Y quedarán las sombras (16 page)

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Authors: Col Buchanan

Se imaginó que moría en aquel agujero negro y que su cadáver quedaba flotando a la deriva sobre el agua rancia del pantoque; las ratas darían buena cuenta de él hasta que no fuera más que un montón de huesos enganchados al lastre. Intentó varias veces secar la ropa —los leotardos forrados de algodón y la guerrera sin mangas—, estrujándolos primero y luego extendiéndolos sobre la pared del casco. Pero, como ocurría con las botas, se negaban a secarse. Una noche decidió arriesgarse y tuvo la buena suerte de agenciarse la capa tratada con grasa de un tripulante que estaba dormido. De vuelta en su agujero se envolvió con ella y rezó para que fuera la solución a sus problemas.

De vez en cuando se preguntaba hacia dónde se dirigiría la flota. Recordó haber visto un mapa en la Cámara de las Tormentas cuando él y Aléas habían irrumpido en ella. En él había anotados movimientos de flotas. Sin embargo, no lo había mirado con atención, y por mucho que lo intentaba ahora no lograba visualizar los detalles.

La mayoría de las veces simplemente se preguntaba cuándo pisaría tierra firme. No confiaba en poder aguantar demasiado en aquel pantoque que se había convertido en su particular cámara de las torturas.

Ya tenía sesenta y dos años. Había sobrepasado de largo la expectativa de vida de un roshun en activo. Sin duda, los años no habían pasado en balde para él, y se notaba el cuerpo acartonado y tirante. La artritis le consumía las articulaciones, y sus músculos solían quejarse cuando hacía movimientos bruscos o les exigía demasiado. Sus heridas tardaban cada vez más en cicatrizar; sin ir más lejos, un pequeño rasguño que le habían hecho en la pierna con un cuchillo durante la última
vendetta
todavía supuraba, de modo que todos los días tenía que extraerle la pus y limpiarla con agua del mar.

En cierta manera, a Ash no le importaba seguir confinado en aquel pozo negro al que había ido a parar. En el fondo sentía que se lo merecía, que sería capaz de pasar una eternidad sepultado en aquella desolación si ello significara traer a Nico de vuelta con los vivos. Bajo la capa tratada con grasa, notaba el frasquito de arcilla con sus cenizas frío contra el pecho.

Capítulo 10

Un asunto diplomático

—La Santa Matriarca requiere tu presencia —dijo en un arrullo Guan, acompañado por su hermana melliza.

Ambos lo observaban con sus ojos arrogantes y de párpados caídos.

Ché se agarró con más fuerza a la puerta abierta del camarote. Los tres se balanceaban empujados por el cabeceo violento del barco. El buque insignia gruñía a su alrededor y se quejaba del severo zarandeo al que lo sometía el mar. La hermana de Guan miraba detenidamente a Ché, quien a su vez examinó su rostro, tan afilado y enjuto como el de su hermano y con los labios ligeramente despegados en la comisura de un lado.

Ché hizo un gesto levantando el dedo índice: «Un momento.» Cerró el volumen de
El libro de las mentiras
que sostenía en una mano asegurándose de que los hermanos vieran el título y lo dejó a la vista sobre su catre perfectamente arreglado. A continuación, salió al pasillo y siguió a los mellizos.

Recibió con agrado la oportunidad para estirar las piernas a pesar de la habitual aprensión que le provocaba tener que acudir junto a la matriarca. No había salido demasiado durante los últimos días, dado que el mal tiempo que les acompañaba no invitaba a deambular al aire libre. Ese día estaba siendo el peor de todos. La nave se escoraba tanto que tenían que caminar apoyándose en las paredes del pasillo para no perder el equilibrio.

Fueron emergiendo a la cubierta principal de uno en uno y encorvando el cuerpo bajo las acometidas del viento. Una ráfaga impelió a la melliza, que salió despedida tambaleándose con los brazos abiertos y su hermano tuvo que agarrarla de la manga para recuperarla. Una ola rompió contra el casco y una catarata de agua espumosa se precipitó sobre la cubierta y derribó a un puñado de marineros, que salieron rodando por el suelo resbaladizo.

El trío de sacerdotes se enjugó los rostros, se dirigió en fila india hacia la escalera zigzagueante que conducía hasta el flanco del alcázar y trepó por ella.

—¡El mar está hoy un poco picado! —dijo Swan, volviéndose a Ché.

Guan también se volvió hacia él con una expresión gélida en el rostro.

El mellizo llevaba días sin dirigirle la palabra. Tal vez hubiera comprendido que prefería la soledad.

Sin embargo, en los ojos de Guan se vislumbraba algo, una especie de herida interior que no tenía nada que ver con la reacción que Ché habría esperado de unos reguladores de incógnito. Después de todo, quizá estaba un poco paranoico.

«Por eso no tengo amigos», pensó.

Pasaron junto a la puerta del camarote del general Romano, flanqueada por dos acólitos que se cobijaban como buenamente podían debajo del diminuto saledizo. A pesar del estrépito del vendaval y de las olas, dentro se oía la voz retumbante de Romano alzándose sobre las risas de sus acompañantes. El joven general, como muchos otros a bordo, había estado deleitándose con el alcohol y los narcóticos desde que la inclemencia de los elementos los había confinado en sus cámaras.

Cuando llegaron a la puerta de los aposentos privados de Sasheen en el piso superior, se detuvieron y los centinelas los cachearon en busca de armas. La melliza fue la última en ser registrada, y mientras los soldados palpaban cuidadosamente su ropa, Ché se fijó en que su hermano observaba la operación con el ceño fruncido. Ella, sin embargo, en vez de prestar atención al escrutinio al que la sometía Guan, miraba a Ché con las facciones suavizadas por una delicada sonrisa.

«No está mal» pensó Ché, y repasó su cuerpo con la mirada sin andarse con sutilezas. La chica tenía la túnica pegada a la piel.

—Correcto —dijo uno de los acólitos cuando terminó la inspección.

Su compañero llamó a la puerta.

Heelas, el médico personal de Sasheen, los invitó a entrar en la estancia. Dentro se hallaban los sacerdotes del séquito de la matriarca, instalados en un silencio contenido. Heelas condujo al trío hasta el camarote privado de Sasheen; golpeó suavemente la puerta con un nudillo, la abrió y entró sin esperar una respuesta.

Ché advirtió la atmósfera preñada de ira que flotaba en la habitación en cuanto puso los pies en ella. Sasheen estaba sentada en una enorme butaca en el fondo de la amplia estancia, con un abrigo de pieles encima de una sencilla túnica; su pecho se hinchaba y se deshinchaba a un ritmo acelerado. Ché reparó en los restos de una copa de cristal hecha añicos en el suelo, a un palmo de la pared, y en el reguero de vino tinto que se deslizaba cambiando de dirección al ritmo del balanceo del barco.

La Santa Matriarca estaba rodeada por las personas que formaban su círculo más íntimo, entre ellas su vieja amiga Sool, que estaba sentada en un taburete con el asiento acolchado junto a ella, ligeramente ladeada para poder contemplar a través de la ventana el mar embravecido y las nubes. Klint, el médico, se tiraba distraídamente de uno de los ornamentos que le perforaban la cara, tan colorada como siempre. Alarum, a quien Ché conocía sólo de vista y del que sabía que era un espía perteneciente a la orden Élash, los recibió con una afable inclinación de cabeza sin desviar su mirada atenta del joven diplomático. Y para acabar, el archigeneral Sparus,
el Aguilucho
, que estaba plantado en el centro del camarote como si acabara de interrumpir abruptamente su deambular por la estancia, taladró a Ché con el ojo que no llevaba oculto bajo el parche.

Ché no le hizo caso y recorrió el camarote con la mirada. Durante su rápida inspección ocular, descubrió un tarro de Leche Real encajado en un soporte sobre una mesa detrás de Sasheen. Luego se fijó en la pareja de centinelas apostados en el balcón, con los cuerpos encogidos bajo sus capas con capucha.

—Diplomático —espetó Sasheen haciendo un mohín compungido con los labios fruncidos—, tengo una tarea para ti.

Ché enseguida notó que estaba drogada, aunque sólo sus mejillas y su nariz rojas delataban su estado, pues hablaba con voz firme.

—Matriarca —respondió Ché con una calma impostada, haciendo una reverencia.

—Quiero que entregues cuanto antes un mensaje al general Romano.

Ché reprimió el nacimiento de una sonrisa. «Y aquí empieza todo.»

—¿Y cuál es el tono del mensaje, matriarca?

—Sólo una advertencia —apuntó con su voz retumbante el archigeneral Sparus, mirando de soslayo a Sasheen—. Su amante
catamita
debería ser suficiente.

—Conviértelo en un ejemplo para los demás —añadió Sasheen arrastrando las palabras—. En un ejemplo claro. ¿Me has oído?

Ché asintió inclinando de nuevo la cabeza.

—¿Es todo?

Sasheen se pellizcó el caballete de la nariz en silencio.

—Puedes marcharte —dijo Sool en su lugar.

Los sacerdotes mellizos acompañaron a Ché fuera. Éste vaciló un instante bajo el saledizo de la puerta. Se volvió a Guan para decirle algo, pero en el último momento cambió de opinión y optó por dirigirse a su hermana.

—¿Alguna idea sobre de qué va todo esto?

A Swan pareció hacerle gracia la franqueza de Ché. Guan se revolvió al lado de su hermana y echó un vistazo a la pareja de centinelas que tenían detrás.

—Romano ha estado calumniando a la Santa Matriarca —respondió el mellizo adelantándose a su hermana—. En sus aposentos, con su séquito, bajo los efectos de los narcóticos.

—¿En qué sentido?

Swan se inclinó hacia él. El agua se deslizaba por los ornamentos que le perforaban el rostro.

—Habla sobre su hijo —respondió la melliza en un susurro—. Ha estado calumniando a su hijo.

Ché dejó ir un suspiro de exasperación. Ahora lo entendía todo.

Esa tarde divisaron por primera vez Lagos, la isla maldita de los muertos.

El temporal por fin amainó, como si el tiempo deseara tocar un acorde más solemne para la ocasión. En realidad, lo que había ocurrido era que habían entrado en las aguas de la isla, que quedaban más resguardadas. El buque insignia de la matriarca, rodeado de cerca por el resto de la flota, enfiló hacia el sur con destino al puerto de Chir. La costa estaba formada por acantilados blancos y colinas verdes salpicadas de manchitas grises: las famosas cabras de pelo largo lagosianas.

Daba la impresión de que el millar de almas que viajaban a bordo del buque insignia se había agolpado en las barandillas. Ché observó a la matriarca, que contemplaba el paisaje desde la cubierta de proa flanqueada por sus dos generales y sus respectivos séquitos.

El diplomático estudió detenidamente al trío mientras se preguntaba cómo debían de sentirse al posar sus miradas en la verde Lagos, la isla de la insurrección, cuya población había sido en su totalidad quemada viva en un episodio célebre de la historia. El VI Ejército —que seguía emplazado allí y ahora debería incorporarse a la fuerza expedicionaria— había aplastado la rebelión bajo el mando del archigeneral Sparus. Y había sido Sasheen en persona quien había dado la orden de matar a la mayoría de los habitantes de la isla como castigo por el apoyo que habían prestado a los rebeldes a pesar de las numerosas voces de protesta que alzaron, desde el mismo seno de la orden de Mann, los miembros horrorizados por la renuncia a los cuantiosos beneficios que podían obtenerse convirtiéndolos en esclavos.

Con esta decisión, la matriarca había estampado una prueba de su autoridad en los anales de la historia, y gracias a ese genocidio su nombre ya nunca caería en el olvido.

Ahora, sin embargo, con la vista puesta por primera vez en Lagos, Sasheen no mostraba nada más que una formalidad obstinada junto a la barandilla de la nave, mientras a su alrededor los sacerdotes que formaban su séquito parecían más orgullosos que otra cosa de haber recuperado la más preciada de las posesiones.

En Q’os, los boletines de noticias estaban plagados de relatos sobre la «pacificación» de Lagos y de anuncios que informaban de que la isla estaba abierta para la recepción de inmigrantes de todos los rincones del imperio. Se minimizaba el verdadero alcance de la matanza perpetrada contra los lagosianos, y cuando se mencionaban las quemas y las masacres se culpaba de ellas a los propios habitantes de la isla y al origen de su revuelta: una protesta surgida de la nobleza lagosiana, que no había podido soportar la sangría de tierras arrendadas que pasaban a manos de sus nuevos señores mannianos.

Un único detalle delataba el estado anímico que Sasheen escondía para sí: había plantado la cabeza viviente de Lucian sobre la barandilla, a su lado. Era la primera vez que mostraba a Lucian en público en ese estado. La matriarca apoyaba la mano sobre el cuero cabelludo de la cabeza para impedir que se moviera, de tal modo que el líder de la insurgencia tuviera que contemplar con sus propios ojos, en un silencio insondable, la desolación de su tierra natal.

Sonaron los cuernos en las naves adelantadas de la flota. Por fin estaban llegando al puerto de Chir, una de las más extraordinarias maravillas del mundo conocido. Enseguida, a medida que bordeaban una punta rocosa, Ché pudo contemplar boquiabierto el legendario Oreos que se elevaba hasta una altura inverosímil enfrente de él: el arco colosal que se extendía de punta a punta de la ensenada de entrada al puerto de Chir y bajo cuya estructura se deslizaban los bancos de bruma.

La ciudad portuaria de Chir, en otro tiempo próspera gracias al comercio de lana y de carne en salazón con Zanzahar y capital de la civilización lagosiana, se extendía descontroladamente por una bahía escabrosa que constituía el puerto natural más grande del Midères. La ciudad había construido el Oreos que cruzaba la entrada al puerto como una declaración de su esplendor al resto del mundo. Hecho de hierro, el puente recordaba la hoja curva de una cuchilla cuya parte plana cortaba en dos el viento; y la pintura blanca que lo cubría resplandecía bajo el cielo, en el que finalmente se habían dispersado las nubes y ahora lucía el sol.

Ché nunca había viajado a Lagos ni a su puerto, si bien había leído mucho sobre ellos y sobre la destreza de sus habitantes en los campos del arte y de la ingeniería, cuyas pruebas estaba contemplando ahora con sus propios ojos. La bruma se formaba con el agua salada que salía pulveriza en el aire al romper las olas contra el puente y filtrarse por los innumerables orificios que perforaban la parte inferior de la estructura.

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