globo. Y pienso en el héroe de mi infancia de niebla, en cómo mi alma alada y herida pudo llorar por él.

Qué queda de ti, quisiera decirle, me encantaría poder borrar de mi cara esta expresión de desconsuelo que sé que aparece cuando lo veo, el llanto por los ídolos caídos, la decepción de saber que yo también habré cambiado, el desagrado que me produce su degradación y el inevitable desprecio al comprobar que no parece darse ni cuenta, que sigue tan contento consigo mismo como siempre. Pero no voy a hacer nada de eso, decide, y sale del coche indiferente y lo guía pasando por entre los controles, saludando a conserjes y celadores, preguntando por Dolores, explicándole quién es y su tarea aunque, claro, seguro que tú también la conocerás.

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