Y punto (34 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—¿Y qué hizo? ¿Es suyo ese vómito? —pregunta París.

Él le mira y responde levemente exaltado, con un temblor sordo vibrando como una campana en su voz:

—¿Usted por quién me toma, por alguien que vomita por las esquinas? Pues no, señor, no es mío, yo más bien me cagué en todo, porque menuda racha llevo, parece que tengo un imán, no paro de encontrarme muertos a todas horas. Hace un par de días fui al videoclub y el dependiente, que es amigo mío, y yo vemos a una anciana que pasa por la calle y que se apoya en el escaparate y se queda como traspuesta. Ya íbamos a preguntarle si le pasaba algo cuando comienza a escurrirse lentamente, poco a poco, y acaba tirada en el suelo. Se quedó pajarito, decía mi colega, se quedó pajarito. Tuvimos que esperar cuatro horas hasta que llegó el juez a ordenar el levantamiento, declarar y todo el rollo. Y hoy me vuelve a pasar lo mismo. Para vomitar estoy yo, sí, lo que estoy es hasta los cojones, no sé qué le pasa a la gente, ¿es que no pueden morirse en sus camas o en los hospitales como dios manda? —y como Clara y París se callan y le observan con cara de qué le digo yo a éste si vaya gafe que tiene, dos cadáveres en menos de una semana, es como para salir en
El Caso
, no le queda más remedio que continuar describiendo su reacción—. En cuanto a hoy, poco podía hacer. Primero pensé en coger el móvil para llamar a la Policía, pero luego caí en que tal vez sería mejor informar a los vigilantes para que estuvieran enterados, porque si no menudo follón se iba a montar en cuanto éstos, adormilados en su pecera, vieran aparecer en tropel a la madera rampa abajo. No se ofendan —matiza—, no va por ustedes. De modo que me marché del aseo sin tocar nada, cerré la puerta, no fuera que entrase otro aún más pringado que yo y se encontrara el pastel, y me dirigí hacia la caseta, pero los vigilantes habituales no estaban. Resulta que, como hoy es festivo, le han dejado el turno al más tonto de los tontos, a un chaval que trabaja por horas por cuatro perras y que sí, mucha voluntad y mucho sacrificio, pero no tiene ni idea de cómo funciona esto y, si me apuran, casi ninguna otra cosa. El chico se quedó de piedra cuando le conté lo ocurrido y, yo creo que más por miedo a lo que se le avecinaba que por mi actitud, me contestó que antes de llamar a nadie quería asegurarse por sí mismo de que no le estaba tomando el pelo. Así que no me quedó otra que guiarle hasta aquí. Y bien que le avisé de que lo que iba a ver era fuerte pero, como se emperró con que estaba de broma, entró tan alegremente hasta el retrete y… a la vista está, pude impedirle que tocara nada, pero no que echara el desayuno y hasta la primera papilla ahí al lado. Cuando por fin logré que se calmara, y poco me faltó para arrearle, que buena falta le hacía, le convencí de que ahora sí, y de una maldita vez, llamara a la Policía. Al cabo de sus buenos tres cuartos de hora aparecieron dos pringados casi tan jóvenes como el vigilante. Estaban de guardia, dijeron, pero yo creo que era la segunda vez en su vida que se ponían el uniforme. No vomitaron, pero a punto estuvieron, salieron pitando a tomar aire y, cuando regresaron, me pidieron que esperara a los de Homicidios, que esto les venía grande. De eso hace dos horas y aquí estamos: los que buscan huellas revoloteando alrededor del cadáver igualito que las moscas; los tres niñatos charlando juntos y diciéndose unos a otros lo machitos que son y yo cansado de esperar y con ganas de volver a mi casa de una puñetera vez.

—No se preocupe —lo tranquiliza un París arisco—, por nosotros puede irse de inmediato. Más adelante deberá acudir a comisaría para firmar su declaración —y cierra su libreta con desagrado, se guarda el bolígrafo y le da la espalda sin siquiera despedirse. Es obvio que no le cae bien.

—Muchas gracias —le digo yo con una sonrisa, para contrarrestar y porque, además, carezco de ese endiosamiento que lleva a muchos policías a creer que todos están a su servicio cuando, insólitamente para ellos, es al revés. A ver por qué este pobre va a perder su tiempo entre incompetentes, esperando que lleguen unos y otros, soportando preguntas estúpidas, repitiendo siempre la misma historia cuando es evidente que, hasta ahora, de todos los que han pasado por aquí el más inteligente, el único que tenía claro qué había que hacer, era él—. Su descripción ha sido muy precisa, se expresa usted muy bien, ¿es periodista?

—No, corrector de estilo.

—¿Y eso qué es? —me pica la curiosidad.

—Me dedico a pulir textos, sobre todo novelas, a buscar expresiones mal hechas, frases que suenen mal o palabras que se repitan, que rechinen, para sustituirlas por un sinónimo, una metáfora o incluso una ironía que sólo unos pocos lectores sepan apreciar. Por eso estoy acostumbrado a ir al detalle. En el fondo usted y yo tenemos empleos parecidos, somos buscadores de erratas.

—Cierto, pero si a usted se le escapa alguna, no creo que muera nadie. Los gazapos que yo busco, en cambio, pueden ser letales.

—No crea, si yo le hablara de la ambición de gloria literaria de algunos…

—Su trabajo —y lo creo de verdad, no es el puro rollo que le endoso para que relajen y canten mejor a otros testigos— parece tremendamente interesante.

—Eso dice todo el mundo, pero si supieran que se gana bastante menos que por poner ladrillos subido a un andamio, que con suerte te pagan a sesenta días y sin ésta ni te cuento y que una buena mañana dejan de llamarte y si te he visto no me acuerdo, no pensarían lo mismo. Pero creo que la estoy aburriendo con mis lamentos —y me mira a los ojos y, vaya tontería, siento una culebrilla que me recorre el cuerpo, y por primera vez sonríe abiertamente y, al hacerlo, sus facciones cambian por completo, ya no es como un niño enfurruñado ni como un viejo gruñón cansado de esperar en la cola del pan, ahora sólo es lo que parece: un hombre joven, mordaz, cansado, inmerso en una situación inusual y negándose a perder la calma, empeñado en bromear pese a todo, con resignación.

Estamos sonriéndonos cuando aparece París para acosarnos con mirada furibunda, delatora, que me acusa en la penumbra del garaje, entre las paredes ahumadas que brillan a golpes de flash cegador, de ser una coqueta, una inmoral que osa flirtear con el primero que aparece y se posa en su flor, una adúltera, una mujer a fin de cuentas. Qué poca vergüenza, qué falta de profesionalidad. Y de un momento a otro sé que va a perder la compostura e inmiscuirse con cualquier excusa en nuestra conversación para abortarla sin piedad. Ya viene:

—Clara, deja que el testigo se marche —ladra sin disimulo ni consideración. Y, sorprendidos, nos ponemos serios como chiquillos ante un hermano mayor sin sentido del humor que se ha olvidado de jugar y nos riñe porque no alcanza a comprender dónde está la diversión de saltar sobre un colchón, de tirar por la ventana un globo de agua, de meter una lagartija viva en el congelador.

Ambos captamos su hosquedad de inmediato pero, por una rara rebeldía, no estamos dispuestos a dejar que nos dé órdenes así, sin más. Por eso me saco una pregunta de la manga, sólo para demostrarle a este imbécil que no soy tan pava ni tan estúpida como me cree, que aún sé hacer mi trabajo, que no tiene que imponer su autoridad y darme lecciones, y jamás de moral, y mucho menos cuando estoy hablando inocentemente con alguien en un tono de lo más cordial.

—No he acabado —le respondo seca y retadora—. Me gustaría hacerle una pregunta más, si no es abusar de su amabilidad.

—Dispare —contesta, y tiene un aire travieso, como si se hubiera percatado de toda, absolutamente toda la situación. Y de que sí, me gustaría abusar.

—¿Puede darnos algún dato sobre el difunto? Al parecer no lleva nada que le identifique, cualquier información sobre él nos valdrá.

—Por fin alguien cae. Ya me parecía a mí que el único agente con olfato que hay aquí es usted —y hace una pausa, juraría que para guiñarme un ojo, antes de contestar—. Claro que sé quién es, ya les dije que le conocía.

—¿Y a qué esperaba a decírnoslo? —exige París cabreado como una mona.

—Se llamaba Julio César Olegar. El más rico del edificio. Un hombre hecho a sí mismo, pero pulido, con estudios. El típico empresario que se pagó la carrera trabajando de camarero y que lo ha conseguido todo a golpe de riñón.

—¿Le trató personalmente? —pregunta Clara contenta porque sí, por qué no reconocerlo, estaba convencida de que sería un buen testigo, un tío despierto, espabilado y que, además, le planta cara a París. Me encanta.

—Sí. Aparcábamos bastante cerca. Al principio sólo cruzábamos los saludos de rigor al entrar o salir, pero era un tipo agradable y fuimos cogiendo confianza. Un hombre educado y muy correcto. A veces tenía la sensación…

—Venga, ahora va a resultar que eran íntimos —farfulla mi compañero interrumpiéndole. Parece que prefiriera perder horas de interrogatorio a los vecinos, la familia y los amigos del difunto antes que tener que agradecerle nada.

—¡Déjale hablar! Joder! —suelto sin pensar en la falta de respeto que es gritarle así a un superior ante un tercero. Pero es que me tiene harta. Es un bocas, un prepotente. Que se calle de una puta vez y escuche. Y he debido de ser suficientemente expeditiva o bien el propio París ha comprendido que se ha pasado tres pueblos, porque cierra la bocaza e indica con la cabeza que prosiga y por eso soy yo quien amable, incluso dulce, suplica—: Continúe, por favor.

El testigo duda un segundo, quizá paladea la derrota de su contrincante o tal vez sólo reorganiza sus recuerdos. Finalmente se aclara la garganta y se explaya.

—No éramos íntimos, pero tras saludarnos día tras día durante años en cierto modo llegamos a conocernos y mantener una relación cordial. Éramos muy diferentes y nuestras vidas también, pero cuando coincidía con Julio y veía su sonrisa ladeada, ese modo de andar con los hombros algo encorvados, tenía la certeza de que era buena gente, un tipo sencillo a pesar de su billetera, alguien que, en el fondo, sería más feliz sin tanta comida de trabajo, sin tanta responsabilidad sobre su cabeza. Por cómo hablaba se le veía un tipo seguro de sí mismo, con clase, con gran cultura y una ética muy marcada. Yo le respetaba, se podría decir que le admiraba por su integridad.

—Entiendo —dice Clara—. Pero no deja de impresionarme que de una relación superficial haya llegado a tener un concepto tan nítido de él.

—Acabo de explicárselo, Julio disfrutaba conversando, era muy amable y siempre preguntaba a todo el mundo qué tal, cómo van las cosas. Se paraba a escuchar, no como otros… Cuando nos encontrábamos, como sabía cuál era mi oficio, en alguna ocasión hablamos de libros. Hace unos años le comenté que andaba escaso de trabajo y me propuso corregir unos catálogos para su empresa. Decía que todos sus empleados habían estudiado varias carreras, títulos MBA y hasta idiomas pero, a la hora de la verdad no tenían ni idea de poner una palabra tras otra. Según él, la enseñanza más elitista de hoy se olvida de la calidad humana, de educar personas. No sé por qué, pero supuse que se refería a su hijo —y como comprende que está hablando demasiado se calla, mira directamente a los ojos a París y le pregunta con un punto de descaro—: ¿Le parece ahora suficiente contacto?

Éste se limita a desviar la mirada con desdén y responderle.

—Usted sabrá, parece que se pasa la vida en este garaje.

Para que la cadena de agravios no vaya a más, para que no se hablen en un tono cada vez más alto, desvío la atención con una nueva pregunta antes de que uno se olvide de las normas más elementales, el otro se quite las gafas, y ambos se líen a guantazos.

—Por lo que dice, parece que conoce también a su familia.

—Sólo de vista. Sé que hay varias niñas pequeñas además del hijo mayor, un estirado con traje de marca y maletín de piel que se va a comer el mundo. El típico producto salido de una escuela de negocios listo para triunfar. Ya sabe, de esos que te miran mal porque no sabes diferenciar una OPA amistosa de una hostil y que lo mismo te estrujan el corazón que te humillan en el campo de golf sin permitir que se les arrugue la raya del pantalón. O eso, o le gusta disfrazarse de Mario Conde. Parece un
yuppie
desfasado, siempre impecable, engominado hasta las cejas y con el móvil grapado en la oreja gritando: «¡Compra, compra!». Me recuerda a Patrick Bateman con veinte años de retraso. El de
American Psycho
—le aclara a París al ver su gesto de ignorancia absoluta—, ya sabe, la novela… Déjelo. Son como una raza aparte que se resiste a extinguirse. Supongo que nos despreciamos mutuamente, yo a él porque me recuerda a los peores especímenes de la época del pelotazo, y él a mí porque pensará que soy un cultureta que no debería vivir en esta urbanización tan selecta. Me encantaría explicarle que los culturetas también tenemos derecho a heredar pisos en barrios residenciales, pero no creo que lo comprendiera. Y es que para alguien que aspira a ser proclamado el Empresario Más Prometedor del Año, por mi profesión yo debo de parecerle un desclasado.

—¿Y qué nos puede decir de la viuda? ¿La conoce?

—Una rubia explosiva operada de la cabeza a los pies. Es mucho más joven que su marido, así que no es difícil deducir que el hijo mayor será de un primer matrimonio de él, y es que casi podrían ser hermanos. Alguna noche he coincidido con el difunto y la barbie aquí abajo, siempre volviendo de compromisos sociales o fiestas de la jet. Casi nunca hablaban entre ellos. Daba la impresión de que ella sólo salía para exhibirse y él se dejaba llevar tenso, como si le apretaran los zapatos.

—¿Y el hijo?, ¿qué tal se llevaba con la madrastra? —pregunta París, no tan despistado como se suponía.

—Pues ahí no llego, pero juntos no se les veía.

—Los pinta de lo más atrayente. ¿Y cómo se llama el chaval?

—Esteban. Esteban Olegar —responde alguien a nuestras espaldas como un burdo imitador de Bond, James Bond.

Los tres damos un respingo como ladrones pillados repartiéndose el botín, como tres viejas cotillas que descubren que el sujeto de sus maledicencias lleva un buen rato a su lado escuchando, como tres ratones que se comen el queso sin percatarse de que el gato los ha descubierto. Y allí está él, el ambicioso de la clase, el Empresario Más Prometedor, el dueño de un futuro de brillo nuclear, vestido de diseño en una mañana de domingo con toda la apostura y el donaire que sólo alguien tan convencido de su valía es capaz de aparentar.

Lo peor de todo —más que la vergüenza, las orejas rojas y el bochorno— es que es guapo el condenado. Muy guapo. Pelo negro, cejas negras, ojos negros, hoyuelo en la barbilla y unos labios carnosos, jugosos, ahora mismo fruncidos en una mueca de disgusto que le pone cara de reyezuelo cruel. Un amorcillo moreno de mejillas sonrosadas y cara de ángel, con un lunar sobre el labio y unas pestañas densas, espesas, que aletean como mariposas por debajo de ese pelo de sueño recién duchado porque éste es un día festivo, sin secretarias a las que epatar ni subordinados a los que acogotar. No sé cuántos años tendrá, pero está claro que quiere aparentar cuarenta cuando debe de estar más cerca de cumplir los treinta. Con todo, no soy tan incauta como para no vislumbrar que esa pose que parece empeñado en mostrar, un saber estar, una calma, una sangre fría de avezado hombre de negocios acostumbrado a manejar trillones sin que le tiemble el pulso ahora, con su padre reventado a menos de dos metros, se le escapa de las manos. Hoy soy yo la que juega con ventaja porque sé, a pesar de mis vaqueros gastados, de mi chaqueta de cuero vieja y de mi escaso dominio de las finanzas, que esto es real, la vida misma con su carga de dolor y pena, no números ni balances en un dossier de prensa, no abstractos conceptos más allá de la vida y la muerte. Es más, cuando le miro pretendo demostrarle que no me engaña su disfraz, que no me camela su altivez ni su frialdad y que, además, lo he pillado, precisamente en este mismo instante, mirándome el escote.

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