Y punto (13 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—Ya ves, pon un ex en tu vida.

—¿Un ex?, eso tienes que contármelo con calma —exige sentándose mientras Clara se aleja del barullo y casi grita. ¿Cómo? Te oigo fatal.

En una cafetería, con Dolores y Zafrilla.

No, ha ido al juzgado a por la orden de registro. Saldremos para allí en cuanto la consiga.

¿Que qué tal? Y yo qué sé. Me observa como quien mira a un bicho dentro de un frasco, y me agobia porque no dice nada, sólo mira. Quisiera saber qué piensa de mí ahora, pero no seré yo quien se lo pregunte.

No, tonto, eso es lo que tú piensas, seguro que él me cree una bruja. Oye, tengo que dejarte, nos vemos luego.

Abrígate tú también.

Clara regresa, se sienta, mira a sus amigas y descubre en sus rostros una ansiedad inusual.

—¿Pasa algo?

—¡Nada! —contestan las dos a la vez.

—Mejor cambiamos de tema. ¿Qué sabemos de la autopsia? —pregunta a Dolores.

—Lo evidente: ni hematomas ni huesos rotos ni hemorragias internas, sólo los signos de la previsible sobredosis, ¿o esperabas algo más?

—No me vendría mal algún detalle.

—Los análisis del laboratorio aún no están, así que no sé todavía cuánta droga y de qué pureza había consumido, sólo puedo darte datos de mi examen, y por tu bien espero que, por más colega tuyo que fuera, no hubieras tenido mucho roce con él: tuberculosis, sida… ¿Sigo?

—No, déjalo. ¿Y tú qué me dices? —inquiere Clara mirando a Zafrilla.

—Por ahora bien poco, que la jeringuilla tenía sus huellas, un pulgar parcial en la medalla del cuello nada claro que todavía no he podido contrastar con las suyas ni con los ficheros y se acabó. La chabola era tal desastre de polvo y mierda que cualquier cosa puede ser un indicio o no serlo. Un día no da para más.

—Lo sé, y os lo agradezco muchísimo y siento de verdad ponerme tan pesada… Es que no puedo evitar quedarme con la sensación de que se me escapa algo y debo encontrarlo pronto, porque todos a mi alrededor tienen una prisa enorme por darle carpetazo a este asunto que ni siquiera es caso para ellos —aun así, insiste—. ¿Y dices que en la jeringuilla sólo estaban sus huellas?

—Sí. Y eso es un poco raro porque los heroinómanos suelen compartirlas. Lo normal sería que estuviese muy manoseada y por más de una persona y, sin embargo, estaba nuevecita. Puedo asegurarte que tu colega la estrenó para morirse. Qué ironía. Como algunos suicidas que estrenan ropa para tirarse por un acantilado o tomarse sobre su cama diez tabletas de pastillas.

—Pero este detalle no basta para mantener abierto un caso —apunta Dolores—. Quizá tu amigo fuera un maniático de la higiene. En el mundo del pico cada persona es única, hay yonquis que se pinchan solos o con alguien de confianza, otros en grupo sin fijarse con quién, los hay que no comparten ni la cucharilla y a algunos les da todo igual y ni sopesan el peligro de coger algo o no porque ya lo han cogido todo, como tu amigo el Culebra.

—Por otra parte —continúa Zafrilla—, los poblados marginales son el objetivo de la asistencia social de la Comunidad y de una docena de ONG que no se cansan de repartir material desechable de un solo uso para evitar el contagio. Que un tipo como el Culebra tenga a mano jeringuillas sin estrenar no es insólito, y mucho menos motivo suficiente para resultar sospechoso.

—Vale, tenéis razón, sólo que vosotras os basáis en hechos, en indicios. Yo, además, le conocía. Y ayer, cuando lo vi allí tirado, algo me pareció disonante, fuera de lugar. Sólo que por más vueltas que le doy no caigo en qué es lo que chirría —y cierra los ojos para volver atrás un día, una vez más, y buscar el objeto desenfocado en la foto del finado—. Dolores, ¿ni una sola marca extraña, ni una señal de violencia?

—Los heroinómanos tienen las venas fatal de tanto chute —responde pensativa— y, como consecuencia de esto, la circulación peor todavía. Es muy habitual que presenten moratones, derrames, varices y pústulas pero, dentro de lo que cabe, las contusiones que tenía tu amigo no sólo eran antiguas sino hasta cierto punto normales.

—¿Veis?, eso es lo que más me mosquea. ¿'No os parece todo demasiado normal? —pregunta Clara—. No me refiero sólo a su muerte, sino a lo que la envuelve. No puede ser todo «tan normal» sencillamente porque el Culebra
no era normal
. No era un colgado al uso, era extravagante, peculiar, se salía del estereotipo. Pensadlo bien: ¿a qué otro yonqui se le ocurriría llamar a medianoche a la casa de un madero? Por eso —enfatiza— lo normal en su cadáver, en su casa, sería que hubiésemos encontrado algo incomprensible, hasta absurdo, porque él lo era. Aquí lo extraño es que todo sea tan previsible, tan sospechosamente predecible, y yo no voy a pasar de este caso sólo porque fuera un matado acabado que no valía casi ni para confidente. Pobre Culebra —recuerda, con un aire de pena en la voz—, como un vaso albergaste la infinita ternura y el infinito olvido te trizó como a un vaso. Te comió la negra soledad.

—En fin, no sé si esto te servirá —dice Dolores tras un breve lapso de silencio— porque es lo único que me llama la atención en esta historia: tu amigo estaba hecho cisco después de tantos años de adicción y, a pesar de eso, aún mostraba una cierta coquetería en sus costumbres, como por ejemplo no pincharse en los brazos. ¿Recordáis cómo le encontramos? Llevaba una camisa remangada hasta el hombro. Creo que quería tener los brazos limpios.

—Sería para lucir los tatuajes —elucubra Zafrilla.

—Sí —recuerda Clara—. Estaba muy orgulloso de ellos, siempre fantaseaba con hacerse más.

—Es un buen motivo para evitar los pinchazos y las consiguientes venas hinchadas, piel destrozada o ganglios abultados en las axilas. Pero entonces —resuelve Dolores, retórica— ¿dónde están las marcas de un adicto que lleva por lo menos una década chutándose?

—A saber, he visto a gente inyectarse en los tobillos, en la lengua, en los ojos… —enumera Clara.

—¡Hasta en la polla! —apunta Zafrilla.

—Ése no era su estilo. En los ojos no podía ser —piensa en alto Clara intentando adivinar con los suyos entrecerrados—, nunca llevaba gafas y se le notaría, se ponen rojos, cogen conjuntivitis, infecciones…; los brazos también están descartados y, francamente, no lo imagino pinchándose en sus partes, era demasiado chulo como para maltratarse su bien más preciado —ironiza—. Así que sólo quedan la lengua o las piernas. Aunque la lengua es tan incómoda que mejor hacerlo en los tobillos, y de ahí sus botines de boxeador, que no se quitaba ni en verano —concluye mirando a la forense.

—Muy bien, pues dime ahora, si siempre se pinchaba en los tobillos, cómo es que su último chute fue en el brazo izquierdo.

—Muchos yonquis se chutan en él porque creen que, al ser el brazo que está más cerca del corazón, el colocón les va a subir antes, es algo bastante habitual, si su chute fue un suicidio tendría sentido que no le importara estropear su brazo hasta entonces impoluto. Si no lo fue, ya tenemos una contradicción. Ahora dame una alegría y dime que era zurdo.

—Lo siento, diestro. Los callos en sus falanges, las manchas de nicotina en la cara interior de los dedos, el mayor desarrollo de la musculatura del bíceps… Todo indica que la mano que más usaba era la derecha.

—Mierda, con lo fácil que hubiera sido —masculla Clara—. Pues entonces sigo sin tener nada, ni una maldita evidencia, sólo la sospecha, una anomalía más a la que es imposible agarrarse y, creedme, necesito no cagarla ahora que estoy en el punto de mira de Carahuevo. En lo que va de semana ya me lo he cruzado dos veces y han sido dos encontronazos de los que hacen historia. Estoy gafada.

—No te preocupes por ese gilipollas, tú a lo tuyo —la tranquiliza Zafrilla—. Y no te agobies, lo estás haciendo genial. Mírate, a la hora del café te hemos montado sobre la marcha una sesión deductiva que ríete tú de las películas y las novelas. No me pongas esa cara de escepticismo —alega—. Nos sentamos al amor de tres cafés, como esas señoras de la mesa de atrás, y en vez de criticar a los maridos o a los novios de las hijas, nos ponemos a despellejar, pero de verdad, a un yonqui muerto. Si se parasen a escucharnos les daba un soponcio.

—O a lo mejor nos daba a nosotras de escucharlas a ellas, no te fíes —ironiza Dolores.

—Ya habló la voz de la razón —salta Zafrilla.

—Qué quieres —se excusa—, por algo me habrá tocado el papel de la escéptica, digo yo, porque si somos tan de película o de libro como aseguras habrá que repartir estereotipos: Clara sería la poli peleada con el mundo, acosada por la suegra, el ex novio y los jefes; tú, la joven hermosa de probada eficiencia que descubre en su laboratorio al asesino gracias al análisis de una uña postiza que compró en la China y perdió en La Latina; y yo la madura y cínica forense, solitaria y fría, desengañada de la vida de tanto ver sus miserias, negándome al amor porque sólo vivo por uno verdadero, platónico e imposible, desahogándome en lágrimas de pasión inasible vertidas sobre los muertos de mi depósito.

—Se te va la olla —le reprocha Zafrilla.

—Para nada, tiene toda la razón —admite Clara—. Tú serías amable y risueña, incluso algo ingenua, y al describirte el novelista diría de ti que «su cara de muñeca antigua parecía no conocer el mal, pero sus manos frágiles habían recogido cientos de veces los oscuros restos de la crueldad entre los matorrales de los parques, en las viviendas, en los callejones sombríos donde un triste zapato solitario perdura como única muestra del horror».

—Quién lo diría —comenta Dolores—. Hasta te ha quedado bien.

—Me siento inspirada, ¿y qué tal tú?: «Seria e inteligente, tan cerebral que se advierte bajo su piel el brillo de la pasión contenida, la fuerza de quien se enfrenta a diario a la putrefacción, la perseverancia que sólo poseen los que conocen el verdadero valor de la vida».

—No te chotees tanto, nena, que lo tuyo de ahora más que de novela negra es directamente de culebrón —advierte Dolores—, todos juntos y revueltos a tu alrededor desordenándote la rutina.

—Al menos siempre serás la protagonista, el centro, todo gira en torno a ti, a la hábil investigadora, a la poli —añade Zafrilla para quitarle hierro a la coña—. En cambio a Dolores y a mí siempre nos tocará ser comparsas. Si al menos tuviera un rollito con algún yogurín tipo Javier el nuevo…

—No quiero desilusionarte, pero no te lo recomiendo. Mujer de amor, que no lo acojan tus brazos.

—¿Por qué? Si parece un angelote. ¿Y por qué le llaman el Bebé?

—No lo sé. Por motivos obvios tal vez. Sólo te digo que tiene un sucedáneo de novia a la que llama «vieja amiga».

—Me da igual —responde tan fresca—. No soy celosa.

—Sí, no eres celosa y sólo para un polvo, eso lo dices ahora. Y luego me vienes colgada a llorar de desamor encima de mis fiambres, regándomelos para que empiecen a criar malvas antes de tiempo —la amonesta Dolores.

—Joder, sois como madres.

—No te enfades sólo porque te avisemos —se defiende Clara—. Como si no supieras que a esos tíos inmaduros los pierde la sed y el hambre y que tú eres fruta jugosa, que los come el duelo y las ruinas y tú eres su milagro, conteniéndolos en la tierra de tu alma y en la cruz de tus brazos para que luego su deseo resulte ser el más terrible y corto, y tú sola y abandonada, tú que lo has dado todo, tú que todo lo has arriesgado tirando tu amor en un cementerio de besos donde se han quemado, en la tumba de tu cuerpo picoteado como las uvas por los pájaros. Hazme caso —advierte ensombrecida—. Olvídalo, ni lo mires, búscate un amor más sano. Los niños bonitos nunca salen bien.

—No sé, tengo la sensación de que te lo dice por experiencia.

—Qué aguda, Lola —ironiza Zafrilla—, no me había dado cuenta. Aunque mira, a quien sí querría conocer es al que te ha inspirado la parrafada que acabas de soltar.

—Ahí lo tienes —Dolores señala con los ojos la puerta de la cafetería y sus amigas se vuelven para mirar con curiosidad. A Clara, al vislumbrar a París, se le amarga el gesto. A Zafrilla se le ilumina la mirada. Cuando él llega a su mesa la primera tiene ya el abrigo puesto y está sacando el monedero para pagar.

—Me han dicho ahí enfrente que estabais aquí y…

—Nos vamos. Vosotras no os preocupéis, pago yo.

—Mujer, qué prisa tienes, ¿te vas a ir sin presentarnos a tu compañero? —la detiene Zafrilla, melosa, comiéndose glotona a París con la mirada.

—Tenemos mucho que hacer. ¿Traes la orden de registro?

—Sí, aunque por cinco minutos más que nos quedemos…

—¿Cómo que por cinco minutos? —se planta Clara, cabreada—. ¿Tú no eras tan profesional? Te recuerdo que se nos ha pasado media mañana entre pitos y flautas, pero nada, si prefieres perder el tiempo dedicándote a la vida social, allá tú. ¿Qué es lo que quieres, que te las presente? Ahí tienes a Dolores, ya la conoces. Y esta pendona de aquí es Zafrilla. Muy mona, ¿no? Estupendo. Hala, ya podemos irnos. Adiós. Mañana os llamo.

—Hasta luego —responde Dolores no demasiado asombrada.

—¿Qué mosca le ha picado? —pregunta Zafrilla.

—¿Por qué te has puesto así con tu amiga? —intenta sonsacarla París mientras abre la puerta del coche.

—Por su bien —responde Clara—. Y quítate de ahí, que ahora conduzco yo. Para eso me sé el camino.

VII

Me duele tanto callarme la boca mordida…

Se me pudren las palabras dentro y me dan ganas de vomitar, se enquistan en el estómago como los rencores de la infancia, tan absurdos ahora, o no, tan tremendos, y me pesan en el cuello como piedras de suicida que me arrastran de cabeza al río de la muerte y me lastran la vida y me obligan a escurrirme casi por el suelo en busca de miembros besados, de dientes hambrientos de dulzura, de cuerpos trenzados de pasión, en busca del aliento de fuego al que los descontentos, los destemplados, los no vengados nos anudamos y nos desesperamos en una cópula loca de esperanza y esfuerzo.

Me jode callarme. Pero ya soy mayor, o no, y se acabaron los tiempos de la ternura leve como el agua o la harina, y el no recibir la cocinita de la Barbie en un cumpleaños o la palabra apenas comenzada en los labios no es ahora como para tener que obligarme a rendirme para siempre, como sordomuda y sombra ante él, tragándome la ira malsana de las cosas que no oigo, de los sonidos que, claro, no pronunciaré. Así que me callo de momento, según me propongo y, detrás de él, me niego y rebelo al destino de ser la eterna espectadora de los varones, y viajo y avanzo por entre cascotes y anhelos hasta enfrentarme a la tenebrosa y luminosa realidad del poblado de chabolas donde mi confidente murió. Forzamos la portezuela, en realidad un somier de tablas puesto en pie con, a modo de cerradura, un candado sujeto a dos alcayatas, pasamos por encima y por debajo de las cintas tendidas del ridículo cordón policial, trémulas hoy en su desamparo, las apartamos como lianas de una selva perdida para facilitarle el paso a la secretaria del juzgado que anotará los detalles de nuestra ignominiosa invasión y, sin pensarlo demasiado, ya estamos dentro.

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