—Tu madre se está poniendo como una novela de Antonio Gala. Hay que ver lo que le gusta el drama. Y tú, ¿cuándo vas a volver a casa?
Por lo que se ve todavía no. Ahora resulta que su hermano y él tienen que pensar, no sé en qué pero pensar. Parece ser que les hace falta reflexionar sobre su pasado, sobre cómo les pesa la memoria, psicoanalizarse mutuamente, fustigarse si hace falta, yo qué sé. Recapacitar, rumiar su infancia, acordarse de su acné, deglutir su adolescencia de niños malqueridos.
Que los hermanos Montero rumien o digieran lo que quieran, yo me voy a dormir porque me noto hasta el moño de tanto drama familiar. Pero me será imposible, me conozco, lo sé, será acostarme y dar vueltas en la cama oyendo el tic-tac del reloj mientras crecen los recuerdos de lo absurdo, notando que los malos presentimientos, traviesos, inoportunos, se cuelgan de las cortinas, inquietándome por ruidos irracionales que al final serán, cómo no, saltos de gata mimada, inquieta porque falta alguien y aquí no se duerme si no estamos todos.
Y a ver qué hago yo ahora.
Cansarme. Bailar. Poner música bien alto y yo sé que me vas a cazar, pero no me dejo atrapar, me gusta hacerme de rogar, y es verano y luce el sol, es la costa catalana y estamos tranquilos, como anestesiados, y después del gazpacho nos quedamos dormidos y un día tonto, sin pensarlo bien, con nada claro, tras amanecer, un día de estos en que no te ves, huí porque hoy he venido para hablar de mí, de mi situación, de mi porvenir, de las cosas que importan de verdad, necesito gramos de piedad, y la loca de la vecina que en breve comenzará a golpear el suelo con el palo de la escoba porque no hay derecho y éstas no son horas y parece mentira que sea usted agente del orden, qué irresponsabilidad concederle esa placa. Y a mí qué, señora, bienvenida al mundo del ensayo y del dolor, bienvenida al tiempo del amor y de la llaga donde retozo, donde se me puede ir la pinza y cualquier noche saco la pipa y la hago callar para siempre, decide mientras se mueve frenética y gira y gira porque al mundo nada le importa lo llenos de inmundicia que están mis días y aunque te quitara la vida, aunque te muerda el dolor, no debo esperar nunca ayuda, ni una mano, ni un favor, y lo único que cuenta ahora es sacudir los huesos un poco más, agitar la melena, dejar que fluya el movimiento porque siento que soy uno de esos expertos capaces de cagarla y reírse en el intento y la explosión de aire, luz y color me lleva de la mano, bienvenidos a mi hogar, aquí pueden encontrar sin fisuras su libertad, y de pronto, cansada y sudorosa, calculo que es el momento de una última canción y yo no te culpo por querer dejarme sola, tal vez te aplauda por decírmelo tan claro y con descaro, y después me dejaré caer entre las sábanas para dormir como duermen las niñas buenas, sin conciencia y sin pecados veladas por sus hadas. Aunque algo hace que me detenga, unos ojos que me miran embobados, abiertos de par en par. Su cara peluda con su hocico naranja, inmóvil sobre la cómoda, sigue mis evoluciones asombrada, incapaz de entender qué estoy haciendo. Me acerco, intento cogerla, acariciarla, tirarle de los bigotes, rascarle tras las orejas, hacer que siga mi ritmo dentro de la barrera de mis brazos.
Insolidaria como sólo estos bichos saben ser, huye asustada.
Definitivamente, los gatos no entienden el baile.
No me apetece entrar, me estoy volviendo haragana, o indiferente, o más cobarde todavía si cabe, pero no quiero hacerlo, no me da la gana. Sé que siempre que me comparo con algo o alguien busco una analogía fácil entre mis recuerdos y acabo por regresar a la infancia, que es donde parece que vivo la mayor parte del tiempo, un lugar ficticio y cómodo, accesible y no siempre mejor donde sabes que cada cosa tiene un color y se distingue lo dulce de lo amargo. Nada de medias tintas, nada de grises entrecanos.
Me gusta la infancia, me gusta la mía porque de pequeña podía permitirme el lujo de ser desobediente y negarme a hacer aquello que no deseaba. Pues bien: soy pequeña y me niego a ir al colegio, me declaro en rebeldía, prefiero volver al capullo de mi cama calentita, no quiero entrar en comisaría.
Sin embargo es inexcusable, debo hacerlo, y a pesar de que intenta prolongar el rato del café para entretenerse y que no se acabe nunca, que le dure toda la mañana, o mejor, el turno entero, al final acaba bebiéndoselo frío, espeso y mareado y, tras pagar con desgana y dejar una propina que no se merecen, que nunca se merecen, asume que es hora de empezar la jornada y cruza la calle arrastrando los pies con la frase ya preparada, hoy el gordo se va a cagar, piensa, pero antes de acceder se topa con sus compañeros vestidos de faena, armados hasta los dientes y protegidos con chalecos antibalas que salen en tropel y casi la pisotean sin miramientos para meterse atropelladamente en alguna de las lecheras que aguardan aparcadas sobre la acera. Mientras se reparten los asientos, Clara distingue a Bores, que da órdenes con firmeza y se abre paso cual general romano entre sus tropas.
—¿Qué ocurre? —le pregunta.
Él, con los ojos brillantes, le informa sin ocultar su emoción que se dirigen a casa de Vito, la operación está en marcha —seguro que ya se imagina las toneladas de droga aprehendida apiladas tras el escudo de la Policía y el enjambre de micrófonos y cámaras que le apuntan mientras explica, con su labia sin igual, cómo la incautaron gracias a su olfato de sabueso—. La pasada noche se observaron movimientos inusuales, hubo otra vez vehículos que entraban y salían de la mansión y, tras solicitar permiso por radio, la patrulla de guardia siguió con precaución a uno de estos coches hasta un polígono cercano al aeropuerto. Una vez allí, interceptaron en una nave industrial una conversación reveladora: hoy llega el cargamento. Como es lógico, vendrá camuflado en contenedores y disuelto en una moderna sustancia sintética que lo hace indetectable para las unidades antidroga, especula. Los hombres de Vito, comandados por Malde, lo recogerán y conducirán hacia el sótano de esa nave, en donde cortarán el material para distribuirlo a los minoristas. Pero lo tenemos todo previsto, asegura Bores encantado, vamos a seguirles la pista desde el primer momento, grabaremos cómo reciben la mercancía en la terminal de carga, cómo la introducen en las furgonetas y, a mitad de camino, les daremos el alto en la carretera para pillarlos con las manos en la masa. Enhorabuena, agente Deza, el soplo de su confidente no iba desencaminado. Recuérdeme que no se me olvide mencionárselo al comisario cuando regresemos.
—Se lo recuerdo por el camino. Voy a por un chaleco y me apunto.
No, mejor que no, casi déjelo, no se moleste, me elude el muy desgraciado y esquiva mi mirada con disimulo. Dejarla fuera ha sido cosa de su compañero, entiéndame, él se lo explicará. Y desaparece como alma que lleva el diablo, huye veloz como si de verdad tuviera algo más importante que hacer que alimentar su propia fantasía personal, se tira de cabeza a uno de los coches y agarra la radio para transmitir arengas del tipo «Agentes, los quiero a todos de vuelta» o «¡Al abordaje, caballeros!». Ha visto demasiadas series policíacas en televisión, pero eso a mí poco me importa, porque veo salir a París y tengo un par de cositas que decirle a la cara. No me da tiempo, porque apenas me acerco a él farfullando «eres un…» me frena con la excusa que tiene preparada desde hace un buen rato.
—Créeme, es por tu bien —me advierte cogiéndome por los hombros y mirándome con un aire de firmeza impostada que no me trago.
—Qué sabes tú cuál es mi bien —le escupo—. ¿Por qué lo haces?
—No podría vivir con ese peso sobre mi cabeza si te pasara algo —argumenta mientras se mete en el asiento delantero del único vehículo que aún no ha arrancado, se coloca el cinturón y comprueba el seguro de su pistola.
—Eres un grandísimo hijo de puta —es lo único que sale de mi garganta.
—Hazme un favor, llama a Reme —me pide como si no me hubiera oído—. Ayer se quedó en casa de su hermana y todavía tiene el móvil apagado, seguro que estará durmiendo. Quería haberme despedido de ella —confiesa con ademán dramático, como si fuera a la guerra, qué dolor, qué dolor. Qué pena.
Ni le contesto. Doy media vuelta y me interno en comisaría y por una vez mi rictus consigue ser tan fulminante como para congelar las intenciones del gordo de la puerta antes de que suelte la grosería de cada mañana, aunque de poco dura esta victoria inesperada porque lo que no ha tenido huevos de decirme de frente lo suelta a mi espalda:
—Mucho presumir de cojones, bombón, pero a la hora de la verdad te han dejado fuera de la acción.
Y mientras intento convencerme de que no, mientras me como los mocos o las lágrimas rabiosas, pesadas y calientes, entro en la sala y me siento ante mi mesa sin molestarme en ocultar, por primera vez, que se me cae el alma a los pies.
*
Éste es el plan: guardarse la mala hostia y seguir adelante, a lo mío. De eso se trata, de aguantar con la mejor cara el mayor tiempo posible, como si no me afectara, como si no fuera conmigo, como si nada hubiese sucedido. Centrarme en mis objetivos, descubrir al asesino, eso es lo inmediato, lo que tengo que hacer aunque se me atragante la mala baba, aunque sobre su escritorio halle un sobre marrón acolchado de esos que protegen lo que albergan como un bien preciado y que en este caso, lo sabe por el tamaño, lo sabe porque lo esperaba como agua de mayo, será un compact disc. Al menos la tecnología avanza y ha sustituido a los casetes rudimentarios y no tengo que pasar adelante y atrás una y otra vez en el magnetófono sin saber qué busco, al menos ahora se pueden guardar en archivos separados las diferentes pistas de sonido, como la que pone en mayúscula «
VOZ PRINCIPAL
», que es la que ahora interesa, y tras introducir el disco en la bandeja y encender los altavoces del ordenador, incluso sin auriculares escucho con relativa claridad. Es lo que tiene la ausencia de mis compañeros, huidos en pleno ataque de ardor guerrero, ahítos de altivez y testosterona en busca de un tesoro reencarnado en toneladas de droga, que puedo ir a mi bola sin contar con ellos.
Lo oigo lejano pero nítido cada vez que el Culebra hace una pausa y relleno los puntos suspensivos que antes faltaban en su monólogo que, ahora lo sé, era una charla a dos:
Oye… ¿estás ahí?
Que se interrumpía con una frase apagada que el ruido de la noche de chabolas no nos permitía distinguir:
Qué bonito, tía, los dos a dúo en el contestador, qué delicado: Clara y Ramón, Ramón y Clara… A ver si un día nos hacemos un mensajito así tú y yo,
y mientras intentaba averiguar si me encontraba en casa, alguien a su lado quería saber qué ocurría, si por fin descolgaba:
Pues no, no debe de estar.
Cuando mi confidente se daba cuenta de que nadie atendería su llamada y solicitaba un tiempo muerto, que le dejara pensar, lo que en realidad hacía era alejarse del micrófono, el informe pericial del laboratorio lo confirma: «El sujeto aparta su boca del auricular y se vuelve»:
Bueno, a ver qué le digo. Déjame pensar…
y me hace comprender que el Culebra no hablaba al vacío sino que le comunicaba a ella, a Olvido, me puedo apostar lo que sea, que aguardara hasta que terminase de dejar el mensaje:
Oye, gata, que te tengo que ver mañana, hay algo para ti. Cosas para contarte, micha, y una para enseñarte, ja, ja… ¿No quieres?
, ese mensaje que debía salvarlo y no atendí aquella madrugada, exhausta y desnuda sobre la cama, con el cuerpo de Ramón entre mis piernas, sin saber que requería mi ayuda:
No digas que no. Búscame mañana, ¿me oyes?, que es importante, tronca, en serio
, ni después, cuando se disculpaba por haberse burlado de mí:
Y oye una cosa, no me tomes a mal lo de antes, que era broma, coño, ya lo sabes, pero búscame, no te olvides
, ni en esa pausa más larga, hacia el final, en la que parecía que se marchaba pero que, según el técnico, lo que hace es responder a una voz de mujer que le urge que cuelgue:
Que no tardo nada y voy
, y es que no se dirigía a mí sino a ella, que seguía insistiendo para que acabara de una maldita vez:
Ahora no, luego
. Cómo no lo vi, en dónde tenía la cabeza, por qué para percatarme ha tenido que pasar tanto tiempo, han tenido que pasar ante mí tantos muertos:
Pues eso, que te acuerdes de mí. Que soy el Culebra, joder.
Después de esto me tiembla el pulso sólo de pensar en dirigir el puntero al icono del otro documento titulado «
VOZ DE MUJER
». Es un archivo de sonido cargado de silencios, de pausas como desiertos que reproduce sólo la voz de quien estaba aquella noche junto a él. Apenas media docena de frases intercaladas en su monólogo que, elevado su volumen al máximo, depurado hasta donde la técnica es capaz de ofrecer, puedo percibir de manera más diáfana:
¿Ha descolgado?, ¿no está en casa?
Y oigo cómo suspira de impaciencia:
Si no está déjalo y corta
, y más que ordenar suplica con aire de cansada:
Olvídate de ella y vámonos, no pierdas el tiempo
, se agita y protesta vencida por el miedo y al final, escapada entre alientos de fuelle y hoguera, justo antes de que él, desencantado por mi ausencia, fuera a terminar, consuela:
No te preocupes, ya verás como mañana la encuentras.
Ahora sí tengo ganas de llorar a lágrima viva y, sin embargo, algo me impide hacerlo todavía, sólo una pequeña comprobación antes de dejar la vergüenza fluir, de permitirle al arrepentimiento manar: busco en mi ordenador otro archivo de sonido, el que realizó hace unos días Fernando con la grabación del contestador y comparo ambos mensajes, ambos timbres, y no me cabe ninguna duda:
Ahora no estoy en casa o quizá, quién sabe, sí estoy, pero no puedo atenderte,
la mujer que se declara ocupada y sugerente asegura en vano que
si te portas bien, te llamaré luego,
la que se ríe con risa cascabelera, alegre y jovial, la que no devolverá las llamadas ya nunca porque la última vez que la vi descansaba en una camilla abierta en canal, custodiada y refrigerada ahora dentro de una caja de metal, es la misma que le suplica a su hermano que cuelgue porque tiene miedo, porque está asustada, y me encantaría detallar este descubrimiento a mis compañeros pero estoy, en esta sala vacía, sola y abandonada. Como los muelles en el alba.
Pero aunque el silencio me cerque, sé que tengo gente fuera.
Busca en su móvil el número de Zafrilla y, justo antes de marcar, se arrepiente, está un poco tonta con eso de cambiar de aires, mejor dejarla tranquila. Piensa en Ramón, tan solo y tan huérfano en Sevilla, claro que si quería reflexionar sobre su vida no será lo más adecuado que le moleste para contarle esta tontería. Ya sé: Lola, aunque le da reparo pasar por el trago de telefonear a una amiga que sabe que está mal, llámalo egoísmo o quizá cobardía. Finalmente, el único número que se anima a telefonear es el de la consulta de su médico, para que la enfermera me dé una nueva cita a la que, se lo prometo y si no que me muera ahora mismo, acudiré, y vale, lo siento, señorita, ya sé que no debo jugar con los dobles sentidos de las frases hechas pero me lo estaba poniendo a huevo, y al colgar me avergüenzo de mí misma tan deshabitada, tan absurda, tan incomunicada. No sé qué me pasa hoy que todo me carga.