Y punto (72 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—Entonces dime, ¿cómo le llamas tú a quedarse más de una hora sentada en la cama con el marido a tu lado viendo cómo poco a poco deja de respirar?

—Pero a ver ¿qué motivos tenía ella para dejar morir a tu padre?

—¿Que le levantara la mano de vez en cuando? ¿Que la forzara en la cama si se negaba a cumplir con su «deber matrimonial» cada vez que él quisiera? ¿Que llevara una doble vida y fuera un adúltero con otra familia diferente a la nuestra?

Me quedo callada, no sé qué decir, sólo me da por pensar que yo puedo también acabar así, como Esmeralda, ocultando una mentira o un bulto en el pecho y terminar, veinte años después, por huir un día, a destiempo, por no poder con el peso de los secretos.

—Ramón, no sé qué decirte, yo… —se me hace un nudo en la garganta.

—¿No eras tú quien odiaba a los que hacen ostentación de su felicidad? —interrumpe con un fondo de amargura en su voz.

—¿Qué? No entiendo, ¿a qué gente te refieres?

—Ya sabes, a esa gente feliz, con esas sonrisas absurdas que nos cruzamos de vez en cuando. Siempre dices que odias a los felices porque, si lo son, es que no se enteran de algo, de lo dura que es la vida, de que su hijo se droga, de que su padre roba en el trabajo. Siempre lo dices, no lo niegues ahora —acusa.

—Sí, es cierto, pero no sé qué tiene que ver con…

—Yo también los odio, a esas familias que van a misa cogiditos de la mano y vestidos de domingo, que proclaman a voz en grito que su vida es perfecta y su amor eterno, que te miran con desdén porque no has conseguido tanto como ellos, como ser un prestigioso médico y político amigo de los altos dignatarios del antiguo régimen, o la mujer de ese insigne prohombre y dar algunas de las mejores fiestas sociales de la ciudad, enseñar en las revistas lo que es el lujo de una mansión, postular con tu impecable cardado el día de la banderita en una mesa de Serrano. Tienes razón, esa gente siempre esconde algo, como que si la señora llega a casa unos minutos más tarde de lo acordado se lleva una hostia por no haber avisado, o porque el marido quiere follar y ella le dice que está cansada, hasta que un día él le suelta que Fulanito, marqués de Nosedonde, le ha invitado a una montería y que, si está tan cansada, mejor se quede tranquila en casa con los niños cuidándose la jaqueca, niños de colegio de pago y comunión vestidos de almirante que más tarde serán un maricón de tomo y lomo y un abogado permanentemente cabreado, y ella dice que sí, que no hay problema, todo por librarse de él, y las ocasiones se hacen costumbres y las costumbres leyes y todos los fines de semana sin excepción él se marcha con su sombrerito con pluma, su loden verde y las escopetas al hombro a pegar tiros a cualquier pobre bicho y la deja respirar, reír con los niños, apearles de la estricta educación católica que les impone, ser libres y felices por una tarde y llevárselos a una cafetería a merendar y dejarles que cojan los churros con la mano y se manchen los carrillos de chocolate. Pero él siempre regresa, los veranos pasan y los niños crecen, ya no se abrazan a las faldas de su madre y se encierran horas en el baño, se tornan ariscos y se llenan de granos y salen con sus amigos de marcha y ella cada vez se encuentra más sola, no puede evitarlo medio borracho cuando vuelven de las recepciones en casa del señor embajador pero tampoco le frena cada vez que dice que se va de caza aunque sepa que no están en temporada… Es todo tan manido, tan infame como el plagio de una novela ya mala de por sí si no fuera porque se trata de mi madre, que no echó nunca de menos que su marido dejara de tocarla, que sintió alivio cuando vio manchas de carmín por primera vez en su cuello, que se pensó que se iba de putas con los de la montería y se congratuló al saber que regresaría a casa desfogado.

»Hasta que una mañana de domingo, lo recuerdo perfectamente, con mi hermano pidiéndole dinero a mamá en el parque para comprar pipas, vimos a mi padre paseando con otra mujer y una niña pequeña cogida de la mano.

»Miguel quiso llamarle e ir a su encuentro, pero mamá le tapó la boca y lo sujetó por la cintura. La niña llevaba un helado de fresa que se derretía y amenazaba con manchar su vestido. Entonces mi padre sacó su pañuelo blanco, impoluto, almidonado y, con mucho cuidado, como si ella fuera un tesoro al que sacar brillo, comenzó a limpiar los chorretones de su mano hasta dejar el trozo de tela hecho un auténtico guiñapo que se guardó sonriente en el bolsillo de su chaqueta. Nunca más volví a ver ese pañuelo, y no sabes cuánto tiempo he perdido dándole vueltas a qué habría pasado con él: ¿lo llevó a casa?, ¿lo habría echado a lavar?, ¿se desharía mi madre de él al ir a plancharlo? Ayer tuve la respuesta, en la “Noche de la Verdad Familiar” porque, como mi propio padre diría, se abrió la veda —y se ríe, cínico, de su propia broma cruel.

—¿Y qué te dijo?

—Nunca lo llevó a casa, y mi madre jamás tuvo valor para preguntar dónde lo había perdido. Ninguno lo tuvimos. Mi madre, porque se había comido a esas alturas las suficientes bofetadas como para saber a lo que se exponía, porque era consciente de que, en aquel tiempo, no tendría medios para subsistir por su cuenta pese a que su dote fue la que pagó el primer consultorio del insigne doctor, pero ¿adónde iba ella con dos niños en una sociedad que seguía siendo tan cerrada, tan susceptible al escándalo como para prohibir a una mujer que cogiera las maletas y se fuera de su casa a soportar sus cuernos sola, con dignidad, como le diera la gana? Aunque vete a saber, eso es lo que nos dice ahora, a lo mejor su cobardía, el silencio, surgió de su propia vileza, por temor a las puertas cerradas, las explicaciones por venir, la oposición de una familia de rancio abolengo que le aconsejaba aguantar, callar, disimular… Tal vez le pudo el deshonor de perderse las cenas en el casino, los trajes a medida de los mejores modistos, el saber que, si se liaba la manta a la cabeza, si dejaba colgado al prócer de la Medicina, dejaría de ser para siempre una gran señora para convertirse, simplemente, en una separada. En todo caso quién soy yo para juzgarla si lo cierto es que las imágenes de aquel día en el parque siguen frescas en mi recuerdo y jamás le dije a nadie ni una sola palabra.

»Pero a lo mejor te estoy haciendo un relato manipulado de los hechos y no deberías fiarte de mí —reconoce de pronto con voz desengañada, y vuelve a reírse con una risa esquiva, descolocada, que me pone los pelos de punta—. ¿Te acuerdas de cómo éramos a los doce? Yo ya me fijaba en las curvas de las mujeres, y sabía perfectamente cómo se hacían los niños, y había escuchado en conversaciones de mayores la palabra
querida
. Sólo que la imagen de aquella señora con mi padre no encajaba en el concepto que tenía de ellas. Yo pensaba más bien en ese tipo de mujer fatal y larga melena rubia que salía en las películas fumando un cigarrillo con descaro, no en esta que ni siquiera era guapa, rechoncha y además con cara de buena persona. ¿Desde cuándo eran buenas personas las queridas? Siempre que oía a mi madre y a sus amigas en sus tés se referían a ellas como “lagartas”, “busconas”, “jovencitas sin escrúpulos que se aprovechan de su belleza”. Pero es que ésta era regular tirando a fea y de mocita no tenía nada, cinco o seis años menos tal vez. No era una querida, joder, era una madre.

»Aquel paseo de domingo fue un instante detenido en el tiempo, congelado como en una moviola, como en una película de ciencia ficción cuando dos realidades paralelas se cruzan por una grieta en la unidad espacio-tiempo que te permite ver otra dimensión igual a la tuya pero distinta. Pude contemplar así la otra vida de mi padre, de hecho los tres, que nos creíamos en la más absoluta realidad, pudimos hacerlo, y entonces comprendimos que tal vez éramos nosotros la parte del sueño, el otro lado del espejo. Porque, sin duda, lo que mi padre estaba viviendo con aquella niña era mucho mejor. No parecía el señor estricto, rígido, intransigente, que vetaba escotes y largos de faldas en los trajes de mamá, que nos exigía silencio y contrición en nuestra habitación, que no nos permitía correr por el pasillo, que amenazaba con dejarnos sin paga los domingos si antes no íbamos a comulgar y nos conminaba a levantarnos de la cama sin remolonear porque por cada segundo de más que pasáramos acostados un negrito moriría de hambre en África por nuestra pereza. Ahora lo pienso y me doy cuenta de que nosotros, aun siendo los legítimos, la
buena
familia, la auténtica, nos sentimos ese día invisibles. Las verdaderas eran ellas, la madre fea y la niña preciosa con churretones en la cara, mucho más reales en su felicidad.

»Quién era esa mujer lo sabría luego, más tarde, porque la vida es tan perra o los hombres tan vagos que no se molestan en esconder sus pecados. Mi madre, por el contrario, lo supo nada más verla: era una de sus enfermeras en la clínica, y lo siguió siendo hasta su jubilación, ascendiendo poco a poco hasta ser su mano derecha.

—Pero ese día, ¿qué os dijo ella?

—Que mi padre había vuelto antes de su cacería y se había acercado al parque a buscarnos, pero se encontró con esa señora, la esposa de un paciente muy enfermo y, siendo tan educado como es, se había ofrecido a acompañarlas en su paseo. ¡Pero vamos con ellos!, exclamó Miguel, ¡se han ido por ahí, podemos alcanzarlos! No, respondió mi madre sonriendo, ¿cómo pudo sonreír en ese momento, de dónde sacó la fuerza o la hipocresía para hacerlo? Es que esa señora está muy triste, su marido se muere, ¿entiendes?, y esa pobre niña tan linda se va a quedar sin padre y no creo que le haga ninguna gracia que tú vayas corriendo a abrazar al tuyo para darle envidia. ¿No te da pena? Yo creo que es mejor dejarlos ir, no demostrarle que cuando se quede sin papá y la llamen huérfana en el colegio, los demás niños seguirán teniéndolo —y la voz de Ramón adquiere el brío de la mentira y sé que repite con exactitud la misma entonación falsamente animada con que ella lo diría y me tiembla el auricular en la mano y me dan más ganas de llorar todavía—. Qué fuerte, ¿no te parece? ¿Tú crees que mi madre se creía su propio cuento? En el fondo esa mentira tan colorida no era más que lo que deseaba que ocurriera: las va a dejar, volverá, regresará a casa.

»Pero los agraviados, los alejados de su vida aquel mediodía de primavera éramos nosotros, con los que se ve que debía de ser infeliz, a los que maltrataba de palabra y apartaba de su lado, de los que huía. Sin embargo, la tortilla pronto daría la vuelta y las abandonadas serían ellas, o al menos eso debió de pensar mi madre en algún momento, y por eso era mejor no revelar que conocíamos su secreto, no alterar ese extraño orden de las cosas para que, según su mente educada por su confesor en lo tradicional, lo católico, lo legítimo, todo continuara como siempre había tenido que ser. Si lo dejábamos correr, si no interveníamos haciendo de ese momento algo irreparable, imborrable, que abortara cualquier posibilidad de dar marcha atrás, la visión de la otra vida de mi padre no pasaría de ser eso, una imagen fugaz que se puede olvidar en la tranquilidad de una existencia vivida “como dios manda”.

—Así que él regresó…

—Sí, ese domingo por la noche, como si nada, con su escopeta y un par de conejos que compraría en el mercado, unos conejos de granja sin perdigones en el culo y que seguro tendrían en las patas traseras las marcas de los ganchos de la carnicería. La criada, como siempre, recibió las piezas sin rechistar y mi madre en camisón acudió a besarle y a preguntarle cómo le había ido el fin de semana: «Regular», respondió, lo recuerdo perfectamente. «Regulín regulán», agregó a continuación, «la mixomatosis está haciendo estragos». Era muy tarde, Miguel dormía, yo hacía los deberes, siempre los dejaba para última hora, y al día siguiente fue como si ese domingo nunca hubiera existido. Y cayó en el olvido.

—¿Y a él no le sacasteis nunca el tema?

—No, porque mi madre siguió insistiendo con el cuento cada vez que volvíamos al parque. Es mejor no decirle nada a papá, porque si le preguntamos por esa niña, como su padre se va a morir, seguro que se enfada muchísimo. Y no queremos que se enfade con nosotros, ¿a que no? Por eso callamos, cualquier cosa antes que ver a papá maldiciendo y con el ademán de levantar la mano.

»¿Quieres saber el final de la historia? Esmeraldita, la descendiente de tan rancia estirpe, se equivocó de pleno, porque la niña del helado de fresa nunca se quedó huérfana, tuvo durante toda su vida un padre de fin de semana, pero un padre al fin y al cabo, que aparecía por la puerta vestido de cazador pero que jamás dejó de verlas porque años después, cuando ya estaba demasiado cascado y hastiado como para fingir que seguía yéndose de cacería, empezó a inventarse congresos médicos a los que era ineludible asistir, ya se sabe, la Ciencia avanza que es una barbaridad y hay que estar al día.

»Por eso le mató.

—Otra vez con lo de que le mató. A ver, Ramón…

—¿No lo entiendes? Le dejó morir, no pudo perdonarle. ¿Podrías tú? Si fuera un buen tipo con dos mujeres, tal vez, quién sabe. Pero era un cabrón, te lo digo yo, un cabrón de la cabeza a los pies. Por eso mi madre no movió un dedo para llamar a urgencias tan pronto como él sintió la primera sacudida fuerte en el pecho. Dijo que se puso a pensar en que quizá quedara impedido para los restos y no le parecía mal castigo a cargo de ese dios tan justiciero al que mi padre adoraba y, cuando quiso darse cuenta, él ya había dejado de respirar.

—¿Y por qué ha tenido que marcharse precisamente ahora?

—Necesitaba alejarse. Se ha enterado, no sé cómo, algún «alma caritativa» se lo habrá contado, de que la niña del parque, la hija de mi padre y su enfermera, ha tenido una niña. Al parecer alguien ha visto a la «otra viuda» del doctor Montero paseando a su nieta en su cochecito por el mismo parque y, no me preguntes por qué, le ha supuesto un shock. No deja de darle vueltas a la idea de que ha privado a mi padre de la oportunidad de ver a su primer nieto o quizá cree que la otra, su querida, consiguió más de él. Dice incluso, en plan culebrón total, que mi hermano y yo hemos corrido el peligro de liarnos en cualquier discoteca con nuestra hermana y cometer incesto sin saberlo. Sí, sobre todo Miguel, que no ha mirado a una mujer en su vida. ¿Que por qué pensó en venir a Sevilla? Porque aquí está la casa donde se crió, con sus jardines y sus mosaicos de azulejo, con sus huertas y la tapia que la ocultan del bullicio de la ciudad. Dice que es el único lugar que recuerda donde ha sido inocente, porque las paredes de su casa en Madrid están manchadas de mentira y de vergüenza.

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