Y punto (65 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

¿Y Mónica?, le pregunto. Se incorporó al negocio, según me cuenta, en un momento de conversión entre la etapa de los hoteles y la del modeleo, y pronto aprendió a hacer carrera: ejecutivos de multinacionales, famosillos de televisión, empresarios de la construcción…

Y ahí, en esa pausa que da a entender tantas cosas, asumo que ha llegado mi momento. Ahora es cuando me toca atacar, y para hacerlo desenfundo mis armas dispuesta a esgrimirlas como una baraja de espadas y bastos que, espero, se le claven en los ojos, en las encías, en los párpados, y le golpeen en la cabeza hasta acogotarlo. Son las otras fotos, las que no le he enseñado todavía, no las de Mónica sugerente en salto de cama sino las de grupo, y mientras su sonrisa se diluye ante mi rostro como la pintura blanca que goteaba por la frente del mimo fantasma, cayendo lentamente sobre la gabardina de Olvido, resbalando a lo largo del contorno de su hombro, extiendo sobre la mesa dulce, amable, persuasiva, artera, las fotos que anoche amablemente Kodak me dejó en prenda.

Butragueño calla, contempla las instantáneas con ojos vidriosos. Su mano, que parece temblar ligeramente, no se atreve a tocarlas y su sonrisa, congelada, glaciar, colgada en el aire, me mira confusa dudando entre abrirse más o cerrarse por completo hasta su ocaso final.

En este preciso momento mi camarero preferido se acerca. Se ha dado cuenta de que mi contertulio llegó hace un rato y no le ha preguntado qué desea tomar. Al vernos tan serios duda, pero aun así viene con la bandeja y, nada más cuadrarse ante Butragueño, se queda mudo con la boca abierta. Ya se lo había cruzado antes, no es difícil darse cuenta.

—¿Os conocéis? —le pregunto con un gesto como de sota de las de dedo en alto al abogado, rendido por mi golpe, sonado.

Claro, el señor era un cliente habitual, pero hace tiempo que no le ve, confiesa demasiado pronto, demasiado alegre, demasiado inconsciente, el bueno de Pablo. A lo mejor es que ahora viene cuando libras de turno, sugiero, ¿a qué horas os frecuentaba antes?

Me sale un tono abrupto, incisivo, y el camarero modelo, tonto pero no tanto, cae en la cuenta de que ha hablado más de la cuenta. Nos mira, primero a mí, luego a él y, egoísta como sólo su juventud le permite serlo, como le aconseja sin pensar la vacuidad de su cerebro, se encoge de hombros con un gesto entre pesaroso y burlón que viene a significar que asume que ya la ha cagado así que ¿para qué seguir callando?, mejor confesar que siempre venía por la noche, y no sé por qué no me sorprende, posiblemente porque tengo a Butragueño catalogado en mi mente como un fornicador clásico, de los de cama y cuarto en penumbra y puerta cerrada, que si no no se le pone dura, de los que llegan con la frente alta pero discretos, de los que traen flores y colonia de regalo pero jamás se dejan ver con la fulana por la avenida cogiditos del brazo. Él querrá explicarme que los tipos de su calaña reservan sus afectos para la intimidad y no andan haciendo arrumacos por las esquinas a sus años pero, por más que me lo repita, no se me va de la mente la imagen del señorito de bigote y pañuelo en el bolsillo y casi hasta bombín que divisa a la hembra al pie de una farola, la requiebra y la galantea y se la lleva a una pensión de las de palangana, orinal bajo la cama, juego de sábanas aparte y una sola, patética y tacaña bombilla medio fundida, desangelada.

En fin, habrá que creerle, y también a Pablo, que me asegura que perdió de vista al truhán hará como tres meses y que solía aparecer solo, excepto, espera…, creo…, no sé… Veo cómo se concentra, cómo pasa por su mente la sombra fugaz de la tentación, de la mentira porque, a fin de cuentas, el señor es un tipo simpático y generoso que dejaba buenas propinas hasta que, finalmente, percibo cómo se despejan las nubes de su frente y se hace paso la luz del recuerdo de quien no puede resistirse a contar la verdad, sentirse protagonista por un día, los quince minutos de fama que a todos nos prometieron en el nido tras nacer y que le hace contar que justo antes de que dejara de verlo se presentó por aquí con un tipo joven, ese que le señalé en una de las fotografías que me mostró el otro día. Sí, ese mismo, el guapito, el altanero, se reafirma mientras yo se las vuelvo a enseñar. Creo que al mediodía, no estoy seguro, era de día, por eso me llamó la atención, como el señor sólo venía de noche… Pablo vuelve a dudar, mis ojos brillan, los de Butragueño se apagan según sigue hablando, según le entierran cada vez más sus palabras. Piensa en callar, lo sé, y mira al abogado dubitativo. Pero hoy Butragueño ha decidido ser bueno, o quizá todas estas muertes le acojonan y no querrá jugarse el pellejo por nadie más, así que con un gesto taxativo de su mandíbula perfectamente cuadrada, genéticamente pura, de semental de raza superior, le indica que continúe, que no tema, que no morirá en el intento. Vía libre para decir la verdad y sí, es él, no hay duda y muchas gracias, Pablo, ahora sé bueno y tráeme mi tila, que la necesito como lluvia de verano, como bebedizo mágico, como agua bendita, y enhorabuena, tienes una memoria estupenda.

Él se esponja y se lo cree sin menor asomo de duda, sin disimular su alegría. Menos de un minuto le ha durado la congoja. Está visto que no hay nada como llamar listo a un modelo para que te abra todas sus puertas. Eso es porque me la entreno, responde. La memoria, digo. Es que para mi profesión hay que tener cerebro aunque muchos crean lo contrario. Porque después, cuando quiera ser actor, tendré que aprenderme los guiones para las pruebas y tal. Por eso empecé a memorizar definiciones del diccionario, para cultivar la agilidad mental, me explica y, gajes del oficio, me obligo a asentir con gesto de arrobo a su absurda perorata mientras no dejo de pensar en qué pasará cuando desaparezca, inocente, feliz y decente, y nos deje a Butragueño y a mí frente a frente.

—Veamos —le resumo—, Mónica Olegar y Olvido fueron compañeras y usted conocía a las dos; también existió una relación demostrada entre esta última y Julio, y ahora descubro que también la había entre ella y Esteban. ¿Ve en qué situación le coloca todo esto? Está en el medio.

Sí, claro que se da cuenta, argumenta, recuperada la locuacidad ahora que Pablo se ha ido, pero no debo sospechar de él, ¿o es que el prestarse a hablar conmigo no demuestra su voluntad de colaborar?

Lo que demuestra, creo yo, es que se lo pasa pipa tonteando. Sé que le pongo, y lo que pienso es que puede estar engañándome, contándome mentiras, jugando al despiste, pero esto forma parte de mi propia paranoia y no se lo digo, no le dejo que me pregunte por qué soy tan desconfiada y, aunque guardo en la recámara la respuesta perfecta —«porque estoy casada con un picapleitos»—, me la como antes de que empiece otra vez con el cuento de que hace falta valor para casarse con alguien como yo. No, lo que yo quiero son verdades, información pura y dura sin salvaguardas ni escaqueos. Que me diga si las conoció al mismo tiempo, si alguna le habló de la otra, si ignoraba que habían trabajado juntas, a quién conoció primero. Cuándo, cómo, dónde, por qué.

Me relata, monocorde, como quien recita una lección que aún no ha aprobado, de repente mustio y apagado, que alguien le presentó a Mónica hace mucho, mucho tiempo, en un pase organizado por Virtudes. A Olvido, en cambio, la conoció hace no más de ocho o diez años, como ya me había contado, un cliente le habló de ella, tenía problemas con su herencia y él la asesoró profesionalmente. Nunca supo de sus tratos con la bicha hasta que un día ella la mentó sin decir su nombre, por supuesto, máxima discreción siempre, máxima discreción ante todo pero, para un putero de pedigrí como él no fue difícil reconocerla por su descripción: una mujer cruel, dijo Olvido, capaz de lo malo y lo peor, falsa como un duro de madera, operada hasta la médula, empeñada en no envejecer, en cambiar de nombre, rango y condición pero tan abyecta como la mismísima Celestina.

En cuanto a cómo llegó a Mónica, nunca vio el book de su promoción porque se la presentaron en carne y en directo y con esas referencias no hizo falta ojear su largo currículo, sólo sus largas piernas. Por eso nunca había contemplado las fotos de Mónica y Olvido juntas, por eso nunca supo que se conocían ni que habían ejercido a la vez la prostitución. Cómo iba a sospecharlo, ninguna le habló jamás de la otra, no pensó que pudieran tener nada en común. Eran mundos distintos, entiéndalo, una pasó a ser una señora, esposa de un cliente y amigo, hortera de tomo y lomo revestida de distinción. Un putón con nombre público en pleno proceso de reconversión.

Olvido, en cambio, vivía en el terreno de lo secreto, de lo oculto. Era una ensoñación para unos pocos, un secreto a voces que no admitía su ostentación.

—Sin embargo —alego—, como usted ha dicho, Mónica es una superviviente maestra en reconvertirse, y para eso hace falta ser más lista que el hambre. Seguro que no se le escapaba ni una y no era ajena a las sospechosas ausencias de su marido todos los miércoles. ¿No cabe la posibilidad de que se planteara investigar con quién se veía él para que no se le acabara el chollo?

—¿Para qué?, ¿no lo entiende? Mónica se casó tras haber firmado un más que generoso acuerdo prematrimonial que, de parir un hijo, hubiera sido espléndido pero que, con tres hijas en su haber, tampoco estaba nada mal. No temía perder su dinero y no le dolía la infidelidad, ni siquiera se lo planteaba. Le importaba un ovario que no la tocara en la cama, lo único que quería era que no la importunara. Con quién saliera o entrase Julio, sencillamente, le daba igual.

—¿Y a Olvido? Ella sí sabría de quién era Julio marido. Habría visto su boda en las revistas, como usted mismo me contó. ¿A ella también le daba igual?

—Tenía cosas más importantes en que pensar.

—¿Como el chantaje? Hemos investigado sus cuentas y sabemos que emitía cheques por importes espectaculares.

—Eso no es problema mío.

—Y los pagos desorbitados que le ingresaba a usted sin falta todos los meses, ¿tampoco son problema suyo?

—No era un pago personal para mí, se trataba de una gestión que realizaba en su nombre, nadie sabe que yo lo hacía por ella y nadie debe saberlo.

—Seré una tumba, pero tiene que decirme al menos de qué se trataba.

—No tendría por qué —responde hastiado—, aunque imagino que no le costaría mucho solicitar una orden y obligarme a cantar: son los pagos de un internado. Sí —me mira con desdén—, sé lo que está pensando: Olvido tenía un hijo, y quería protegerlo. Había quienes no le perdonaban que fuera por libre, gente dispuesta a todo por que desvelase los secretos de sus clientes más devotos. Por eso excepto yo nadie sabe lo de Andrés, él hubiera sido el argumento más valioso para hacerle romper su silencio.

—¿Y ese niño sabe que su madre ha muerto?

—Sólo tiene ocho años. Imagino que tendré que ser yo quien se lo diga.

—¿Y el padre?, ¿quién es?

—No es asunto mío —y antes de que la sospecha le señale, se defiende como gato panza arriba—. A mí no me mire, a los veintiocho me hice la vasectomía. No me apetece ir por el mundo dejando butragueñitos por las esquinas. Pertenezco a una dinastía podrida, es mejor asumirlo y evitar perpetuarla —mi seriedad le mosquea, quizá por eso pregunta—: Y usted, ¿quiere tener hijos?

—No lo sé —confieso con sinceridad.

—¿Y a su abogado qué le parece esa respuesta?

—Tampoco lo sé —repito. Y de pronto reparo en que, con tantos silencios, con tanta indecisión en mi vida, no soy quién para juzgarle, y eso me confunde—. Pero no estamos aquí para hablar de nuestros hijos inexistentes o futuros, sino de los de los otros. ¿Por qué llevó a Esteban a la casa de Olvido?

Se lo pidió él, por supuesto, de otro modo jamás se le habría pasado por la cabeza. Uno no recomienda a un no iniciado a semejante sacerdotisa así como así, un veterano no lleva a cualquiera a un gineceo de los caros. Se trata de un paraíso secreto, algo que sólo debe disfrutar quien lo merezca, quien esté preparado para ello. Esteban es rapaz, es ávido, es cicatero… No, no pensaba dejar el camino abierto, no quería enseñarle su mundo, mostrarle sus debilidades, someterse a sus juicios, plegarse a sus arranques. No se trata de que sea malo, es que es un chico demasiado raro, introvertido, inesperado y nunca se le pasó por la cabeza sacar el tema del sexo con él. No es asunto suyo lo que le guste, no lo sabe ni lo quiere saber. Fue él quien lo abordó y solicitó que le presentara a Olvido. Así, sólo a ella, en concreto. Ya la había investigado con anterioridad. Encargó que siguieran a su padre, incluso él mismo lo hizo algunas veces, me confiesa, y me estremezco pensando en Esteban sentado aquí tarde tras tarde, en esta misma cafetería, cerca del ventanal, más o menos donde ahora estamos nosotros, viendo a su padre entrar y salir, contemplándola a ella ir y venir de sus compras, del gimnasio, de la peluquería. Sí, es muy propio de él, y si acudió a Butragueño no fue por afecto o cercanía, reconoce él mismo, no teníamos ese tipo de confianza pese al tiempo que hace que nos conocemos. Simplemente me necesitaba para pasar el filtro: ella, tan prudente, nunca admitiría a una visita que no viniera recomendada por otro cliente. Jamás.

Esteban, como un déspota moderno, no es que se lo pidiera, más bien se lo exigió. Es su estilo, masculla, y hace una mueca. Se presentó un día en mi despacho y dijo que tenía que conocer a esa tal Olvido. Confesó sin ningún pudor que lo sabía todo, que la había visto, que estaba fascinado y necesitaba, tenía, debía probarla, saborear lo que su padre merendaba todas las semanas.

Si sólo me hubiera dicho eso quizás hubiera valido. Hubiera comprendido su ansia, atisbado incluso gracias a su deseo que es humano y, sabiendo que ése era su motivo, habría aprovechado para hacerle el favor, que me lo debiera y, de paso, tenerlo contento y quitármelo de encima con sus exigencias absurdas, con sus requerimientos intempestivos, siempre déspotas, siempre a destiempo. Pero Esteban se había molestado en pergeñar una serie de patrañas para justificar su avidez. Le habló de sus responsabilidades para con la familia calcadas a las que me contó a mí: que si ella podía chantajear a su padre y destruir el imperio, que tenía que comprobar qué clase de hembra era, saber qué le daba a Julio para tenerlo enganchado, desentrañar la esencia de su poder sobre él… Butragueño la defendió, por supuesto, afirmó hasta el hastío que era una persona íntegra, encantadora, de absoluta confianza, y comprendo ahora que de veras la admiraba, no sé si como cliente o amiga o muñeca sexual preferida. La quería a su modo, un modo adulto, descreído, que le impedía traicionarla por el capricho de ese niñato por muy ahijado suyo que fuera, por más que le jurara que sólo se trataba de rascarse un picor pasajero.

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