Y punto (76 page)

Read Y punto Online

Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Esto te viene grande, Clariña, esto se está complicando.

Sin embargo en vez de rendirse una repentina curiosidad la acerca al corcho de nuevo. ¿Por qué no probar con el resto? Aprovechemos que estoy sola y ya he hecho la parte más difícil, vayamos a por los otros clientes que la visitaban, uno de ellos podría ser su asesino, no se me ocurre otra persona, alguien a quien no le bastaba con tirársela y quería más, alguien que sabía de su relación con Olegar y conocía al Culebra, alguien con rapidez de movimientos en la ciudad porque, a fin de cuentas, ha liquidado a cuatro aquí en apenas una semana.

Céntrate, se dice, y vete sólo a lo esencial. Masturbadores y fetichistas, pederastas y voyeurs, músicos y enfermos, poetas y enamorados: ¿quién de vosotros puede estar en la memoria de mi teléfono? ¿Hay alguien más entre los agraciados?

Clara regresa a su mesa pertrechada con su lista y su móvil y, porque tarde o temprano tenía que hacerlo a pesar del miedo, comprueba desalentada que ningún otro número coincide. Era demasiado fácil, te has creído que todo el monte es orgasmo. Pero no se desanima, sigue llamando, tiene que hacerlo ella, siempre ella, maldice, porque el juez, obtuso, intransigente, por supuesto varón, no autorizó que pasáramos la lista de los números de sospechosos a las compañías telefónicas para que identificasen a los usuarios. Eran demasiados, arguyó y los motivos infundados, y como la mayoría son números de móviles prepago prácticamente imposibles de rastrear, no me queda más narices que mojarme el culo y llamar tirándoles de la lengua con una conversación que simule ser de lo más insustancial. Al fin y al cabo, se trata de llamadas a ciegas, lo que antiguamente los vendedores de enciclopedias a domicilio llamaban «a puerta fría» o, en este caso, «a teléfono frío». Menos mal que al menos, como el tráfico de datos por parte de las empresas es una auténtica escandalera, a ninguno resultará extraña esta forma de acoso publicitario en la que una hábil teleoperadora —servidora— simula venderles un ridículo producto que nadie necesitaría ni en sus horas más tontas.

Con todo, y aunque parece un plan absurdo, un método tan torpe como simple, consigue identificar, además del «Voyeur Patológico», que resultó ser Kodak, era obvio, y comprensivo la animó a llegar al fondo, a destripar todas las pistas, a seguir buscando porque tú puedes, preciosa, tú lo acabarás encontrando, a un actor de televisión, un apolíneo galán veinteañero que enloquece a las niñas y responde al apelativo de «Gay Frustrado»; a un profesor de selecto colegio privado que no podía ser otro que el «Pederasta Ficticio»; a «Músico Loco», un joven cantautor de tendencias homosexuales y politoxicomanías varias; a «Poeta Ingenuo», un ex alto cargo del Ministerio de Justicia con numerosos poemarios publicados; a un insigne miembro de la jerarquía eclesiástica, «Divino Sacerdote», como era de esperar; a un abuelito internado en un selecto geriátrico, «Viejo Enamorado» y a «Masturbador Solitario», uno de los solteros de oro más cotizados de la jet, uno de esos hijos de rey centroeuropeo destronado que sale en las revistas al lado de nuestro querido Príncipe y que ha tenido líos amorosos con mil y una modelos aunque con ninguna se ha casado.

Y aunque la cosa ha ido bien y no me puedo quejar, concluye la lista con tres alias por desvelar: el «Tarado» no responde y no usa buzón de voz, el «Enfermo de Amor» tiene el móvil fuera de cobertura y el «Bromista Triste», según escucho nada más marcar, está desactivado. Estoy por volver a insistir luego, cuando se me ocurre que quizá sea buena idea grabarme esos tres números en la memoria. Nunca se sabe, tal vez ellos puedan responderme a mí, y mientras copio sus datos en las teclas diminutas, un recuerdo me asalta, ¿qué habrá sido de Reme? Se fue con León y prometió telefonearme cuando llegara a casa. Al final he hecho de todo menos saber cómo se encuentra a pesar de que París me pidió que la vigilara. Es lo que me faltaba a estas alturas: hacer de niñera.

Algo desanimada, más bien aplastada por la rutina de tener que seguir interrogando a más personas desavisadas a lo largo del día, busca de nuevo en su libreta, marca su número y espera a que la niña se dé por aludida. A la quinta señal, parece que se digna.

—¿Sí…?, ¿quién es?

—Soy Clara, ¿te pasa algo en la voz?

—No, nada… ¿Cómo se te ha ocurrido llamarme?

—Espera, que te lo resumo: vienes a comisaría a ver unas fotos para identificar a una sospechosa, me dices que te planteas dejar al amor de tu vida y en medio de esa catarsis de sinceridad femenina aparece otro agente, el más rarito y pirado de todos, y te vas con él en pleno arrebato vengador todavía no sé bien por qué. El caso es que me haces prometer que mentiré a tu futuro ex novio si se le ocurre preguntar y me dejas preocupada por cómo te irá la noche con semejante baboso. Así que por ti estoy casi sin dormir y con flato de tanta ansiedad. ¿Y dices que por qué llamo?

—Ay, Clara, jolín, no te pongas así, si yo te agradezco el gesto muchísimo, es que hace mucho que nadie se preocupa por mí y no estoy acostumbrada.

—Vale, vale, no me lloriquees. Sólo dime si estás bien, que todavía no soy tan vieja como para hacer de tu madrastra.

—Pues yo también he pasado una noche horrible, y todo por lo que me dijiste antes de irme con tu compañero. No era capaz de pegar ojo y al final me di cuenta de que echaba de menos el hueco de Carlos a mi lado y, bueno, ya sé que ese vacío lo puede cubrir cualquiera, que, además, él suda demasiado y mancha la almohada de amarillo, pero qué quieres… una conoce esos detalles cuando lleva tiempo con alguien y se sabe todos sus defectos, y yo estas últimas horas he pensado mucho, tanto que al final hasta me dolía la cabeza, y he comprendido que prefiero lo malo conocido que lo bueno por conocer, porque a lo mejor resulta que no me estoy perdiendo nada, porque yo hasta hace dos días como quien dice era muy inquieta y me metía en cada lío que tela, pero tela marinera, y la verdad es que de los tíos con los que me he liado no hay ninguno mejor. Porque él, con todos sus aires de grandeza y esos ojos como platos que se le ponen cada vez que me quito el sujetador, por muy previsible que sea, es mejor que andar buscando ligues que no sabes por dónde les da el viento, y mira, me arrepiento de haberme largado tan alegremente con León porque ¿sabes?, ese tío, de tan raro que es, ni me tocó. ¿A ti te parece normal? Fíjate que hasta Alejandra decía que mi cuerpo estaba hecho para el pecado y ya ves, él lo único que quería era hacerme fotos. Menos mal que, en cuanto vi el plan, le dije que estaba muy cansada y que ni de coña me iba a su casa. ¿No va el tío guarro y me dice al salir de la cafetería que por qué no poso para él, desnuda y atada y sentada en una silla con la cabeza echada para atrás, la lengua fuera y las piernas colgando como si me acabaran de estrangular? Y lo tenía todo previsto, hasta se sacó del bolsillo un pañuelo rojo de seda con el que pretendía tapar la lámpara de su estudio porque así mi piel parecería cubierta de reflejos como de sangre.

Joder, joder, joder.

—Reme, escúchame, ¿vas a volver a quedar con León? Dime la verdad.

—Viene en media hora. Dijo que libraba y que quería enseñarme algo. Yo he aceptado, pero sólo para decirle que lo siento pero adiós muy buenas.

—No, Reme, no quedes con él. Llámale y dile que se ha muerto tu abuelo, o tu padre, o tu perro, lo que sea, pero no te pongas a su alcance. ¿Desde cuándo una tía cañón como tú tiene tanta cortesía con un aborto como León?

—Desde que sé que es compañero de Carlos. ¿No lo entiendes? Aunque no me tocó un pelo es capaz de inventarse cualquier trola, de decirle que me he acostado con él y fardar ante todos de que se ha pasado por la piedra a su novia. Qué más da que sólo fuéramos al bar de enfrente, con lo celoso que es Carlos prefiero no correr riesgos ahora que he decidido apostar por él. León llegará en media hora, y cuando suba le dejaré bien claro que lo de tontear con él ha sido un error que no se volverá a repetir. Así me cubro las espaldas, por si acaso.

—Reme, ¿hay alguien más contigo?

—No, estoy sola en casa de mi hermana, en Villalatas, ella está en el trabajo.

—Dame la dirección y, sobre todo, no se te ocurra abrir la puerta.

—¿Por qué? Me estás asustando.

—No temas, quédate tranquila, es sólo que prefiero que no estés a solas con él, ya sabes que es un bicho raro y un pirado.

—Clara —y noto cómo la niña gimotea—, me está entrando miedo por esa voz que pones, yo no quiero quedarme sola, voy a salir a buscar a mi chiqui…

—No te muevas de ahí y echa el pestillo, ahora mismo aviso a Carlos para que vaya a buscarte. Prométeme que no abrirás a León se ponga como se ponga.

—Vale, no sé qué pasa, pero me fío de ti y te doy mi palabra.

Clara cuelga desesperada, nerviosa, sabiendo perfectamente lo que tiene que hacer, casi subiendo las escaleras de tres en tres hacia la oficina de personal, cuando tropieza en la puerta con alguien que llega con su calma habitual.

—Nacho, ¿¿¿qué haces aquí???

—Ir a mi silla a echarme una buena cabezadita, lo de siempre. Trabajo aquí, no sé si te acuerdas. ¿Pasa algo?

Pero ella no tiene tiempo para ofrecerle una explicación coherente, sólo quiero salir, correr, quitarme de encima esta angustia que me atenaza y actuar para después, por fin, descansar.

—¿Tú sabes adónde se dirigen Bores y la patrulla? —le apremia.

—Claro que sí, fui yo el que ayer estaba de guardia y capté el soplo en el polígono. La operación parte con un seguimiento desde la terminal de carga del aeropuerto para luego darles el alto con la mercancía en la carretera o cuando la estén introduciendo en la nave industrial.

—¡Mierda! ¡No puede ser!

—Pero no me grites, nena, tampoco es para ponerse así porque te hayan dejado en tierra. Mírame a mí qué tranquilo estoy, a veces si no se puede, no se puede y además es imposible.

—Toma, te apunto en este papel el móvil de París y una dirección. Llámale desde ya y cuando consigas dar con él le dices que lo deje todo y salga pitando a casa de la hermana de Reme. Está en peligro y hay que protegerla. Y tú también sal ahora mismo hacia allí, a ver quién de los dos puede llegar antes.

—¿En dónde vive?

—En Villalatas.

—Anda que queda cerca. Yo en esos barrios dormitorio siempre me pierdo, todas las calles y los bloques son iguales —pero ante la mirada amenazadora de Clara, recula—. De acuerdo, cojo las llaves de un zeta y le voy localizando por el camino.

—Y no se te ocurra utilizar el póker ni la radio del coche, podría interceptar la conversación y le pondríamos sobre aviso, de lo que se trata es de pillarle desprevenido, ¿entiendes?

—Pero ¿de qué me estás hablando?

—Ah, y no le comentes a nadie adónde vas, ahora sólo me fío de ti, ni siquiera de París. Cuando hables con él por tu teléfono no le cuentes nada de esta conversación, no le digas que no confío en él, sólo comunícale lo que acabo de contarte y que salga escopetado a buscar a su novia.

—A ver, aquí qué coño pasa, esto me está escamando si ya ni siquiera confías en tu propio compañero. ¿Y tú por qué no vas allí si tan claro lo tienes?

—Yo me voy a por pruebas al domicilio de ese cabrón que quiere cepillarse a Reme para pillarle por los huevos y que luego no tenga escapatoria legal. Si cuando llegues a Villalatas él ya está allí, desármalo y espósalo en cuanto le veas y no te dejes engatusar por nada de lo que te diga. Confía en mí.

—¿Así que le conozco? ¿Y va armado? Jodeeeer…

Clara ya no contesta, se acerca como hipnotizada al corcho, donde ríe frente a ella con su boca llena de celdas el cuadro con las guardias que le demuestra como una burla, para su desconcierto y desazón, que la noche del martes, el día en que asfixiaron a Santi en El Pardo, el ahora principal sospechoso, uno de sus propios compañeros, ese poli al que el Culebra temía y que decía pringado de mierda hasta el cuello, que apenas sale a la calle a patrullar y no se despega nunca de su ordenador, estaba de guardia, precisamente con Nacho.

—Clara, Clarita, atiende un poco porque esto no tiene sentido —implora éste—. ¿Quién es ese tipo del que me tengo que proteger?

—Dime una cosa —pregunta con voz ausente, haciéndose la tonta que, suavemente, le intenta sonsacar—, ¿tuviste guardia el martes por la noche?

—Sí, pero no me estás respondiendo.

—Ahora te cuento, ¿quién fue tu compañero esa noche? Aquí pone que León. Qué raro, él siempre inventa pretextos para no salir de comisaría.

—Pues se tuvo que joder. Los turnos están para cumplirlos.

—Así que estuvo de guardia contigo, ¿toda la noche?

—Toda. ¿Por qué lo preguntas? —y Nacho que empieza a mosquearse.

—Venga, dime la verdad, ¿no os separasteis ni un segundo?, ¿no te fugaste media horita a comprarte un bocata de calamares por ahí?

—Que no, joder, qué pesada, estuvimos juntos, no nos movimos del coche, hora tras hora con ese friki a mi lado sin hablar de nada, mirando por la ventanilla y encima ahora tú dando la brasa con estas chorradas, ¿no tenías tanta prisa por ir a auxiliar a Reme? ¿Me quieres contar a qué viene todo esto, quién es ese tipo que te tiene acojonada y al que ni siquiera sé si conozco?

—Claro que le conoces. Es León —confiesa sin mirarle, cogiendo una segunda pistola de su cajón, saliendo ya por la puerta a zancadas, con el corazón en un puño y una firme determinación.

XXV

—Perdona, ¿podrías decirme cuál es el domicilio del agente León Cortés? Pertenece al grupo judicial —solicita Clara con una sonrisa obligada a la encargada de administración, conteniendo su respiración, fingiéndose calmada.

—¿Motivo? —cuestiona ésta sin alterar el gesto.

—Acaban de avisar del hospital de que su madre se ha caído en la calle y es probable que se haya roto la cadera. Le han estado llamando al móvil toda la mañana pero lo tiene apagado y en su casa el fijo comunica. Me preguntan si alguien podría trasladarse hasta allí y avisarle —como ve que la agente duda, compone su expresión más compasiva para suplicar un poco de humanidad, un mínimo de comprensión—. Se me parte el alma al pensar en la pobre anciana tan sola en urgencias, tan desvalida…

—Se te partirá por ella, supongo, porque el hijo es un mamón.

—Cierto, pero su madre no tiene la culpa de que él se hubiera tirado de la cuna cuando era pequeño.

La oficial se sorprende pero sonríe, teclea el nombre y parece satisfecha cuando en pantalla aparecen los datos. Instantes después señala con su barbilla el folio que la impresora vomita mientras le guiña a Clara un ojo:

Other books

Pineapple Grenade by Tim Dorsey
Child of Mine by Beverly Lewis
Donne by John Donne
Curvaceous by Marilyn Lee
Rock The Wolfe by Karyn Gerrard