Se cierra en banda aunque percibo que se muere por preguntarme cómo he averiguado esto también, pero me lo callo. Por qué voy a revelarle que al fin he comprendido que el origen de todo está en descifrar las claves del contestador de Olvido. Si Vito y Virtudes eran realmente su padrino y su madrina, ¿por qué no iba a ser cierto que Malde fuera su primo? Qué más da que sus apellidos no coincidan, ¿acaso no volvió Vito del extranjero con nuevos nombres para todos bajo el brazo? Cómo no lo vi antes. Esto es un negocio de familia y, como buenos mafiosos, la familia para esta gente está ante todo. Por delante de la vida, de las restantes personas, de la muerte.
—A Vitorio no se le puede molestar, yo misma me he encargado de que descanse lejos de aquí. No le queda mucho.
—Sólo quiero prevenirlo y hablar con él. Está en peligro y lo sabes —la bicha se aferra a su silencio, se obstina—. ¿Quién te crees que eres, la nueva cabeza de familia, la heredera del imperio? No te engañes, ya no hay nadie más por proteger, en breve los que te quedan estarán muertos o entre rejas.
—No me convencerás —sonríe serena—. No me sacarás ni un solo dato.
—¿Cuándo vas a asumir que no soy tan estúpida como parezco? No te necesito. Winston me dará la dirección, nadie mejor que su chófer sabrá adónde condujo a su amo.
*
Así que toda esta mierda es por una herencia, reflexiona y maldice mientras conduce como una flecha con la sirena sobre su cabeza sonando, si cabe, tan histérica como ella. Todos están locos, como cabras, y golpea con impaciencia el volante porque acaba de tropezarse con un nuevo atasco en la ronda de circunvalación, ahora por lo menos debería aprovechar para llamar a Nacho y París con la intención de avisar hacia dónde se dirigirá y ordenar, expeditiva, que a pesar de que no queden apenas efectivos libres algún coche patrulla acuda a detener a Virtudes por, entre otras cosas, corrupción de menores, no en vano prostituye a la tierna Cielo y también lo intentó con una Reme de la que nunca sospechó que hubiera pasado de los diecisiete. Sé que ese arresto tendría que haberlo efectuado yo, se reconcome dejándose llevar por la culpabilidad, pero ahora no puedo perder el tiempo, cavila mientras insiste con el teléfono desesperada porque ninguno de esos dos se aviene a descolgar, a saber qué estarán haciendo, refunfuña, y en una de las paradas forzosas se dedica a buscar en el callejero el lugar donde se supone que Vito está internado: Clínica del Dr. Miramón, «Descanso, Salud y Atención», frente al parque de El Retiro, suite 217, lee en la tarjeta que el solícito Winston le facilitó. Qué fuerte, además de habitaciones corrientes tienen suites, hasta para morir vale la pena ser rico. Será una experiencia verlo, eso si consigo llegar por esta puta vía rápida que en absoluto hace justicia a su nombre.
Un trío de patos mecánicos posados sobre una fuente aletea sin cesar ante la puerta; lo hacen todo el año, de hecho, con la única excepción del invierno, cuando el engranaje de sus alas se congela, y Clara, al salir del coche y contemplar a los bichos autómatas y las paredes de ladrillo rojo del sanatorio y las ventanas enrejadas, no puede evitar estremecerse, porque ni el seto podado con esmero, ni el parterre de flores en el jardín, ni el gato tumbado a la bartola bajo el sol cálido pero no abrasador del otoño ni el amable cartel de bienvenida consiguen ocultar ese aire lúgubre que, precisamente por el maquillaje de apacibilidad, asusta aún más. Es la luz cegadora de esta hora de la sobremesa con su brillo demasiado afilado, es mi estómago vacío, la impaciencia del hambre que lo vuelve todo negro, intenta convencerse para no darse la vuelta y huir porque desengáñate, no vas a encontrar nada bueno ahí dentro.
La cara de Vitorio Grandal me acecha medio oculta por el embozo de la sábana y sé que para él taparse así no es un gesto de cobardía sino de coquetería. Al fin le puede más la educación que la rabia de no controlar su escena y decide fingir que todavía ostenta la corona, tanto al menos como dure mi visita. Se incorpora con la mayor dignidad que es capaz de reunir, me tiende su mano huesuda y agradece con un apretón tibio el detalle de venir a hacerle compañía.
—No vengo a visitarle —le aclaro—, sino a protegerle.
—¿De qué? —ironiza—, ¿no le han dicho que me estoy muriendo?
—Sí, e imagino que le gustará hacerlo tranquilo en vez de que un disparo a traición le sorprenda en esta habitación.
—¿Quién va a atreverse a venir a matarme aquí? —bromea.
—Hay mucho loco suelto, como su sobrino Malde, el único que le queda —hace un gesto de dolor al oírme, pero no me apiado, no lo suficiente—. No sé cómo no vi que esto no era más que una lucha sucesoria. ¿Por qué no le puso freno?
—Ordenar la supresión de alguien ajeno es desagradable aunque no difícil, pero ¿cómo mandar asesinar a quien lleva tu sangre? En las novelas parece sencillo, en el mundo real no lo es tanto. A la larga uno se cansa de tanta muerte.
—¿Sabía que todo era una trampa, que la droga no es más que un señuelo para desviar la atención de la Policía, que el auténtico objetivo es dar un golpe de estado en su imperio?
—Algo imaginaba —admite—, pero me vendieron el plan demasiado bien como para rechazarlo. Malde no dejaba de repetirme que sería mi gran despedida, el adiós de un mito, y me dejé llevar por la codicia.
—¿Y no le puso sobre aviso la muerte del Culebra? —le sugiero.
—La muerte de Quique me golpeó, pero no me sorprendió, si he de ser sincero. Antes, cuando conseguía desengancharse y mantenerse una temporada limpio, me ilusionaba pensando que sería mi sucesor. Era el líder perfecto, tenía carisma, talento, simpatía, le sobraba mala leche cuando quería y no se dejaba tentar por la ambición. Yo intentaba motivarlo, era muy presumido, de modo que le regalaba mis trajes casi nuevos y le decía que, si llegaba a convertirse en mi ayudante, vestiría así el resto de sus días. Pero estaba demasiado enganchado. Por eso, cuando lo encontraron, con una jeringuilla clavada en el antebrazo, no me costó aceptar que había recaído. Sabía que ocurriría tarde o temprano.
»Pero cuando intenté localizar a Olvido para comunicarle el hallazgo del cuerpo de su hermano y vi que no aparecía por ningún lado, la cosa empezó a preocuparme. En un mensaje suyo que por fortuna nadie pudo filtrar decía que tenía algo importante que contarme, le habían llegado indicios de que me querían liquidar pero no podría impedirlo porque antes existía una prioridad para ella, una persona esencial en su vida a la que salvar. Aún hoy sigo sin entenderlo. Su único hermano acababa de morir, ¿a quién podría referirse? Cuando me describieron cómo la habían encontrado en su casa, colgada así, desmadejada, mi vida dejó de tener sentido, no sé cómo pude mantener la calma cuando usted vino a verme aquella mañana, sin el apoyo de mi sobrino hubiera sido imposible. Más tarde comprendí que su ayuda era igual de falsa que él. Es una serpiente, como su madre, con sus mismos ojos fríos de loco. Sin embargo en aquel momento me sentía débil, viejo, y accedí a ponerlo todo en sus manos porque parecía cambiado, ya no era ese niño mimado de gustos peligrosos e, insólitamente, alentaba mi empeño de esclarecer aquella muerte. Se informó, indagó entre sus soplones y me habló del empresario, uno de los mejores clientes de Olvido: sólo podía haber sido él, se había encoñado y la quería en exclusiva, a lo que ella se habría negado. Debíamos vengarla, sin piedad, sin compasión. Me juró que se encargaría él mismo. Y acepté. Por eso aquella mañana, en mi pequeño cementerio de animales, le revelé que el tema ya estaba zanjado, ¿recuerda?
Por qué no lo advertí hasta llegar a casa de León, se reprende Clara: los tres, tan diferentes, tenían la misma ambición, hacerse con el poder en sus respectivos «sectores». Su plan era perfecto, nadie podría relacionarlos, en teoría no poseen nada en común, no se les ha visto juntos jamás ni se presume la clave para descifrar su coalición. Cada uno busca ser el amo de su imperio: el del crimen, el empresarial y el de la Ley, este último en su vertiente corrupta ya que a los dos primeros la podredumbre se les presupone. Valentín Malde, Esteban Olegar y León Cortés, tres alimañas cansadas de esperar a que llegara su turno y que actuaron de dos en dos, como peones conjurados para cubrirse las espaldas con perfectas coartadas previstas para que quedase libre el beneficiado directo en el momento en que su rey cayera asesinado. Sea quien fuere el miembro de la terna que lo haya ideado, se trata de un crimen perfecto a tres bandas en el que todos salen ganando. Lástima que se les esté yendo al carajo.
El procedimiento no puede ser más simple, más claro, más genial: León y Cara de Gato se encargaron de Julio César Olegar mientras Esteban permanecía en el domicilio familiar haciéndose pasar por el hijo bueno que juega con sus hermanas. Éste y Cara de Gato fueron a por Santi en lo profundo del monte de El Pardo la noche en que León, que extrañamente se presentó voluntario a una guardia para despistar, pasaba las horas con Nacho, mi Nacho, que ahora sé que no me mintió. Y ante mí observo a Vito que, sabiéndose sentenciado, reposa con la dignidad de una alimaña en espera de la llegada de la parca.
No es difícil imaginar a quién tendré que enfrentarme cuando venga a cobrarse esta última pieza que yace moribunda sobre una cama. La coartada de Cara de Gato para hoy es arriesgada y hasta ilegal, pero a efectos judiciales nadie podrá negar que se encontraba descargando la mercancía en su almacén particular mientras sus dos compinches de tablero le proporcionan a don Vitorio Grandal billete para el eterno descanso. Teniendo en cuenta el negocio al que pertenece, compuesto de mimbres donde la lealtad y el honor son parte fundamental del cesto, es un pretexto inmejorable. Qué mejor alegato ante sus hombres confesar que la mañana en que al padrino lo mandaron al otro barrio él supervisaba un golpe en el que le ordenaron estar al mando.
Para mi sorpresa, el anciano interrumpe mis reflexiones desatando las suyas en alto:
—De mí se va a encargar Valentín, lo sé. Que usted haya llegado hasta aquí quiere decir que la operación ha fracasado. El niño pijo y el madero corrupto son dos ratas preocupadas por salvar su pellejo, seguro que ahora mismo están intentando huir de la ciudad. En cambio mi sobrino es inepto y sanguinario. Le gusta acabar lo que empieza, insistirá en venir a por mí. Es algo personal.
—Ya veremos.
—Lo que no consigo entender es cómo averiguaron ustedes que la operación se efectuaría hoy. Sabíamos que hacían guardia día y noche camuflados ante la verja, pero gracias al inhibidor no podían escuchar nuestras comunicaciones. Estábamos convencidos de que saldríamos escalonadamente delante de sus narices sin que se percataran de adónde nos dirigíamos. Dígame, cómo lo hicieron.
—Cuando algún coche salía de la mansión lo seguíamos con equipos portátiles de escucha por satélite, claro que eso no lo sabían sus ocupantes. Sus hombres largaban por el móvil sin ninguna precaución, jamás sospecharon que a menos de un centenar de metros nos enterábamos de todo.
—Qué desastre, ya no quedan profesionales, tendré que restregarle en la cara a mi sobrino lo inútil que es cuando venga a saldar cuentas.
—¿Todavía sigue obcecado en que será él a pesar de que a estas horas ya le estarán leyendo sus derechos camino de comisaría? —pero, con todo, Clara se levanta del sillón que ocupaba frente a la cama y prepara sus dos pistolas, la habitual de la sobaquera y la que, desde que esto se complicó, no se despega de su tobillo. Busca con la mirada un buen escondrijo y descarta el baño, es el primer sitio al que suelen entrar las enfermeras para limpiar la cufia y tras la cortina me sentiría bastante ridícula e imprudente. Mejor el armario, resuelve, y con cautela se introduce en su interior dejando la puerta entreabierta para no quitarle ojo, pálido pero sereno, a Vito. Me da igual quién de los otros dos venga. Estaban Olegar o León si es que Nacho y París no han sido capaces de detenerlo. No me pillarán en bragas, al viejo no se lo va a cargar nadie en esta habitación conmigo dentro.
No sé cuánto avanza el minutero, un cuarto, media hora, una semana, un siglo, las piernas empiezan a dormírseme, oigo continuos pasos en el pasillo, risas de niños, broncas de adultos que discuten por antiguos roces familiares y ramos de flores envueltos en celofán que tiemblan ruidosos cuando los estrujan. De vez en cuando Vito mira al armario de soslayo y percibo que piensa que soy muy poca cosa para enfrentarme a tanto, pero qué voy a explicarle, ¿que mis compañeros creen que la víctima será otra persona y que no saben siquiera que estoy aquí porque no he podido localizarlos y, aunque lo hiciera, pensarían que mis teorías son puras quimeras?
Repentinamente, alguien entra en la habitación. Intento atisbar quién es, pero sólo distingo el blanco de una bata que me ofrece su espalda y los lazos de la mascarilla anudados en su cogote. El hombre se planta frente al enfermo y lo observa con detenimiento. El viejo no hace nada, sus ojos brillan de un modo especial pero pueden ser mil cosas las que lo provoquen, como que esté cagado de miedo ante la inyección que le van a clavar o, quizá, le divierta la situación ahora que no le importa morir. Me cuestiono de pronto, en un rapto de lucidez, cómo es que un doctor que sólo pretende visitar a un paciente lleva mascarilla fuera del quirófano, y entonces suena el típico ruido intempestivo, el de una tablilla de madera que cruje bajo mis pies. En una fracción de segundo el embozado se gira y se coloca frente al armario y, en ese breve lapso, sólo consigo abrir la puerta de un puntapié para, con mi pistola, situarle en mi punto de mira mientras me doy cuenta de que estoy gritando que soy policía, que se quede quieto, que levante las manos de una maldita vez.
Las cosas están así: estoy apuntándole, y él a mí también.
Sin embargo no es eso lo que más me molesta, sino el comprender que me he vuelto a equivocar en mis pronósticos mientras veo cómo baja su mascarilla, sus labios sonríen y refulgen sus ojos de gato.
—Subinspectora Deza, ¿qué hace en ese armario? La creía al rescate de la pobre Reme, no fuera que la estuvieran cortando en pedacitos —se burla.
—Allí se bastan sin mí. Por cierto —me finjo distendida, pero no dejo de controlar sus movimientos—, ¿cómo escapaste del cerco policial?
—Cuando León llamó para contarme que le habías descubierto comprendí que el barco se hundía, así que me metí en el aseo del aeropuerto, donde esperaba uno de mis hombres por si algo se torcía, y nos cambiamos de ropa. Siempre hay que tener prevista una fuga, por si acaso. Lo aprendí en una película.