—No lo sé, no tengo ni idea. Lo que sí sé es que ya está bien de hablar de él, de gitanos narcotraficantes, de agentes corruptos, de maletines de dinero como los de los presidentes de equipos de fútbol. Lo que ahora quiero es cambiar de tema, que hagamos cosas prohibidas y cenemos tranquilos, o al revés. ¿Qué prefieres?
Pero antes de que Clara pueda responder a su propuesta empieza a sonar el móvil de Ramón y éste debe levantarse de un salto para cogerlo haciéndole gestos con la mano de que no se mueva, no tarda nada y murmura al ver en la pantalla que es su hermano Miguel, qué raro, y a estas horas, y mientras le atiende parece que va a decirle algo indecente para que sonría en su espera pero se calla, escucha con atención y frunce el ceño. Cuando cuelga anuncia que va a salir, pero qué ocurre, por qué tienes que irte a estas horas, dice ella mientras le ayuda a abrocharse la camisa.
—Es mi madre, que no coge el teléfono en casa. Yo tengo un juego de llaves y nos acercaremos a ver si se ha caído o qué.
Y con la chaqueta a medio poner y el pelo despeinado por culpa de mis manos y un rastro de leve inquietud en la mirada comprueba si lleva la cartera, busca las llaves en un cajón, coge las del coche en el aparador y, justo al abrir la puerta, se gira, como si lo hubiera meditado mucho, y con esa voz que reserva para hablar con sus clientes y decirles que las cosas no pintan bien, los testigos no parecen favorecerle, va a ser preferible declararse culpable y pactar una pena menor con el fiscal, le aconseja:
—Clara, te estás liando con la sucesión de los acontecimientos y ni tú entiendes ya nada. Párate un poco y piensa, anda. Creo que tendrás que volver atrás a estudiar mejor las pruebas y empezar por el principio.
*
Vale, otro día que llego tarde, refunfuña, la puta media horita que en la puerta me echará en cara el capullo de siempre antes de decirme que vaya ojeras tengo, a saber qué habré hecho esta noche y con quién, y lo menos grave será gruñirle y mandarle a paseo, cuanto más lejos mejor, porque cómo explicarle, para qué explicarle la nochecita que he tenido.
Vaya nochecita, repite para sus adentros, vaya nochecita la de ayer.
Sin dormir, sin poder leer, sin ser siquiera capaz de concentrarse ante la tele, preocupada y sin saber nada de nadie porque Miguel tenía su móvil fuera de cobertura y el tonto de Ramón, con las prisas, no se llevó el suyo, hay que ver, tanta organización, tanto control y tanto dónde tienes la cabeza, Clara, que siempre te lo dejas todo por ahí para que luego, un día que hace falta, sea él quien se olvide sus cosas y haga imposible la comunicación. Sólo que yo soy comprensiva y no pongo el grito en el cielo ni te llamo inútil porque entiendo que fueron los nervios los que hicieron que lo olvidaras en el bolsillo de la otra chaqueta cuando te cambiaste, explicará luego, mientras que tú nunca dejas de ser Ramón, jamás, y si ocurriera al revés y me lo hubiera olvidado yo ahora mismo estarías pegando gritos enfurecidos porque cómo se me ocurre, ando en la luna y etcétera, y no me mires así, entre avergonzado y acusador, porque sabes que tengo razón y dime, a ver, qué ha pasado, a qué tantos nervios y tanta aprensión si tu madre es perfectamente responsable e independiente y no hacen falta histerias ni misterios porque una noche no esté a su hora ante su mesa camilla con su bolsa de punto de cruz. Puede haber ido al cine.
—Ya, pero es que son las tres de la mañana.
—Después del cine puede haberse ido a bailar con unas amigas. Al Pasapoga o al Windsor, por ejemplo.
—Mi madre no baila, y menos entre semana.
—Pues debería, y también tendría que haberos enseñado a comprender que está en su plenitud, sin ataduras ni estrecheces económicas ni responsabilidades y puede, por fin, disfrutar de un poco de libertad.
—¿Libertad un martes a las tres de la mañana? ¿Y sin avisar? Tú lo flipas.
—Sois la leche. ¿La avisáis vosotros cada vez que salís? No. ¿Os dice algo si llama a casa y no estáis? No. A lo mejor se ha echado un novio y se ha quedado a dormir en su casa. No, no me mires así, como si no pudiera tener pretendientes ni sexo a su edad.
—¡Clara, que es mi madre!
*
—¿Y en qué quedó la cosa?
—En qué va a quedar, Lola, en lo que dicen todos, que su madre es una santa y una mujer muy decente que no desaparece así como así. Y yo venga a repetirle que nadie estaba diciendo que Esmeralda fuera una buscona como la farmacéutica de Santi, que una cosa es echarse un ligue de vez en cuando y otra convertirse en puta.
—Calla, no pronuncies esa palabra, que me acuerdo de lo de ayer.
—Es que tú también… Cómo te pasaste.
—No creas que no me arrepiento, tendría que haberme mordido la lengua, pero ese niñato me sacó de quicio.
—Te entiendo, es algo que pasa a menudo con los hombres. A la larga, todos acaban poniéndote de los nervios. Al final hasta vas a tener suerte.
—Una suerte del copón, lo que yo te diga. Estoy colgada de una amiga mucho más joven que no comparte mi orientación sexual y por si fuera poco la mitad de mis compañeros me miran mal.
—A mí también me miran mal los míos y no soy lesbiana. Lo hacen porque suponemos una amenaza para ellos, porque somos extrañas en su mundo, molestamos. Si te contara la que se ha liado por las pruebas de ADN…
—¿Te las han autorizado por fin?
—Sí, pero sólo porque ha muerto el ricachón y la cosa se complica.
—A ti qué más te da, el caso es que podamos hacerlas. ¿Entonces saco muestras de los dos cadáveres que tengo y uso las que tomé del Culebra?
—Sí, y también quiero enviarte unos dientes que he encontrado.
—¿Dientes?
—Parecen dientes de leche. En la chabola del Culebra encontré tres, y luego, en casa de Olvido, otro par.
—No es tan raro, mi madre guarda mis dientes de leche y los de mis hermanos. Es el tesoro del Ratoncito Pérez.
—Ya, pero la que los guarda es tu madre. Lo que no me explico es por qué los tenían ellos, a menos que sean padres, claro. Por eso quiero que los veas.
—Ningún problema. Envíamelos cuanto antes, no vaya a ser que acaben vetándome la entrada en el trabajo por bollera y se quede todo a medio hacer.
—No exageres. Qué más te da lo que piensen.
—A mí ellos, en el fondo, me tocan un pie, pero Laura no.
—Laura lo que tiene que hacer es crecer un poco y desengañarse de espejismos como Javier, eso por de pronto. Y luego os va a tocar mantener una seria conversación, porque es imprescindible para conservar vuestra amistad.
—Lo sé, pero eso no quita que esté muerta de miedo.
—Qué me vas a contar. En cuanto Ramón volvió y me dijo que su madre seguía ilocalizable, recordé la conversación que tuvimos ella y yo el domingo y no paro de darle vueltas a la idea de que ya ha puesto en marcha su plan de fuga.
—¿No es demasiado pronto?
—Yo también lo creo. Pero ¿y si no está con una amiga o un novio? ¿Y si se ha marchado de verdad?
—Entonces tendrás que cumplir sus deseos y contárselo todo a tu marido.
—Lo sé. Y estoy cagada.
—Vaya mierda de vida, Clara.
—Desde luego, Lola. Vaya mierda.
*
—Buenos días, Clara, soy Laura. ¿Es muy temprano?
—Si estoy sentada en mi mesa de trabajo será que para mí ya no lo es.
—Es que no he podido dormir en toda la noche…
—No me digas.
—No te burles de mí.
—No me burlo, pero ocurre que no eres la única. Ninguna de nosotras ha pegado ojo en toda la noche. Y tenemos un día largo por delante.
—Precisamente de eso quería hablarte. No puedo.
—¿No puedes qué?
—Sabes de sobra a qué me refiero. A lo de hoy, a lo de hacernos pasar por unas… ya sabes, a ir a donde esa madame. Me resulta imposible, sobre todo después de lo que ayer me llamó Lola. Me siento tan sucia, tan tonta, tan…
—No le des tanta importancia, sabes que fue un exabrupto que dijo en un arranque de genio y que no lo piensa en absoluto. No te lo tomes a pecho.
—No, si tiene razón, si me estoy comportando como una estúpida, coqueteando como si estuviera desesperada y fuera el último hombre vivo, y sé que no vale la pena perder a una amiga por un tío como ése. Pero no sé cómo decírselo.
—Llámala.
—¿Y si me malinterpreta? ¿Y si…?
—Oye, será lesbiana, pero no obtusa. Hazme caso y díselo.
—Sí, pero a lo de hoy… Preferiría no ir, lo siento. ¿Te dará problemas?
—Carlos.
—Qué —responde sin mirar, abstraído en sus legajos.
—Tengo que decirte una cosa. Atiéndeme un poco.
—Esta Olvido tenía más movimientos en sus cuentas que Botín. La de pasta que movía, no hay quien se entere de nada, dinero que va y viene de unos bancos a otros, ingresos no tributados, pagos enormes con tarjetas de crédito…
—Acaba de llamar Zafrilla. No quiere venir a lo de la madame.
—Hostia, qué putada —y por fin levanta la vista—. Eso no se hace. ¿Y no puedes convencerla?
—Imposible. Se niega en redondo.
—Pero ¿cómo puede ser? Si ya tenía al Bebé convencido, si íbamos a quedar para este viernes… ¿Y no podemos localizar a otra chica que sirva?
—Sé realista, si ella no viene se nos cae todo el plan como un castillo de naipes. Hay que asumirlo y joderse.
—Pues vaya amiga más irresponsable. Qué falta de profesionalidad.
—De eso nada, capullo —salta ofendida—. Ella no es policía, no tiene por qué hacer esto, no tiene por qué exponerse y dar la cara y jugarse su culo. Si tan informal te parece llama ahora mismo a tu queridísima Reme, que por la edad da el tipo a la perfección, y pídele que se venga para aquí pitando. Igual aún llegamos a tiempo —y descuelga su teléfono y se lo ofrece retadora. Al cabo de unos segundos, y viendo que París no recoge el guante, Clara concluye—. ¿Qué, no te decides?, ¿no quieres exponerla al casting de Virtudes o acaso te asusta someterla al veredicto de tus compañeros mientras ella sacase pecho por todos nosotros?
—Está bien, tu amiguita no viene —y noto cómo lo de tu «amiguita» lo dice en el tono más ofensivo posible—, no tenemos sustituta y se va por el desagüe todo el guión. Ya me dirás tú qué hacemos ahora.
—Habrá que hablar con Santi, que decida él.
—Santi sigue sin aparecer.
—Y esto es lo que hay, jefe. No podemos obligarla porque no tenemos ninguna autoridad sobre ella y, para colmo, vamos demasiado justos de tiempo para encontrar otra candidata. De hecho, el operativo tendría que empezar a organizarse en menos de dos horas —resume París.
—Pues, y perdónenme que use la expresión, vaya soberana putada —maldice el jefe Bores.
—Estoy absolutamente de acuerdo con usted, eso mismo dije yo.
—Y yo me congratulo de que sus opiniones sean unánimes, pero lo que me gustaría es que me dieran una orden precisa al respecto —interviene Clara bastante quemada después de oír cómo califican a su pobre amiga Laura de poco profesional, incluso de fresca, hay que ver qué jeta, y me refiero a la de ellos, por supuesto, que carecen por completo de la objetividad necesaria para verse a sí mismos como yo los veo ahora: endiosados, chulos, tan convencidos de su valía, de sus dotes de mando para decirnos cómo actuar, para montar una operación en la que no sabrían qué hacer si tuvieran que ser ellos los que se pusieran delante de Virtudes dispuestos a ser contemplados, evaluados y vejados como en una feria de ganado. Me gustaría saber cómo reaccionarían si les examinaran la dentadura, los flotadores, las calvas y el paquete tal y como a nosotras nos mirarían las tetas, el culo, el vientre y las pantorrillas. Sería divertido. Sí. Mucho. Estoy por llamar a Vito y proponerle que tantee de veras el negocio de los boys, que es un mercado con futuro.
—Clara —es la voz de Bores sacándola de sus elucubraciones—, ¿me está escuchando?, ¿sabe dónde está Santi?
—Lo siento, no tengo ni idea. Pero sí que nos queda tan poco tiempo que tendríamos que arriesgarnos a tomar una decisión sin él.
—Ya, bueno, yo… ¿Cómo lo ven ustedes? —nos consulta Bores indeciso.
—Pues, si me permite que dé mi opinión —interviene París—, yo diría que en una situación de este cariz quizá lo mejor sería actuar en consecuencia según operativos precedentes, por cuanto todo lo expuesto nos conduce a… Clara, ¿sabes de alguna situación similar y cómo se procedió?
—No, pero yo opino —que no tenéis ni puta idea de qué hacer, pero no puedo ni debo decírselo y por eso acabaré inventándome sobre la marcha algo lo suficientemente inteligente y sutil como para que la solución les parezca suya y así no la rechacen— que no deberíamos hacer nada. Ya he llamado una vez a la madame para cambiar la cita y creo que si tuviera que volver a hacerlo la perderíamos definitivamente. Por tanto, lo mejor que podemos hacer es esperar. Esperar y ganar tiempo. ¿Qué les parece?
—Por el momento vale, lo dejamos así.
—Sí, señor —clama París marcial.
—Lo que usted diga, jefe —mascullo yo.
*
Cómo odio el papeleo en comisaría.
Es cierto que me acojona tener que disfrazarme, crear un personaje y salir a patrullar y actuar como alguien que no soy sintiendo bajo mi pose el sudor y el pavor de no ser yo pero serlo, sabiendo que están junto a mí la pipa y la agresividad del miedo y la inconsistencia de sentirme tan desprotegida. Sin embargo la calle, la acción, dar la cara, todo eso es pura adrenalina mientras que aquí, ante mi mesa dándole vueltas a los expedientes, a las ideas y a tanta burocracia y días perdidos de una a otra ventanilla, todo es sopor y el machacón sonido de las teclas del ordenador bailando con la monotonía.
Quiero salir, quiero correr, quiero irme de aquí.
No aguanto más a París sonriéndome conciliador preguntándome qué tal estoy cada vez que me levanto para ir al baño, ofreciéndose a sacarme un café cuando va a la máquina con una sonrisilla de suficiencia. Me dan ganas de largarle dos sopapos a ver si espabila, a ver si se le bajan los humos, ese aire de sabihondo que siempre me repateó y ahora directamente me revienta. Siento que necesito perderlo de vista, largarme, encontrar una excusa que me permita quitármelo de delante antes de que haga cualquier tontería y la fama de loca que tengo se confirme por completo a menos, claro está, que alguno de éstos lo justifique diciendo que tengo uno de esos días del mes.
—Carlos —dice levantándose—, voy un momento a la sala a oír una cinta.