Y punto (56 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—Reme, si quieres oír de mi boca que vale la pena luchar por él, estás perdiendo el tiempo.

—No digas eso, tú ya no le conoces. Lo que pasa es que te jode que yo haya conseguido cambiarle.

—Enhorabuena, para ti todo. Eso si consigues salir viva de ésta y disfrutarlo —le respondo incisiva, sabiendo que en estos casos de histeria desatada el mejor freno es una dosis adicional de humildad.

Escondo el póker en la guantera, cierro el coche con el mando a distancia, accedemos al lujoso portal y salimos del ángulo de visión de Carlos y Bores arrellanado cómodamente a su vera, siempre a la verita suya, relajado y confiado porque es posible, si no nos desnudan ni nos apalean ni hacen una película
snuff
con nosotras, que pueda sacar tajada de esta función, cubrirse de gloria y hasta salir en el telediario explicando cómo él solito, bueno, con la necesaria intervención de sus agentes, bien entrenados y aleccionados bajo su dirección, eso sí, ideó el plan para desbaratar una red de prostitución de menores, y vaya plan de mierda, maldice Clara en el ascensor mientras le repite a Reme con voz de madre que arrulla a la niña a quien van a extirparle las amígdalas que todo va a salir bien, tranquila, recuerda lo que hemos hablado: la pistola va en mi bolso, soy una excelente tiradora, no nos va a hacer falta usarla, sólo tienes que ser convincente en tus mentiras. Sólo eso. Lo que has hecho durante toda tu vida.

*

—Hola, preciosas. Pasad, pasad, qué bien que al final hayáis venido las dos, qué guapas, pero qué monas sois. ¿Por qué no nos sentamos y hablamos tranquilas?

La mujer que nos ha abierto, lo sé por su voz, es la propia Virtudes, pero yo he situado estratégicamente a Reme delante (la carne joven es lo que se ve primero, regla número uno del submundo de la prostitución) y por lógica sólo tiene ojos para contemplarla a ella, calibrarla y besarla y cogerla de la mano para llevarla, imagino, al salón, mientras me limito a ir a la zaga como la comparsa que soy, apenas la rémora de alguien no tan alta, ni tan llamativa, ni tan espectacular ni tan lozana, dónde va a parar. Y mejor así, entre otros motivos porque me permite ganar tiempo para estudiar la distribución de la casa y contar el número de puertas que se abren ante el largo pasillo y sopesar los años y kilos de la madame teñida con reflejos caoba en su pelo cardado posiblemente para otorgarle mayor altura, porque es chaparreta, culona, con una cintura bien marcada para los inviernos que aparenta y unos tacones de aguja tremendos con los que, desde luego, como se pongan las cosas chungas, no me imagino que pueda detenernos. La oigo fingir una alegría que no siente y parlotear amigable con nosotras de cualquier necedad, de lo contenta que está de que hayamos venido, aunque eso ya lo ha dicho, de las ganas que tenía de conocernos y de que no nos imaginaba así.

Justo en el momento en que llegamos al salón repiquetea un horrible teléfono de color marfil imitación de un modelo antiguo y corre presurosa a descolgarlo dejándonos mudas y de pie, como suspendidas en el espacio, se queda absorta escuchando y, como ni nos mira, puedo ofrecer un guiño tranquilizador a Reme, que tiembla como un flan y teme que tal vez ya nos hayan descubierto, nada más aterrizar, y estén llamando para avisarla. Pero no, según sus réplicas la cuestión parece mucho más banal, algo sobre una permanente y mechas rubias y pechos colosales que me lleva a deducir que se trata de un «cambio de imagen» para alguna afortunada que haya pasado la criba. Eso, que discuta lo que quiera mientras yo me dedico a escudriñarla: ojos furiosamente subrayados de negro para realzar una mirada verde desvaída, morros de volumen imposible en alguien de su edad, body de estampado animal y carísimos zapatos a juego, uñas largas como garras impecables y pulseras de oro por decenas con dijes colgando que imagino recuerdo de todos los hímenes que haya vendido, uno por cada chica drogada, prostituida y exprimida. Casi me dejo hipnotizar por el ritmo cadencioso de los colgantes de su muñeca cuando aparta el auricular que le nubla el rostro y la percibo con claridad y constato que se ha hecho carne mi sospecha, la que concebí desde que entré y la vislumbré de refilón. La conozco, sé quién es, la he visto antes. Cuando cuelgue debo concentrarme y rezar para que no me recuerde y descubra en este teatrillo de ilusiones que acabamos de inaugurar.

—Bueno, queridas… Me gustaría que nos presentáramos, porque lo cierto es que no sé quién es quién y, la verdad, tampoco acabo de ubicaros por las descripciones que me disteis hace unos días —obviamente se refiere a mí, y lo dice escrutándome con excesiva atención, con abierta curiosidad.

—Yo soy Serena —afirmo tomando la iniciativa y siguiendo, como habíamos ensayado, punto por punto el guión—. Y ésta es mi amiga Paula.

—Encantada de conoceros —sonríe gélida Virtudes—, pero… Tengo una duda, ¿no eras más joven? No te ofendas, cariño —me dice—, es que yo creía que iba a venir una chica de, no sé, dieciocho años, y tú eres mona, no lo niego, pero cuántos tienes, ¿veinticinco?

—Espero que no te importe —comento fingiéndome muy segura de mí misma y mirándola a los ojos para que vea que no me da miedo, que no estoy en absoluto acojonada y soy una tía muy lanzada—. Sé que no doy el tipo que buscas y me paso unos años del perfil, pero necesito la pasta y estoy dispuesta a todo, por eso te mentí cuando hablé contigo.

—Es que… nos vienes «un poquito» mayor. ¿Tienes algo de experiencia en este negocio? ¿A qué te dedicas?, ¿de qué vives?

—Soy modelo, poso desnuda para los alumnos de Bellas Artes. Ahí conocí a Paula —señalo con la cabeza a Reme—, que es estudiante, de primero, y aunque no tiene los dieciséis que te prometí, sí es menor porque todavía le faltan unos meses para cumplir los dieciocho. Mi otra amiga, la aspirante a actriz de la que te hablé por teléfono, no ha querido venir al final, se ha rajado, pero yo creo que Paula da el tipo que buscas y, como también necesita la pasta, pensé que te gustaría conocerla.

—Si ella me parece genial, pero tú… Lo siento, no me encajas.

—Mira, yo no le hago ascos a nada —me lanzo, osada, consciente de que éste es mi ahora o nunca— y más de un trabajito les he apañado a profesores de la facultad. Soy muy abierta y me atrevo a hacer cosas que tus niñas ni saben que existen. Piénsatelo. No te defraudaré —y lo digo tan convencida que Virtudes parece evaluarlo un segundo o dos.

—Lo que está claro es que tienes arrestos y eres extraordinaria fingiendo, porque fuiste tú con quien hablé por teléfono, ¿no?, y me colaste totalmente la trola de la niña inocente. Si además fueras buena en la cama serías la bomba… Está bien —decide—, te haré una prueba, pero no te prometo nada.

—Muchas gracias —me humillo arrebolada como si ella fuera un hada madrina que acabara de concederme un don fabuloso, unos senos atómicos, un clítoris cantor o algo igualmente mágico para una aspirante a puta como yo.

—Ahora sentémonos. Tú ahí, querida —ordena a Reme—, y tú aquí, bien cerca, para que te vea mejor —me sugiere, y palmea concluyente en el hueco que queda a su lado en el sofá blanco tapizado en capitoné—. Tu cara me suena de algo, y además me provocas una enorme curiosidad con ese carácter tuyo tan fogoso. Dime, ¿nos hemos visto antes?

—No creo que frecuentemos los mismos lugares —y siento su mirada e imploro para que no me relacione con la mujer sin maquillar, gafas de sol, vaqueros gastados, chaqueta de cuero y botas viejas que hace sólo dos días, en el cementerio de Tres Cantos, pidió por el alma del Culebra frente a ella y no, no parece reconocerme porque ahora soy otra, bien acicalada, con los labios bañados en burdeos y los párpados ahumados en gris antracita, con el traje chaqueta negro ajustado en la cintura marcando caderas, las medias de rejilla, los zapatos de tacón con los que yo sí sé correr, la camisa blanca y los rizos sedosos y milagrosamente esponjosos gracias al secador de manos de comisaría, quién lo diría. Y aunque soy otra me observa, me analiza y sé que debo hablar, decir algo, cambiar el rumbo de la conversación porque seguro que esta hija de puta es una excelente fisonomista y presiento que la operación comienza a naufragar.

—No me hagas caso —dice al fin tras el intenso escrutinio—, conozco a tantas chicas que a veces, y no os ofendáis, me parecéis todas iguales.

—Ja, ja —me río tontamente porque no me queda otro remedio.

—Es cierto —interviene Reme, que parece deseosa de romper el hielo—. En la facultad nosotros decimos lo mismo de los modelos porque cuando se desnudan no es que sean iguales, es que ya no tienen cara.

Me sorprende su acertada intervención, ya me veía llevando sola el peso de la conversación y excusándola ante Virtudes porque es tan cortada, tan joven, tan inexperta, ¿sabes? No me extrañaría incluso que fuera virgen. Aun así, todo el alivio y hasta el agradecimiento que me supone verla hablar por iniciativa propia se diluye al instante. Dónde está el mérito, si sólo está aquí por su inmadurez absurda de niña que tiene que ser la reina de la fiesta, la más hermosa. El caso es que consigue desviar la atención de mi persona, acosada por el olfato y la lengua bífida de la bicha que, al parecer, gratamente sorprendida por su vocecita de pito y su risita de chica tímida, la estudia con la codicia de una loba ante su cordera favorita.

—Y dime tú, Paula, ¿a qué estás dispuesta? ¿Sabes que los hombres te sobarán, que los niñatos se correrán en tus muslos sin llegar a meterla, que puede que alguno te insulte y otros quieran pagar por golpearte? ¿Estás segura de querer entrar en este mundo y lo que te juegas? —le pregunta con dulzura pero sin ambages, eso sí que es ser directa y lo demás son tonterías.

—Yo…, supongo que sí… —Reme, colorada de repente y consciente de que se ha ruborizado, se muerde los labios tan nerviosa que ambas nos damos cuenta de su azoramiento. Sólo que yo sé que lo hace porque cree que la ha cagado en su prometedora carrera de actriz, mientras la imbécil de la bicha supone, en cambio, que es producto de su pura ingenuidad.

—No te preocupes, belleza, no pasa nada si te da corte —le sonríe, comprensiva—. De hecho, este salón será el único lugar donde te dejaré sentir vergüenza. Aunque fuera de aquí, por supuesto, puedes fingirla cuanto quieras.

—Gracias —balbucea con sus ojos brillantes y en technicolor.

—No me las des, criatura, no es más que una cuestión de salud mental. Mira, a partir de ahora te van a pedir muchas cosas, demasiadas, pero en el fondo sólo buscan una: que seas otra, que finjas ser una mujer distinta de la que en realidad crees ser, ¿me comprendes? Y eso requiere un esfuerzo mayor que el de abrirse de piernas y dejarse hacer. Dentro de lo que cabe esto sería casi lo más fácil. Y ahora dime, ¿eres virgen, cielo?

—Yo, yo… —y duda, no sabe qué responder y me mira como pidiendo mi aprobación. Intento componer un gesto de ánimo, un ¡adelante! que le dé fuerza. Y parece que lo consigo—. No, Virtudes, no lo soy.

—Pero, Paula, cariño, no me llames Virtudes, queda tan desagradable hablarme de estas cosas tan sucias y dirigirse a mí por un nombre tan de monjita… Mejor usa mi nombre artístico, Alejandra, ¿sí?

—Como quieras, Alejandra. Es un nombre precioso.

—Sí, ¿verdad? Entonces cuéntame, ¿a qué edad te desfloraron?

—A los… catorce.

—¿Catorce? —y, pese a estar supuestamente de vuelta de todo, Alejandra, Virtudes o como demonios quiera que la llamemos enarca con insolencia una ceja—. Al menos lo haría tu novio.

—Y dos amigos más. Bueno, en realidad estábamos en una fiesta, ya sabes.

—Sí, algo he oído, las fiestas universitarias acaban siempre en orgías, con menores borrachas violadas y remordimientos traumáticos de por vida.

—No, ésta fue una reunión privada y yo acababa de entrar en el instituto, no había bebido casi y mi novio no era universitario todavía porque andaba por los diecisiete. Da igual, lo que pasó es que sus padres se fueron de viaje a Roma, me parece que a una excursión con la parroquia a ver al Papa y rezar por la beatificación de Franco o alguien así, y entonces él aprovechó para llamar a sus dos mejores amigos y pedirles que trajeran a sus novias. Me contó que era una fiesta de bienvenida, porque yo tardé bastante en tener la regla, ¿sabes?, no me vino hasta los catorce, y entonces él dijo que ya era mayor, una auténtica mujer, y ya podía hacer de todo, y por eso se le ocurrió lo de dar la fiesta. Así que, bueno, me prepararon una ceremonia de iniciación que fue, la verdad, lindísima. Nunca lo olvidaré: ellas se desnudaron y se soltaron el pelo y ellos se quitaron las camisetas y se quedaron todos cachas sólo en pantalones, y a mí me desnudaron completamente y me pusieron alrededor del cuerpo una sábana blanca que parecía una romana de película de gladiadores, y entonces me subieron a la mesa del comedor y apagaron las luces y encendieron velas a mi alrededor y pusieron música y empezaron a acariciarme y a besarme todos… Fue como un sueño, no me imagino un modo más bonito de perder la virginidad.

—Y fue con tu pareja, imagino —presupone Virtudes.

—Sííííí. Primero con él, como es lógico, y después con los otros.

—¿Con los otros dos chicos?

—Y con las chicas. No hubiera sido justo hacerlo sin ellas, ¿no crees?

—Claro, claro, por supuesto… Y dime —se interesa fascinada—, ¿te gustó más con ellos o con ellas?

—No sé… Me gustó bastante con todos. Para mí, no sé si me entiendes, fue una experiencia totalmente nueva, y yo estaba tan emocionada y tan agradecida porque tuvieran ese detalle conmigo que me sentía en una nube, como alucinada, siempre atendiéndome pendientes de que yo estuviera cómoda…

—Pero ¿tú fuiste acostándote con todos por turno? Imagino que tu novio querría llevarte a alguna otra habitación para hacerlo por vez primera.

—¡No, qué va! Era una experiencia de grupo, lo compartíamos todo y, en este caso —proclama orgullosa—, me compartían a mí.

—¿Y qué hacían los demás mientras tanto?

—Me besaban, me lamían, me daban masajes para que estuviera más relajada… Todo estaba destinado a hacerme sentir como una reina, la princesa de ese día, y que me encontrara a gusto. Ellos eran como mis esclavos, ¿entiendes? Y, bueno —se detiene por un momento, como para reflexionar—, la verdad es que hubo algunos ratos en que dos o tres de ellos dejaban de hacerme caso y se dedicaban a hacer cosillas a su aire. Pero no me parecía mal, yo soy comprensiva y, como a mí nunca me tenían desatendida, pues lo acepté con generosidad, aunque en teoría yo tendría que ser todo el centro de atención aquella noche. Claro que como todo lo que se hacía era público, para compartir la diversión… Y es que, Alejandra, no se puede estar horas y horas dale que te pego, ¿sabes? Mirar también es parte del atractivo. Por eso nos tomábamos un descansito de vez en cuando, para recuperar el aliento y ver qué hacían los demás.

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