Y punto (71 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—Más te vale tener una buena excusa para evaporarte así —le advierto.

—Tenía cosas que solucionar, asuntos personales.

—¿Tú te das cuenta de que te van a abrir un expediente como una catedral?

—¿Por qué, si no he hecho nada? ¿Sólo por faltar dos días?

—Mira, niñato, esto es la Policía, no el instituto del que nunca debiste salir. Aquí cualquier motivo que suene a raro, como desaparecer sin dar una explicación cuando te toca guardia o llevarse el expediente de un sospechoso, es motivo de castigo severo.

—Pero ¿de qué me estás hablando? Yo no me he llevado nada.

—León te vio saliendo del despacho de Santi con él en la mano.

—No sé nada de ningún expediente y jamás he puesto un pie en ese despacho si el jefe no está dentro. ¿Y quién es ese León? —pregunta airado—. Dice que me conoce y yo ni siquiera sé qué cara tiene. ¿Por qué le vais a creer a él?, ¿es que yo no tengo derecho a defenderme?

—¿Defenderte? ¿Cómo, si desapareces sin más y nadie sabe si estás vivo o muerto? Eres un irresponsable, no vengas ahora exigiendo tus derechos.

—Quiero hablar con Santi. Él me entenderá.

—Pues no va a poder ser, tiene cosas peores que hacer.

—¿Cosas peores como qué?

—Como yacer en un hospital. Se está muriendo.

—Qué palo —comenta, no sé si desganado o sonado, después de escuchar mi breve relato sobre lo ocurrido—. ¿Y quién va a defenderme a mí ahora?

Clara no puede evitar asombrarse por su desinterés. Es como un adolescente en edad particularmente difícil, ausente para todo lo que no sea él, egoísta, autista reconcentrado para los demás. Se me van las manos, me están entrando ganas de meterle una bofetada bien dada, para que le duela el alma y el susto que hemos pasado mientras él disfrutaba comiéndole las tetas a cualquier gogó de discoteca, pero entonces reparo en su cara, en sus ojeras, en la finísima huella que le ha dejado en un moflete, enrojecido y encostrado, aquel llamativo arañazo de hace una semana, y caigo en la cuenta de que tal vez lo esté pasando mal.

—Dime la verdad —le suelto—. ¿Te has metido en algún lío?

—¿Y a ti qué más te da? —contesta dolido—. No tengo por qué contártelo, ni siquiera somos amigos.

—Pero sí compañeros. Si estás en algún problema puedes decírmelo.

—¿Por qué me ofreces tu ayuda?, ¿por qué me pones sobre aviso de todo lo que ha pasado?, ¿estás tratando de engañarme tú también?

—Mira, imbécil, como en esta comisaría se levante una alfombra y aparezca otro poco de mierda, lo primero que van a hacer es ir a por ti, que igual llevas dos días follando o reventándote a beber en un puticlub de carretera, y lo que importa es que el disfraz de cabeza de turco te va a quedar genial, te lo están haciendo a medida. Por ahora ya tienes cursada una falta grave en tu hoja de servicios y de aquí a la expulsión sólo te queda un paso. Como no te inventes una buena excusa que darles te veo de segurata en un aparcamiento subterráneo para los próximos treinta años.

—Joder, Clara, no me asustes —y toquetea el pasamanos como dudando si contármelo o no. Pero pronto se le pasa la tentación, me mira con sus ojos límpidos de angelote a punto de llorar y me promete—: Ahora estoy hecho polvo y confundido. Tengo que pensarlo bien y luego os cuento. Te lo juro. Estoy más limpio que una patena, os lo voy a demostrar.

Se acerca y me planta un beso casto y fugaz en la mejilla, como los de los colegiales buenos que besan a tía Clara, tan amable, tan atenta, antes de irse a dormir con un firme propósito de enmienda en su cabeza llena de pájaros. Lo dejo ir, qué voy a hacer, no puedo detenerlo y meterle en un calabozo por mucho que hace un segundo lo quisiera, y algo más tranquila porque al menos ha dado señales de vida, sin remordimientos por haber cargado en él la tinta de la sospecha, con la certeza de que es por su bien, me voy a casa. Estoy rendida.

*

Creo que necesito un poco de valor para aprender a decir ciertas cosas y, francamente, reconozco que no lo tengo. Durante mucho tiempo me he preguntado qué es lo que me frena a la hora de mostrar eso que duele, que sabes que va a levantar polvareda, que te lleva a la cama sin cenar o se eterniza y se encona en una bronca de pareja. Por qué no me lo has dicho antes, cómo se te ocurrió ocultármelo, cómo pudiste esperar tanto tiempo callada, sabiéndolo, mirándome sin decir nada, teniéndome a tu lado en la más absoluta de las inopias. Tonterías que no sabes asumir en un determinado instante, que dejas para más tarde porque ahora no es el momento, por pereza, por dejarlo pasar, porque ya está bien y te callas a destiempo y luego no eres capaz de soltar y que crecen, crecen, crecen tanto como un bulto en el pecho que te examinas sola y no compartes para no asustar y que ahora resulta que podría ser un tumor y quizá tendrán que operarlo, pequeñas infamias, mentiras piadosas, como que tus amigas van a venir a cenar dentro de una semana y eso se convierte en un acontecimiento que retrasas en anunciar hasta que llaman al timbre con una botella de vino en la mano y tu pareja no se ha enterado y llevas siete días sin dormir porque eres consciente de que no las traga y no sabes cómo se lo va a tomar, un retraso, una falta pequeñita que se convierte en un bombo de nueve meses, ¿te imaginas?, una sospecha que no pasa de leve mosqueo, una contradicción en la frase de un compañero y todo un cúmulo de recelos y cuatro asesinatos que se acumulan sobre sus espaldas porque no hay bemoles para insinuarle un no me lo creo, a ver, explícame eso de que no estabas, de que no descolgaste, de que plantaste a tu novia a la hora de cenar, la puerta de la calle que se abre y recomponer una cara nueva que te haga inocente, el pavor cuando oyes sus pasos que se acercan con la ira del que te ha descubierto, los detalles que no declaras, las excusas que te pones, el ya se lo contaré mañana que nunca llega y, al final, la soledad y el horror de darte cuenta de que eres cobarde, de enfrentarte a ti, sola, y descubrir que, una vez más, te ha vencido el miedo y, cuando quisieras abofetearte a ti misma por tu flaqueza, por tu retraimiento, y te dices que vas a confesarlo todo de golpe, esa pequeña felonía que fue creciendo dentro y ahora es enorme, le oyes silbar por el pasillo, correr detrás de la gata contento con las llaves y la barra de pan bajo el brazo y sientes alivio porque no sospecha, porque no se ha enterado de nada, y el profundo consuelo de quien ha ganado un día más para seguir mintiendo.

Pero hoy no es un día de ésos. Hoy no voy a tener que mentir ni tampoco me sentiré culpable si no digo la verdad. Hoy puedo estar callada sin que eso suponga falsedad por omisión ni silencio doloso ni ocultamiento.

Hoy llego a casa baldada, otra noche más deshabitada sin cena para dos, cama fría con hueco sólo para una, gata atravesándoseme entre las piernas porque está harta de no tener a nadie con quien jugar y Ramón que sigue en Sevilla y quisiera echarlo de menos pero, qué desolador, qué crueldad, lo único que pienso es que agradezco este bálsamo de soledad en el que no voy a fingir que me siento bien, sin tener que pintarme la sonrisa de esposa sana, de perfección absoluta que todo lo controla, que domina sus nervios, que no se deja vencer por el espanto de la improvisación, por la soberanía del desconcierto, por el pánico de la confusión.

Qué a gusto estoy con mi absoluta debilidad, reconociéndome pasiva como soy en realidad, tan falaz, tan timorata, tan poca cosa, tan mentirosa, servil, embustera. Por un momento hasta me tienta la idea de servirme una copa de vino para premiarme ¿por qué?, ¿por haberme librado de un nuevo día? Pero de pronto me doy cuenta de lo absurdo de la situación, de que no tengo motivos para recompensarme como no sea seguir mintiéndome un poco más, hacerme una cena opípara de condenada a muerte que sabe que la van a guillotinar, bailar antes de tiempo sobre mi tumba porque a este paso yo solita me voy a enterrar.

Y entonces callada, a oscuras, una noche más me vuelvo a avergonzar de mí y de mi pavor, ese miedo a que no me quieran que hace que no me quieran a la larga, que me ata con mil cadenas que yo misma me invento, que me acoraza por dentro y me refleja cada vez más frágil ante los demás. Y se me ocurre pasar de la copa de vino al intento de suicidio cuando algo que brilla en la oscuridad capta mi atención y me obliga a respirar y dejarme de bobadas y a nadar por encima del abismo de la autocompasión que no debería consentirme y, sin embargo, me permito. Es el contestador automático, que no deja de parpadear para avisarme de que han dejado varios mensajes y será Ramón, que por fin me habrá llamado, que permanece confiado a pesar de lo que ignora, que no se ha olvidado de mí. Pulso con miedo el botón, temerosa de malas noticias que culminen un día tan tonto, tan absurdo como hoy, pero no oigo su voz que me arrulla ni me mima en la distancia ni me consuela con su calor.

Sólo es, en el primero de los siete mensajes, la voz ajena e impersonal de una enfermera que me recuerda que a las once de esta mañana tengo una punción, pero claro, son las ocho de la tarde, piensa mirando el reloj, y qué más da si me había olvidado por completo con la cabeza llena de tramas y complots que me invaden, qué más da que haya un segundo y un tercer mensaje que me preguntan por qué me retraso, un cuarto que me recrimina que ya llego media hora tarde, un quinto que me echa en cara mi informalidad, un sexto que increpe aunque dude de si me ha pasado algo grave y, finalmente, un séptimo que no es la histérica voz femenina sino la mucho más tranquila y comprensiva de mi médico, el hombre de gafas de diseño y manos delicadas, que me tranquiliza porque piensa que todo ha sido una espanta, un temor al vacío de un agujero en el pecho y cuando quiera puedo volver a llamarles, porque es más importante que esté preparada que el que no me haga la prueba jamás.

Pero no lo estoy, cómo se lo explico. No porque me asuste la enfermedad o el dolor sino porque a quien temo es a la gente, a asustarles, a sus caras de decepción, a fallarles no siendo dura, valiente, segura, a revelarles de verdad quién soy, mi mísera condición. Mi mano se acerca al teléfono dispuesta a levantar el auricular y confesarlo todo a todos, al doctor, que ya se habrá ido de su consulta, a Lola, a Zafrilla, a París incluso, a cualquiera que quiera oírme, a Ramón si supiera dónde anda, hasta a Esmeralda si fuera capaz de encontrarla. Hoy me voy a desenmascarar, hoy voy a ser yo. Pero de repente el aparato se adelanta y suena y me sobresalta y la burbuja de realidad y confesión que estaba creando en mi mente estalla, desaparece, me deja sola como si hubiera sido un espejismo, una ilusión, y descuelgo aliviada porque sé que, por ahora, sólo tengo que decir
diga
, nada más, y puedo retrasar durante unos minutos la decisión que en algún momento tendré que tomar.

—Diga.

—Hola, soy yo —responde Ramón—, sigo en Sevilla.

—…

—No me dices nada. ¿Estás enfadada? —hace una pausa larga, pero no hay respuesta—. No te enfades conmigo, por favor.

—¿Dónde está tu madre?

—No sé. Por ahí. En Venecia, París, Buenos Aires, Cancún… Cualquier lugar donde perderse, me da igual. Miguel se encargó de llevarla al aeropuerto.

—¿Tu madre se ha ido al extranjero y no sabes adonde?, pero ¿no os habíais ido al cortijo para traerla de vuelta? ¿Y Miguel qué dice, viaja con ella?

—Tampoco quiere saber nada, al menos por ahora. Aún no somos objetivos. Igual nos quedamos unos días los dos aquí, en la casa de los abuelos, donde jugábamos de pequeños. Nos vendrá bien, tenemos que pensar.

—¿Pensar en qué? Ramón, ¿me quieres decir de una vez qué ocurre?

—Estamos bien, sólo necesitamos hablar, descansar un poco y calmarnos.

—Pero ¿hablar de qué?, ¿tú te estás oyendo? Si eres un misántropo, un asocial incapaz de mostrar tus afectos. ¿De qué vas a hablar con tu hermano?

—Es que no sé cómo me puede pasar esto, de verdad que no lo entiendo. Es para volverse loco. Tú eres policía, yo abogado y mi madre…, mi madre…

—¿Qué pasa con tu madre? ¿Está bien?

—Es una… Una asesina.

—Qué tontería, vamos a ver, ¿a quién se supone que ha matado?

—A mi padre.

—A tu padre lo mató un infarto. Qué hizo ella: nada.

—Exactamente. Nada. Retardar con toda su sangre fría el momento de llamar a la ambulancia hasta que ya dio igual porque no quedaba remedio. ¿Eso qué es? En el Código Penal lo llaman omisión del deber de socorro. Dejar morir es matar, lo sabes tan bien como yo.

—No tiene sentido, ¿por qué iba a hacerlo? Además, la casa de tus padres siempre ha estado llena de gente, de personal de servicio…, suponiendo que fuera cierto y no una locura suya, alguien se habría enterado.

—Fue de madrugada, todos estaban dormidos o libraban, él sólo la tenía a ella, y ella ni siquiera fue capaz de acercarle el teléfono.

—Pero ¿de dónde has sacado todo eso? ¿Quién te lo ha contado?

—La señora, doña Esmeralda, por supuesto. Dijo que no podía soportar ni un segundo más en silencio, que le remordía la conciencia, que no dormía por las noches, no era capaz ni de mirarse en los espejos. Por eso tenía que huir, largarse por ahí a perdonarse a sí misma, a aprender a vivir con su pecado y su pasado.

—Joder con tu madre, la Iglesia, el Papa de Roma y el perdón. ¿No te has parado a pensar que está en una edad horrible, que vive sola, que a cualquiera de sus actos puede haber estado dándole vueltas durante años hasta magnificarlo? No es por llamarla loca, pero a comisaría llegan zumbados a puñados que se declaran asesinos porque no pueden soportar la soledad e incluso su propia mediocridad, gente que confiesa que mató a un viandante porque no le impidió cruzar la calzada con el disco en rojo y un automóvil se lo llevó por delante, que están convencidos de que tenían que haberle quitado de la boca al niño ese caramelo que lo asfixió, que podían haber avisado al vecino para que echara el cerrojo antes de que entrara aquel ladrón que le disparó… No es más que culpabilidad mal entendida, incluso afán de protagonismo. Hay quien siente que es mejor salir en las noticias convertido en criminal que haber pasado por la vida gris, desapercibido. Mira si no los periódicos, ¿de cuántos asesinatos célebres se confiesan autores decenas de tarados que sólo buscan llamar la atención?

—Mi madre lleva toda la vida repitiendo que las grandes señoras se caracterizan por su discreción. Si habla ahora no es por protagonismo.

—Pues será por culpabilidad. Sentir que no puedes soportar a ese tío que se cree tan listo como para cruzar el semáforo sin esperar, darte cuenta con horror de que eres incapaz de aguantar al hijo de tu amiga, ese niño odioso que no para de engullir golosinas, comprender que te corroe la ira cada vez que te cruzas con tu vecino, un individualista que proclama que no movería un dedo si alguien se muriese a su lado porque a él, fuera de sus cuatro paredes, todo le da igual… Ramón, descubrirte deseando que tu marido la palme porque le has ofrecido los mejores años de tu vida y él es un facha que no te lo ha agradecido ni te ha dado nada a cambio puede ser motivo de rencor, pero eso no significa que tu madre sea responsable de su muerte por quedarse parada unos minutos antes de descolgar el teléfono, o porque no recordara cómo hacer la maniobra de reanimación cuando el niño se ponía azul, o porque metiste la cabeza bajo la almohada para seguir durmiendo cuando oíste gritos en la casa del vecino.

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