Y punto (9 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Pero no. Al fondo, desde detrás de la loma donde la inaudita pareja de dama y mimo todavía solloza, llegan brillando luces descaradas que anuncian la aparición de un furgón gris oscuro. La muerte oficial ha arribado aunque de él desciendan dos mujeres no fúnebres ni siniestras que se aproximan sonrientes.

—¿Qué haces mirando al muerto? —pregunta la mayor, de su cuello pende una identificación que, como médico forense, la autoriza a acceder a la zona precintada.

—Pienso.

—¿Y no tienes nada mejor que contemplar mientras tanto?

—Pienso en él.

—¿Conocido?

—Sí.

—Vaya compañías. ¿Tengo que darte el pésame?

—Deberías.

—Entonces lo siento —y se pone seria al decirlo.

—Yo también —interviene la más joven, que abre sobre el suelo su maletín y empieza a sacar, laboriosa, pinceles, escobillas y frascos.

—Vaya, Zafrilla, ¿cómo es que has venido? —pregunta Clara intentando cambiar su tono y parecer más natural, no tan afectada, dejándose llevar por sus gestos eficientes, medidos y profesionales, por el ansia de leer las etiquetas de los mil frascos, escudriñando con afán desmesurado los irisados colores de su contenido hasta por fin poder abandonar el regusto amargo de sus pensamientos.

—Alguien tiene que sacar las huellas —responde Zafrilla con un aire resignado en su cara de muñeca antigua al tiempo que se aparta con el antebrazo la media melena negra que le cae sobre el rostro—, el trabajo de campo no me gusta mucho que digamos, pero si hay que salir, pues se sale. Al fin y al cabo para eso estamos, para recoger vuestra basura y sacar de ella alguna conclusión que podáis echaros a la boca, total, como…

—… alguien tiene que hacerlo —Dolores, la forense, acaba la frase con retintín.

—Eso. Y sobre todo porque después de lo visto ya no podemos fiarnos de los que tendrían que aparecer y no lo hacen, como León.

—¿Qué pasa con él? —pregunta Clara.

—¿Que qué pasa? —Zafrilla se rebota y Clara capta por el rabillo del ojo una mirada de reproche de Dolores en plan «la has cagado» ante la cual se encoge de hombros en un gesto de disculpa—, pues que lleva casi un año haciendo cursillos de esos de dos por uno que paga el ministerio para ahorrarse personal y que, en teoría, crearían polis híbridos, como de película, que saben tomar una denuncia y al mismo tiempo psicoanalizar a la violada, que lo mismo le dan al kárate que sacan a mear a los perros antidroga, que son ases de la informática y tiradores de precisión que descifran códigos secretos…

—Veo que no te seduce la idea —la interrumpe Clara.

—Una gilipollez. Como si fueran a formar cuerpos de élite con cuatro clases de nada, menuda utopía. Y al final qué consiguen, una panda de chapuceros que piensan que son la leche cuando no tienen ni idea, y encima hay que soportarles los humos y aguantar que se equiparen a ti y que pretendan darte lecciones. Como tu León, un mamonazo que con un par de seminarios y a base de lamerle el culo a Carahuevo ha conseguido hacerle creer que es «experto en indagaciones científicas» y le ha convencido de que ya no somos necesarios, porque para recoger pruebas se sobra él, el gran rastreador, con su lupa y sus bolsitas. Pero mira, hoy que aparece un muerto y en tu comisaría hace falta alguien que pringue y se venga al descampado a arrastrarse pinzas en mano, entonces hoy se acuerda de que a quien se debe realmente es a su grupo, a los Judiciales, y tiene que vigilar un chalet o no sé qué de un búnker de un mafioso y al final la pringada de la Científica, que soy yo, es la que acaba por el suelo con el pantalón sucio. Y todo por qué, porque está cagado, no sabe ni por dónde empezar.

—Es un imbécil. En comisaría nadie lo puede ver —afirma Clara.

—Pero jode igual, y mucho. Y conste que he venido porque soy una buena persona —puntualiza Zafrilla—, que mucho presumir y mucho prescindir de «ayudas externas» pero, a la hora de la verdad, como de costumbre, la que le hará la manicura a vuestro muerto será una servidora de ustedes.

—Qué mentirosa —le reprocha Dolores con la voz acusadora del confesor insobornable incapaz de reconciliarse con los pecados ajenos—, si te morías por salir del laboratorio, tiempo te ha faltado para coger el maletín y venir pitando y cuando llegué a tu puerta ya estabas plantada con cara de llevar media hora esperando.

—Es que me aburría. Desde que León se ocupa de las nimiedades de este distrito ya nunca lo piso. Y claro, así no hay modo de que quedemos las tres.

—Pues vaya modo de quedar, con cadáver incluido.

—Bueno, eso es lo de menos, lo importante es que gracias al petardo ese hemos podido vernos. Y después de esto un café, ¿no? —propone Dolores.

—La duda ofende —responde Clara.

—Oye —inquiere Zafrilla circunspecta de improviso—. No te habrás mosqueado porque hayamos criticado al inútil de León.

—¿Mosquearme? Si la primera que no le aguanta soy yo. ¿Cuántas veces os he dicho que estoy harta de él, de sus aires de superioridad y su habilidad para el escaqueo? Anda que no me habréis oído ponerlo a parir…

—Ya, pero a fin de cuentas sois compañeros, y todo el mundo sabe eso del rollo fraternal que os traéis los polis con lo de cubriros las espaldas y poner la vida en las manos del otro y sentiros solos ante el peligro y todo eso.

—La de películas que has visto, qué compañerismo ni qué tonterías, si es un estúpido y un llorón que nunca ha salido de comisaría, que no ha puesto jamás un pie en la calle porque, sinceramente, lo que le pasa es que se caga por la pata abajo de puro pavor, siempre excusándose y escudándose porque no es más que un cobarde. Lo del curso de Investigación Científica le ha venido como maná caído de las alturas, ahora si sale es sólo para recoger indicios en la escena del crimen cuando el bacalao ya está cortado y hemos sido nosotros los que nos pringamos hasta el cuello. Y además, qué le voy a deber yo a ése si jamás he patrullado con él.

—Di que sí —interviene Dolores con lengua acerada tan helada como su laboratorio—. Se ve de lejos que el rubito es un señorito. Tiene pinta de nazi frustrado de esos que mucho arte, mucha taza de porcelana, mucho Wagner y luego a ventilarse judíos sin piedad. Ya se puede pavonear lo que quiera de sus cursillos de dos meses, todos sabemos que su preparación no es como la nuestra, qué más quisiera. De momento las cosas le han venido fáciles, pero ponle un suicidio fingido, un crimen sexual, un cráneo reventado, lo que sea: ni puta idea.

—Ya, pero el capullo tiene tanta suerte que de momento se ha ido librando. Y precisamente hoy, que tenía fiambre para merendar, lo mandamos de vigilancia. Y encima siempre quiere compartir turno con Expósito, que es el más cachas, para sentirse seguro, no como yo, que he hecho mi guardia más sola que la una y tan tranquila, sin ataques de pánico ni accesos de histeria ni esa lividez que le entra cada vez que siente el peligro cerca.

—Mejor sola que mal acompañada —sentencia Dolores.

—Eso —corrobora Zafrilla—. A ver si acabamos rápido y tomamos ese dichoso café.

—Al café invito yo, pero tomaos vuestro tiempo. No quiero prisas con éste —y mientras lo dice se pone seria y guiña los ojos, porque la luz del sol saca reflejos de joya a la medalla de oro malo del Culebra.

—De lo que se ha muerto este pobre te lo digo ahora mismo y sin ponerme los guantes —responde Dolores segura. Pero se los pone, y traspasa la cinta que por fin alguien ha acabado de colocar y se acerca al cadáver para, con gesto experto, mirarle las pupilas—. Una sobredosis como una catedral. ¿Qué esperabas?

—Ni yo lo sé. A lo mejor es que me siento como si le debiera una pequeña cortesía, como si hiciera mal llamándole fiambre para hacerme la dura cuando hace tanto que le conocía, tal vez sea que se niegue a desaparecer de mi conciencia, pero el instinto me dice que esto no es tan normal como parece. Y además está el tema de la llamada —Clara gesticula de modo vago, impreciso, con la mano, como si espantara pájaros de mal agüero o desoladores pensamientos—. El caso es que como ayer yo dormía mientras él se moría, hoy, que estoy aquí, quiero hacer las cosas bien. Dedicadle cinco minutos extra y, además del café, pago la tarta.

—¿De chocolate? —pregunta alborozada.

—Y con guindas, Zafrilla.

—Te he dicho mil veces que me llamo Laura —bufa como un gatito revoltoso al que le han quitado su ovillo de lana.

—Vale, lo siento. Entro un momento en la chabola mientras vosotras os esmeráis y cuando salga nos vamos.

—¡De entrar a la chabola nada, bonita! —salta otra vez—. Si quieres fisgar ahí espera a mañana. Cuando me juego la tarta de chocolate hago el trabajo completo, como dios manda, y contrasto las huellas del cadáver con las de dentro, así que no fastidies toqueteándolo todo por ahí. Menuda policía judicial estás tú hecha, vaya pifia ibas a hacer sin darte cuenta —y la mira con otros ojos en los que aparece una ráfaga de comprensión—. ¿Es que acaso pensabas pasar de todo?, ¿tú, saltándote las normas y entrando por las bravas sin esperar a que el juez de guardia te lo autorice? ¡Estás loca! ¿Tan amigo era ese yonqui como para que rompas ahora tu propio código? —y busca la ayuda de su compañera con la mirada—. Lola, dile algo, que parece que se ha vuelto gilipollas de golpe.

—Tampoco es para tanto —se defiende Clara dolida—, todo el mundo pasa de estas formalidades. Los maderos somos cotillas por naturaleza, entramos a husmear sin pedir permiso a nadie, basta con que veamos una puerta abierta. En el fondo, la única que se toma al pie de la letra hasta las mínimas reglas del reglamento soy yo y por eso los demás siempre se burlan de mí.

—Pues precisamente por eso no vas a empezar a saltártelas ahora —decide Dolores mientras se levanta, y con sus canas, sus manos huesudas y esos ojos grises que han destripado a miles de cuerpos, se encara con Clara. Pero no se escandaliza, ni le grita, ni pierde la paciencia ni le pierde el genio, la mira desde muy cerca, la coge por los hombros con un ademán que casi parece maternal y le pregunta con calma—. ¿Tanto te importaba?

Clara no sabe qué decir, o no puede hablar, o cómo les va a contar que sí, que le ha afectado, qué queréis, no me miréis vosotras también así. Ya sé que no es el primer cadáver que veo, que vivo rodeada de guadañas, que mueren todos los días yonquis a decenas… Pero no a los pies de mi memoria, no los que pretendían protegerme, no los que me regalaban confites y me perdonaban el hecho de ser madera. No tú, Culebra, que me conocías, que me susurrabas al oído que aprendiera en tus carnes lo duro de la vida, que me tentabas unas veces, que otras me invitabas a tu chabola contigo a morir. Esos otros que la palman, que desaparecen, que se van, nunca fueron tú, que me dejaste en la memoria mensajes por si te perdías y me tienes ahora a ti atada.

Y desde sus ojos que se anclaban al muerto busca los de Dolores como implorando un sí, te entiendo, un apoyo, un cable, una decisión que haga algo por ella que ella no puede hacer ahora. Y Dolores se pone firme de pronto y empieza a dar órdenes.

—A ver, Laura, vete acabando y pregunta por qué no llega el juez, no vamos a estar esperándole aquí durante horas con este hombre expuesto al sol, que se merecerá un respeto, digo yo, y tendremos que taparlo. Yo me encargo de pedirle cuando llegue permiso para lo de la chabola, pero se entra mañana, Clara, que tu amigo no tiene prisa y no le va a importar un día más, por eso no te preocupes. Y me recompones esa cara de desesperada, o de cansada, o de lo que sea que tienes encima y te vas ya mismo a casa, que aquí sólo queda esperar y no va a servir de nada que estemos doscientos tropezándonos. El café, mañana si te pasas por el depósito. Así que pírate, que pareces un alma en pena, descansa, duerme, cómprate unos zapatos o vete a buscar a tu marido a la salida de su trabajo, pero lárgate de aquí, que estás demasiado implicada. Nosotras podemos arreglarnos sin ti.

Y como una autómata obedece sin rechistar y al dirigir sus pasos hacia la carretera no alcanza a ver al mimo fantasma abrazado a la mujer. Igual se han ido cogidos de la mano, no como ella, que se va sola, sin esperar al juez, sin quedarse para ver cómo registran y manosean a su confidente en busca de pelos, huellas o motas de polvo que hayan formado alguna vez parte de su vida, cómo lo meten en el furgón como un fardo, cómo lo cosificamos y deshumanizamos entre todos, yo incluida, una más del engranaje de documentos que engullirá su último rostro, sus últimas palabras —
que soy el Culebra, joder
—, en busca de un rastro que justifique su adiós, de una explicación que dé sentido a su ausencia, de una excusa que me permita darle la espalda y no estar mientras lo sacan de su tumba y lo meten en la bolsa y le cierran los ojos y se lo llevan a la penúltima parada de los que sufrieron una muerte violenta, al frigorífico, congelándose a la espera de que Dolores le abra el pecho sin dolores ya, de que lo cosa luego como quien remienda un calcetín, como quien tapa un espejo, como quien para el reloj, sin vísceras y sin sangre como un animal disecado, listo por fin para morir del todo con el torso relleno de paja, preparado para un definitivo hasta siempre o para irse, tal vez, a buscar su arco iris.

Y es que los hay que hasta para palmarla se lo montan mal y estaba cantado, Culebra, que tarde o temprano te tendría que tocar. Jugabas a todas las cartas, pero por qué tuviste que dejarme recado.

*

Ramón sale del ascensor silbando y, al posar el maletín para sacar las llaves, descubre el reguero de un líquido que lo mismo podría ser agua que meados encharcando el parqué del descansillo que lleva a la puerta de su casa. Supone que el perrucho ridículo de la vieja loca se habrá vuelto a orinar, o que ni siquiera lo habrá sacado, la muy egoísta, lo habrá paseado por el rellano para no tener que salir a la calle y así pasa lo que pasa. Claro que en su puerta no lo pone a mear, anda que no es tonta. Y decide muy firmemente que se va a enterar en la próxima reunión de vecinos.

Resignado, al menos por hoy, se dedica a seguir el rastro húmedo, que además va en su misma dirección, dispuesto a encontrar algún recuerdo más del animal para restregárselo por las narices a su dueña, pero con sorpresa descubre que tal manantial nace de una bolsa de plástico de supermercado abandonada en el suelo, y junto a ella hay muchas más susceptibles de aumentar el caudal, y están en la puerta de su propia casa y, a su lado, sentada en el suelo, con la cabeza baja, el pelo tapándole la cara y la espalda apoyada en la pared, su mujer. Como un trasto perdido o una maleta abandonada.

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