Y punto (67 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Según la lógica hubo uno primero con el que se puso condón y luego hubo otro, Santi, con quien no se lo puso y que, si acabó palmándola con él, necesariamente tuvo que ser el último; tenemos semen de Santi, y datos que nos dicen que lo hicieron fuera, sobre una manta de coche que nadie sabe dónde está, y sin embargo del desconocido que se ha acostado con la farmacéutica ni siquiera intuimos el dato más peregrino.

—¿No ha aparecido un solo vello púbico, algún pelo, un mínimo rastro? —pregunta Clara, con un suicida atisbo de esperanza.

—En el análisis de ella no. Y eso también es bastante raro. En cuanto al condón, si es que su cita también fue allí, encontrarlo sería como dar con la aguja del pajar. El Pardo está sembrado de gomas usadas.

—Nunca resolveré esto, Dolores —y se frota los ojos con la mano, como si le molestara la luz de neón—. Es una pérdida de tiempo, no vale la pena desvivirse por dar con la solución. La mala suerte va por delante de mí. Es mejor admitir que soy incapaz y rendirme. Claudicar ya, ahora mismo.

—No te pongas así —intenta animarla—. Todavía tengo más cosas para ti. ¿Has comido?, ¿te las cuento de camino a la cafetería?

Pasa un brazo por sus hombros, la rodea como quien sujeta a un viejo que no puede andar. Clara se deja llevar. Mientras avanzan despacio, como si midieran sus pasos, como si ella fuera también una enferma sujeta al ritmo de un gotero con sus ruedecillas que chirrían sobre el linóleo, la forense le va contando sus hallazgos con la cadencia de quien cuenta un cuento a un niño enfermo, a un viajero inquieto al que hay que entretener en el trayecto.

—También tenemos las pruebas de ADN que pediste, vas a alucinar.

—No creo —responde, y sabe que Dolores va a interpretar sus palabras como una muestra de su desánimo, pero en el fondo qué más da, para qué sacarla de su error, decirle lo que ya ha averiguado por su cuenta y quitarle mérito a su trabajo, que ya sabe de quién son los cinco dientes, esos cinco azares, las cinco diminutas ferocidades que se clavan en la memoria de los muertos, que se ensañan en su sangre. No, mejor me callo, decide. En el fondo la gente debería empezar a intentar tratar un poco mejor a los demás.

—Los dientes de leche, los que guardaban Olvido y el Culebra en su chabola, son de la misma persona, un niño y, agárrate, es hijo de Olvido.

—Ah.

—¿Ah? ¿Sólo eso? Entonces déjame que siga, esto sí te va a encantar: como me pediste, comparé también la muestra de ADN mitocondrial con los dientes que escondía el Culebra y, adivina: el niño también comparte carga genética con él.

—¿Es su hijo? —pregunta Clara, ahora sí atenta—. Dime, ¿lo es? —insiste y, de pronto, ya no está para bromas ni apatías.

—No, no es su hijo, no llegan a unos índices tan elevados de semejanza genética, por eso comparé los datos del Culebra con los de Olvido. Y ahora, nena, sí que vas a flipar: el niño es su sobrino, ellos son hermanos.

—Pero no puede ser, llevan apellidos distintos.

—La gente de su calaña suele adoptar identidades falsas.

—Ella no. Tenemos su pasaporte y su DNI y hasta sus datos de la Seguridad Social y bancarios. ¿Es posible que sean hermanos sólo por parte de madre o de padre?

—Si fueran hermanos sólo de padre o de madre no habría tanta coincidencia entre sus genes. Son hijos de los mismos progenitores.

—¡Por fin te encuentro! ¿Tú eres consciente de que estás ilocalizable?

A Zafrilla, que llega como un terremoto casi sin mirar, le encanta hacer entradas triunfales, seguro que venía preparando la frase por el camino mientras conducía, al aparcar ya se la sabía de memoria, en el ascensor la repetía sin cesar y no ha sido capaz de cambiar el chip al encontrarme con Lola. Y ahora qué hago en medio de esta situación embarazosa, no me puedo creer la mala suerte que tengo, ¿por qué me tocará siempre estar en medio de todas las guerras civiles?

—Apagué el móvil, estaba harta de él —se justifica nuevamente para salir del paso, para romper el silencio que la está rodeando con sus dos amigas paralizadas, frente a frente, mirándose como estatuas.

—¿Y por casualidad te acuerdas de que eres una policía de servicio y tal vez puedan estar intentando comunicarte algo importante? —la recrimina incómoda, reaccionando por fin, sobreactuando, se le nota—. Porque resulta que he descubierto cosas muy interesantes y he ido como una pringada a contártelas y me topé con París y sus malas pulgas que me ha soltado que no tiene ni idea de dónde te metes, y menos mal que no andaba por allí el Bebé, porque era lo que me faltaba, me da algo, y no sé ni cómo se me ha ocurrido pensar que estarías aquí, así que he venido cagando leches porque sé que te gustaría saberlo antes que nadie, pero no sé ni por qué me preocupo porque eres una…

—Por partes, no te ahogues y dime qué es eso tan importante.

La escopeta del empresario. Según Zafrilla en ella sólo aparecieron sus huellas pero también, y esto ya no es usual, restos de fibras blancas en la empuñadura y un hilo enganchado en el gatillo. Tras el análisis resultaron ser hebras de algodón, el tejido del que están hechos los guantes blancos que se ponen las mujeres de la limpieza bajo los de goma para que no les provoque irritaciones el sudor. Sin embargo, Clara no entiende su trascendencia.

—¿Guantes blancos de algodón? ¿Qué significa eso?

—A veces los guantes de látex dejan marca en superficies muy pulidas —interviene Dolores—. Por ejemplo en barandillas de acero muy bruñido o en cristales puede quedar la impresión de la goma, por eso…

—Por eso los buenos profesionales del crimen organizado toman medidas —continúa Zafrilla, evidentemente molesta por la intromisión de la forense en su discurso—. De modo que trabajan con guantes de látex y luego eliminan sus huellas con un paño seco. Es un plan perfecto, pero pocos son tan cuidadosos. Los más chapuceros sólo usan guantes de algodón que van dejando fibras e hilos y revelan su presencia. ¿Lo pillas?

—Así que alguien que evitó dejar huellas utilizando guantes manipuló la escopeta, alguien que no era Julio César Olegar, porque sus manos estaban desnudas —murmura Clara asombrada—. Me dejas sin palabras. Tú…, las dos, os lo habéis currado. En todo este tiempo yo no he podido conseguir más que un solo dato: los compañeros de Balística hicieron inventario de la armería de la viuda y corroboraron que su marido murió a manos de una de sus armas, ella misma la reconoció. Parece ser que no hay dos iguales, cada rifle de competición está personalizado, el largo del cañón, su desviación… ¿Podría ser que esos guantes de algodón fueran de Mónica?

—No lo parece —responde Zafrilla evitando a Lola—. Para competir usan guantes específicos de piel, y más caros. Lo único seguro es que hubo alguien que evitó dejar sus huellas. Aunque eso no demuestra que el empresario no se haya suicidado, ya que alguien pudo limpiar sus impresiones después del disparo.

—Pero es que
no
se suicidó —afirma Dolores contundente y segura en un golpe de efecto tal que hasta Zafrilla no puede dejar de mirarla asombrada.

—¿Lo dices por la pólvora? —le pregunta.

—Y por la longitud del cañón.

Primero abro confundida la boca de una cuarta, luego la cierro como una tonta y al final Lola nos lo aclara: si el arma la dispara uno mismo, la explosión deja residuos de pólvora en la palma de la mano. Julio no tenía restos significativos, lo que confirma que no pudo dispararla él. Pero es que además, dada la longitud de sus brazos, la del cañón y la postura en que estaba sentado sobre el retrete, resulta imposible que hubiera podido apretar el gatillo con sus dedos y mantener la escopeta entre sus labios al mismo tiempo, y no había ningún otro mecanismo a su alrededor que le hubiera ayudado, ni cuerdas, ni alambres ni nada. Claro que si ves el arma tirada en el suelo y al hombre con el cráneo reventado tampoco te paras a calcular si con sus brazos llega a ella o no, eso se hace más tarde, sobre una mesa de autopsias, tomando medidas y comprobando las distancias, desde qué ángulo se apuntó, la inclinación… De modo que mis exámenes han confirmado que el difunto no pudo apretar el gatillo, concluye Dolores. Y tú, Laura, aseguras que alguien más intervino con guantes blancos. ¿No es así?

—Tú verás —se zafa—. Yo sólo sé que han aparecido fibras en el gatillo, y no me atrevo a hablar por boca de ningún indicio más.

—Por cierto, Laura —Clara intenta desviar la atención, que no se arranquen la piel a tiras—, ¿a ti te han entregado una manta de coche entre los efectos que se encontraron en el escenario de la muerte de la farmacéutica?

—No, para nada. Lo recordaría.

—¿Y su pañuelo?, ¿tenía Santi pañuelo? —continúa insistiendo por si acaso.

—¿De los de tela? No. Sólo había una caja de kleenex en el coche, lo típico para limpiarse después de ya sabes qué. ¿Por qué quieres saberlo?

—Por nada, cosas mías. ¿Y si nos tomamos algo aquí y os lo explico a las dos? —propone Clara para apaciguar los ánimos.

—Lo siento —se excusa Zafrilla, lacónica—, tengo que irme.

—Venga, sólo será un ratito. No quiero volver a comisaría y la verdad es que estoy hecha polvo, Ramón no está y Esteban Olegar hace poco quiso…

—Me lo cuentas otro día —la corta tajante, la besa en ambas mejillas a modo de despedida y, sin darle oportunidad para reaccionar, se aleja de la mesa—. Te llamo luego —promete, girándose a medias y haciendo en la distancia el gesto de llevarse al oído el auricular.

Clara mira a Dolores, las dos al borde del colapso, envejecidas de golpe, desilusionadas como niñas de luto, impotentes.

—Lo siento, lo he intentado —se justifica—. Me siento abandonada, como si no le importáramos, como si sólo le interesara estar a salvo de ti.

—Y yo como una violadora de menores en libertad condicional —sonríe Dolores, dolida—. No te reconcomas, ya se le pasará. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Volver a comisaría, supongo. Y sentarme a pensar. ¿Y tú?

—Terminar con los cuerpos de la farmacéutica y Olegar, que la familia de él me lo ha solicitado ya varias veces para enterrarlo y tienen toda la razón.

Desandan el camino a lo largo del pasillo, atrás queda, a sus espaldas, el bullicio irreal de una cafetería de hospital, con la televisión encendida a todo volumen y noticias de un informativo a plena voz sobre el fallecimiento de una folclórica que se convierte en desgracia nacional, y la gente lo contempla, hipnotizados todos, olvidándose así de sus padres moribundos, de hermanos operados, de amigos en coma hostiados tras un accidente múltiple en la autovía cuyas desgracias parecen mucho más cotidianas, exentas de esa carga faraónica de la fama, más anónimas, más pequeñitas. En el aparcamiento se separan en silencio y se dirigen cada una a su coche pensando en sus propias desgracias, en sus secretos y fracasos, en esas soledades que permanecen escondidas por el día y cuando oscurece te asaltan con nocturnidad y alevosía.

XXIII

Volver, otra vez, con la frente marchita o demasiado llena de imágenes, todas bullendo, todas a mil por hora, todas acosándome y dándome tantas, tantas ideas, que empiezo a tener la sensación de morir asfixiada por su exceso. Volver rumiando las pausas y los silencios de las conversaciones, las evidencias de las pruebas y de los colores que se les suben a los interrogados cuando les puede la vergüenza de reconocerse en un renuncio, en una cobardía, en una afrenta. Volver con la cabeza llena después de escarbar en las bragas de una muerta. Volver con las manos en los bolsillos y con los puños cerrados y nada más que aire en ellas porque no se pueden aferrar los recuerdos, las mentiras son inasibles por esquivas, las verdades volátiles y etéreas.

No me apetece volver.

Me quedaría en la calle haraganeando, dándole vueltas a los dobles sentidos de las palabras, a las trampas que encierran las trolas y los significados ocultos que no he escuchado por querer mirar a los ojos, me pasaría horas propinándole patadas a un balón medio desinflado, incluso a una lata de refresco, igual que cuando era pequeña, saltando las cuadrículas de las aceras, jugando a la chapa en una rayuela pintada con un trozo de ladrillo que delimitara, qué sencillo, las diversas zonas de la vida y sus motivos.

Pero me estoy pasando, lo sé, como cuando se hacía de noche y tú sabías que la bronca de mamá por llegar tarde te asaltaría nada más cruzar el umbral, como cuando en medio de una persecución o a punto de encontrar un escondite infalible oías que se abría la ventana y calculabas cuánto tardaría en gritar tu nombre en la calle porque la cena está lista y ya va siendo hora de entrar o me saco la zapatilla y verás tú qué azote. Eran exactamente estas mismas horas, cuando después del colegio el otoño aún te prestaba unos haces de luz para jugar, y aunque la tarde se cubriría pronto de noche y la luna empezaría a brillar los deberes aún no apuraban y daba pereza dejarse vencer por las obligaciones, y se retrasaba el momento de asumir el papel de estudiante y dejar de ser veraneante libre y feliz. Exactamente igual que ahora, con octubre que empieza a someter a los adolescentes atontados del garrafón del verano, con el sabor del primer beso en los labios y los libros de texto recién comprados. Quién es tan estúpido como para volver a casa y ponerse a hacer logaritmos y bisectrices, como para querer regresar al trabajo después de haberse fugado a media tarde y reconocer lo perdida que se está, lo saturada que se puede llegar a estar con tantos datos, tanta información que da pereza ordenar. El de la puerta reconvertido en portera me echará en cara una vez más qué horas son éstas y me encontraré con la sala cargada de humo a pesar de que ya no se permite fumar, el aire viciado de delitos y faltas, de recriminaciones y envidias, de telas de araña que trazan los rencores, las recomendaciones, los ascensos mal merecidos, de insectos bullendo bajo la alfombra que apenas se perciben pero que bastan para que sintamos, sin saber por qué, una tenue congoja, una incierta inquietud y sí, qué horas son éstas de llegar, por supuesto que a ti te lo iba a explicar, gordo de mierda.

Cumplo con mi texto como una niña buena, repito las frases consabidas sin saltarme el guión como en una nueva entrega de
El Show de Deza
, hago debida cuenta de mi papel porque es lo que se espera de mí y cuando llego a la sala sólo sé que sé algo más, pero no he encontrado aún el modo de resolverlo.

Sé que he comido sola porque mis amigas no se hablan, sé que mi marido ignora que existe algo indefinido que me come por dentro, sé que he estado ilocalizable, con el móvil apagado, perdida para mis compañeros y que, tarde o temprano, tendré que dar cuenta de todo lo que he descubierto, también sobre ellos, y en algún momento me obligaré a preguntarles: ¿dónde estabais el martes noche cuando la palmó la farmacéutica?, ¿por qué no ha vuelto el Bebé?, ¿qué me oculta París?, ¿por qué me siento tan obsesiva, tan desconfiada, tan insegura, tan terca?

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