Y punto (61 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—Te entiendo, es muy duro mantenerse limpio trabajando en según qué ambientes —me confiesa, y ridículamente se lleva la mano al corazón para darle más verosimilitud a la escena—. Menos mal que yo tengo mi arte.

—¿A qué «arte» te refieres? Creí que vivías de Virtudes.

—Sí, claro, como una garrapata más del negocio del siglo, chupando de las sobras de la leche de sus ubres, sacándole fotos a putitas que no saben ni bajarse la cremallera, enseñándoles a perder la vergüenza, a menear las caderas… No, no es lo mío. Saco pasta de Virtudes a ratos y de reportajes de moda a tiempo completo. Modestia aparte, esa víbora no miente cuando asegura que trabaja con los mejores: los peluqueros, los maquilladores, todos jugamos en primera división —asegura mientras se sienta a mi lado, con los codos apoyados en la barra y la boca cerca, avariciosamente cerca de la mía—, y a nadie le viene mal un sobresueldo.

—Entonces, eso de tu arte…

—Es a lo que dedico el sobresueldo, a financiar mis vicios y, entre ellos, por encima de todos, la fotografía artística. Es mi pasión. Ahora precisamente estoy montando una nueva exposición.

—¿De verdad? —río incrédula—. No sé cómo lo hago que siempre estoy rodeada de artistas.

—Será porque eres una obra de arte, nena —ronronea en mi oído como un lobezno con hambre de caperucitas.

—O una stripper demasiado vieja —y ahora suelto la frase clave, el anzuelo perfecto—. ¿Y de qué van tus fotos «artísticas»?

—¿Te gustaría verlas? Puedo enseñártelas, vivo aquí al lado.

—Nooo, a otra con esa excusa, cariño. ¿Quieres quedarte conmigo con un truco tan rancio? ¿No ves que no hace falta? Sabes perfectamente a qué quiero dedicarme. No es necesario que me cameles si deseas estar conmigo.

—No, lo digo en serio. Estaría genial follar y todo eso, por supuesto, me pones a mil y, además, estoy hasta los huevos de niñitas con tetas de silicona y boquita de fresa haciéndose las inocentes con sus coletas y piruletas. Tú eres una mujer de verdad y te llevaría a la cama sin dudarlo, pero me caes bien, me recuerdas a una amiga que tuve y, tal vez sea por eso, no quiero aprovecharme de ti y echarte un polvo forzado con la excusa de que tengo mucha mano con Virtudes. Prefiero hablar, enseñarte mis fotos, mis proyectos…

—Al final va a ser que eres un romántico.

—Los artistas somos así —me sonríe—. Qué, ¿te vienes?

Y la intrépida policía que soy se baja de un salto del taburete dispuesta a ir de la guarida de las fieras a la boca del lobo. Total, qué más da, a ver si consigo en un mismo día ponerme en peligro con otro hombre tan inofensivo pero con la misma sonrisa de hiena. Agarro chaqueta y bolso con soltura, como si no llevara la pipa dentro, y les digo adiós con una sonrisa a mis queridas panteras. Rosa levanta los pulgares hacia arriba en signo triunfal y Negra, como una madre sobreprotectora que todo lo quiere controlar, me indica con un gesto que me telefoneará luego, no sé si para que le cuente o para comprobar que llego intacta a casa, quién sabe, no tengo demasiado tiempo para pensarlo porque mi fotógrafo, mi nuevo amigo, pretendiente, amante o incluso asesino, me coge de la mano como un adolescente sacándome del local entre la penumbra exactamente igual que cuando, con quince años, el chaval ansioso por besarte y magrearte te arrastraba lejos de la discoteca donde tus amigas bailan y la música retumba con una furia loca para averiguar el color de tu ropa interior y todas te desean suerte, como ahora, y te despiden con complicidad o envidia, y no sabes bien si eres afortunada o no, si ésa va a ser tu noche de suerte y descubrirás el amor y te tratarán con dulzura o el romeo que tanto te ansia acabará vomitando en tu falda y te hará sentir tonta, pequeña, absurda.

La casa de Kodak es más acogedora de lo que imaginaba. De hecho, y para mi sorpresa, todos los entornos previsiblemente hostiles están resultando estos días más agradables de lo que suponía: las mansiones de los mafiosos esconden cementerios para mascotas, los lupanares ofrecen té con pastas y en los apartamentos de fotógrafos de putas no hay sillones de mimbre cubiertos con chales ni abanicos gigantes en las paredes, ni siquiera un kimono de seda colgando de un respaldo o la inevitable lamparita cubierta con un pañuelo.

Me quito la cazadora y la dejo sobre un sofá de cuero color chocolate, Kodak se dirige a un aparador lacado en rojo del que saca unas copas mientras yo recorro el salón con sosiego, parándome a admirar las maravillosas fotos de Man Ray seleccionadas con esmero, la enorme librería blanca plagada de álbumes de arte, la
chaise longue
Le Corbusier ante el ventanal y una enorme ampliación granulada de una boca en blanco y negro.

—¿Es tuya? —pregunto.

—¿Cómo lo sabes? —se sorprende.

—No me suena, y tampoco es de Man Ray.

—Vaya, sí que sabes de fotografía.

—Paso mucho tiempo en la facultad, algo se me habrá pegado de estar allí todo el día, aunque sea en pelotas. ¿Quién es la modelo?

—Una amiga, ¿te importa si pongo música? —cambia de tercio.

—Debe de ser guapa, ¿no tienes por ahí el resto de su cara? —insisto, me escaman sus ganas de desviar la conversación.

—Era una modelo excepcional, guardo más de mil imágenes suyas —responde esquivo al tiempo que trastea en un estante hasta dar con un cd que introduce en una cadena de música ultraplana y nombre impronunciable. Se acerca hasta mí con una copa en cada mano y comienza a sonar la voz rota de Lola Beltrán deseando que te vaya bonito y te olvides de mí para siempre, que te digan que yo ya no existo y la vida te vista de suerte—. Trabajamos juntos casi una década y le hacía más de cien fotos al año. Por placer, porque me encantaba verla hacerse mujer, crecer, negarse contra toda lógica a envejecer…

—¿Y qué pasó?

—Que dejó de hacerlo —y choca su copa con la mía con una melancolía que me empuja, me obliga a seguir preguntando. Deformación profesional.

—Explícame eso.

—No —apura su bebida de un trago, la abandona sobre la mesa de cristal y se me arrima, se aferra a mi cintura, apoya su barbilla en mi hombro como en busca de compañía o del consuelo o de calor y le oigo enumerar cuántas cosas dejaste prendidas hasta dentro del fondo de mi alma, cuántas luces dejaste encendidas que no sé cómo voy a apagarlas.

—Estás enamorado de ella —insisto, haciendo equilibrios con su peso, una mano sosteniendo mi copa y la otra en su pelo, comprensiva, acariciadora.

—No.

—Pero la quieres.

—Muchísimo.

—No te preocupes, volverá.

—Lo dudo.

—¿Cómo se llamaba?

—Mmmm, ¿no te parece preciosa esta canción?

Voy a responderle que sí, me lo parece, pero me gusta más en la versión de Enrique Urquijo, mucho más triste, más rota, y entonces canturrea mi móvil y me escapo de su abrazo para alcanzar mi bolso y abrirlo sin que se me vea la pipa.

—Clara, mira que irte así… Nos has dejado preocupadas. ¿Dónde estás?

—En casa de Kodak, bailando —tranquilizo a Pantera Negra y sonrío cómplice a mi supuesto ligue, que escucha atento.

—¿Quieres que me acerque a por ti? ¿Que avise a algún compañero tuyo?

—No. No me está pareciendo peligroso, pero gracias.

—Como quieras. Sabes que si se pone tonto estamos ahí en un momento…

—Sois unas tías cojonudas. Un beso —y cuelgo.

—Tan inofensivo como soy y tus amigas temiendo que te haga algo. Si sólo quería que vieses mis fotografías… —se hace el inocente, con su mirada de zorro y su sonrisa cínica y llena de dientes que se zamparían mis vergüenzas.

—Pues a qué esperas. Me muero de ganas por verlas —y me arrellano en el sofá. Él saca de la biblioteca varios álbumes de tapas color mostaza.

—Aquí las tienes —me las ofrece sentándose a mi lado, muy cerca—. Si me das tu visto bueno de experta, me atreveré a pedirte que poses para mí.

—Qué honor —y empiezo a pasar páginas con parsimonia buscando ese no sé qué que me ha hecho meterme hasta la cocina de su madriguera.

No es mal fotógrafo, consigue de sus modelos un aire de desvalimiento que las muestra cercanas, reales, como musas mancilladas y expuestas. Tristes, pecadoras, algunas atemorizadas o con remordimientos quizá, como ídolos caídos o mujeres que, aunque espectaculares por fuera, se sienten feas por dentro. Las desnuda más en su indefensión que si las retratara desnudas. Pero, pese a todo, la inmensa mayoría mira sin miedo a la cámara, y eso me hace deducir que todas le conocen.

—¿Por qué sólo fotografías a magdalenas?

—Qué perceptiva. Sin embargo sabes que soy fotógrafo de moda.

—Me refiero a tu «colección privada», ¿son todas prostitutas?

—Todas no. Yo aspiro a que tú también poses para mí y no lo eres.

—Todavía.

—Ni lo serás nunca. Hay mujeres que ni vendiéndose por todo el oro del mundo lo serían jamás. Se trata de una fortaleza interior que las hace invulnerables al deshonor, a la humillación. Son puras y dignas, orgullosas y, ahora no te rías, decentes. Créeme, soy un experto.

—Eso parece, veo que has llegado a conocerlas bien.

—Sólo a una.

—No digas más, la que se negó a envejecer.

—Sí, me recuerdas mucho a ella.

—¿Me vas a decir por fin cómo se llama?

—Olvido.

De nuevo el escalofrío, la ráfaga de comprensión, el pánico como una defensa natural recorriendo mi espina dorsal, su recuerdo en la mesa del Anatómico, desnuda y etérea, colgada en su apartamento, meciéndose ante todos con palomitas blancas entre sus bucles como una virgen del realismo mágico, acostándose cada miércoles con Julio César Olegar igual que un viejo matrimonio que cumple una rutina obligatoria, abrazando a un muerto viviente disfrazado de fantasma en un descampado, ocultando en el cabecero de su cama dientes de leche y fotos de estanques con tortugas y libros de poemas que alojan pétalos de rosa entre sus hojas. Como hago yo.

—Antes, cuando Virtudes nos presentó, también la mencionaste. ¿En qué nos parecemos?

—No sé explicarlo. No es algo físico sino más bien una actitud, como si compartierais el mismo espíritu. Tenéis un modo similar de mirar, esa forma de enderezar los hombros y cruzar los brazos, con la vista decidida al frente y la cabeza bien alta, como si no importara lo que estuviera sucediendo a vuestros pies. Por muy penosa que pudiera ser la situación, siempre os queda un rescoldo de fuerza, un último suspiro. Creo que sois supervivientes natas.

—Enséñame sus fotos —y pone gesto de dudar—. ¿No quieres?

—Lo haré, pero sé que me va a doler. Está muerta.

—¿Muerta? —repito, aunque ya lo sé, claro que lo sé, por supuesto que lo sé, sólo que en la voz de Kodak hay un matiz de pesar y desesperación que no había oído antes, ni en labios de la madame ni de Esteban Olegar, ni siquiera en boca de Butragueño. Es un eco quejumbroso de cosas perdidas, de tardes huérfanas rotas para siempre, de adioses definitivos y recuerdos vetados porque sería demasiado doloroso dejar que volvieran a respirar.

Y sé que, delante de mí, ante una copa de vino, se le está escapando una porción de vida porque cómo, le dice su razón, va a vivir sin ella. Y me doy cuenta de que su congoja es tal que me sorprende no haberla percibido antes, en plena sesión de fotos, incluso jaleando a las chicas gritándoles lo preciosas que son, pidiéndoles que se laman entre ellas, fingiendo ante todos en su papel de pasota y fumado al que casi nada le importa un poco. Cómo no lo vi, ese sufrimiento soterrado, ese desvalimiento de amigo abandonado que sigue adelante, de enamorado sin tino que ha perdido a su amor en el olvido, que se chuta en vena indiferencia para seguir en pie como si nada fuera importante.

—¿Te acostabas con ella? —pregunto, y siento cómo mi dedo se mete en su herida y busca y rebusca, revuelve entre las tripas en pos de su objetivo por más que le duela, porque es preciso hallar el sentido.

—Alguna vez, pero eso no era lo esencial. Era mi amiga, mi cómplice. Sin ella me siento vacío…

—Muéstrame sus fotos, por favor. Necesito verlas.

Y se levanta dócil, desaparece en su despacho y regresa cargado con media docena de álbumes que deja en el suelo ante mí.

—El orden cronológico es el ideal para admirarla. Así la conocerás mejor —y me ofrece el que parece más antiguo, desencuadernado y de esquinas sobadas con devoción, como un breviario o la carpeta de una colegiala con recortes de su príncipe azul devenido en actor.

Lo abro expectante y contemplo la primera instantánea, la de apenas una adolescente que abraza a una imponente mujer de poderosa delantera.

—No lo entiendo, creía que tú hacías otro tipo de fotos.

—Así es, pero ésta no es mía. Era suya, un recuerdo personal. Pensó que yo necesitaría alguna referencia de cómo había sido antes de conocernos para documentar el antes y el después de su degradación. Aquí tendría quince o dieciséis, todavía era virgen. ¿No te suena la otra mujer? —la contemplo con detenimiento, me fijo en sus ojos, en esa transparencia que se adivina incluso en el blanco y negro. Color de ginebra mala—. En aquel tiempo Virtudes era como una madre para ella. Quién le iba a decir que acabaría trabajando a sus órdenes.

—Pero ¿realmente el negocio es suyo?

—Ya le gustaría, hay un socio que pone la pasta. Ella lo organiza y controla a las chicas y su «transformación», les busca clientes y actos en que lucirse… En fin, es la madame, una madame con mucho poder y pasta que la respalda y que presume de clase, pero una madame al fin y al cabo.

—Y ese inversor, ¿quién es?

—¿Qué eres, una detective-stripper? Ni lo sé ni me importa. Lo único que quiero es que se me pague bien y a tiempo. Me da igual de dónde venga la pasta, como si sale de los cepillos de los conventos.

—¿Y qué pasó entre Virtudes y Olvido? —reculo rápidamente.

—Ni idea. No viví el principio, sólo el auge y fin de la relación, pero no me preguntes qué las unió y qué las separó luego. Un día, vencida por el alcohol, Olvido me contó que existía un parentesco que no definió entre ambas. Cuando la conocí ya estaba mucho más fogueada, ya reflejaba su rostro esa pena profunda y negra que no se ve en esa foto, ¿te fijas cómo sonríe ahí? Pasa la página, observa ese primer plano… ¿Lo ves? Ya no sonríe igual, ni siquiera cuando posa con sus compañeras.

Efectivamente, la chiquilla de larga melena que abraza a su «Madrina» y la contempla con arrobo nada más abrir el álbum no es la misma una página después, sola, semidesnuda, con una mirada herida y desafiante que reta al espectador a intentar lastimarla de nuevo, atrévete, no podrás, antes de que nadie más volviera a apalear mi corazón me lo rompí yo, y comprendo por fin el origen de nuestro parecido: somos fieras heridas, sabemos lo que duele la patada, lo que nos hará perder, pero una y otra vez nos levantamos y volvemos a lamer y morder la mano que nos dará de comer. Es la vida, que lastima, y hay chifladas como nosotras con miedo a vivir que lo hacemos a pesar de todo, que tal vez porque conozcamos a fondo ese tormento no podamos evitar sonreír desafiantes y con pesar en espera de los males que sabemos que, siendo como somos, seguro vendrán. Todo consiste en esperar el dolor inexorable, retarle para que emerja y sea más fuerte esta vez, sublime, tanto que no podamos resistirlo. Y nuestra debilidad, el sabernos frágiles, es lo que nos vuelve serenas y eternas: nada nos puede porque todo nos lastima demasiado.

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