Y punto (12 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Justo ante la puerta de la sala de autopsias París se para. Clara lo observa.

—¿Qué pasa?

—Tengo que hacer una llamada, no tardo —le explica al tiempo que saca de su bolsillo un absurdo teléfono móvil de plástico amarillo.

—¿Y tienes que hacerla precisamente ahora?

—Lo siento, me había comprometido y no puedo eludirlo.

—Vale, vale, allá tú con tus historias —agarra el picaporte decidida—. Cuando acabes, te vienes.

—¿Cómo? ¿Vas a entrar sin mí? —exclama París casi asustado.

—Qué quieres, no me voy a quedar aquí plantada esperando.

—Pues no me parece bien —rezonga ofendido—, desde luego no es lo más correcto, lo adecuado es que pasemos juntos. Entrar tú primero y luego yo sería una falta de educación tremenda, por si no lo sabes.

Ya salió el selecto, ya estamos como antes, como siempre: ni contigo ni sin ti, yo voy pero tú me esperas, no lo hagas sin mí, no des un paso sin mí, no resuelvas nada sin mí… Él sí que es tremendo. Estoy de sus lecciones de protocolo hasta los mismísimos cimientos. Y además, si no entro ni salgo ni espero a que llame ni me quedo por no fisgar en sus llamadas, ¿qué hago?

—A ver, ¿qué hago?

—Si no te molesta podrías estarte en ese rincón, será sólo un momento —suplica lastimero y, como esquivando los fogonazos que lanzan los ojos de ella, se encoge de hombros—. Compréndelo, necesito un poco de intimidad.

—Muy bien, Don Pudoroso. No tardes.

Como herido por la burla, París se yergue de repente con su ridículo móvil en la mano y hasta se pone digno.

—Qué ocurrente, Clara, tan cínica como siempre, incapaz de entender que los demás tengamos compromisos. La verdad, creí que habías cambiado.

—Yo también —responde yéndose al rincón. Una vez allí se arrodilla cara a la pared y abre los brazos en cruz—. ¿Te parece bien así?

—No me hace gracia el numerito —masculla él buscando el número en la agenda—. ¿Y si pasara alguien?, ¿qué pensaría, eh?

—Que soy una pobre víctima que sufre el castigo de tener que aguantarte por orden directa de sus superiores.

Pero ya no la escucha, de pronto no tiene más oídos que para el minúsculo aparato. Por fin alguien contesta al otro lado y París se repliega sobre sí mismo para proteger la intimidad forzada de su conversación, qué vergüenza, lo que hay que ver, como si sus amoríos fueran secreto de Estado. Esto es de escarnio y cepo, bufa Clara por dentro mientras se incorpora, se sacude con desgana las rodilleras del pantalón y pone la oreja.

La voz de París al teléfono se transforma, susurra dulcemente intentando ser seductor, acariciador, sensible y varonil a un tiempo cuando afirma que soy yo, cari, ¿ves como te he llamado?, para que luego te quejes.

Sí, en el depósito. Creo que tardaremos bastante. No me esperes, te llamo yo al acabar, palabra de tu chiqui.

¿Ella?, bueno, bien. Como siempre.

¡No, como siempre no!, como al final. Horrible, ya sabes.

No te preocupes preciosssa, no me afecta, ya lo hemos hablado, está superado. Además, para qué voy a volver a la comida basura con lo mal que me sienta teniendo a un filetito como tú a mi alcance.

Sí. No. Yo. Yo mucho más. De lejos.

Bueno, chati, tengo que colgar. Sí, aquí. Esperándome.

¡No, aquí no!, allá, lejos. Tengo que colgar, en serio. Te adorooo.

Y Clara aguanta la carcajada mientras él sigue prolongando las sílabas finales, interminables, como un eco lejano.

Cuando termina se le acerca con una sonrisa zumbona bailando en los labios.

—¿Ya ha acabado de hablar el señor? ¿Podemos entrar ahora? —pregunta vaciándose la risa mientras empuña el picaporte.

—Sí —responde mosqueado por la burla.

—Entonces vamos allá,
chiqui.

Dolores, que acaba de devolver el último cadáver a la cámara frigorífica, se aproxima quitándose los guantes y por un momento a Clara le parece que cae de sus manos suave ceniza, pero no, es el olor de ese lugar de muertos que le nubla la vista. París, a su lado, respira hondo, será para empaparse bien con la peste aséptica del vacío, a lo mejor le gusta, a lo mejor se regodea en la degradación de los demás para sentirse más vivo, y ya va a maldecirlo pero no le da tiempo porque como antes, como siempre, como de costumbre, él se adelanta y rompe a hablar para hacerse el importante mientras yo me quedo atrás observando la mesa de autopsias, las camillas, las sábanas sobre la piel yerta, comiéndome las ganas de salir fuera, haciéndome la dura. Sorbiéndome las babas.

—Buenos días, soy Carlos París —se presenta tendiendo una mano que Dolores estrecha sin demasiada convicción—. Como sabrá, soy el encargado del caso de sobredosis que recibieron ayer.

—¿Cómo es que habéis tardado tanto? —pregunta la forense rebasando a París y acercándose a Clara, a quien besa con confianza en ambas mejillas.

—Hubo que atender alguna llamada —responde ésta lacónica.

—Da igual, al fin y al cabo vuestro hombre no se va a escapar. ¿Queréis verlo? —y se dirige a una pared metálica cubierta de celdillas numeradas, una celosía de cadáveres para no ser vistos ni ver porque ya no tienen nada que mirar, y señala una a la altura de su cintura.

Clara instintivamente se repliega un paso atrás y niega con la mirada. París no desperdicia la oportunidad de hacerse el macho.

—Sí, por favor —exige más que pide—, me gusta ver el rostro de los muertos que me tocan.

Dolores da un fuerte tirón al compartimento del Culebra, siempre encerrado, vida y muerte atrapado, y el nicho se abre, bien engrasado, extendiéndose cual bandeja ante ellos. El cadáver, que no huele precisamente a flores, se ofrece a la vista de París, quien suelta un taco violento ante el hedor que desprende y busca un pañuelo para taparse la nariz a la vez que se retira.

—Ha estado mucho tiempo expuesto al sol, es normal. Si necesita tomar un poco de aire, señor París, esa puerta le conducirá a una galería bien ventilada.

—No, gracias, no es necesario —farfulla.

—No se avergüence, es una reacción normal —insiste amable—, suele ocurrir cuando la crudeza de la muerte nos asalta sin avisar, cuando no nos lo esperamos, cuando pretendemos ignorarla o jugamos a hacernos los insensibles ante su presencia. Clara lo sabe muy bien y por eso se aparta —y ahora se dirige a ella—; ¿quieres verlo una última vez?

Y ésta, obediente, hipnotizada se acerca, abrazándose a sí misma e inclinándose para observar a la altura de sus ojos los del Culebra ya sin cadenas ni medallas, desnudo y frío, cubierto sólo por la luz aséptica y descarnada.

—Qué queda de ti —musita—. Te ceñiste al dolor, te agarraste al deseo, te tumbó la tristeza.

—Perdón, ¿me decías algo? —pregunta su amiga.

—No —responde ausente—. Le hablo a él.

—¿Salimos de aquí? —le propone, con la intención de alejarla del cadáver.

—Como quiera —concede París a una prudente distancia, casi en el pasillo.

—Adiós, Culebra —Clara se despide de nadie, de la habitación vacía impregnada de su efluvio mientras, al fondo, Dolores y París departen.

—Si me acompaña a mi despacho —ofrece ella— puedo proporcionarle un informe sobre la autopsia del señor Blasco.

—¿El señor Blasco?

—Los toxicómanos también tienen apellido —le aclara con frialdad—. Hasta los difuntos. Éste se llamaba Enrique, y se apellidaba Blasco.

—No me había fijado.

—Suele pasar, generalmente no les damos mucha importancia.

—¿A los nombres? —pregunta, en un vano intento de hacerse el simpático.

—No, a los muertos —responde seca, empujando la puerta de su despacho.

Es en este momento cuando París aprovecha para escabullirse.

—Bien, aquí ya no tengo nada que hacer. Como imagino que la autopsia del señor Blasco no hará sino confirmar la hipótesis de la sobredosis, le ruego informe de los detalles a la subinspectora Deza. Yo debo irme a por la orden de registro para la chabola, ¿o debo decir vivienda?, del
señor
Blasco. Cuanto antes descubramos que allí no hay nada, antes ventilaremos este absurdo caso. Clara —advierte agrio—, regresaré en menos de una hora. Ha sido un placer, Dolores.

Y se va intentando parecer altivo, evitando darse por ofendido con la áspera actitud de la forense, haciéndose el duro, más chulo que Harry el Sucio, más digno que un rey camino del destierro.

Dolores entra en su despacho presa de un ataque de hilaridad y, con su alegría, hace retroceder la muralla de sombra que encierra a su amiga.

—Este hombre es completamente ridículo. ¡Qué pose, qué apostura! No hay nada para despabilar la mañana como un pequeño combate verbal. Y ganarlo, por supuesto. Por cierto ¿qué hay de ese café que me debías?

*

—Te has pasado tres pueblos —le reprocha Clara mientras sumerge el cruasán en la taza.

—Oye, estate atenta, Zafrilla me ha dicho que viene en cinco minutos. Con el despiste que lleva igual ni nos ve —responde tranquilamente.

—No cambies de tema. Yo creo que no sabes con quién te has metido.

—¿Por quién me tomas? Con tu ex. A mí no se me olvida el nombre de quien maltrata un corazón —y a Clara se le escapa el cruasán dentro del café y se hunde, se hunde, se empapa sin remedio cual submarino abocado al fondo abisal—. Lo recordé en cuanto se presentó. Además, todo coincidía, sus rasgos, su actitud, su estatura… Y me dije: ¡venganza! Me lo he pasado de vicio.

—Menos cachondeos, Loliña, que bastante jodida estoy.

—¿Y eso por qué? Míralo por el lado bueno: no parece tener muchas ganas de profundizar en el caso, pero por lo menos mientras dure no te chuparás más guardias nocturnas en la puerta de ese mafioso.

—Pues eso también me jode, no te creas, que esa historia era importante, y era mía y, qué coño, quería seguir en ella en vez de soportar a este imbécil pegado a mi culo.

—No te pongas así. Como se cosquen en comisaría de que te molesta trabajar con él, el choteo que te va a caer puede ser antológico.

—No sé si lo sabrán.

—No te preocupes, que se enteran volando. Los maderos van de duros y en el fondo son un nido de cotillas. Mucho machote, mucho taco y mucho puñetazo en la mesa del bar, puro prototipo, sólo que en vez de hablar de fútbol les da por destripar la vida de cualquiera que se ponga a tiro. Aunque la tuya está más a mano, a qué negarlo. Y menudo bombazo además. ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos? ¿Tres, cuatro años?

Y Clara, ensimismada en el lodazal en que se ha convertido su café, buscando el trozo de luna sumergido, contesta por lo bajo con la boca pequeña.

—Siete.

—¿Siete? Les va a faltar tiempo para… —y de golpe enmudece para procesar la información—. Pero siete años son muchos, no lo entiendo, ¿no me dijiste que os habíais conocido en la academia de Policía?

—No, antes.

—¡Muchísimo antes! Cuando empezasteis serías casi una niña, ¿cuántos años tenías? ¿Eras menor, verdad? Porque si eras…

Clara revienta por fin olvidando su contención, pasando del rencor, más allá del deseo y el acto. Sin paciencia.

—¿Y eso a quién coño le importa? ¿No tienes nada mejor que hacer que echarme las cuentas?

—No te pongas así, yo sólo…

—¿Cómo voy a ponerme si parece que quieres vender la exclusiva? ¿Sabes qué?, que no te digo nada más. El que quiera saber que se compre un libro.

Y se hace el silencio, cada una con su taza rodeadas del runrún del público que entra y sale, los camareros que vienen, los platos que chocan y las servilletas de papel que caen como nubes arrugadas al suelo. Cuando Dolores ve que Clara se calma, ataca de nuevo.

—A mí no es que me vaya, bien lo sabes tú, pero tampoco está tan mal.

—Qué dices, si parece una morsa. A los veinte años era como una escultura clásica y fíjate ahora. ¿Tú te crees que lleva esos jerséis flojos porque están de moda? No, querida: tapan los flotadores.

—Pues a mí, con flotadores incluidos, me parece que no está mal. Eso hablando estrictamente de lo físico, claro —matiza.

—Sí, porque a su carácter no le has dado ni una oportunidad.

—No me olvido de lo que me contaste.

—Nosotras qué sabemos, a lo mejor ha aprendido y se ha vuelto un santo.

—Permíteme que lo dude.

—Por ser tú, te lo permito.

Y cómplices y escépticas se ríen como viejas dolidas, como colegas quemadas por el tiempo, con esa risa secreta que temen los varones porque está, posiblemente, más allá de su comprensión.

—Por cierto, ¿Ramón qué tal lo lleva? —pregunta Dolores aún con un resto de carcajada en los labios.

Clara calla y reflexiona buscando tiempo para encontrar la respuesta a una pregunta que no se había planteado antes. O no había querido.

—Creo que no hay nada que llevar. Nos ha tocado trabajar juntos en un caso y punto.

—Si yo fuera él no estaría muy tranquila.

—Pues lo está. Es muy maduro, muy centrado, seguro de sí mismo y de nuestra relación. Y, por si no lo sabías, confía en mí.

—Estupendo, me alegro, porque si yo fuera él por mucho que confiara, aunque yo te hubiera puesto la alianza y no el otro, aunque tú me hubieras elegido a mí y no a él, aunque estuvieras dispuesta a parir a mis hijos y no los suyos, no estaría tranquilo del todo.

—No te montes películas, París tampoco va a venir a estas alturas en plan mujer que amé y perdí, a ti evoco y hago canto.

—Si tú lo dices.

Suena una musiquilla extraña, como de canción infantil, que interrumpe las reflexiones, los recuerdos, las palabras dulces o amargas que ya no dicen nada, que se secaron en el pecho, que ya no tienen eco ni voz.

—¿Qué es eso que se oye? —pregunta Dolores extrañada.

—Mi móvil.

—¿No eras tú quien se negaba a llevarlo encendido?

—Generalmente sí, pero Ramón ha insistido esta mañana y…

—Ya se ve lo tranquilo que está, ya. Anda, cógelo, no vaya a ser que le dé un aire de la ansiedad.

—¿Ramón? —y con la mano libre se tapa el oído contrario para escuchar mejor a la vez que se levanta y hace un amago de saludo a Zafrilla, que acaba de llegar y se acerca a su mesa.

—¿Con quién habla? —pregunta a Dolores sin preámbulos ni besitos ni saludos de compromiso ni tonterías de adolescentes falsas que se odian y pretenden disimularlo.

—Con Ramón. La ha llamado él.

—Pues menos mal que por una vez lo llevaba encendido.

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