Y punto (82 page)

Read Y punto Online

Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

—¡Ya lo sé, joder! —responde irritado—. No me digas qué tengo hacer —y, aunque lo farfulla en un tono borde, no se lo tendré en cuenta porque nunca ha sido capaz de mostrar el más leve atisbo de humor y, además, está tan acojonado como lo estuve yo.

Finalmente no le queda más remedio que descubrirse, andar unos pasos y, pese a que quisiera continuar tomándole el pelo y soltarle que vaya flotadores le están saliendo, sé que acabó la hora de las chanzas, así que callo, cierro la boquita y contengo la respiración hasta que al fin le veo llegar donde se supone que Cara de Gato está agazapado.

—Por éste ya no tendremos que preocuparnos más. Le has disparado en el cuello, en el hombro y en un pulmón. Se ha desangrado.

—Fue todo tan rápido que me pareció que sólo le había alcanzado de refilón —explico balbuceante mientras se acerca a mí nuevamente—. ¿Cómo has dado conmigo tan pronto?

—Me tenías preocupado. Al final no llegué a ir a Villalatas, le pedí a Nacho que se quedase cuidando de Reme mientras llegaban los refuerzos y me fui con una patrulla al chalet de Vito porque imaginé que habrías ido allí, en donde detuvimos a tu amiga Virtudes. El chófer nos indicó que venías sola hacia la clínica. Ya estaba llegando cuando oí por la radio que había un tiroteo y supe que no podía tratarse más que de ti —me cuenta acuclillado para ponerse a mi altura—. Joder, Clara, estás fatal.

—Tampoco es para tanto —intento tranquilizarle—. Un poco de sangre y algún músculo que la bala habrá rozado.

—Pues se ve muy mal, no sé si te ha traspasado o se ha quedado dentro —bien por ti, París, eso es lo que necesitaba, buenas noticias—. No me atrevo a moverte, seguro que es peor, y la ambulancia estará al llegar.

Pero no va a ser tan fácil dejarme descansar, se ha empeñado en darme palique para que no duerma o no me desangre yo también o es que a lo mejor para una vez que le hago caso sin burlarme no me queda más remedio que escuchar su perorata sin protestar. Hablamos de lo bonito que se presenta el otoño, de lo agreste de esta zona del parque que incluso se asemeja a un bosque, de la pinta de manicomio siniestro del edificio de enfrente y de que no me preocupe, todo va a salir bien. Quiere saber por dónde anda Ramón pero a eso no le respondo, no vaya a ser que por recordarlo se me desgarre un trozo de carne más sobre este césped asqueroso, plagado de colillas y cacas de perro. Entonces me pide pormenores de mis pesquisas y le cuento con detalle, atragantándome, tosiendo de vez en cuando, con el mayor lujo posible de datos porque las malditas ambulancias no llegan, todo lo que recuerdo, y le confieso, con un resto de pudor en mi conciencia, que hasta el último momento, justo antes de llegar haciéndose el héroe aquí a mi lado, sospeché de él.

—Pero ¿por qué? —y no lo entiende.

—En realidad no lo sé, Carlos… Por tu actitud, por tu aire de no pertenecer a ningún lugar que te vuelve tan ajeno que despiertas desconfianza y, bueno, por algunas ausencias destacables, como desaparecer el martes por la noche cuando estaban agrediendo a Santi y a su querida en El Pardo. Tu novia me contó que ese día la dejaste plantada con la cena y no tenías guardia, es comprensible que me haya saltado la alarma.

—Al final quedé con la secretaria del juzgado —se declara avergonzado. Estás tonto, quisiera decirle. Es más, le gustaría poder levantar el brazo y darle una colleja bien merecida, pero le costaría demasiado y además, según su última epifanía, quién es ella para juzgar a nadie. Tal vez, abrumado por el silencio, incómodo porque le aterroriza que la pueda estar palmando, París continúa hablando—. Pero no pasó nada. Me rajé. No puedo hacerle eso a Reme.

Estupendo, dilucido, tanta sospecha para nada, estos dos incólumes redescubriendo su amor y yo en el suelo como un colador y maldiciendo mi suerte. Como no me cuente pronto algo que no sea más jugoso voy a acabar prefiriendo perder el conocimiento.

—¿De quién más sospechabas en comisaría? —pregunta inesperadamente.

—Por momentos se me pasó por la cabeza Javier el Bebé —le confieso casi sin voz—. Ese arañazo en la mejilla y su ausencia durante dos días, incluido el fumarse una guardia, era para escamarse con fundamento.

—Te voy a contar algo —se ríe ahora y se acerca más a mí—: hoy vino con nosotros al asalto, supongo que querría hacer puntos y demostrar que está implicado en su trabajo, pero como tampoco terminamos de fiarnos Bores me encargó que lo tuviera controlado. Sé lo que piensas, que a un agente que le han abierto expediente no deberíamos haberlo llevado, pero mira, hacían falta efectivos y ni siquiera a un impresentable como ése se le hacen ascos. En fin, mientras esperábamos para detenerlos, durante esos minutos que pesan como losas, mucho más a los novatos, y te entra esa neura de que vas a morir con la cabeza llena de culpa, el corazón cargado y el calzón cagado, me contó que su desaparición se debió a uno de sus líos de faldas. Al parecer, esa «amiga especial» que tenía lo pilló en la cama con su compañera de piso, una de las universitarias de las que tanto renegaba, y del cabreo le hizo un siete en la cara con las garras y entre todas lo echaron del apartamento a patadas. Luego, como no quería volver a casa de su madre, se buscó una pensión y en los bares en el Centro se hinchó a beber como un cosaco para ahuyentar las penas. Dos días con sus noches le duró la mona en la habitación, sin coger el móvil, sin dar señales de vida y, por supuesto, sin aparecer por comisaría.

Ahora es cuando meto el puñetazo en la mesa y lo mando a la mierda, no a París sino al otro, al Bebé y a todos, a los colegas ineptos que te hacen sospechar y sentirte culpable en vez de ofrecer una inocua explicación, a las vueltas que me obligaron a dar para resolver un maldito caso que sí, tenía su miga, pero tampoco hubiera sido tanto si las mentiras, la ocultación de pruebas, la inmadurez, no se inmiscuyeran en nuestra investigación, a los recuerdos del Culebra y Olvido, de Santi, ese bromista triste que aflora ahora junto a ellos nítido en mi retina y me sonríe, y todos me saludan y de pronto sus caras se emborronan. ¿Es éste vuestro agradecimiento?, ¿yo aquí tirada y sólo se os ocurre saludarme como si tal cosa, no hay ningún otro premio para mí que no me puedo mirar al espejo desde que le he mentido a tus hijas, que me la he jugado por darle sentido a vuestra muerte, por ir más allá, por encontrar a todos los clientes de tu absurdo listado menos a ese «Enfermo de Amor» que seguro que habrá pasado a mi lado sin revelarme su condición, por pringarme las manos en la basura de tu chabola a pesar del asco, a pesar del olor, por lloraros como se debe y preocuparme de que al menos tuviera una resolución medianamente creíble el final que os consumió? Pero ni mesa ni puñetazo ni recuerdos ni la madre que los parió, tendría que darme la vuelta y desahogarme en el árbol que me apoya pero no encuentro la postura ni la fuerza ni la ocasión, sólo las ganas de cantarles cuatro cosas a los testigos de mi triste destino, a los responsables de mi condena o mi bendición, aunque antes de poder pensar nada coherente se me cierran los ojos lentamente y siento que esto se acaba. Hasta la vista, kaputt, adiós.

*

—¿Clara? ¡Clara!

Parece que me he dormido, barrunto entre brumas y la pesada confusión que me impone el sueño. Algo se balancea y descubro que se trata de mis piernas al ritmo de los pasos de alguien que no soy yo. Siento calor, la ropa se me pega al cuerpo y me agobio porque todo se agita demasiado. Es París, comprendo de golpe, que me lleva en brazos y suda contra mí o incluso puede que llore, que reclama mi atención al borde de la histeria porque he perdido el conocimiento, cruzando senderos y charcos por entre los árboles, resbalando sobre las hojas mojadas caídas hasta la clínica del doctor Miramón otra vez, de vuelta, pero ahora no a visitar a ningún enfermo sino a que me arreglen a mí, a que me curen y llenen de estopa el agujero de mi pecho.

—Cálmate un poco —le pido—. Tanto traqueteo no es bueno. Duele más.

—¿Y qué hago, Clara? —responde desesperado—, ¿dejar que te desangres bajo el árbol?

—Creo que hubiera sido mejor quedarnos quietos —insisto.

—Y qué le digo a tu marido. ¿Que os dejé morir? No seas irresponsable. No tendrías que pensar sólo en ti.

—¿Se puede saber por qué me hablas en plural…?

—Ni siquiera en este momento vas a confesármelo —suspira—. Sé que llevas un niño dentro, siempre lo he sabido.

—¿Niño?, ¿qué niño? —jadea y toma aire, muy poco, el suficiente para chillarle—. Pero ¿qué demonios estás diciendo?

París se muestra confundido y, tal vez por la sorpresa, sin darse cuenta, sin querer, sus manos grandes y blancas la aprietan más contra él, la exprimen como a una fruta, la aferran mientras tartamudea su explicación.

—Ya sabes, Clara, todo eso de pedir cita al ginecólogo y hacerte una ecografía. No te enfades, te oí hablar por teléfono y terminé atando cabos.

—No puede ser, no puede ser…

—¿Te duele mucho?

—No es eso, es que no puedo entender cómo todavía no te han quitado la placa con el poco seso que tienes —susurra con una mano como una garra que se aferra al cuello de su compañero, se incorpora a medias y acerca sus labios a su oído porque apenas puede hablar—. No estoy embarazada, tonto, puede que tenga un tumor en el pecho. Debía haberme hecho una biopsia, pero tanto asesinato en las últimas semanas no me dejó tiempo.

—Lo siento muchísimo. Sólo queríamos protegerte, nunca pensamos que…

—¿Por eso Santi y tú me apartasteis de las guardias y del asalto a la nave de Vito? —comprende de pronto, con los ojos clavados en él.

—No queríamos ser imprudentes, no íbamos a dejar que te expusieras así. ¿En cuál de los dos pechos es? —se le ocurre de pronto, pero ella ya no responde con la boca abierta y los ojos cerrados, la frente fría, la respiración tan débil, apenas un soplido de aliento contra su piel. París la sacude con violencia para que no vuelva a perder la consciencia, para que continúe hablando—. ¡Clara!

—En éste… —contesta como beoda apenas acertando a señalárselo con el dedo que casi no consigue levantar.

—Ahí es donde te han disparado, no sé muy bien a qué altura, la sangre no me deja ver bien por dónde entró la bala, sólo sé que está encharcado todo el costado desde la axila hasta la cintura.

—Qué suerte, a lo mejor me ha reventado el tumor. Matar dos pájaros de un tiro… —y hace un ruido extraño al tomar aire, como un silbido que no se sabe si es el viento saliendo de su boca o su risa que huye volandera.

—No hagas tanto esfuerzo, no es bueno para ti —y como teme haber sido brusco y no quiere que deje de escucharle, que se pierda en su mundo y ya no preste nunca más atención, intenta mantener la calma con un tono que pretende tranquilizador—. Ya estamos llegando, ¿no oyes las ambulancias? Sólo hay que bajar las escaleras y cruzar el semáforo, no más de cuarenta metros, te lo prometo. No entiendo por qué han tardado tanto, habrán estado como siempre en algún atasco por culpa de las mil obras del alcalde pero seguro que ya están al pie de la verja, aguanta un poco.

París no sabe si Clara todavía atiende, aunque con los ojos entrecerrados mueve débilmente la cabeza señalándole algo.

—¿Qué es eso que suena?, ¿tu móvil? —ella asiente con la barbilla para indicarle que sí, premio, no eres tan tonto como creía—. ¿Dónde lo tienes? —y mete como puede los dedos en el bolsillo de su vaquero y consigue sacárselo para mirar de refilón quién la está llamando—. Es Ramón, es tu marido, ¿sigue fuera de la ciudad? ¿Qué le digo?

—Dile que venga… —ordena como en sueños entrando en un sopor que la cerca a pasos agigantados—. Si pregunta no le digas nada, sólo que le necesito. Que le quiero… Que no puedo esperar.

—¡Clara! —grita París, alarmado, corriendo con su compañera en brazos.

—Que venga, sólo que venga —repite abandonando la consciencia—. Y punto.

Citas

Aunque Clara, como todos los demás personajes y situaciones de
Y punto
, es un personaje de ficción, muchas de sus reflexiones, recuerdos o pensamientos obedecen a referencias reales, a los poemas que imaginé que habría leído, a la música que ha escuchado, a todas las películas que ha visto y que la hacen, en el fondo, ser como es. Por eso es de justicia reconocer la autoría de todos aquellos músicos y escritores que la han alimentado y, por supuesto, agradecer a todos ellos, e incluso a algún pintor y cineasta también, la inspiración que me han brindado y las horas de placer y compañía que sus canciones, poemas, novelas y películas, estén o no reflejadas en este libro, me han proporcionado.

Por orden de aparición de los autores, en esta novela se cita a Federico García Lorca («Gacela de la raíz amarga», «Gacela de la Muerte Oscura», «Suicidios» y
La casa de Bernarda Alba
), Dámaso Alonso («Insomnio»), Luis García Montero («Coplas a la muerte de su colega» y «Canción amarga»), Manuel Rivas («Sí, sigo aquí» y «Ela acúsame de non ter sentimentos»), Jaime Gil de Biedma («Aunque sea un instante», «Loca», «A través del espejo», «Albada» y «Canción para ese día»), Rafael Alberti («Espantapájaros» y «El alba denominadora»), Leopoldo María Panero («20.000 leguas de viaje submarino», «La canción de amor del traficante de marihuana» y «Un cadáver chante»), Pere Gimferrer («Recuento»), Joaquín Sabina («Qué demasiao»), William Shakespeare (
Sueño de una noche de verano
), El Último de la Fila («Aviones plateados» y «Tú me sobrevuelas»), Nacha Pop («Persiguiendo sombras»), Pablo Neruda («La canción desesperada», desglosada en su práctica totalidad entre los capítulos sexto y séptimo), Miguel Hernández («Elegía a Ramón Sijé» y «Nanas de la cebolla»), Paul Auster (
El país de las últimas cosas
), Alaska y Dinarama («Perlas ensangrentadas»), Nizzar Kabbani («Perro divino»), Quintero/León/Quiroga («Yo soy ésa»), Rosalía de Castro («Unha vez tiven un cravo»), Lewis Carroll (
Alicia en el país de las maravillas
), Sidonie («Mi canción del domingo», «Dandy del extrarradio»), Manuel Bandeira («Noite morta»), Danza Invisible («Rock animal»), Modestia Aparte («Es tu turno»), Oliveros, Castellví y Padilla («El relicario»), Discépolo («Esta noche me emborracho» y «Yira, Yira»), José Alfredo Jiménez («Que te vaya bonito»), Joan Manuel Serrat («Hoy puede ser un gran día»), Manuel de la Calva/Ramón Arcusa/Julio Iglesias («Soy un truhán, soy un señor»), Gardel/LePera («Volver»), Deluxe («A un metro de distancia», «Fin de un viaje infinito»), Juan y Junior («La caza»), Facto Delafé y las Flores Azules («Enero en la playa» y «La fuerza»), Javier Álvarez («Huí»), Lori Meyers («Vigilia», «Hostal Pimodán» y «El aprendiz»), Álex Bueno («El jardín prohibido»), Rubén Blades («Pedro Navaja») y Fito Páez («La casa por el tejado»).

Other books

The Governess and Other Stories by Stefan Zweig, Anthea Bell
Prince of a Guy by Jill Shalvis
A Misalliance by Anita Brookner
Chosen by Desire by Kate Perry
The Secret Sentry by Matthew M. Aid
Anything for a 'B' (MF) by Francis Ashe
The Revelations by Alex Preston
Destiny Revealed by Bailey, Nicole