Y quedarán las sombras (15 page)

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Authors: Col Buchanan

—Estaba pensando en la flota fondeada en Q’os —confesó Bahn—. Me preguntaba si zarpará pronto y, en ese caso, con qué rumbo.

—Estaba preguntándose si vendrá aquí.

—Claro, ¿usted no?

Halahan parecía estar riendo únicamente con los ojos.

—¿Ya ha regresado el viejo?

«¡Ah!», pensó Bahn.

—No. Y el consejo no deja de acosarme con esa cuestión.

—Me lo imagino. No les da buena espina que el Señor Protector vaya personalmente a solicitar refuerzos a la Liga.

—¿Cree que eso es lo que está haciendo?

—Sin duda. Entre otras cosas. ¿Qué, si no? El consejo preferiría esconder la cabeza en la arena. A decir de los rumores que circulan, están rezando por que los mannianos se decidan por invadir Minos en vez de venir aquí.

Bahn se encogió de hombros, pero el gesto quedó oculto bajo las hombreras de su armadura.

—Tal vez sus deseos estén fundados. Minos sería un objetivo lógico. Mientras usted y yo hablamos, está sufriendo severos ataques.

—Lo sé. Leo los informes. Los diplomáticos imperiales están causando estragos en Al-Minos y la II Flota está combatiendo contra formaciones enemigas considerables —dijo Halahan en un tono escéptico—.Y la III Flota partió de nuestras aguas para apoyarla. Muy práctico. Sobre todo si se quiere que una flota invasora llegue aquí desde Lagos sin sufrir percance alguno.

Halahan dio una calada a su pipa. El viento le despeinaba el pelo cano contra la cara. Nadie habría pensado que estaban hablando sobre su posible aniquilación. Bahn se sorprendía a menudo de esos hombres que vivían la guerra como si fuera una circunstancia más de la vida cotidiana; que tenían la capacidad de desconectar los mecanismos de la imaginación que concebían los peores destinos; que pasaban por la vida con la misma actitud tanto en períodos de guerra como de paz.

Sentía envidia de cualquiera que mostrara esos rasgos. Él parecía permanentemente aterrado por el futuro y por la guerra; y de ningún modo pasaba por la vida como si nada. Siempre se movía con sigilo, mirando a izquierda y a derecha, temeroso de dar un paso en falso o de decir algo incorrecto. Tal vez debía desarrollar más el gusto por la bebida que mostraban tantos colegas oficiales. O por el hazii, que Halahan parecía fumar a todas horas. Precisamente en ese mismo momento le llegaba el aroma de la hierba arrastrado por una ráfaga de viento.

Un grupo de aeronaves sobrevolaba la ciudad, muy por encima de los globos aerostáticos de los mercaderes amarrados a sus torres, más alto incluso que las bandadas de pájaros. Bahn había soñado la noche anterior que su familia y él viajaban a bordo de una de esas magníficas naves voladoras en dirección al sol de levante, en busca de un refugio.

—Lo sabe, ¿verdad? Todos ellos tienen una nave privada amarrada en el puerto occidental. Veloces balandros con la tripulación a bordo y lista para partir en cualquier momento, en el caso de que el Escudo sucumba.

Bahn asintió con aire ausente. Estaba escuchando el viento, que le acariciaba las orejas.

—Aun así —dijo al cabo con un hilo de voz a punto de quebrarse—, nosotros podríamos ser la distracción, ¿no cree? Y Minos el objetivo real.

Halahan escrutó su rostro unos instantes. Todo rastro de buen humor se había esfumado de sus ojos. Posó una mano en el hombro de Bahn.

—Más le vale sacarse esas ideas de la cabeza, hijo —dijo suavemente—.Vienen a por nosotros.

Capítulo 9

En compañía de las ratas

El barco se deslizaba raudo rumbo sureste, con las velas hinchadas por el viento y la proa cabeceando al ritmo del oleaje. Ché estaba junto a la barandilla, y recibía la lluvia de agua salada que salía rociada del casco mientras la nave escindía el mar en su travesía por el Corazón del Mundo.

Para el resto de la gente de a bordo, Ché sólo estaba respirando un poco de aire fresco marino como cualquier otro día de su viaje hacia el este. Para él, sin embargo, aquello era una especie de ejercicio de meditación, y se concentraba en su respiración y en los sentidos de su cuerpo. Era tal el placer que sentía en esos momentos que una sonrisa asomaba inconscientemente a las comisuras de sus labios.

No se atrevía a realizar otros ejercicios parecidos. No allí, en presencia de sus colegas. Sentarse en cuclillas en la cubierta principal para adoptar la postura habitual de los monjes daoistas o, en el fondo, de los roshuns —con las rodillas en el suelo y la espalda recta, dejando la mente en blanco—, supondría una auténtica provocación. Proliferarían los comentarios. Alguno de los monbarris se dirigiría a él con alguna amenaza disfrazada de pregunta audaz con doble sentido.

Ché observó la timonera, que se elevaba alta en el centro de la nave, y la legión de banderas con señales que ondeaba encima de ella mientras sus pies, firmes en el suelo, se mecían con la suave cadencia del cabeceo del barco. A su espalda, en la popa, se elevaba el alcázar de tres pisos de alto donde se encontraban los majestuosos camarotes de la Santa Matriarca y de sus dos generales. Allí estaba Sasheen en ese momento, sobre la cubierta superior, disfrutando del aire marino igual que Ché, si bien ella estaba sentada en una honda butaca de mimbre y arropada con una gruesa capa de pieles que la protegía del viento. A su alrededor se habían dispuesto unas pantallas blancas que guarnecían su posición. Entre las pantallas se vislumbraba, sentados a cada lado de la matriarca, al archigeneral Sparus y al joven Romano, enfrascados en una conversación y con sus necesidades atendidas por los esclavos. La matriarca no miraba en ningún momento a sus generales, y tenía los ojos clavados en la aeronave que los sobrevolaba en ese momento, uno de los pájaros de guerra que custodiaban la flota invasora: un conjunto de naves que se prolongaba por proa y por popa hasta más allá de donde abarcaba la vista.

Ché notó más que oyó una presencia a su espalda.

—No le des demasiadas vueltas —dijo quedamente una voz masculina—. Siempre es peor de lo que uno es capaz de imaginar.

Ché sintió una punzada de irritación, y cuando se volvió se topó de cara con Guan, el joven de la secta Mortarus que había subido a bordo con su hermana melliza formando parte del séquito de Sasheen. La figura del sacerdote aparecía empequeñecida por los enormes palos y velas de la nave que ocultaban medio cielo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Ché con sequedad.

—A la invasión. Nunca has participado en una guerra, ¿verdad?

Ché se limitó a hacer un gesto de negación con la cabeza.

—Yo estuve con mi hermana en la última invasión de los Puertos Libres. No fue agradable de ver.

—¿Estuvisteis en Coros? Pareces más joven.

—Estar, estuvimos. Nuestro padre era el comandante de la LV de los Luces. Llevarnos con él era su idea de la «educación». Y aprendimos, ya lo creo. Aprendimos qué efectos puede tener la punta de una lanza para la integridad de una cabeza.

«Su padre», pensó Ché. Era raro oír hablar de su padre a un sacerdote; y aún lo era más que supiera quién era su progenitor.

Ché se dio cuenta de que Guan estaba esperando que siguiera interrogándolo, así que no abrió la boca. Lo único que quería era estar solo.

Sin embargo, fue Guan quien rompió el silencio.

—No sabes de lo que hablo, ¿verdad?

—No tengo la menor idea.

—No eres el único. La gente a bordo de este barco parece ignorar por completo dónde está metiéndose. No vamos a invadir a un par de tribus del norte ni a sofocar la rebelión de un puñado de militares de Lagos. Nos enfrentaremos a los khosianos, los más diestros en el manejo de la charta de todos los Puertos Libres. Han repelido más intentos de invasión que todas las naciones del sur juntas.

Ché no estaba de humor ese día para escuchar historias espeluznantes sobre la guerra. Aquel tipo sólo quería alradear, situarse por encima de él.

—Entiendo. Son un pueblo al que hay que temer.

Guan miró fijamente a Ché y éste clavó sus ojos en el mar.

—¿Qué pasa? ¿Hace tiempo que no echas un polvo, Ché? Pareces un poco tenso —espetó Guan, que rápidamente esbozó una sonrisa, como si eso le permitiera hablarle de esa manera—. ¿O no será que la matriarca ya satisface tus necesidades?

Ché lo fulminó con la mirada.

—Tú eres idiota o estás loco, Guan. Me parece que tu entrenamiento como Mortarus está conduciéndote peligrosamente hacia la adoración de la muerte.

Guan se encogió de hombros despreocupadamente. Sin duda era idiota, concluyó Ché.

—Veo que no lo niegas.

Ché, reacio a dejarse arrastrar por aquella conversación, apartó la mirada de Guan. Se preguntó, y no era la primera vez, si él y su hermana no serían en realidad reguladores de incógnito y si Guan no estaría jugando simplemente a ser un idiota despreocupado. De hecho, Ché había recibido con sorpresa la insistencia que exhibía en hacerse amigo suyo, y sospechaba que le hubieran asignado la tarea de vigilarlo durante el largo viaje a Khos.

Guan suspiró como exhalando toda la frustración que se había acumulando en su interior.

—¿Ya has comido?

—No tengo hambre.

—Pues comeremos más tarde. Podríamos beber algo y echar otra partida de cartas. Te toca a ti perder, si mal no recuerdo.

—Quizá —respondió Ché, que esperó hasta que oyó que su compañero se alejaba y entonces volvió a relajarse.

A menudo el trato con sus colegas transcurría de esa manera. Incluso un par de minutos de charla sobre las cosas más nimias podía llegar a parecer una discusión de lo más absurda. ¿Y por qué no iba a ser así? Los habían educado poniendo el énfasis en tres principios: el engreimiento, la libertad para saciar cualquier deseo y la necesidad voraz de derrotar al prójimo. Siempre buscarían fórmulas para mejorarlo, para manipularlo; al final acababa siendo agotador. Lo único que quería era un poco de compañía franca; y eso lo convertía en un ser tan hostil como lo eran los demás.

El precio que se pagaba, por supuesto, era el de la alienación, pero Ché había encontrado una alternativa aún peor: la alienación del verdadero yo. Se sentía perdido cuando pasaba tiempo rodeado de esa gente; notaba que sus convicciones se debilitaban.

Guan se equivocaba en una cosa: los hombres y las mujeres a bordo no ignoraban a lo que se enfrentaban. Él lo percibía a su alrededor, en la tensión que flotaba en el aire, en la extraña quietud que reinaba.

Ché levantó distraídamente la mirada hacia la matriarca, que seguía escuchando la cháchara de sus dos generales. Romano era un ingrediente peligroso en aquella expedición. El joven general era el más claro aspirante al trono de Sasheen. Por lo tanto, Ché sospechaba que la matriarca había optado por sufrir su presencia durante la campaña por temor a las actividades perjudiciales para sus intereses que pudiera instigar durante su ausencia de la capital. Sin embargo, también era digno de temer allí, pues con él venía su contribución a las fuerzas de invasión: su ejército privado compuesto por dieciséis mil hombres. Llegado el momento, esos soldados se mantendrían leales a la mano que los alimentaba —Romano y su familia—, por encima incluso de la Santa Matriarca.

Ese estado de cosas podía provocar tensiones en un viaje tan largo como aquél. En el mejor de los casos, Sasheen y Romano se despreciaban mutuamente, y eso se notaba incluso cuando conversaban con aparente cortesía. Ché se preguntó cuánto tardarían en lanzarse a la yugular del otro y él en verse arrastrado por los acontecimientos.

Intentó sacarse todas esas tonterías de la cabeza y regresar al estado de paz anterior, pero le resultó imposible; la quietud que había disfrutado minutos antes se había echado a perder.

Se abrió paso entonces entre los marineros, los infantes de marina y los sacerdotes dispersos por la cubierta superior y se dirigió a la escotilla de proa. Por el camino se encontró con un grupo de acólitos desnudos que entrenaban con dedicación bajo el sol; la mayoría hombres y mujeres de una edad muy similar a la suya, aunque entre ellos se divisaba algún veterano mayor. Peleaban cuerpo a cuerpo por turnos, y los que esperaban la vez aprovechaban para calentar los músculos.

—¡Cuidado! —espetó uno de los acólitos, que estaba retrocediendo y embistió al diplomático.

A Ché se le pasó fugazmente por la cabeza la idea de agarrarle el brazo y rompérselo.

—Vete a cagar —le soltó el acólito sin aflojar el paso.

Antes de bajar por la escalera, Ché se dio cuenta de que Sasheen estaba observándolo desde su atalaya. La matriarca levantó una copa de vino a modo de brindis y él le correspondió inclinando respetuosamente la cabeza antes de desaparecer rápidamente por la escotilla.

Una oscuridad impenetrable asfixiaba a Ash día y noche mientras yacía en el pantoque del voluminoso barco de transporte. Se había subido a bordo de él como polizón cuando la flota ya zarpaba del puerto de Q’os. La oscuridad total y el aire cargado, tan pestilente que casi parecía más recomendable no respirarlo, lo envolvían. Y luego estaba ese ruido de golpes constante: el lastre de arena y grava que aporreaba el barco, los rechinos y los crujidos del casco, el chapoteo de las ratas en la oscuridad… Todos los elementos se habían conjurado para desquiciarlo.

Había encontrado un espacio por encima del nivel del agua donde tumbarse, un saliente de madera cerca de la popa del pantoque de casi un metro de ancho donde permanecía apretujado con su espada. Vivía como una rata más del barco, y aunque no podía ver la salida ni la puesta del sol, sabía que amanecía cuando oía encima el estrépito de pisadas que señalaba el relevo de los turnos; y que anochecía por el sonido estentóreo de las carcajadas y las canciones.

Bien entrada la noche salía sigilosamente como una bestia carroñera en busca de agua y de restos de comida para alimentarse, y se deslizaba en silencio por los espacios oscuros de la nave mientras el grueso de la tripulación dormía. A su regreso de esas incursiones se sentaba en su estrecho madero y comía, y con lo que le sobraba alimentaba a la pequeña colonia de ratas que convivía con él allí abajo mientras les hablaba en susurros, arropado por la oscuridad. Los roedores no tardaron en dejar de morderle mientras dormía, y algunos incluso empezaron a coger la costumbre de subirse al madero y calentarse acurrucados contra su cuerpo.

Los dolores de cabeza que solían asolar a Ash disminuyeron, tal vez por la ausencia de sol. Era una bendición, pues ya casi se le habían agotado las preciadas hojas de stevia. Sin embargo, temblaba constantemente por culpa de la humedad, y sabía que pronto le afectaría al pecho. Cada vez le costaba más respirar, y lo hacía de un modo superficial. Tenía miedo de desarrollar una neumonía.

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