Y punto (17 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Qué le contesto si tiene razón, quién soy yo para juzgarle si él mismo está asumiendo que se ha vuelto un hortera por amor o por la pereza de dejarse dominar, amansar por una hembra caliente y cariñosa que le llama churri y con la que la vida, seguro, es mucho más fácil que conmigo. Quién soy yo para juzgar sus derrotas si él mismo está reconociendo que se ha dejado vencer.

Mejor callarse, mejor dejarlo estar. Mejor no hacer leña de una afirmación tan valiente, tan jugosa, tan rendida, tan cobarde y tan sincera. Por una vez mejor respetarle, piensa, y cuando se bajan del coche, cuando caminan juntos hasta la comisaría en silencio con las manos en los bolsillos, cuando entran indiferentes a las miradas suspicaces y ruines del gordo gilipuertas que hace como que vigila la entrada, incluso cuando ya se encuentran ante Santi que sentado ante su mesa lee por una vez quieto y despreocupado en todo el día el periódico, con la calma de la tarde ya vencida cuando la jornada toca a su fin, todavía le dura a Clara (en la cara, en sus ademanes, en sus gestos) esa actitud respetuosa, de deferencia y reconocimiento hacia su ex, hacia el que ahora es su compañero. Claro que los demás dirán que es arrobamiento y sumisión, que vuelvo a caer otra vez en sus garras, que en sólo un día ya me ha puesto en mi sitio y por fin alguien me ha hecho callar. A estas alturas ya será un héroe, seguro que el bocaoreja ha avanzado más que nosotros, que el de la puerta se lo ha dicho al de recepción, éste al de la oficina de Denuncias, ese otro al de los DNI y así ha corrido la cosa de modo que hasta la de la limpieza sabe que soy una lililla sólo porque Carlos me ha pillado desprevenida con un ataque de sensiblería que me ha descolocado. Hay que fastidiarse, menudo manipulador. Yo me piro a donde sea a recomponerme antes de que este esbozo de cretina se instale para siempre en mi cara y se vaya al traste en un minuto mi reputación.

—¿Y qué? —pregunta Santi levantando la mirada del periódico.

—Nada —contesta París enseñando las manos vacías.

—Eso lo dirás por ti —responde Clara con mala leche—, yo he encontrado todo esto.

Y exultante y triunfal despliega ante su mesa el arsenal de bolsitas de plástico con media vida del Culebra dentro.

A Santi no le pasa desapercibido su aire orgulloso de niña sabihonda.

—Muy bien, a ti te voy a poner un nueve —le dice a ella—, y a ti sólo un cinco pelado —y le guiña un ojo a París—, para que aprendas de Clarita, que sigue siendo la más lista de la clase.

—Imbécil —bufa, y les da la espalda a ambos absorta en sus pruebas.

—¿Qué haces? —la interpela París al verla ponerse unos guantes y abrir la bolsita sellada con el cargador y sacar el móvil del Culebra para enchufarlo con sumo cuidado a la corriente—. Deja eso, deberías preocuparte más por hacer un resumen de las indagaciones efectuadas, para que Santi pueda opinar sobre nuestras discrepancias con respecto al caso, que por manipular unas pruebas que igual ni siquiera necesitaremos.

—Que se lo haga su madre, yo me estoy meando.

Y desaparece hacia el lavabo con un tremendo portazo.

—Qué mala leche —suspira Santi doblando el periódico con resignación y guardándolo en un cajón.

—A mí me lo vas a decir —suspira también París, más resignado aún.

Son estúpidos, son engreídos, son unos retrasados. Y también estúpidos. No, eso ya lo he dicho. Da igual: son una pandilla de envidiosos. Y se frota con fuerza las manos enjabonadas y con el codo le da al grifo para que corra el agua que siempre, siempre, sale fría, gélida, casi congelada. ¿Ya ha acabado la niña de cantar la lección? ¿Le parece bien que le pongamos un nueve? ¡Qué lista es la niña!, rezonga para sí mientras arranca furiosamente toallitas de papel y, tras secarse, las arroja con desatino a la papelera. Me tienen harta. Qué asco me dan los hombres. Todos. Y no le importa que la hayan oído dos limpiadoras que se la quedan mirando como si estuviera loca de remate y se hubiera escapado del calabozo.

Y también me da igual lo que digan y no me hacen ni maldita la gracia sus gracias, concluye descolgando el teléfono de su escritorio y marcando un número que comprueba en una tarjeta que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón. Vaya, otro papel arrugado por mi odiosa manía de guardarlo todo en el bolsillo de atrás. Menos mal que no lo va a ver Ramón, que si no me mata.

Al otro lado alguien contesta con tono monótono y ella pregunta ¿Sí? ¿La consulta del doctor Arnedo? Llamaba para pedir cita, tengo que llevarle el resultado de unas pruebas.

A las doce me va bien. Mañana estaré allí con la ecografía y los demás resultados, muchas gracias.

Y cuando cuelga se da cuenta de que París acaba de entrar. Joder, qué inoportuno es este hombre, me juego lo que sea a que estaba escuchando.

—Ha dicho Santi que se mantiene la investigación hasta que se analicen los objetos que has requisado. Yo le he respondido que me parece una pérdida de tiempo.

—Gracias por tu apoyo. No esperaba menos de ti.

—Mira, Clara —y se pone grave y habla con voz de persona razonable—, cuanto antes te convenzas de que echarle horas a esta investigación únicamente se debe a que el difunto era tu colega, mejor. Es un desperdicio en recursos humanos. No hay caso porque es una sobredosis, no hay indicios de violencia ni huellas, ni móvil, ni motivos para que le mataran. No hay más que la llamada de un yonqui colgado de sus alucinaciones. Y, además, debes pensar en lo que más te conviene: arrastrarte por las chabolas ya no es adecuado para ti.

—¿A qué te refieres?

—Tú lo sabrás mejor que nadie —insinúa con mirada capciosa y enigmática.

—Explícamelo, porque no entiendo lo que me estás diciendo.

—¿A quién llamabas hace un momento? —pretende cambiar de tema.

—¿Y a ti qué te importa? —y recoge sus cosas ya sin paciencia—. Si no se os ofrece nada más a ti o a Santi, me voy. Estar rodeada de tanto machito empieza a afectarme a los nervios.

Y sale decidida, poniéndose el abrigo a base de empellones contra sí misma, colgándose el bolso como un lastre que la hundiera en el suelo de linóleo, agarrando con fuerza la bolsa de basura, huyendo de la amarillenta irradiación fosforescente de los neones que le pinta ojeras, de los sillones de escay en la sala de espera, de los carteles ajados con el retrato de los terroristas más buscados, de los ancianos con alzheimer que esperan dóciles a que sus hijos vengan por fin a recogerlos o de los señores exasperados y con cara de cabreo que llegan para denunciar que algún chorizo drogado, como pudo ser el Culebra, les ha mangado el GPS del salpicadero una vez más.

Fuera empiezan a encenderse a media luz las farolas, y ya se siente el fresco en el aire y se huele que es otoño en las sombras que pueblan las aceras, y dentro de poco empezarán a crujir las hojas secas bajo los pies y la calle olerá a zapatos nuevos de colegio en vez de a hoguera de rastrojos, a cloro añejo de piscina, a final remolón de verano.

Clara se dirige a su coche a trompicones, aún le dura el sabor a indignación en la boca, va buscando las llaves en el bolso y, como siempre, estarán en el fondo, es otra de mis maldiciones, cuantas más ganas de llegar a casa y quitarme los zapatos, más tardan en aparecer. De todo, encuentro todo menos el puto llavero. ¿Para qué quiero yo una agenda en la que jamás apunto nada?, ¿y el MP3 con las pilas gastadas?, ¿y caramelos balsámicos que no me como y se pasan y pringan lo demás cuando llega el calor? De todo, sale de todo menos el llavero; kleenex, el móvil, juego de esposas, barra de labios, espejito rajado, porra retráctil, ratón de pega para la gata, una caja de paracetamol… No hay manera, pero esto lo arreglo yo, vacío el bolso en el capó y ya pueden ir apareciendo las llaves o levanto el techo con un abrelatas, hago un puente y me piro antes de que… ¿Y esta tía quién es?

—Hola, ¿esperas a alguien? —se dirige a una joven que espera apoyada en el coche aparcado junto al suyo.

—Sí, pero es que no sé si se habrá ido ya, es que yo quería darle una sorpresa y a lo mejor le parece mal, no sé, igual pensaba salir a tomar una copa con sus compañeros y casi creo que sería mejor si me fuera, aunque claro, ya que he venido hasta aquí… —y la mira de pronto a los ojos y Clara puede ver en los suyos, furiosamente sombreados de azul, toda su inseguridad, su indecisión, y le da lástima—. No sé qué hacer.

—Bueno, si me indicas de quién se trata a lo mejor puedo decirte si se ha marchado ya o no —se ofrece en un acto inesperado de solidaridad femenina, enternecida tal vez por la mirada perdida de esa chavala tan expuesta, indefensa, que pudo haber sido ella hace años.

—¿De verdad? ¡Gracias! Es que me dio un arrebato y me he venido al salir del curro sin consultárselo, y como yo sé que a él le molesta que haga las cosas sin decírselo antes, pues no sé cómo le va a parecer, pero es que si se lo digo ya no es una sorpresa, ¿me entiendes? Mis compañeras de la pelu me han dicho que sí, que venga, que a los hombres hay que perderles un poco el respeto y que a ellos les pone que tomemos la iniciativa. ¿Tú qué piensas?

—Depende del hombre, y también de la mujer —responde con una sonrisa alentadora, como para darle ánimo a esa pobre chica que sólo pretende agradar a un novio del que aún no está muy convencida y que, para qué negarlo, le está cayendo ya, sin saber quién es, bastante gordo. Menudo tirano, vaya tío mandón que todo lo quiere gobernar, que todo lo controla, que hay que organizado todo previamente y pedirle permiso para todo y todo consultárselo sin un resquicio a la espontaneidad, a la ternura no programada, a la alegría y a las sorpresas y los sobresaltos porque sí. Qué agobio me entra sólo de pensarlo, estoy casi por decirle a esta pobre que lo mande a tomar viento, aunque no, pobriña, se la ve tan ilusionada, y quién soy yo para meterme en su vida sin haber sido invitada. Si le gustan tiranos allá ella, si es un ogro pues que se dé cuenta por sí misma, que de todo se tiene que aprender, hasta de los desengaños.

—Ya, pero ¿a ti qué te parece? —me consulta.

—A mí me gusta que me vengan a buscar, y que me mimen, y que estén pendientes de una. Pero no se trata de mí, ¿no? Me huelo que no llevas demasiado tiempo saliendo con él.

—La verdad es que no llevamos mucho, tienes razón, pero Carlos dice que como a él conmigo le ha cambiado la vida, pues es como si lleváramos un siglo juntos —y se ríe con un sonidito dulce, infantil, algo ridículo quizá, como con risa de ratón de dibujos animados—. ¿A que es una ricura?

—Sí, riquísimo —hay que joderse, como le diga a ésta quién soy me saca los ojos con las uñas. Estas niñitas inocentes a las que les salen las tetas antes que los dientes saltan a la yugular por menos de nada, si lo sabré yo que tengo que lidiar con ellas cuando toca redada de pastis en las discotecas. Y qué le digo. Joder, qué marrón, si voy a cagarla de todas formas—… Carlos, ¿no?

—Sí, Carlos París. ¿Le conoces? —y se le ilumina la cara con una sonrisa de tonta enamorada que hace que a Clara se le encoja el corazón—. Ay, se me olvidaba, yo soy Remedios, bueno, Reme, encantada. ¿Y tú?

—¡Clara! —brama París acercándose antes de que le dé tiempo a pronunciar palabra alguna—. ¿Qué haces aquí?

Mientras llega a su lado jadeando temeroso, a la defensiva, la dulce Reme abre la boca una cuarta con asombro y sus labios murmuran inaudibles un «¡¿cómo?!» a la vez que sonríe confusa con sus ojos bañados en azul que la analizan ahora, y la estudian, y la miran y remiran de arriba abajo calibrando si es más joven o vieja, más delgada, más alta, más guapa, más elegante, mona, resultona, tetona o culona o todo lo contrario que ella y a Clara le da tiempo a recomponerse, a simular tranquilidad y rebuscar en su interior hasta encontrar toda su clase, toda su ironía, un saber estar y una seguridad que en realidad no siente para contestar como si no viviera esa absurda situación.

—Por fin apareces, ya se temía esta chica tan maja que te hubieras ido sin ella.

—¿Y tú…? —continúa él atacando insistente.

—¿Yo? Pues si mal no recuerdo trabajo aquí, y ese de ahí es mi coche, y me voy a casa ya, antes de que mi marido se canse de echarme de menos.

—¿Estás casada? ¡Pues qué bien!, digo, pues que… eso… que me alegro —exclama Remedios con un asomo de rubor ante tamaña metedura.

—Sí, estoy casada, y sí, ya me imagino que te alegrarás —responde con una sonrisa—, aunque no debes preocuparte porque Carlos y yo vayamos a ser compañeros una breve temporada, al fin y al cabo todo en nosotros fue naufragio.

—¡Hala! ¡Qué frase tan bonita! Es de una canción antigua, ¿verdad? A mí me la escribió una vez un novio en una carta, pero me la mandó después de que le dejara, ya ves qué faena, si llego a saber que era tan sensible no lo dejo.

—Sí —responde Clara con pena, para qué te lo voy a negar, niña de mechas rubias y raíces negras—, es una canción muy antigua de un artista que seguro que no recuerdas —cómo lo vas a recordar, niña eterna de pestañas azules, si nunca existió para ti, si vives ignorante de las musas entre masivas músicas triunfales, si meces en tu regazo los ecos de famas inciertas, de carpetas con fotos de cantantes bellos pero asexuados, de sueños con héroes que son polis como los de la tele—, se hacía llamar Pablo Neruda, y seguro que murió antes de que tú nacieras —y tarde o temprano descubrirás que los héroes no existen, que a los cantantes asexuados les atraen más los de su propio sexo, que los policías se parecen más a los malos que a los buenos, que, a fin de cuentas, los hombres son tipos iguales que asumen con mejor o peor fortuna los disfraces que les ha tocado llevar, y todos buscan lo mismo, todos, y es tarea tuya, sólo tuya, conservar un poco de inocencia, de ilusión intacta, para poder ofrecérsela un día a aquel que no la vaya a desperdiciar—. Bueno, tengo que irme, es la hora de partir, la dura y fría hora que la noche sujeta a todo horario. Por cierto, si quieres saber más sobre Neruda pregúntale a Carlos, antes solía gustarle. A lo mejor todavía recuerda algo.

Y me doy la vuelta como en
Casablanca
, con una imagen en mi mente que quiere reflejarme en blanco y negro, entre niebla, irreal, y quisiera tener el porte de Ingrid Bergman desapareciendo para siempre con su sombrerito, o la gloriosa dignidad de Rita Hayworth entre espejos en
La dama de Shanghai
, pero sólo soy yo vencida, desbancada por otra más joven, humillada por una impúber con los pechos bien altos, bien arriba, que no sabe quién es Pablo Neruda. Ah sí, el autor de aquel bolero tan cursi, no te jode. Pero claro, para qué saberlo si tiene esa sonrisa.

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