Y punto (16 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

… como tener una decena de trajes y ni un solo par de zapatos de vestir.

Y los saca del fondo y comprueba en su plantilla sus enseñas, George's, Castellanos, Lotusse, y se fija en que tal vez son algo pequeños para el Culebra, y de cada uno saca su correspondiente calcetín. Y en ellos encuentra un fajo de billetes de cincuenta y otro de veinte que suman en total la asombrosa cifra de seis mil euros, un millón de pesetas de las antiguas; un saquito de joyería con tres dientes diminutos y blancos; una postal publicitaria de
Torrente, el brazo tonto de la ley
dedicada para el Culebra en términos francamente cariñosos por el mismísimo Santiago Segura y, ya en el último calcetín, un teléfono móvil de un amarillo chillón, posiblemente uno de los modelos más baratos del mercado, con su correspondiente cargador que debía de enchufar en la única toma de corriente de la chabola, una toma cómo no clandestina que, sacada a traición y con total alevosía del poste de luz más cercano, atraviesa la estancia como una frontera imaginaria en forma de cable negro que en cualquier momento podría haberle dejado frito, más por lo cutre y el mal estado del puente que por la potencia de la tensión. Pero todo vale cuando se trata de sobrevivir y de encontrar una fuente a la que conectar la diminuta tele en blanco y negro o la lámpara, aun a riesgo de electrocución en los días de lluvia. Total, a Iberdrola qué más le da.

Justo cuando París, impaciente y enojado, pone en marcha el coche haciendo ademán de marcharse, aparece Clara con una caja a rebosar de pruebas, la media botella de lejía con el geranio y una bolsa de basura que oculta un pequeño bulto que a saber qué es. Se introduce en el asiento trasero sin saludar a la secretaria judicial, aunque sólo sea por compromiso o educación, y ordena:

—Tira, Carlos.

*

Clara no abrirá el pico hasta que no se libren de la solterona, ni siquiera cuando ésta, con su hociquito de resabiada dignamente levantado y un altivo golpe de su media melena color violín, le exija un informe detallado de cuantos objetos hubiera incautado de la morada del interfecto para así, de paso, recordarle quién manda, que para eso se ha sacado unas oposiciones como es debido, usando la cabeza y sin disparar tiros, sin mezclarse con la calaña ni rebuscar en las basuras de los drogadictos ni andar por ahí de marimacha siempre entre los hombres como uno de ellos, con esos andares desclasados tan poco finos, tan poco femeninos. Ella no, desde luego, ella es una señorita, con sus falditas tableadas y su pañuelito al cuello, y no tiene nada que envidiarle a esa brutota porque, total, qué se le ha perdido por esas calles repletas de maleantes corriendo y sudando junto a hombres tan recios, tan violentos y bruscos, tan viriles y fuertes con sus amplios torsos y esas manos ásperas que aprietan y golpean y manosean… Pues eso, que ella no trata con polis callejeros sucios y libidinosos, aunque para hacer honor a la verdad no todos son así. Sin ir más lejos este chico, que conduce tan prudente y se preocupó por darme conversación y no dejarme sola cuando llegamos a aquel sitio horrible lleno de indigencias, es totalmente diferente al prototipo. Y es que él ya lo dijo: entre el lumpen hay mucho desaprensivo suelto, y en la Policía también. Sí, parece una persona seria: apuesto, agradable, galante, buen mozo… Algo rellenito, la verdad, pero eso se soluciona en un santiamén con unas semanitas a dieta. Pobrecillo, tener que aguantar día tras día a esa borde que le trata fatal y ni le habla, toqueteando ese absurdo teléfono amarillo como una niña malcriada con uno de sus videojuegos. A lo mejor ni se ha enterado de lo que le he dicho:

—¿Me oye usted?

Y Clara, abstraída en la disección del móvil del Culebra, se hace la loca para no tener que responder a esa frígida reprimida que desde que se metió en el coche ya me miró mal, arrugando la nariz como si apestara, y por eso tiene que ser París el que, cordial y hasta empalagoso, responda por ella y su empecinado mutismo con el sempiterno claro que lo hará que los padres usan para obviar con retórica cortesía el silencio maleducado de sus vástagos rebeldes que ni muertos querrían darle las gracias o un beso en la mejilla por su asqueroso regalo, puag, al vejestorio canoso y fofo de la tía Aurora, por poner un ejemplo. Y es que en el fondo se siente como el más importante cantante pop del momento, un macho de fama mundial admirado por féminas babeantes de medio mundo que, nobleza obliga, entiende como un deber el tratar bien a sus fans. Sí, definitivamente es un deber, aunque sean a veces tan patéticas como la secretaria, una pobrecita histérica a quien no le ha sonreído en su vida de virgencita de cristal ni el mismísimo cura que le da de comulgar cada domingo al pie del altar.

Clara, aunque vaya a lo suyo, se da perfecta cuenta del rollito desesperado de seducción de ella y del voy a dejar que me adores de él, pero no dice nada porque, sencillamente, tiene cosas mejores en que pensar. Como en intentar penetrar en la agenda de este móvil de mierda probando una y mil combinaciones del menú con los dedos enguantados en látex y procurando no borrar posibles huellas en las teclas antes de que se le acabe la poca batería que le queda y se apague sin remedio, para encontrar las llamadas realizadas y recibidas, y es que soy una torpe. Yo de móviles, incluyendo el mío, maldita la idea. Y lo sacude como si fuera un pelele que se niega a cantar su información. Dime algo, cabrón. Suéltalo ya.

Tan absorta está que ni se despide de la pedorra cuando sale del coche ni se entera de que ésta le ofrece su número de teléfono a París ni, por tanto, aprovecha la oportunidad de burlarse de él con una frase hiriente una vez más.

—¿Por qué no te sientas delante, Clara? No me apetece hacer de taxista.

—¿Mmmm?

—Que pases para delante te estoy diciendo.

—Aquí estoy bien.

—Insisto.

—Qué pesado eres. ¿Nadie te ha dicho que eres un coñazo?

—Podemos probar a ser civilizados.

—Quién dice que no lo esté siendo.

—A ver —y se vuelve, apoya la manaza en el respaldo de su asiento y la mira con sus malditos ojos grises, con los benditos ojos grises que un día fueron adorables, mártires y santos y que ahora pretenden, tal vez, ser conciliadores—, yo no te estoy diciendo que nos vayamos a tomar una caña juntos ni que haya olvidado de un plumazo todo lo que me hiciste al final, pero deberíamos intentar ser profesionales, recordar que servimos al Estado por encima de nuestras rencillas personales y, al menos y en nombre de la Patria, intentar soportarnos.

—Hombre, si me lo pides en nombre de la Patria y por el bien del caso… —y rebosando ironía por la comisura de una sonrisa que no acaba de parir, se desliza por el hueco que resta entre los asientos y se deja caer delante.

—Es del caso de lo que quería hablarte.

—Estupendo, porque lo cierto es que he estado mirando este aparatejo mientras la del juzgado tonteaba contigo y tú te dejabas y me apuesto lo que sea a que en la agenda hay números interesantes que seguro que nos pueden ayudar.

—Clara, no te embales: para mí no hay caso.

Ella se queda en blanco, paralizada y con expresión de sorpresa ante el fotomatón, como si hubiera sido inmovilizada por el cruel dedo que en el mando del vídeo pulsara el botón de
pause
. Pero poco a poco, a pesar de la lentitud que imprime al cerebro la noticia, a pesar del chaparrón de hielo y de la lasitud de los miembros, los cabos se van atando y las furias encuentran su lugar.

—¿Para eso querías que pasara aquí delante?

—No empieces, no es nada personal.

—No, por supuesto que no es personal, es justo lo contrario. Yo te doy exactamente igual, eso lo tengo asumido desde hace tiempo y no me importa, pero lo mismo te pasa con el Culebra, que te da igual, que no consideras su muerte ni una desgracia ni un crimen ni una pérdida. No es personal, qué va a ser personal si ni siquiera lo calificas de persona.

—Volvemos a lo de siempre, te obcecas en la única realidad que ves, la tuya, y no te paras a pensar con objetividad. No hay caso. Asúmelo, es un yonqui cualquiera muerto por una sobredosis cualquiera. Pura rutina.

—Aquí el único rutinario eres tú, que no ves más allá, porque resulta que no, que no era un yonqui cualquiera sino un confidente de la Policía que días antes nos había dado un soplo muy importante.

—Que no está confirmado.

—No me vengas con mamonadas, ningún soplo se confirma hasta que se confirma, lo sabes perfectamente. Y te voy a decir una cosa: si te jode mancharte revolviendo entre la mugre es asunto tuyo, si tu máxima aspiración es investigar las rayas que se meten las duquesitas es asunto tuyo, si te crees un gran servidor de la Patria pero los que viven en las chabolas, los que duermen en los bancos, los que trapichean con pequeñas cantidades en los parques no forman parte de ella, es asunto tuyo. Allá tú con tus aires de grandeza porque todo te apesta desde tus alturas. Yo me quedo en el suelo y me pringo en la mierda porque ése sí es mi deber y para eso me pagan, y fíjate, desde aquí abajo veo más de uno y más de dos indicios que acabarán confirmando que sí hay caso, así que de momento tendremos que seguir hasta que los análisis pertinentes me quiten la razón, por lo que te aconsejo que por ahora y hasta que te libres de mí no me jodas más. Y punto.

—Nada de y punto, siempre con tus y punto y tus cabezonerías de exaltada que siempre se sale con la suya. Pero no pienso alterarme ni discutir ni ponerme a tu altura. Cuando lleguemos a comisaría exponemos nuestra postura a los superiores y que ellos decidan. Siempre has sido una indisciplinada, pero esta vez no te va a quedar más remedio que achantar, lo que tú necesitas es alguien que te ponga…

—Que me ponga qué, a ver, genio, dímelo tú. Qué necesito yo, eh, qué sabes tú si no sabes ni quién soy. No me conoces de nada, olvídame, soy otra, no la niña tonta que camelaste con tu labia barata, déjame tranquila con lo que necesito o no. Y coge de una puta vez ese móvil que no para de sonar.

—Ya, pero es que es
tu
móvil.

Joder, menudo corte. Y quién coño llamará. Ah, Ramón. A ver qué hueso se le ha roto ahora a éste.

Qué. Espera, no te oigo bien, ¿dónde estaba el botón para subir el volumen? Ya está. Qué quieres.

¿Qué? No te oigo. No oigo nada. Este trasto es una…

Pero ¿qué dices? Mira, no me entero. Voy a colgar. Adiós.

—Le has colgado a tu marido —la mira sorprendido—. Se va a enfadar.

—Lo dudo. Aunque no te lo creas, hay personas que no son susceptibles.

—Huy, qué miedo, vaya modo de saltar, qué manera de defender a su hombre. Claro, no me extraña, como es millonario…

—¿Millonario?, ¿de dónde te has sacado esa gilipollez si puede saberse?

—Es lo que todo el mundo dice en comisaría, que menudo triunfo, que qué buen partido, que hasta es marqués de no sé qué, o conde, o algo por el estilo.

—¿Conde? Esto es lo último. Qué panda de marujas, qué asquerosos.

—Frena, que a mí me da igual, me parece muy bien y me alegro mucho de que ese pobrecillo te soporte y de que te hayas casado y tengas papeles y ceremonia religiosa con velo blanco y marquesado y un marido y una suegra tan, tan lo que sea que hasta el comisario les lama el culo. Así te dolerá menos que yo esté con alguien. Porque estoy con alguien y estamos fenomenal, ¿sabes?, y ella es maravillosa y me escucha, y entiende la presión de este oficio.

—Ya, que es perfecta, vamos, como de anuncio de colonia.

—Lo sabía. Ya está ahí.

—¿El qué?

—Tu cinismo, tu mala leche, ese modo irónico de reírte de los sentimientos más íntimos y profundos de la gente porque te crees más lista que nadie.

—¿Yo? Esto es como un
déjà-vu
, no puede ser cierto que estemos otra vez discutiendo como si no hubieran pasado años desde la última vez que nos vimos. Y no es que hayas cambiado, es que has ido a peor y ¡joder!, ¿este trasto no va a dejar nunca de sonar?

¿Sí? ¿Quién es?

¿Tú otra vez?, pero ¿qué quieres?

¿Qué? ¿Que qué tal? ¿Y para eso llamas?

No, no, si me parece genial.

Pues bien.

Sí, sólo bien.

Es un pesado, se cree mejor que yo. Y ha preguntado por ti.

No, está aquí al lado, conduciendo.

Mira, el listo se acaba de pasar otra vez la salida correcta.

¿Quieres saludarlo?

Ya, pero es que me da igual, que piense lo que quiera.

¡Ay!, no me riñas, es lo último que me faltaba hoy.

Sí. Horrible, un día horrible. Y aún no ha terminado.

Ahora vamos a comisaría y después, si puede ser, por fin a casa.

¿Y para qué llamaba?

No, es que no sé qué puede querer tu madre de mí, como no soy rubia ni llevo pendientes de perlas… Imagino que no pretenderá llevarme a alguno de sus rastrillos benéficos. Pero bueno, si me ha dejado un mensaje, pues ya lo escucharé.

Oye, que cuelgo, que no me quiero enrollar más. Abrígate. Adiós.

Y tras guardar el teléfono se topa con la mirada ceñuda de París.

—Cómo has podido decir eso estando yo delante.

—¿Te ha molestado?

—Pues sí. Qué corte, no quiero ni imaginar lo que pensará tu marido de mí. Probablemente que soy un imbécil. Claro, como es millonario. Seguro que es de los que usan gomina hasta para jugar al paddle.

—Pues no, y ni siquiera se tiñe el pelo. No como otros…

—¡Yo no me tiño el pelo! Es que mi novia es peluquera, y claro, ella de esto sabe mucho y me ha dicho que me queda mucho mejor así porque resalta…

—¿He dicho yo algo de tu look? Y no te preocupes, que las mechas te quedan de vicio: hacen juego con el peazo pulsera calorra que te has marcado. Lo único que te falta ahora es un tatuaje en el hombro con un corazón y su nombre, y lo próximo será ir de platino y con pendientes, como Beckham.

Y se ríe cínicamente porque toma, ahora recibes tú, tanta jodienda con el monóculo y el conde y el paddle que ya hasta casi me da vergüenza tener un marido como Ramón, como si eso fuera pecado, como si lo nuestro no fuera limpio, sólo un contrato, una avenencia sin amor, como si yo fuera otra y me hubiera olvidado de la Clara de antes, como si hubiera traicionado algo o a alguien. Él se revuelve, le duele, le lastima, aprieta el volante con fuerza. Pues que se aguante, que tampoco es para ponerse así, menudo suspicaz.

—¿Qué pasa si le gustan Beckham o los tatuajes? —dice de pronto, y hay una amargura en su voz que no conozco—. ¡Me respeta! No me cuestiona a cada momento. Si hasta se ríe de mis chistes, ¿lo entiendes?, ¡de mis chistes!, con lo paquete que soy yo contándolos y a ella le hacen gracia. Y qué si sólo vemos películas de Jennifer López, y qué si no sabe quién es Vladimir Nabokov, y qué si jamás ha ido al teatro ni ve los documentales de La 2 o sólo fue al Prado una vez con el colegio. Adivina lo mejor: ¡me quiere! —Clara se da cuenta de que una nube pasajera vela por un instante su mirada y no alcanza a saber ahora, que ha olvidado cómo leer en sus ojos, si de pena o de tormenta—. Y atiende —insiste de nuevo tras una pausa—: No puedes juzgarme sólo porque ya no sea el de antes.

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